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La conspiración de los idiotas
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Libro electrónico68 páginas2 horas

La conspiración de los idiotas

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Información de este libro electrónico

Un trabajo mediocre, una familia desunida y un piso casi en ruinas son los elementos de la vida anodina de Sergio, que vuelca su frustración en insultos, humillaciones y partidos de fútbol. Un inoportuno dolor de muelas y un revés en la oficina lo conducirán con fuerza centrífuga por una espiral cuyo epicentro acabará siendo un partido de fútbol de una mañana de domingo. ¿A quién se tragará el remolino?
"La violencia es el último recurso del incompetente", dijo el escritor Isaac Asimov. Esta historia retrata las diferentes formas de violencia y escape a la cólera que vivimos en estos días.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 feb 2015
ISBN9781311035882
La conspiración de los idiotas

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    La conspiración de los idiotas - Nieves García Bautista

    conspiracion_700

    LA

    CONSPIRACIÓN

    DE LOS

    IDIOTAS

    Nieves García Bautista

    Facebook: https://www.facebook.com/ngbescritora

    Twitter: @nieves_gb

    Correo electrónico: nievesgarciabautista@gmail.com

    Diseño de cubierta: Berta Laurín.

    © Nieves García Bautista

    No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de la autora.

    All rights reserved. Without limiting the rights under copyright reserved above, no part of this publication may be reproduced, stored in or introduced into a retrieval system, or transmitted, in any form, or by any means (electronic, mechanical, photocopying, recording, or otherwise) without the prior written permission of both the copyright owner and the above publisher of this book.

    LA CONSPIRACIÓN DE LOS IDIOTAS

    Por la paz,

    por la libertad

    La violencia es el último recurso del incompetente.

    Isaac Asimov, escritor

    La violencia no es una señal de fuerza;

    la violencia es una señal de flaqueza.

    Dalai Lama

    1

    CADA VEZ QUE Sergio entraba por la puerta y cerraba con un bramido de madera que hacía eco en el pasillo vecinal, el ventanuco de la cocina temblaba. Era una sacudida que se propagaba desde el recibidor, por las fibras nervudas del gotelé, y se transmitía, instantánea y despiadada, hasta la hoja de cristal que colgaba desvencijada, a punto de separarse de su sostén y hacerse añicos contra el gres.

    Arreglar aquella ventana vieja era una tarea pendiente que se había ido postergando a lo largo de los propósitos de año nuevo y las temporadas vacacionales, pero ahora ninguno de los habitantes de aquel piso antiguo se acordaba del ventanuco que aireaba los humos del fogón. La fuerza de la costumbre había conseguido que ya nadie lo oyera temblar siquiera.

    No obstante, eso no evitaba que el escalofrío recorriera aquellos setenta metros cuadrados de segunda mano. Proseguía sin pausa, reptando por los suelos, muros y techos, erosionándolos con sus huellas invisibles pero firmes, y ramificándose en estrechos carriles que conducían hasta la última habitación, al fondo de un pasillo oscuro como una garganta.

    Sin embargo, aquella noche Sergio sí se percató del repiqueteo de la ventana.

    —¡Mierda! —soltó con ganas y, en una reacción automática, dejó caer el maletín al suelo y se llevó la palma de la mano a la mejilla derecha.

    Desde hacía días, una muela lo torturaba de vez en cuando, en asaltos por sorpresa y de lo más inoportunos. Era un latigazo de sabor oxidado y a carne podrida que le reventaba el cráneo y le dejaba un rastro palpitante que se iba extendiendo por todo el lado derecho del rostro.

    Mientras se masajeaba la cara, como si su mano tuviera un poder sanador, Izan se acercó corriendo, empujando su balón de fútbol.

    —¡Papi! —exclamó el niño, extendiendo los brazos.

    —Eh, pequeñajo, ¿qué tal? —repuso Sergio alborotándole el pelo recién lavado.

    —Mira, papá, ya llego a ochenta y cuatro. —El niño se puso a hacer brincar el balón sobre el empeine, la rodilla, el muslo, el hombro, la cabeza; se pasaba la pelota de un lado al otro del cuerpo y contaba los botes—. Dieciocho, diecinueve, veinte…

    —Muy bien, hijo, muy bien —dijo Sergio intentando zafarse de la demostración de Izan. Estaba muy orgulloso de su pequeño futbolista de seis años, pero la muela lo estaba poniendo de los nervios—. Luego seguimos, hijo, que hoy no estoy para fiestas.

    Pasó a la cocina y tiritó con la corriente de aire frío que entró. La primavera les había traído mañanas y tardes cálidas, pero las noches seguían siendo frescas. Sergio se acercó a la ventana y trató de encajarla. Forcejeó y pronto se desesperó.

    —¡Puta ventana de mierda!

    —Hala, tú di que sí, soltando tacos delante del niño. —Cristina entraba escudada por la bola de ropa sucia del día. Izan le obstaculizaba el paso en la estrecha cocina—. ¡Y tú, fuera de aquí! A ver cuántas veces te tengo que repetir que no quiero que estés mareando con la maldita pelotita de las narices.

    —Dame algo para la muela —dijo Sergio.

    —¿Otra vez?

    —Sí, joder, otra vez. ¿Qué te crees, que elijo que me duela? Dame una puta pastilla ya de una vez.

    —Madre mía, cómo venimos hoy, chico.

    Cristina trajinó en el armario de las medicinas y

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