La nieve sobre el agua: Diario
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El noctámbulo oficio de escribir un diario, tarea íntima que consiste en conocerse mejor, adquiere intensidades éticas y estéticas cuando, como es el caso, se pone al servicio del combate, ingenioso y sin complejos, contra la vileza. Así, la escritura se convierte en el único refugio útil para un espíritu atormentado, rebelde y letraherido. Sólo aquí puede zarandear, negro sobre blanco, sus conflictivos silencios y difundir, sin reparos ni censuras, las verdades más íntimas. Como en sus dos entregas anteriores –Días sin huella (1998) y La marea del tiempo (2007)–, en La nieve sobre el agua Maícas lleva a cabo un breve inventario de opiniones contundentes, subterráneas ironías y entusiasmos reivindicativos. Son prosas para saciar un discreto almacén de ambiciones, bienaventuranzas y pasiones corsarias; para soportar la indecible estupidez de un entorno difícil especializado en naderías.
Cosmopolita y viajero inmóvil voluntariamente recluido en una isla del interior de España, Maícas recurre al diario para sobrevivir en el tedio provinciano y calmar ansiedades creativas, creando un pequeño circo, sin graves sobresaltos, que construye cada día para disfrute propio. Escribe, finalmente, porque la realidad no le basta y quiere hacerle frente con un poco de literatura.
"La nieve sobre el agua (Fórcola) es la tercera entrega de los diarios de Raúl Carlos Maicas, que ha hecho de Turia -¡treinta y cinco años van!- la joya de la corona de las revistas culturales españolas. Con rasgos de afilada y sintética inteligencia, Maicas nos regala nutritivas páginas de este bien cultivado libro."
Manuel Hidalgo, El Mundo
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La nieve sobre el agua - Raúl Carlos Maícas Pallarés
LA NIEVE SOBRE EL AGUA
Raúl Carlos Maícas
LA NIEVE SOBRE EL AGUA
Diario
fórcola
Señales
Señales
Director de la colección: Javier Fórcola
Diseño de cubierta: Fórcola
Diseño de maqueta: Susana Pulido
Corrección: Gabriela Torregrosa
Producción: Teresa Alba
Composición digital: Pablo Barrio
Detalle de cubierta:
El rompeolas, Damián Flores, 2015
© Raúl Carlos Maícas, 2019
© Fórcola Ediciones, 2019
c/ Querol, 4 – 28033 Madrid
www.forcolaediciones.com
ISBN: 978-84-17425-75-3
Edición digital ePub, 2020
A la memoria de mi padre,
maestro en el difícil arte de vivir
Para mi mujer y mis hijos,
que me prestaron lo más valioso: su tiempo.
Siempre estaré en deuda con ellos
«La nieve sobre el agua: el silencio sobre el silencio.»
Jules Renard
Nada contra el hastío. Es un mal momento. Huérfano de oportunidades, pletórico de problemas, la lenta y sospechosa deriva de estos días turbios, inseguros, sombríos y somnolientos me obliga a ir consumiendo poco a poco las últimas sobredosis de ilusión que aún almacenan mis neuronas. Inteligencia emocional, lo llaman. Lo cierto es que me falla la intensidad anímica más de lo razonable. He dilapidado hasta la autoestima, certifican los que me rodean. Sólo soy ya un ectoplasma algo inquieto, voluntarioso y errático.
No sé. Quizá me comporte así porque se me agota el tiempo de las quimeras y los sueños. Tengo ansiedad y un montón de cosas por hacer. Pero sospecho que ya no habrá más ocasiones para tomar un nuevo rumbo. Son ya demasiados aniversarios improductivos y los años nos delatan. Tal vez pronto se aproxime la catástrofe final y a uno lo encontrarán sin prórrogas ni alternativas, sin prótesis ni recambios. A la intemperie. Entonces estaré sujeto a los fallidos desvaríos de la madurez. Coleccionando fracasos y atiborrándome de ansiolíticos. Sin embargo, todavía me gusta dejarme llevar por intuiciones o corazonadas. Y nunca olvido que ejerzo como profesional de la cuerda floja.
Vivo instalado en la zona gris. Sufro los demonios internos, pero también padezco la fanfarria social y los vetos sentimentales. Ese clima asfixiante de despotismo sutil y patética burricie me agota y enfurece. Sólo fabrica kleenex culturales, tópicas idioteces e improductivos clichés.
Detesto cierta hostilidad medioambiental. Aquí, me temo, sólo triunfa la provocación del tedio y la mayoría, para qué negarlo, nos dejamos llevar por el edulcorado y seráfico espectáculo del aburrimiento, celebramos compromisos de circunstancias o asistimos como impávidos consumidores al holocausto televisivo de cada día.
Son las nuestras jornadas de trámite y arresto domiciliario. Inventarios de ausencias narrados por alguien que, como Pessoa, «no comprende lo que se dice y quiere fingir que lo comprende». A estas alturas necesito, ¿para qué negarlo?, un reciclaje de solidaridad y cariño. Un heterónimo que me brinde la satisfacción de ser capaz de ir descubriendo, según describiera el célebre portugués, «la asombrosa capacidad de las cosas».
La incógnita es cómo conseguirlo, dado mi escaso predicamento social. Además, «salir, ¿a qué? En la calle nada hay que me interese», confesaba un socarrón, viejo y sabio Baroja desde su doméstica trinchera madrileña en 1954. Y en ésas estamos. Pintan bastos. Nada contra el hastío. Sólo cantamañanas y talibanes, piratas y bucaneros, mujeres pirañas y amigos de alquiler, guiris y guripas, poltronas y prebendas, zombis y clónicos. Maneras de malvivir.
Todo se descompone y estalla en mil pedazos con facilidad intolerable. Sube la marea de la ambición y la desmemoria. A este paso, si me voy al infierno, tendré mucha compañía. La vida hoy es un contrato basura y sólo me quedan estos escritos corsarios, estas pequeñas radiografías de un agridulce deterioro, para contarlo sin cortapisas. Especulaciones inciertas y disidentes sobre la casualidad o el destino.
Quizá la existencia, el amor y la muerte no sean sino una sucesión de coincidencias. Quizá sólo cabe dar un portazo al dios dinero o sumergirse en el chantajismo permanente de la vida fácil. Nobles prejuicios, dirán los que nunca saben dónde está la diferencia. Ridículos. Falta coraje y es hora ya de soltar lastre. Que retornen la pasión y la utopía. Que al fin triunfen el ánimo transgresor, la sonrisa fresca, la belleza natural y la imaginación portentosa.
Uno, de momento, continúa refugiándose en la escritura íntima y denunciando lo evidente: ese imparable acoso moral del que somos víctimas en este inhóspito lugar planetario repleto de individuos sonámbulos, indolentes, tristes, rancios, golfos, envidiosos, mediocres y hasta esquizofrénicos. Tengo vocación volteriana, espíritu de Pepito Grillo y, si además la enfermería está repleta, ¡qué le vamos a hacer! Por mi parte, sólo soy alguien que, zambullido entre ristras de papel impreso, practica la mirada crítica y sin puertas falsas. Alguien que permanece activo y confiado en los pequeños gozos de la existencia. Alguien que cree en la posibilidad de cualquier reencuentro conciliador, sorprendente y lírico con quien me agravia. Alguien que sufre con relativa calma los desaires, el desamor y la amargura de tantas ruinas humanas arrogantes y nobles.
Ese terrorismo más o menos light al que nos conduce cualquier convivencia forzosa no es sino un síntoma certero de cuánto abunda en nuestro mundo la peligrosa y auténtica locura, de cuánta escalofriante irracionalidad, de cuánto fanatismo estúpido y transgresor puede esconderse en el interior de esa especie falsamente suprema y civilizadora que es nuestro Homo sapiens.
Y, pese a todo, esa inquisitorial y cruel liturgia de acoso y derribo a la que me someten no consigue hacerme reblar. En esta isla infeliz, fértil en corrillos, mezquindades, manipulaciones, desdenes y habladurías, todavía no han conseguido darme miedo, ni rubricar mi defunción como cronista del presente, ni desahuciarme de mis esperanzas y fantasías de futuro. Aquí, en la trastienda de la geografía peninsular, no hay tregua que valga y uno confía, según proclama un reciente verso leído a José Carlos Cataño, «en el estallido final de la claridad».
Lo menos fashion del verano. Tras leer durante un buen rato un número atrasado de la edición francesa de Cosmopolitan, R. me ha recordado que lo que más detesta de los hombres es su deplorable y escaso guardarropa estival. Ese virus infame que, cuando el calor derrite nuestras ya de por sí pequeñas cabezas, provoca que ingentes y varoniles multitudes rindan culto al adefesio, al feísmo y a la mediocridad. No sé si también lo dirá la célebre revista, pero ese desprecio olímpico a una cierta compostura retrata, según R., la devastadora catadura neuronal y la nula educación estética que poseen innumerables portadores del sexo masculino.
En esa galería de horrores veraniegos, encontramos un variadísimo y disparatado repertorio. Un vestuario entre hortera, casposo, kitsch y neomoderno, que despierta no pocas náuseas y abundantes pesadillas. Imposible rebatir a R. cuando nos asegura que hasta el placer de la siesta se tambalea tras una matutina sesión contemplando bermudas y piratas para canillas mortales.
Cómo conciliar el sueño tras una maratón de terrazas viendo desfilar impunemente a señores de edad provecta perfilando sus gigantes y bamboleantes barrigas con minúsculas camisetas falsamente hippies o repletas de una publicidad estridente y dañina. Del calzado, mejor ni hablamos.
R. tiene razón en sus argumentos contra esta delirante costumbre moderna. Más allá de las lindes playeras, auténtico espacio protegido para el exhibicionismo interclasista, son pocos los cuerpos varoniles que no precisan de prótesis, regímenes, gimnasios y vestuarios que los disfracen y embellezcan. De lo contrario, el efecto óptico de tanta malformación y decadencia física y neuronal resulta devastador para la salud y el buen gusto. No se trata de que uno censure la desnudez o las costumbres impúdicas, o de que pretenda implantar la dictadura de la moda, sino de que, pudiendo remediarlo, detesto la visión gratuita de esos cuerpos deformes convertidos en verdaderos museos de los horrores. Y es que hipopótamos, jirafas, cachalotes, ballenas, focas, osos, gorilas y otras especies deberían, cuando son bípedos, adaptarse a los correspondientes ropajes que ocultaran su inequívoca y maltratada animalidad. Una indumentaria que reafirmara su humana condición. De no hacerlo así, cabría suscribir, como última escapatoria, la insólita, carca y poco convincente tesis de Heinrich Heine cuando, a propósito de estas cuestiones de la moralidad y la belleza, aseguraba que, «en cuanto a la virtud, la fealdad es ya la mitad del camino». ¿No será que el culto a lo fashion no es trascendente y que aquí sólo triunfan los que poseen encefalograma plano? Quizá debiéramos apuntarnos a unos cuantos cursillos espirituales y, pertrechados con nuestro fondo de armario, resolver este dilema sobre lo sublime y lo ridículo que nos agravia todos los veranos y que nos impide vivir con desahogo esa época del año propicia para la seducción y la locura.
Alivio de timoratos. Insalubre otoño editorial. De nuevo, la sociedad literaria muestra su auténtico rostro: florece un mundo de timbas y artificios, con sus apuestas, camarillas, fariseísmos y truculencias, reyezuelos y damnificados. Juego y negocio, comedia y drama, pompa y circunstancia, escándalos y provocaciones son algunos de los ingredientes habituales de esos episodios que confunden famas e inquietan al lector no iniciado. Y que incomodan sobremanera a quienes, todavía, practicamos el raro vicio de pensar y escribir desdeñando el imperio del mercado. Por puro placer bien entendido y sin ir a la búsqueda de artificiales campos de batalla y de gloria. Visto lo que hay, hasta parece como si realidad y ficción se confabularan para hacernos más verosímil aquella leyenda tan sublime como ridícula de que «lo que no es tradición es plagio».
Esa angustia de las influencias, ese sangrante pirateo de la intertextualidad; o los estragos que causan los escritores ilegítimos y los mercenarios confesos no son sino zarandajas y episodios que nos recuerdan, cuando menos, que cualquier autor célebre siempre estará en la cuerda floja de la credibilidad. En el vaivén de la honradez y la inquina, en la montaña rusa de la gloria y el descrédito. De ahí que todos los que no ejercemos de títeres del marketing nos guardemos alguna carta y echemos algún farol, algún exabrupto de vez en cuando. Pura supervivencia. Porque lo que importa, en nuestros días, no son los lectores ni la calidad literaria de lo que se escribe, sino la cuenta de resultados. Ésa es la radical, desoladora y desvergonzada realidad que anima a la mayoría de los editores y a no pocas figuras de la letra impresa: ser los reyes midas del momento. Sueñan hoy los otrora bohemios con ser rentistas, y así nos va. Quizá nunca fueron las cosas de otra manera para ciertos autores porque, como escribiera T. B. Macaulay en 1842 a propósito de Francis Bacon, «sus defectos fueron –lo escribimos con pena– frialdad de corazón y estrechez de espíritu. Parece haber sido incapaz de sentir fuertes afectos, enfrentarse a grandes peligros o hacer grandes sacrificios. Sus aspiraciones estaban puestas en objetivos más bajos: títulos, mecenazgos, el sello, la corona, el mazo, grandes casas, bonitos jardines, ricas mansiones, muchas vajillas de porcelana...».
Da grima, en fin, ver el escaparate de muchas librerías o los principales anaqueles de las grandes superficies. Son el cruel reflejo del eco que obtienen tantos falsos escritores como los que protagonizan los minutos culturales de los telediarios o los shows nocturnos de las principales televisiones. Un gigantesco fraude repleto de personajes que hacen imprescindible, por higiene intelectual, el retorno a las lecturas no publicitadas, a los clásicos y modernos que acumulan polvo en las bibliotecas públicas, a la coacción punitiva del zapping o al recurso del vídeo doméstico, el Cinebank y la multisala con palomitas.
La bolsa o la vida. Vivimos en medio de una falacia descomunal. ¿De verdad todo funciona? Ocupados o distraídos con problemas falsos/artificiales, la retórica engañosa del perpetuo e ilimitado bienestar sigue manteniendo su alucinante dictadura globalizadora. Su eficaz tapadera nos condiciona la vida. Desorientados e incautos, manejamos un viejo plano de valores y necesidades sin darnos cuenta de que también nuestras pequeñas