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De médico a Sicario
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Libro electrónico202 páginas3 horas

De médico a Sicario

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El protagonista de la segunda novela de Edgardo Arredondo, es un médico obligado por diversas circunstancias a cuidar de la salud de un capo del narcotráfico. En esta atmósfera de violencia, los acontecimientos se suceden con la implacable inevitabilidad de las grandes obras del género policiaco.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 dic 2021
De médico a Sicario
Autor

Edgardo Arredondo

Edgardo Arredondo, Mérida, Yucatán 1961. Es Médico Ortopedista y se desempeña también como profesor e Investigador. Ha publicado escritos sobre temas médicos en Revistas de Ortopedia y en periódicos de Yucatán. Su producción literaria comprende las novelas: Detrás del Horizonte (Felou 2011), Dé Medico a Sicario (2014 Sedeculta. Felou 2017), Me llamo Juan (Felou 2018), Bungo —Nunca te irás del todo— (Felou 2019), la compilación de cuentos: Los Profanadores (Felou 2019) y el anecdotario: Los Diez Consejos que nadie me pidió…Pero me vale madres: Vengo a darlos (Felou2020).

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    De médico a Sicario - Edgardo Arredondo

    1

    Debí haber sido dermatólogo como Raquel, una de mis novias… o tal vez cirujano plástico como mi primer socio, Ramiro del Monte, pero no, no lo fui, soy traumatólogo y ortopedista. Siempre se me dio aquello de reparar y reconstruir. Esta breve disertación tan reiterativa marcará una especie de estribillo en mis reflexiones. ¿Por qué me pongo a pensar en lo que uno debió ser y en lo que uno ahora es? Creo que después de todo uno llega a ser en la vida no lo que se quiere… sino lo que se puede, pero en mi caso no. Yo me decidí por la Ortopedia, con todo lo consabido que se lleva a cuestas: sí, estudiar la carrera, claro cuando se logra entrar a la Facultad de Medicina y después a pelear contra unos diez mil ó veinte mil colegas una de las plazas que se ofrecen para hacer la Residencia. Si te va bien en un buen hospital, cuando menos que sea de los del aguilita (así le llamamos al Seguro Social) y después de sabores y sinsabores, de cuatro años de mal dormir troquelar, de mal comer, salir con nuestro papelito en busca de, a ver si troquelamos… Y vaya que resulta difícil ese primer año sobre todo cuando te topas con algún ex-colega de la preparatoria que ya es ingeniero y tiene su propia constructora, o es licenciado en Administración y ya tiene su cadena de restaurantes y tú andas vagando como perro, meneando la cola para ver dónde te aceptan. Fui dando tumbos hasta convencerme de que en la capital no iba a conseguir nada. Así que vámonos al Norte del país; mientras más cerca ← 4 | 5 →de la frontera más billete, y aun mejor, en dólares, con el mito de que mucha gente cruza de allá para acá para operarse, porque en México la medicina es más barata. Por eso llegué a aquella ciudad de la frontera norte, de cuyo nombre no quiero acordarme.

    Tardé algunos días en acostumbrarme al estribillo repetitivo de la música de bandas norteñas. Casi convulsionaba cuando en el quirófano del hospital de mi residencia alguien - sobre todo uno de los adscritos del mero Guasave- nos daba un concierto vespertino de bandas norteñas, obligándonos a oír esa música a fuercita.

    Con grandes apuros logré entrar a una base de sustituto en el Instituto Mexicano del Seguro Social (el IMSS) de la localidad. Me sentí alucinado. Al menos ya tenía para los frijoles. Hice lo correcto en haber resistido el canto de las sirenas y no haberme casado en la Residencia. Ya me imaginaba la bronca que tendría con mujer y prole... Y así empezaría mi verdadera historia. Aquella tarde de agosto, cuando estaba dando mis consultas. Iba en el paciente número 16 y me sentía afortunado ya que esa tarde sólo me habían apuntado 30 pacientes, así que ya estaba a más de la mitad. Un repetitivo ulular de sirenas comenzó a captar mi atención, pero no eran las del hospital. Decidí asomarme cuando escuché las nuestras. ¿Qué está ocurriendo?, me preguntaba.

    Caminé por el pasillo y me acerqué a una de las asistentes médicas.

    —Hola, Toñita, ¿por qué tanto barullo?

    Toñita, una asistente que estaba en plena fase pre-jubilatoria, me respondió con su siempre brillante sonrisa (varios dientes eran de oro).

    —¿Qué cree, doctorcito? ¡Que hay un motín en la cárcel!

    —¿Un motín?

    —Sí, y que ya se puso fea la cosa porque hay rehenes y todo el rollo.

    La situación del país se había enrarecido poco a poco, pero era un hecho que la zona fronteriza era el punto más álgido y las cárceles estaban sobrepobladas, muy lejos de funcionar como centros de rehabilitación.

    —Pues ojalá sea leve la cuestión.

    —Ojalá, mi doctorcito.

    —Con permiso. Me regreso a la chamba.

    Me senté de nuevo frente a la pila de expedientes, con un calor insoportable, sin clima artificial y sin poder quitarme la bata para no ir contra el reglamento. Me encontraba atendiendo a una anciana con una artrosis de las rodillas que le había deformado las extremidades hasta hacerlas parecer piernas de herradura, cuando Toñita me interrumpió.

    —Doctorcito, tiene una llamada de la dirección.

    Le hice una seña a mi paciente de que no tardaría. En el breve lapso previo a contestar el teléfono me preguntaba qué encarguito me tendría el subdirector, pues es bien sabido que no acostumbran llamar para saludarte.

    —¿Sí? ¿Diga?

    Del otro lado la voz chillona del Dr. Mercado retumbó en mi oído.

    —¿Qué tal, Arzamendi? ¿Qué haces?

    Son de esas preguntas que en fracción de segundos hacen que se aglutinen las respuestas, dada la obviedad de que estás sumido en el fango del trabajo, y todavía hay un idiota que te pregunta qué es lo que haces. Respondí automáticamente:

    —¿Que qué hago? Pues hablando por teléfono.

    Se oyó su risotada:

    —¡Ah, chistosito el doctorcito!

    —Es un chascarrillo, ya sabe.

    —Escucha, doctorcito, necesito que me vengas a ver a la dirección.

    Cuando uno escucha la palabra doctorcito, la actitud con que se le recibe depende de quien venga; casi siempre es bienvenida cuando proviene de pacientes mayores, sobre todo cuando está cubierta de respeto. Pero a mí en lo particular me hervía la sangre cuando venía de alguna autoridad.

    —¿Y mi consulta? —respondí un tanto alarmado.

    —Te estoy mandando a uno de los residentes de guardia para que se encargue de tu changarro.

    —De acuerdo —contesté y colgué de inmediato el teléfono.

    Después de terminar con mi paciente me fui camino a la dirección. En el trayecto me topé con el residente que me sustituiría, uno de primer grado, más extraviado que un esquimal en el desierto.

    Toqué la puerta y entré. El Dr. Mercado tenía los pies sobre el escritorio y estaba sentado en un cómodo sillón, bajo un clima artificial envidiable, con una lata de refresco en una mano y el control de un televisor de plasma en la otra. Se levantó y me saludó con la mano fría y húmeda con la que segundos antes sostenía su bebida.

    —Siéntate, Arzamendi, siéntate.

    Me senté con los movimientos propios de una desconfianza interior.

    —Mira, doctorcito, te mandé hablar porque has sido seleccionado para una comisión importante —se sentó en la orilla del escritorio y me miró a través de sus lentes ← 7 | 8 →de fondo de botella—. Me llamaron de la Delegación, por instrucciones del gobernador. Necesito que vayas al centro de readaptación para atender a un paciente.

    Lo miré incrédulo. Mercado se levantó y dando un suspiro me dijo:

    —La situación es un poco complicada en el penal. Ya te habrás enterado de que hubo un motín. Resulta que el cabecilla principal es El Sirloin. Has de recordar que es uno de los líderes del cártel y que está preso desde hace tres años y al parecer está herido de bala. Lo grave es que está encerrado con cinco rehenes y amenaza con matarlos. Entre ellos se encuentra la hija del director del Penal que trabaja ahí… Al parecer no es nada grave, un rozón, pero nadie puede localizar al doctor del Penal… ¿Qué raro, verdad?

    Después de una pausa silenciosa, al más puro estilo de cierto ex presidente mexicano, contesté:

    —¿Y yo por qué?

    —Es una solicitud que se le hizo al Delegado del Instituto y a la vez -ya sabes, doctorcito- me hicieron el encargo. A cambio de eso no te apures por checar tu salida; nosotros nos encargamos.

    Sonreí al escuchar la generosa y ridícula recompensa que se me ofrecía a cambio.

    —¿Me puede alguien acompañar?

    —¡Oh! Desde luego irás en una de las ambulancias. Llévate lo indispensable, tú sabes… para una curación. Te están esperando. Yo me encargo de que te acompañen un par de enfermeras y algún interno.

    Se quitó los lentes dejando ver sus pequeños ojos que parecían dos aceitunas grisáceas.

    —Gracias, doctorcito.

    Salí absorto en mis pensamientos. De nuevo en el consultorio, tomé gasas, vendas, unas suturas, un pequeño equipo de cirugía, anestésico inyectable, algunos medicamentos en ámpulas, jeringas…y no sé todavía por qué decidí llevar dos litros de solución salina y un equipo para colocar sueros. No pensé llevar nada más pues confiaba en poder acceder a las instalaciones de la enfermería del Penal.

    Me despedí de la asistente mientras veía a la gente amontonada en la puerta del consultorio, algunos protestando porque los iba a atender un practicante.

    Me llamó la atención el gran movimiento en el servicio de urgencias. Al parecer llegaban algunos heridos y supe después que eran familiares de algunos reos.

    La tarde caía. Al llegar al puesto de control de ambulancias sólo estaba el chofer. Nadie me acompañó, pues casi todos argumentaron que esa encomienda no estaba en su profesiograma. Consideré que probablemente estaba pagando mi novatez… Lancé un suspiro y abordé la ambulancia.

    El trayecto fue breve, en menos de 20 minutos habíamos llegado.

    Mi pulso se fue acelerando conforme me acercaba al lugar de los acontecimientos. Nunca había visto juntas tantas patrullas y ambulancias. Sobra decir que sentía que el corazón se me saldría por la boca. Tomé mi maletín y me acerqué lentamente a la entrada. Una cortina de humo me impedía ver el acceso. No sé por qué en ese momento me vino a la mente el cartel promocional de El exorcista, donde se ve al padre Merrin con su gabardina y su maletín a la entrada de la casa donde estaba Reagan, la niña poseída.

    —¿Es el doctor? ¿Es el doctor?

    La pregunta me despertó de mi meditación. En ese momento vaya que consideré impertinente la pregunta, puesto que en cien metros a la redonda era yo el único tipo con bata de hospital y cargando un maletín.

    —Sí, soy yo —contesté.

    —Por acá, por favor, doctor. Síganos.

    El ruido de las sirenas era ensordecedor. Dos guardias armados hasta los dientes me acompañaron. Comencé a caminar por un largo pasillo. Conforme me acercaba, un estruendo infernal de metales golpeándose frenéticamente se fue incrementando. Me di cuenta de que eran los reos que furiosos golpeaban sus celdas. Después de terminar de recorrer el largo pasillo, subimos por unas angostas escaleras y caminamos por un pasillo más amplio. Estábamos a la mitad de éste cuando las luces se apagaron de pronto y una terrorífica obscuridad nos hizo detenernos. Uno de los guardias empleó su radio para averiguar qué ocurría. Después de unos instantes me informó:

    —Es un corte de luz preventivo, doctor. Tenemos que seguir.

    El guardia que iba más adelante encendió una delgada linterna. Llegamos hasta el final del pasillo en lo que era la oficina de la dirección y en donde estaba encerrado mi futuro paciente con cinco personas que eran sus rehenes. Estábamos a menos de dos metros de llegar cuando oí por primera vez esa voz que quedaría grabada para siempre en mi mente.

    —¡Ni un paso más, cabrones! ¿Quién se acerca?

    Uno de los guardias contestó:

    —Tranquilo, Sirloin. Te traemos al doctor.

    —¿Por qué chingados quitaron la luz?

    —No lo sé, güey. Ya te trajimos al doctor.

    —¡Que pase, cabrones! Pero donde hagan una pendejada… ¡lo mato!

    Me encontraba petrificado. Pocas veces había experimentado una descarga adrenérgica tan brutal. En ese momento me venía absurdamente a la mente el modo en que es posible registrar el pulso prestando atención al galope de mis arterias carótidas, que brincaban al máximo.

    Uno de los guardias me tomó del hombro y me susurró al oído:

    —Tranquilo, doctor. Usted haga su trabajo y le aseguro que no le va a pasar nada.

    —Es obvio que sin luz no puedo hacer nada —protesté.

    Como por arte de magia una lámpara situada en un rincón de la oficina se prendió.

    —Ya activaron la planta de emergencia. ¡Tranquilo, doctor! —exclamó uno de los guardias dándome una palmada en la espalda.

    Entré a la oficina. La escena era impactante. Un tipo fornido se encontraba sentado en un rincón, empuñando un arma con la mano izquierda, mientras con la derecha sostenía un trapo empapado en su propia sangre y con el cual hacia presión en el área ubicada entre el cuello y la cara, del lado derecho. En el otro extremo, dos mujeres: una mayor y la otra una muchacha, se encontraban abrazadas. Alcanzaba a ver a unos metros los cuerpos de tres hombres boca abajo. Parecían estar muertos pero me di cuenta de que los tres respiraban. Me acerqué lentamente. El tipo temblaba y su respiración era agitada; su rostro bañado en sudor y su palidez indicaban que probablemente estaba a punto de caer en shock.

    —¡Óigame bien! ¡Si cualquiera de ustedes se mueve, me lo quiebro ahora! —después se dirigió hacia mí apuntándome con la pistola. —Espero que no haga chingaderas, doctor, porque si no, me lo quiebro también.

    Asenté mi maletín. No tenía ni idea de lo que vería al retirar el trapo que le servía de tapón hemostático. Me coloqué unos guantes y lo miré fijamente a los ojos.

    —Tranquilo, si me deja hacer mi trabajo es más fácil para todos.

    Retiré el trapo, que era una camisa doblada. Una herida cercana al ángulo maxilar de la cual brotaba sangre era aparentemente el único problema. No me daba la impresión de que hubiera alguna lesión en el cuello, pero al revisar por dentro la boca… ¡el caos! La cosa cambiaba. En mi mente retumbaban las palabras del subdirector: Nada grave, un rozón. En absoluto. Al palpar la herida sentí claramente un borde metálico. Al principio pensé que se trataba de alguna amalgama, pero era claro que tenía alojado un proyectil en la mandíbula. Antes de que pudiera siquiera limpiar la herida, el tipo me apartó la mano para escupir. El escupitajo esparcido en el piso contenía más sangre que saliva. Reanudé la inspección. Al palpar el interior sentí en la encía una franca crepitación: el proyectil había fracturado el maxilar. En resumen, tenía a un paciente con herida de bala en el maxilar, lo cual es territorio del cirujano maxilofacial. Era claro que no tenía opción de dar pase al especialista, ni siquiera que se le atendiera en un hospital.

    —¡Vamos! ¿Qué espera? ¡Sáqueme la bala, doc!

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