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El dolor ajeno
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Libro electrónico271 páginas2 horas

El dolor ajeno

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Una apasionante historia novelada de la Asistencia Pública de Santiago de Chile, más conocida como la Posta Central o el HUAP, desde la perspectiva del personal de urgencias en su día a día desde su fundación hasta su traslado a las actuales dependencias, escrita por un médico-cirujano cuya carrera transcurrió completamente en dicha institución.

"El médico de urgencia debe ser leal consigo mismo, tener confianza sin subestimarse, valiente y audaz sin ser temerario, reposado sin ser lento, rápido sin ser apresurado, ser firme sin ser duro, tolerante sin servilismo y exigente sin prepotencia".

Dr. Emilio Salinas
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 oct 2017
ISBN9789569544729
El dolor ajeno

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    El dolor ajeno - Reinaldo Martínez Urrutia

    El dolor ajeno

    Reinaldo Martínez Urrutia

    Editorial Segismundo

    Logo Segismundo

    Dedicatoria

    A los funcionarios de

    la Asistencia Pública

    Mis reconocimientos

    A los Drs. Sergio Araneda, Víctor Manuel Avilés,

    Luis Gautier y Raúl Zapata,

    que amablemente compartieron sus recuerdos,

    haciendo gala de una prodigiosa memoria.

    El ratón y el curandero

    Esta llama que aquí ven

    la encendió un hombre ignorado

    interesado en el cielo,

    sin explicarse los rayos,

    buscando el porqué del trueno

    y yo la guardo en mi pecho

    como la fragua el herrero,

    de ahí la voz entregando

    con mis golpes de escalpelo.

    Por eso tomo el dolor

    como si no fuera ajeno

    y en esperanza lo trueco

    y hago a la muerte esperar

    que el tiempo me dé consejos.

    Y se mantendrá encendida

    mientras exista injusticia

    la pobreza o el dolor,

    es por eso que yo sé

    que si aquí traen el odio

    su luz lo cambia en amor.

    (Del cuento infantil

    El ratón y el curandero)

    Las primeras ambulancias se guardaban en las pesebreras.

    Las primeras ambulancias se guardaban en las pesebreras.

    Prólogo de la segunda edición

    Hace 26 años nació este libro, El Dolor Ajeno. Su gestación se debió a la iniciativa de mi colega y amigo Dr. Hernán González, fallecido hace un tiempo. El prologó la primera edición y allí recordaba que habiéndose juntado en una comida antiguos compañeros de la Vieja Posta Central, concibieron la idea de escribir las anécdotas vividas y sufridas por años en sus anticuadas dependencias.

    Recogí el guante y salió lo que salió, fue una edición de 1.600 libros, nada despreciable para nuestro medio, es cierto que fueron los funcionarios de la A.P. quienes ayudaron para que se agotara.

    Durante este largo pasar, mientras me iba haciendo más viejo, muchas veces alguno de mis lectores me pidió que escribiera la segunda parte. La tentación existió.

    Las historias de las instituciones, especialmente las públicas, no son ajenas a las del país, a las de su gente y sus gobiernos, y yo, como tantos mayorcitos de cincuenta, las viví y las sufrí. Pero como en estos años, nuestra patria se vio envuelta en sucesos tan dolorosos, me era muy difícil hacer un relato con alguna imparcialidad y eso creo que me contuvo. La historia es mejor relatarla desde lejos y en lo posible por quienes no han sido protagonistas.

    El 2011 la A.P. cumplió 100 años desde su fundación, hay hospitales mucho más antiguos en Santiago, pero ninguno ha tenido y aún mantiene una imagen tan especial para los santiaguinos. Su historia también es la suya y de alguna manera la sienten así. Muchas instituciones actualmente tienen Servicios de Urgencia, fuimos los primeros, y mantener la excelencia a pesar de lo exiguo de nuestros recursos ha sido una tarea difícil, pero con mucho tesón seguiremos intentándolo.

    Para el aniversario se prepararon los festejos, con las dificultades presupuestarias propias de una entidad pública, pensé que reeditar esta novela era aportar con mi granito de cariño por nuestra Posta que me acogió por 38 años, ya que hay muchos funcionarios ingresados en los últimos tiempos que no la conocen.

    Podría haber sido un regalo para la ocasión. Sin embargo, editar en Chile no es nada fácil, no logré conseguir el apoyo de las autoridades de la época, y ahora seis años más tarde concretaremos esta reedición. Será un regalo atrasado, pero con el mismo afecto.

    En una revisión realizada el año 2011 por la oficina de personal se encontró que apenas 17 funcionarios aún activos trabajamos alguna vez en la Vieja Casa Central de San Francisco, para ellos, como para mí, los recuerdos son diferentes. No nos están contando una historia, sólo nos hacen recordar lo que vivimos.

    En cuanto a los más jóvenes, los que desconocen las vivencias de la primera mitad del siglo XX en este Chile con escasa memoria, ojalá que este libro sea un acicate y alguno recoja también el testimonio de esta carrera que es la vida y se decida a escribir una Segunda Parte, porque el HUAP, que así nos llamamos ahora, se lo merece ya que desde su fundación esta institución fue concebida así: como una Carrera de Posta, el Turno no se abandona, hasta no ser relevado por un colega, cualquiera sea su función, si falta uno, el equipo no funciona. Esta tradición se mantiene igual, los más viejos les entregamos esa responsabilidad a los van llegando. Y les deseamos todo el éxito del mundo.

    R.M.U.

    Acta de término.

    Acta de término.

    La tarde de un amanecer

    Hacíamos el último turno en la Casa de San Francisco 85 una tarde de diciembre de 1967. Al modo de la habitual visita hicimos el recorrido por sus salas vetustas y ajadas, ahora vacías. Cuando la concluimos nos invadió ese indefinible estado de ánimo que nos envuelve cuando penas y alegrías se enlazan en nuestro interior. Alegría por el cambio que vendría y pena porque sentíamos que algo nuestro, muy querido se nos quedaba allí, tal era abandonar en definitiva la casa en que crecimos y adquirimos las primeras experiencias de la vida.

    Dada la unicidad del momento, decidimos estructurar algo que testimoniara el hecho. En la oscura y abandonada secretaría, encontramos una casi inservible máquina de escribir, unos papeles y calcos arrugados. Escribimos entonces con dificultad y muchos errores, unas líneas que con pompa titulamos Acta de término y la llevamos hasta la sala de médicos.

    Allí estaba el jefe Salinas, que había llegado a imponerse de las novedades. Le presentamos el documento y le pedimos que lo firmara. Esbozó una sonrisa, luego los hicimos quienes integrábamos el turno.

    El jefe Salinas miró el reloj. —Vamos —dijo—. Hay que cerrar.

    Salimos al patio adoquinado y entre varios tomamos las hojas de la corredera de entrada y las deslizamos hasta juntarlas. El reloj mural dio cuatro campanadas, que sonaron a señal de un plazo cumplido.

    Así terminó su servicio la destartalada, pero siempre digna casona, herida por el tiempo y envuelta en un manto de tristeza, se extinguió su vida, pero no la de la Asistencia Pública, en ese mismo instante se abrían las puertas de Portugal 125, donde continuaría, atentada por el mismo espíritu de sus gentes, su labor silenciosa y efectiva.

    De la muerte renacía la vida.

    Dr. Luis Gautier V.

    Prolegómeno

    (Santiago, 19 de diciembre 1967)

    Faltan pocos días para navidad y al costado de la iglesia se han instalado vendedores ambulantes, los Almacenes París fueron adornados con un pino hecho de luces. San Francisco me pareció más sucia que nunca esta tarde; a la izquierda el hotel galante con la puerta siempre entreabierta. Creo que jamás he dejado de mirar por la rendija, debe ser natural, por lo demás los muchachos y hasta los doctores suben al tercer piso para hacerlo. Hay de todo, algunos que tironean a las arrepentidas, otros que simulan inocencia y entran a la carrera. Este es un barrio de hoteles galantes, las calles Londres y París están llenas de ellos. También las prostitutas frecuentan la vecindad y en las noches llegan a consultar después de alguna riña, a veces se quedan en la sala de espera a fumar, aunque es raro que lleven cigarrillos.

    El acceso a la A.P. (como con cariño y orgullo llamamos a la Asistencia Pública) en el N° 85, carece de puerta, nunca la tuvo. La luz de la farmacia permanece aún encendida, pero no creo que alguien esté trabajando, pues desde anoche la atención médica se realiza por completo en el edificio nuevo. El 15 lo inauguró el presidente, nosotros desde hace una semana estamos trasladando camas, medicamentos, muebles e implementos, ya que no todo será nuevo. Los enfermos se han mudado durante tres noches, los crónicos a la Posta 2. En el discurso de inauguración, Pacheco, que es el presidente de la asociación de empleados, aprovechó de solicitar aumento de salarios y otras regalías. El presidente Frei comentó después riendo que se había pasado de listo, pero en realidad tiene razón el Orlando Pacheco, los sueldos son de hambre, peor aún para los pensionados ya que el 40% son asignaciones que se pierden al jubilar.

    Al final del pasillo hay una reja de corredera, el patio está en penumbras, esto me produce una sensación extraña, en 22 años de trabajo nunca lo había encontrado tan sombrío, llegará el día en que se apague para siempre. Recuerdo mi primer día de trabajo, fue el 45, por la Alameda había un desfile militar, Alemania se había rendido, la gente se detenía para verlos pasar, sin entender el motivo, seguro que yo no lo recordaría si no fuera por esa coincidencia.

    El interior no está hecho un desastre como uno pudiera imaginarse, después de todo hasta ayer se atendieron enfermos aquí. En el patio de adoquines había papeles y unos tarros. La sala de médicos, estaba intacta, no se habían llevado los sillones de madera sin cojines, que recordaban los carros de tercera; el teléfono conservaba el tono y el calendario tenía unas rayas que alguien hizo para calcular que fiesta o que pascua debería pasar lejos de casa.

    El ingreso de vehículos al patio se anunciaba con un timbre, ya que era posible ser atropellado, seguramente por eso al cruzarlo me detuve un instante, sin pensarlo. Sin embargo, ahora sonó una campana, con su inconfundible tañido metálico y entonces sin gran prisa entró un carromato tirado por dos caballos. Se detuvo en el zaguán. Dos hombres de uniforme azul, con botas de media caña y quepis bajaron del pescante, uno llevaba la bandera con la cruz de la Asistencia Pública, del interior descendieron dos más, con delantales larguísimos. De mi persona no se preocuparon, como si no existiera, o fuera transparente. Entraron y sólo entonces reparé que todo estaba cambiado y diferente, las luces encendidas, pero en semipenumbras.

    —Garrido, los caballos —gritó alguien, y un hombre tomó las riendas llevándose el coche.

    Tenía la sensación de haber visto antes una escena parecida, en alguna película antigua.

    —Espérame que tengo que llenar el informe —dijo el de delantal.

    Se dirigía a otro de chaqueta corta y bordes redondeados, de bigote fino, indudablemente muy bien cuidado, y que completaba su extraña vestimenta con un sombrero de alas pequeñas y levantadas.

    —Pero, Ricardo, si no te apuras nuestros ángeles emprenderán el vuelo.

    Mientras uno partía a la carrera, el otro sacó una pitillera y alzó los ojos hacia mí. Yo podría jurar que me estaba mirando, pero como si hubiese visto al diablo mismo, volvió la cigarrera al bolsillo, y cuando escuché una voz gruesa, comprendí que tenía a alguien detrás.

    El hombre a mis espaldas era todo un espectáculo, no muy alto, de unos cuarenta; el cabello corto y duro con grandes entradas en la frente; el bigote grueso retorcido hacia arriba en las puntas y una barba triangulada en el mentón como Dartagnan. Su terno era impecable, perfectamente entallado, una especie de corbatín negro se perdía a ambos lados del cuello almidonado.

    Su voz hacía juego con sus cejas arqueadas y la mirada punzante, sólo sus manos no se compadecían de su aspecto altivo, las mantenía entrelazadas, no gesticulaba con ellas para enfatizar sus palabras, se adivinaban dos manos suaves, acogedoras, destinadas a otros menesteres.

    —Doctor Alvarez, o debo decir señor Alvarez ya que lo encuentro sin su delantal, cuando aún no han sonado las ocho ¿se puede saber por qué motivo planea abandonar el turno antes de la hora?

    Alvarez visiblemente descompuesto, intentó esbozar una sonrisa.

    —Don Germán, mi madre…

    —Aquí en la Asistencia Pública diríjase a mí como doctor de la Fuente, jovencito, los vínculos familiares no pueden hacer olvidar el deber, tiene dos minutos para vestirse y acompañarme en la ronda, creo que le será beneficioso irse acostumbrando a las patologías de urgencia.

    Don Germán sacó un reloj de bolsillo, lo cotejó con el que colgaba en el muro y se quedó parado cerca de la puerta.

    No habría podido disimular que controlaba la llegada. Los funcionarios llegaban en grupos y todos, absolutamente todos los hombres usaban sombrero, y las mujeres vestidos largos que apenas dejaban ver los zapatos. No sé si diré una tontería, pero sus ropas me parecieron más pobres que las nuestras, que desde luego nunca están muy nuevas. Algunos entraban serios, otros riendo o charlando, pero al cruzar su saludo con don Germán adoptaban todos la misma actitud, como si trastabillaran un segundo, se ponían rígidos y apuraban el paso, las mujeres bajaban la mirada y emprendían un ligero trote.

    Alvarez, ahora en delantal, y conservando el rostro enrojecido, se presentó al médico jefe. Había perdido su aire mundano, incluso se lo veía algo encorvado y frágil, tenía el cabello claro con rizos sobre las orejas y dividido en dos por una partidura central, lo que le confería un aspecto infantil, tomando en cuenta que su edad sería de veinte.

    —René…

    Alvarez levantó la vista: —Sí señor.

    —Usted, insinuó que quería confiarme algo de mi hermana ¿o me equivoco?

    —No, no doctor, está muy bien, le aseguro, eso creo, así lo manifestó en su última carta, siempre recordándose muy bien de Ud., siempre le envía sus saludos.

    El viejo disimuló malamente una sonrisa.

    Se dirigieron adentro con el médico de turno, también enfundado en un delantal con ataduras en la espalda. Don Germán lo saludó de mano. Al ver que se extrañaba por la presencia de René explicó la situación.

    —Abusando de tu buena voluntad, he accedido al deseo de mi sobrino de pasar la visita con nosotros ¿si no tienes inconvenientes Antonino?

    Se internaron en la sala de hospitalizados, una enfermera tocada de una pañoleta blanca que le ocultaba el cabello se les unió.

    El doctor Montenegro conocía los casos de memoria: un hombre agredido con arma blanca, y operado de madrugada, le había confesado que fue subido a un carretón por sus amigos que, a pesar de la curadera, recordaban los límites de atención de la Asistencia. Lo abandonaron en la Alameda sobre un escaño y entonces llamaron una ambulancia -¡Por suerte para el infeliz!-, porque de no ser así habría fallecido desangrado. Debió suturársele el hígado, el estómago, el páncreas y hasta el riñón izquierdo lo que da una idea de la dimensión del arma, que si uno no conociera los hábitos del pueblo pensaría que fue un sable.

    —Fuera del sector —comentó don Germán a media voz—. ¿Qué se puede hacer?, la gente rápidamente aprende a burlar las reglas. En todo caso, Antonino, tenemos plena confianza que la Posta 3 será una realidad este año, a lo más el próximo, don Alejandro tiene todo muy adelantado. Como siempre un problema de dinero nos tiene detenidos, entonces no habrá necesidad de arrastrar a los enfermos un par de cuadras para lograr su atención. La gente en este país es tan especial, todos se creen con derecho a criticar, los diarios editorializan dándonos pautas: El Mercurio publica la carta de una damita francesa que nos acusa de no alimentar a los pacientes. Don Alejandro estaba indignado, el mismo se hizo cargo de responderla. Sin embargo, hace un año, cuando no existía donde llevar a un herido por las noches y los enfermos deambulaban semanas tratando de conseguir una cama, nadie levantaba un dedo para habilitar un hospital de emergencias.

    Vieron un par de pacientes más y se detuvieron en un caso de probable apendicitis. El doctor de la Fuente se arremangó los puños y con sus manos gruesas palpó y percutió el abdomen de un muchacho. Llamaba la atención que sus ojos tuvieran un tinte amarillento, de ictericia, como en las hepatitis, sin embargo, don Germán opinó que debía ser operado, pues sospechaba una apendicitis complicada.

    —Dr. Alvarez, ¿por qué podría tener ictericia una apendicitis?

    —Por un absceso en el hígado —respondió sin pestañear René.

    —Muy bien muchacho, preocúpese de seguir el caso, la cama del enfermo sigue siendo el mejor libro de medicina, no lo olvide.

    Al pasar a la sala vecina, don Germán arqueó las cejas.

    —Todavía está aquí este hombre.

    Se refería a un paciente con la barriga muy prominente, probablemente cirrótico.

    Don Antonino Montenegro bajó la cabeza y levantó los hombros.

    —Ha sido imposible conseguirle cama, tampoco está en condiciones de que lo mandemos a la casa.

    —Este asunto no tiene solución, a nadie parece importarle, no pueden entender que la Asistencia es un centro exclusivo para atender emergencia y que ya superada los pacientes deben ser recibidos en los hospitales. Se supone que a diario éstos nos envían un listado con sus camas vacías, pero desde luego no se cumple.

    Yo miré mi reloj, marcaba las 6:30. Recordé que estos días cuesta un mundo tomar locomoción, porque todos vienen al centro a comprar sus regalos. Yo tomo el trolley 4 y sólo tengo que caminar dos cuadras, pero para los que viven lejos es un problema. Se dice que van a construir un ferrocarril subterráneo por la Alameda, pero no lo creo, sin ir más lejos el edificio nuevo demoró quince años en terminarse y se perdieron más de tres solamente en escoger el sitio, lo que parece increíble. El senador Allende, que estaba en la inauguración, pues él patrocinó el proyecto, se encargó de recordarlo, pues nosotros de tanto esperar ya lo habíamos olvidado.

    Dejé a los doctores pasando su

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