Los Profanadores: Historias cortas (de todo un poco)
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Edgardo Arredondo
Edgardo Arredondo, Mérida, Yucatán 1961. Es Médico Ortopedista y se desempeña también como profesor e Investigador. Ha publicado escritos sobre temas médicos en Revistas de Ortopedia y en periódicos de Yucatán. Su producción literaria comprende las novelas: Detrás del Horizonte (Felou 2011), Dé Medico a Sicario (2014 Sedeculta. Felou 2017), Me llamo Juan (Felou 2018), Bungo —Nunca te irás del todo— (Felou 2019), la compilación de cuentos: Los Profanadores (Felou 2019) y el anecdotario: Los Diez Consejos que nadie me pidió…Pero me vale madres: Vengo a darlos (Felou2020).
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Los Profanadores - Edgardo Arredondo
Los profanadores
© 2018 Edgardo Arredondo De esta edición:
© D.R. 2019, Ediciones Felou, S.A. de C.V.,
Oaxaca # 72, despachos 201 y 202
Colonia Roma, Delegación Cuauhtémoc,
C.P. 06700, Ciudad de México, tel. 5256 0561
sabermas@felou.com
www.felou.com
Diseño: Nora Mata/norite2005@hotmail.com
Ilustraciones: Tony Peraza
Conversión gestionada por:
Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2021.
+52 (55) 52 54 38 52
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Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
A Tony Peraza y Pía Gómez
por su invaluable ayuda.
A Joaquín Tamayo por su valiosa asesoría
y sus enseñanzas.
Índice
Prólogo
Reciclable
Paranoia
San Antonio
El duelo
La de arriba
La última cena
La espera
El pie de Teresa
Una manita de gato
El dilema
El confidente
La cita
Los profanadores
Como la primera vez
El reencuentro
Los rivales
El preso
La promesa
Prólogo
Sobre Los profanadores y otros Arredondos
No puede evitarlo: el ortopedista que el escritor Edgardo Arredondo lleva dentro siempre termina por tomar el control de su prosa. Se advierte lo rápido que detecta los desgarramientos innecesarios o las fisuras en la sintaxis; sólidos y fuertes están la tibia, el peroné y firmes los tobillos cuando sus relatos apoyan los pies en la caprichosa tierra de la trama y de cada uno de sus personajes. No hay lesiones en la articulación de sus textos.
Por el contrario: la ironía, el humor, el dilema del ser y las dramáticas paradojas de la realidad constituyen lo mejor de la musculatura de su imaginación. Los profanadores, esta colección de cuentos que ahora nos ocupa, están consumados gracias a un riguroso diagnóstico sobre las heridas emocionales y las cicatrices de la contradicción entre hombres y mujeres que pueblan sus narraciones.
Si continuamos con el parangón entre su profesión de médico y su vocación literaria, podríamos señalar que por lo regular sus relatos arrancan con una descalcificación del alma, una amargura, una frustración, un miedo encerrado que a veces logra liberarse con vuelcos sutiles y brutales.
Ernest Hemingway decía que sólo alcanzaba a escribir del entorno que le era conocido, de lo que había cazado
en el difícil safari que fue su existencia. Edgardo Arredondo proviene de esa escuela, de esa estirpe de escritores: la del testigo de excepción, la del autor que sabe escuchar y vivir desde los otros y desde sí mismo. Esto no es un elogio; es una definición de principios en su carrera literaria. Lo demuestran, además, sus obras antecedentes: Detrás del horizonte, De médico a sicario y Me llamo Juan, novelas que revelan la expansión de un narrador con solvencia técnica y, sobre todo, que se preocupa por sus pacientes
, los lectores, a través de un factor que determina lo generoso de su estilo: la amenidad.
En esos libros no hay momentos de transición vana, tampoco de elucubraciones filosóficas ni espacios inmóviles. Son los personajes los que se encuentran y desencuentran y solos acaban por recetarse el medicamento que les conviene, la cura para el lastre de sus demonios. De médico a sicario es el mejor ejemplo de lo dicho arriba. Se trata de una pieza que habría que revalorar entre tanta literatura que hoy se publica sobre el tema de la violencia y el crimen organizado en México, pues su premisa es totalmente distinta en comparación con lo que hasta el momento se ha editado. Aquí la historia no se aborda mediante la crónica de los delincuentes ni de las víctimas o de los policías, sino de alguien que está en medio del fuego cruzado. Precisamente un testigo de excepción. He ahí el dilema, el compromiso del que sabe escuchar, porque saber compromete. ¿Se debe negar un médico a salvarle la vida a un asesino? ¿Lo convierte ese episodio en un cómplice? ¿Hay una ética para la muerte? Si la poesía es una ordenación del lenguaje en busca de la música de un nuevo significado, en el caso de Arredondo la poesía estriba no tanto en el verbo sino en la mirada, en los ojos que descubren en la anécdota el prodigio de la paradoja, la amenazante sensación de que el destino es siempre circular.
El libro Los profanadores deja a un lado la precariedad de los dilemas y entra de lleno en el espíritu de los cuentos clásicos: aquéllos que nacen del malentendido y con ese recurso también llegan al humor y al remate inesperado. No obstante, las sorpresas son, como las operaciones eficaces, casi imperceptibles, y por lo mismo conducen a la sonrisa, a ratos a la carcajada que hay en el fondo de toda farsa. Los dieciocho relatos que componen este volumen poseen estas características: son una apuesta por la construcción de personajes bien delineados en escenarios absurdos a pesar de su aparente cotidianidad. La descripción dosificada, desprovista de artilugios, y la aplicación del diálogo como herramienta de avance sistemático, inagotable, sin desperdicio en las voces, proporcionan agilidad y coherencia. Ya se ha dicho muchas veces: cuentos claros conservan lectores.
El diálogo en Edgardo Arredondo es como su bisturí en el quirófano: corta, aligera y profundiza. No hace falta explicar quiénes son cada uno de las figuras que ahí desfilan; ellos por sí mismos nos lo muestran. Los profanadores, Paranoia, El pie de Teresa, El confidente, La última cena y Una manita de gato, entre otros relatos, cumplen su camino. Son cuentos que desde ahora han de ir para adelante en la literatura local y nacional. No necesitan muletas, no hay por qué recurrir a las prótesis del artificio. Tienen sus 206 huesos en su lugar. Para concluir, sólo unas cuantas contraindicaciones: quien se abisme en ellos es posible que en algún momento sufra una fractura del corazón.
Joaquín Tamayo
Reciclable
Alta, atractiva, de figura esbelta, aquella mujer cautivaba la mirada lasciva de todos los hombres que la contemplaban; se sabía el centro de atracción, por lo que poco caso hizo del diminuto hombre que la seguía desde unas calles atrás. El sujeto no se fijaba en el circunferencial trasero contenido a duras penas en el opresor pantalón de mezclilla, ni de la perfecta espalda cubierta a medias por una blusa multicolor, ni de las contorneadas piernas que dejaban ver las horas dedicadas al gimnasio, ni en el caminar que describía un invisible y sinuoso rastro producto de aquel rítmico taloneo espetado por sus zapatos de enorme tacón.
No, no era el físico, entonces ¿qué podía ser?, ni siquiera había reparado en ese bolso color marrón que se bamboleaba en el brazo derecho, y menos en el pulso de oro que se jugueteaba en la muñeca con cada vaivén. Aquel rítmico zarandeo era resultado en parte de la música que impregnaba los oídos de la chica y que emanaba de unos audífonos conectados a un moderno y pequeño aparato contenido en un brazalete.
La mujer producía un alboroto al pasar y como el flautista de Hamelin atraía hacia ella las hipnotizadas miradas de los hombres, excepto la del pequeño sujeto que por otro motivo no apartaba la vista de ella un solo instante, y a prudente distancia con pasos medidos y sincronizados mantenía el mismo trecho, ni un metro más ni uno menos.
La muchacha hizo una pausa, introdujo la mano izquierda a su bolso y sacó su teléfono celular que con una melodía reguetonera
le avisaba de una llamada. El hombrecito se detuvo nervioso, bajó la cabeza y lanzó una mirada extraviada como si esto fuera suficiente para pasar desapercibido, pues su aspecto deplorable le ayudaba poco. Como un niño travieso aguardaba con inquieta calma. La joven ahora reía a carcajadas mientras se contoneaba. Al terminar la conversación, con arte de prestidigitador guardó el teléfono reanudando su marcha.
El hombre prosiguió con paso lento pero seguro la persecución, sin perder un solo detalle de los féminos movimientos.
Pero, ¿qué tenía embelesado a Romualdo, aquel anónimo personaje vestido con harapos, calzado con sandalias desgastadas de cuero que sostenía un sabucán y cuya figura hacía un lastimoso contraste entre presa y cazador?, ¿qué había de diferente en esta chica provocadora de giros de cuellos, súbitas paradas, silbidos, uno que otro piropo y una que otra mueca retorcida de alguna mujer envidiosa?
Otra pausa, ahora sí Romualdo mantenía fija la mirada en lo que ella tenía en su mano derecha, observó detenidamente cómo una vez más se lo llevaba con avidez a la boca, aunque esta vez se detuvo, arqueando el cuerpo ligeramente hacia atrás, tanto como para que su cabellera larga se meciera armónicamente con el viento para recuperar su posición y entonces, miró hacia los lados como para ver donde deshacerse de algo que ya no le era útil y el momento llegó, un leve resplandor producto del sol del atardecer reflejado en aquel objeto que al ser lanzado por su efímera dueña produjo un sonido metálico tan característico ,¡sí!, aquella lata vacía de aluminio rodó unos quince metros hacia abajo en dirección hacia Romualdo mientras la chica se alejaba.
El pequeño hombre se sentía más afortunado que tres calles y diez minutos antes, fue más fácil de lo esperado. Las apariencias engañan, tras esa bella estampa de diosa se escondía una persona con poca educación, reglas urbanísticas y escrúpulos que acaba de arrojar su lata vacía de refresco. Romualdo sonreía para sus adentros, se acercó a ella y de dos precisos y sonoros pisotones la redujo a menos de la tercera parte de su tamaño; se inclinó a recogerla, con aire de satisfacción