Luna Bella • La porno-youtuber que escandalizó a México. Una descarnada autobiografía
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Comentarios para Luna Bella • La porno-youtuber que escandalizó a México. Una descarnada autobiografía
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- Calificación: 1 de 5 estrellas1/5Sinceramente, esperaba anécdotas relevantes. Sin embargo, las "justificaciones" del por qué eligió la autora diversas trayectorias fueron "me violentaron dentro del núcleo familiar y [..]
Reflexionando, esta autobiografía se complica en la línea de tiempo al narrar las vivencias, en capítulos describe las carencias de su infancia y al siguiente sus primeros accidentes al utilizar por primera vez indumentaria de teibolera.
Algo latente, la ayuda de su abuela materna en varias ocasiones, hubiera desarrollado de mejor forma a ese personaje, en lugar de darle importancia a sus relaciones, las cuales, continúo sin comprender tantos párrafos explicándolos.
No es literatura erótica por si alguien tiene la intensión de leer esta obra en ese sentido y como autobiografía el personaje se encasilla en justificaciones efímeras del por qué de sus actos. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Historia interesante e impactante. Como hombre creo que es bueno leer una biografía de una mujer que ha sufrido mucho a causa de varios de los hombres en su vida. Es una perspectiva femenina que uno como ser humano debe tener presente.
Me impactó muchísimo descubrir cómo Mujer Luna Bella ha salido adelante y ha sacado adelante a su familia cuando siempre tuvo casi todo en su contra. Sin duda es una persona muy fuerte y cabrona.
También fueron impresionantes muchas historias en las que personas trataron de lastimarla. Desde intentos de asesinato hasta bullying escolar. Hay de todo.
Además de eso, en la segunda parte del libro se habla sobre la vida de excesos y el éxito de Luna gracias a las redes sociales.
El libro es entretenido, por momentos muy conmovedor y por otros momentos muy oscuro. Lo recomiendo. Se lee rápidamente
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Luna Bella • La porno-youtuber que escandalizó a México. Una descarnada autobiografía - Verónica Meléndez Coronado
La cobija en la puerta
Al abrir los ojos lo primero que vi fue la mano de mi padre estrellarse contra mi cara. No alcancé a quitarme. Fue un golpe rápido y seco. Antes de recibir el segundo trancazo me sentía un poco inconsciente y me dolía la cabeza por tanto alcohol que había bebido la noche anterior.
No sé cuánto tiempo transcurrió.
¿Qué había pasado? Pues que la noche anterior había llegado superestúpida…
En mi trabajo, un hombre me dijo que me pagaría el triple si tomaba de verdad con él; no quería que bebiera agua fingiendo que era alcohol, como era mi costumbre.
Nuevamente me llegaron al precio. En ese entonces el alcohol me daba asco, pero el tipo me tentó por la cantidad de dinero que me ofreció y no pude decirle que no. Como mi cuerpo no estaba acostumbrado, bastaron unos quince shots de tequila para que me pusiera hasta el ano.
Esa noche me destapé más de lo común, me deshice de cualquier rastro de pudor y dejé que el hombre me manoseara a su antojo.
Cuando terminó conmigo, un mesero buena onda, aunque tenía una famita de transa –en una de esas, hasta me robó algo de dinero–, me ayudó a cobrar y después me consiguió un taxista de confianza
. Me subió al carro y le dijo al conductor te la encargo mucho
. El otro sólo asintió.
Sin embargo, un pequeño despiste: se me había olvidado bañarme antes de salir del congal. Siempre me duchaba para no entrar en la casa de mis abuelos –donde vivía con mis padres– oliendo a putero, o sea, a cigarro, alcohol y sexo.
Al llegar, sin palabra de por medio le pagué al conductor, me bajé, azoté la puerta del taxi y entré. Apenas vi mi cama me dejé caer en ella; me sentía muy mareada, ebria, casi inconsciente.
Pero se me había olvidado otro detalle: esconder mi bolsa que, para acabarla de chingar, la traía abierta. Así que cuando me sorrajé para dormir se me cayó y salieron volando mentas, tangas, condones y muchos billetes de 500 pesos.
Después de sufrir una infancia de maltrato, de abusos físicos y mentales, después de lo que ya estaba empezando a vivir, y ya un poco más despierta, no me supo tan dura aquella golpiza de mi padre. Ni metí las manos, dejé que me tundiera hasta que se le acabaran las fuerzas y las ganas, porque sólo yo sabía por qué hacía lo que hacía; tenía mis razones y sólo yo me entendía.
Cuando terminó de sacar todo su odio contra mí, me dijo que tenía que agarrar mis cosas y largarme de la casa. Me gritó que no quería una puta cerca de la familia, que yo era una decepción y, sobre todo, un mal ejemplo para mis hermanas.
No lo dudé ni tantito. Yo ya tenía más ovarios que antes y no temía vagar por la ciudad. Agarré mis cosas, me despedí de mi madre y de mis hermanos y me fui.
Hasta eso no me cambié tan lejos. Me hospedé en un hotel de paso que quedaba como a 20 minutos de la casa de mis abuelos. Además, como trabajaba de noche y ganaba muchísimo dinero, no me importó vivir sola en una habitación porque podía pagarla sin respingar, sin que me doliera el codo.
Gastaba mil pesos diarios entre el hospedaje (370 pesos por noche), la comida y la cena; a veces, para no salir del hotel, ahí también compraba mis rastrillos y champú, entre otras cosas. En fin, no escatimaba en gastos porque ya no era tan pobre.
En algunas ocasiones pienso que mi padre no fue la mejor elección de mi madre. Nací en Monterrey, Nuevo León, pero no me siento totalmente regia porque también tengo sangre potosina.
Creo que el drama en mi familia comenzó con las casualidades
que ocurrían en el camión donde se conocieron mis padres. A sus 20 años, mi mamá trabajaba en una tintorería y lo que ganaba apenas le alcanzaba para solventar sus gastos.
Siempre, a la misma hora que tomaba el transporte que la llevaba a su casa, se encontraba a un joven guapo, alto, humilde y lleno de tierra. Era mi padre que regresaba de su trabajo en la albañilería. Él es de San Luis Potosí y se fue a Monterrey en busca de mejores condiciones de vida porque en el rancho donde nació simplemente no había futuro.
Después de cuatro meses de verse en el autobús, de animarse a tener plática y una pequeña cita romántica –fueron a una taquería porque a mi papá no le alcanzó para más– se hicieron novios.
Luego decidieron formalizar su relación. Como mi padre no pudo presentar a su novia con su familia, porque ésta vivía en San Luis Potosí, mi madre sí lo invitó a su casa. Ahí comenzaron los disgustos.
El único que se opuso al noviazgo fue mi abuelo materno; su razón: ¿Qué vida le esperaba a mi madre a lado de una persona que no tenía lo suficiente para sacar adelante a una familia entera?
Mi abuelo quería para su hija mayor un hombre con estudios, educado, con dinero para ella y para mantener a la futura prole, pero no ocurrió así y por eso mi padre y mi abuelo siempre se enfrentaron.
En una ocasión mi mamá encaró a su papá. Le dijo que era dueña de su vida, que era mayor de edad y que, como amaba de verdad a su novio, seguiría con él. Mi abuelo la corrió de la casa.
Ella tampoco lo pensó dos veces: tomó sus maletas y se fue a rentar con mi padre. Como a mi papá no le alcanzaba para todos los gastos, mi madre pagaba la mitad de todo.
Durante unos meses todo marchó bien, bueno, más o menos bien, hasta que mi madre (sin planearlo) se embarazó de mí. Como siempre fue de sangre débil, sus nueve meses de embarazo fueron un martirio. Cuando no vomitaba se la pasaba con náuseas o desmayos. Prácticamente estuvo sola con su dolor, porque mi abuela no siempre pudo estar con ella.
Aunque mi mamá alcanzó a ahorrar algo de dinero, en mi casa se las vieron negras y mis tías le entraron al quite con algunos gastos. Nací el 25 de septiembre de 1991 por parto natural y la recuperación materna no fue tan prolongada. Mi mamá dice que antes del alumbramiento se la pasó tres días gritando de dolor; según ella yo no quería nacer porque ya sabía el desmadre que iba a causar en esta vida.
Con mi llegada todo fue color de rosa entre mis padres durante año y medio. Me mimaban, me apapachaban, mi padre me traía de arriba para abajo hasta que mi mamá volvió a embarazarse y, otra vez, nueve meses de vómitos, náuseas y desmayos.
Qué, ¿a poco no había condones en su época?, me pregunto. ¡Claro que los había! No los usaban porque sí, por ignorancia o porque mi papá quería otro bebé para tener la parejita; quería un niño, pero le salió el tiro por la culata.
Dice mi mamá que me llamo Verónica porque su hermana eligió el nombre, que porque estaba de moda. Lo mismo ocurrió con mi hermanita; a ella le puso Marisol, aunque todos le decimos Sol, y en verdad es como si fuera un sol: güerita, güerita, de ojos claros y cabello castaño tirándole a rubio, como mi papá. Según me dicen, mi padre jamás se puso tan contento conmigo como con mi hermana. Sobre mi nombre, investigué su significado y pareciera que no hay nada más cercano a la manera en la que hoy en día me valoro a mí misma y voy obteniendo mis conquistas: Diosa portadora de la victoria
.
Mis padres no tenían ni un quinto y debían alimentar una boca más. Como suele ocurrir en los casos que conozco, las parejas muestran su mejor cara cuando comienzan a conocerse, se conquistan con lo más lindo que tienen; después, ya casados, se muestran tal y como son. En este caso, mi padre fue quien enseñó el cobre.
En mi casa siempre faltaron pañales, leche, comida y, por supuesto, dinero para comprar todo eso y más. Y aunque parecía que la situación no podría empeorar, la vida siempre te demuestra que sí: mi papá se volvió un irresponsable y dejó de dar el poco gasto que podía.
Se iba todos los días a trabajar, pero los fines de semana, en vez de hacer el súper, se largaba de parranda a gastarse su quincena en alcohol y en el póquer; llegaba a casa de madrugada y completamente ebrio, sin un peso, mientras mi madre, mi hermana y yo nos moríamos de hambre.
Sí aún creen que no se puede caer más bajo, están equivocados: mi padre empezó a fallar con la renta y nos exigieron desalojar el cuarto que habitábamos. Así que, con mucha pena, nos llevó de arrimados a la casa de una viejecita a la que llamábamos Monchita.
Pero como el muerto y el arrimado apestan a los tres días, la señora nos echó de su casa porque mi padre no aportaba nada y nosotras nos comíamos todo lo que hallábamos en su refrigerador. Nos corrió diciendo que no era su responsabilidad mantenernos.
Mi papá no supo qué hacer hasta que una de sus amistades le habló sobre un pueblito conocido como Polvorín, el cual la gente estaba invadiendo. Ni modo que no aprovechara tremenda oportunidad, así que se puso listo y logró apañarse un terreno.
Después pidió fiados blocs y cemento para construir un cuarto, y como los que vendían el material ya lo conocían y sabían que no le alcanzaba para pagar nada, sólo le dieron un poco de lo que pidió. El cuarto no estaba muy bien hecho que digamos, y no porque él no supiera hacerlo sino porque le fiaron muy poco cemento.
Nuestro nuevo hogar: piso de tierra y paredes a medio construir. En algunos bloques mi papá usó cemento y en otros nada, sólo los sobrepuso. La casa tenía varios huecos. El techo estaba en las mismas condiciones que las paredes; la mitad era de lámina vieja; no había dinero para más. La puerta… pues no teníamos puerta, así que sólo tapábamos la entrada con una cobija de abuelito agarrada por un par de clavos.
¿Muebles? No había espacio ni dinero para ellos. Mi abuela materna le rogó a mi abuelo que nos prestara una parrilla de dos mechas y un tanque de gas que tenían arrumbados en una bodega. Mi abuela, al ver la pobreza en la que vivíamos, intentó ayudarnos, pero mi abuelo no porque no quería a mi papá. Al final, lo convencieron.
En total, teníamos una cama donde dormíamos los cuatro. Sólo eso. No había mesa ni sillas; comíamos en la cama o usábamos un bloque para sentarnos.
Con el paso de los días supimos por qué ese lugar se llamaba Polvorín: siempre soplaba un viento loco que levantaba un terregal. Como nuestro cuartito no tenía puerta ni la mitad del techo, el polvo era un constante invitado incómodo; nunca nada estaba limpio: las sábanas y nuestro cabello siempre estaban terrosos. A la hora de comer ni se diga: tragábamos polvo, no comida.
Tampoco había luz. Dormíamos con miedo de que el viento soplara de más y tumbara algún bloque y nos cayera encima, con el temor de que alguien entrara y nos hiciera daño cuando estábamos solas. Sólo nos protegía nuestra cobija-puerta.
El frío era otra compañía constante y en tiempos de lluvia todo se mojaba dentro del cuarto. Vivíamos como cerditos, entre el lodo.
Prieta, fea y sin dinero
Nunca fui guapa. De niña sufrí racismo por ser morenita: me segregaron, me gritaron mugrosa. Una parte de la adolescencia fue casi lo mismo: me hicieron el feo.
Mi autoestima andaba por los suelos. Mi concepto de la belleza solía ser cruel hasta conmigo. Para muchos, sobre todo en el mundo en el que crecí, belleza femenina es tener la piel blanca, los ojos azules, grises o verdes; ser alta, tener cintura de avispa, culo y tetas grandes –obvio, sin estrías ni celulitis–; no tener imperfecciones en el rostro, y mucho menos vello en el cuerpo. Todo debe estar bien depiladito. El cabello, supercuidado. Las mujeres atractivas también deben andar entaconadas, con lindo escote o sin él; pero, eso sí, usar ropa de diseñador, accesorios caros.
Eso es perfección para la sociedad, eso es la belleza para muchos; para mí ya no.
Antes de entender la belleza, nadie se fijaba en mí. Siempre fui el patito feo del salón, y cuando se me acercaban era para que les ayudara a hacer tareas o les pasara apuntes. Sólo me buscaban porque era aplicada y tenía buenas calificaciones.
A los 12 años, en primero de secundaria, se me empezó a alborotar la hormona y me gustaba un niño que era dos años más grande que yo. Una vez me lo encontré en Facebook y pensé: ¿Cómo pudo ser posible que anduviera detrás de eso?
Pero así pasa. En la adolescencia ves las cosas muy diferentes.
El niño se llamaba Iván. Éramos amigos. Al principio todo estaba bien. Él me contaba sus cosas y yo toda boba lo escuchaba, pero no le ponía atención por observarlo. Me gustaba mucho, pero no se lo quería decir porque pensaba que si lo hacía iba a perder su amistad. Así que unos meses después, ¡zaz!, le escribí una carta en la que le confesaba todo lo que sentía por él. Me dejó de hablar.
Cuando estábamos en la cancha, formados para hacer honores a la bandera o para entrar al salón, buscaba su mirada pero él me ignoraba. Me lo topaba en el pasillo y me evadía. Si pasaba por su salón, Iván siempre estaba mirando hacia otro lado. Me dolía su rechazo. Me lastimaba que no me pelara por ser fea, y hasta en su mirada llegué a ver el asco que sentía por mí.
El chico de mis sueños vivía en la colonia que se encontraba frente a la mía. Se veía que su familia sí tenía dinero. Su casa estaba de lujo. Manejaban autos nuevos. Como tenían una llave de agua potable que daba a la calle y en la mía no teníamos el servicio, mi papá me mandaba a ahí con una carretilla y dos cubetas para acarrearla.
Cada que tenía que ir a su casa por agua, iba con la cosquillita de encontrármelo. Aunque sabía de su rechazo, me conformaba con verlo. También solía aparecerse en el camino de la escuela a mi casa, pero él, para evitarme, se hacía acompañar por una bolita de amigos que iba muy delante o muy atrás de mí.
El acabose fue cuando a medio año escolar me lo encontré en un pasillo, de la mano de una niña de otro salón… Otra vez me sentí menos. Si yo ya estaba por los suelos, ese momento fue peor para mí porque pensaba que era la más fea del universo. Ya ni quería ver mi reflejo en ninguna superficie porque de inmediato se asomaban todos mis defectos.
Sentía rabia por no ser bonita. Su novia era muy alta, de cabello largo y chino, muy femenina –todo lo que yo no era–; usaba aretes de oro, su uniforme siempre lucía impecable, sus calcetas estaban relucientes y sus zapatos superbrillantes; su cutis era precioso y todo el tiempo andaba bien peinada. Su personalidad era envidiable. Sus papás iban por ella a la escuela en un auto padrísimo. Por si fuera poco, era una de las más aplicadas del tercer grado. Y, además, estaba en la escolta.
No creo que a esa niña le haya pasado nunca por la cabeza que yo estaba enamorada de su novio. Algunas veces la observaba de lejos: la veía como un ejemplo, como lo máximo. Sentía que yo nunca le iba a llegar ni a los talones, que de ninguna manera podía competir contra ella. Cada vez que los veía juntos o los descubría besándose sentía piquetes en mi pecho y maldecía mi suerte. Cuando yo me veía de pies a cabeza me sentía sucia, una basura. Un día llegué a la casa con la garganta hecha un nudo y le pregunté a mi mamá con coraje:
¿A quién saqué lo feo, mami? Míreme: estoy horrible, toda negra. Parezco niño. Soy pobre. No tengo ropa linda ni zapatos ni nada. De seguro, ni hija soy de ustedes porque mis hermanas son hermosas. Usted es guapa y mi papá también es bello. Todos son lindos menos yo. Por favor, dígame la verdad
.
Amorosa, me abrazó y dijo: Hija, no eres fea. Tu cuerpo apenas se está desarrollando, le falta mucho por crecer. Con los años una cambia. Debes estar tranquila, pero por lo que veo la adolescencia te está pegando fuerte
.
Y vaya que tenía razón mi madre. La pubertad me dio bien duro. Hubo un tiempo en el que me la pasaba enojada días enteros. No me gustaba nada de lo que veía en mí. Odiaba ver mi reflejo en el agua, en el espejo y hasta en las ventanas de los coches.
Llegaba fastidiada a mi casa, aventando la mochila en la cama; sentía coraje porque tenía que soportar vivir un día más en un cuchitril. También estaba fastidiada porque siempre comía lo mismo y a huevo.
A los 12 años tuve mi primera regla. Recuerdo que iba saliendo de la primaria y en el camino sentí algo caliente que salió de mi vagina. Pensé que me había meado sin querer. Lo bueno es que fue poco y no alcanzó a escurrir entre mis piernas; si no, qué vergüenza hubiera pasado.
Al llegar a la casa tiré la mochila sobre la cama y fui corriendo al baño; me bajé los calzones y descubrí una mancha roja de sangre. Me espanté con todo y que en la escuela ya nos habían hablado sobre la menstruación –creo que fue en quinto o sexto–; nos habían dicho que cuando esto pasa dejas de ser una niña para convertirte en una señorita
. Así que cuando estaba en mis días me rebelaba a gritos con mi mamá porque no quería irme caminando a la escuela en esas condiciones y en pleno solazo. Ni un peso tenía encima para comprarme un agua o un helado. Veía a los demás niños disfrutando un refresco que se llamaba Caballito y se me hacía agua la boca. En esos días llegaba a casa acalorada y sangrando, con demasiada sed. Estaba enojada con mi familia y con mi