Relatos de salitre
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Hirientes verdades de los humanos.
Cinco relatos demoledores, críticos, metafóricos. Mensajes que trascienden las páginas. Temáticas desafiantes. Mediocridad. Conformismo. Falsos sentimientos. Corrupción del espíritu. Muerte.
Adrián H. Cornelia
Adrián H. Cornelia es un poeta, compositor y escritor nacido en Vitoria-Gasteiz en 1992. Su implacable estilo ha quedado plasmado en tres libros de poesía: Aguijones (2016), La escultora (2018) y Piel de arcilla (2019), del que también grabó un disco a piano compuesto y recitado por él mismo. Ahora debuta en los relatos con la misma intención reivindicativa de siempre. Decir lo que nadie se atreve. Es, sin lugar a dudas, un escritor diferente.
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Relatos de salitre - Adrián H. Cornelia
Relatos de salitre
Adrián H. Cornelia
Relatos de salitre
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418203084
ISBN eBook: 9788418203572
© del texto:
Adrián H. Cornelia
© del diseño de esta edición:
Penguin Random House Grupo Editorial
(Caligrama, 2020
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com)
© de la imagen de cubierta:
Shutterstock
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
El Olimpo
I
Extensos jardines repletos de alhelíes, orquídeas y rosas se atisbaban en los costados y un tímido riachuelo regalaba su relajante cadencia. El único puente permitía el acceso a la diminuta isla. Sobre ese remanso inspirador y apartado del mundano transcurso se cimentaba un teatro gigantesco de granito. Ornamentado con columnas jónicas, esculturas y un laurel dorado acompañando el arco de la majestuosa puerta. El interior igualmente espectacular. Acabados de zafiro y esmeralda bañando las acristaladas lámparas y diamantes incrustados en los palcos. Se diseñó como reducto de arte verdadero. Símbolo de pureza.
Nació en los albores del siglo
xix
y se le nombró El Olimpo. Únicamente, los genios, los privilegiados. Durante multitud de décadas el lugar gozó del aura de perfección. Mayor reconocimiento no habitaba en la Tierra. Actuar allí elevaba al trono eterno, garantizaba la forja de una leyenda. Historia y honores más allá de la mortal vivencia. Actores, ilusionistas, dramaturgos, compositores. Sus improntas quedaron grabadas. El placer que experimentaban los asistentes fue descrito con las más bellas palabras por los escritores. Existen memorias relatando sucesos casi mágicos, como el del hombre que curó su tuberculosis o la mujer estéril que alumbró a cuatro retoños nueve meses exactos después de acudir a una exhibición.
Una vida íntegra labrando obras maestras. Una pasión inundando cada recodo de los segundos. El mérito genuino conducía a la invitación para actuar en el teatro. En pocas ocasiones abría sus puertas, de ahí la expectación que se generaba y la profunda veneración que se profesaba a quienes se encaramaban al escenario. Épocas áureas, épocas extintas.
De repente, se menospreció el talento y se encumbró el baluarte de la mediocridad extrema. Un proceso antinatural de la humanidad. Una generación henchida de rebeldía y ambición deseando reconducir los cánones y pincelar sus propias distinciones, aunque significase renunciar a las bondades de su más cercano pasado. Un veneno que asoló a aquellos clarividentes que jamás pudieron adivinar cómo la multitud se iba a degradar bajo los designios de nuevos mecenas sedientos de poder reclamando un nuevo y oportunista paradigma.
La genialidad vilipendiada y olvidada. Ni rastro de agonía ni sufrimiento. Resultó sumamente fácil despedirse de aquello embriagador y reconfortantemente hastioso para abrazar la hipnótica y vacía tendencia imperante. Los intereses y los beneficios se acrecentaban.
Los artistas comprendieron la fragilidad de su influencia y quisieron someterse al amparo del alentador y alcanzable reconocimiento que brindaban los nuevos tiempos. Cedieron sus principios y su identidad. Acallaron ante las decisiones que los expertos bramaban y nunca volvieron a cuestionarlas. La traición a sí mismos estaba hecha. Si en algún momento afloraba la zozobra, las drogas a disposición se encargaban de adormecer nuevamente.
Y así El Olimpo se tornó el infierno. Conservó su mito como lugar único gracias a propagandas y mentiras vertidas, logrando dotar con el mismo cariz presente y pasado como si diferencias manifiestas no se distinguieran. Se explotó a más no poder.
Los beneficios eran exacerbados e imprescindible la terca, masiva e infatigable adoración del público, que permitía ascender mediocridades a deidades inmunes a sus propias debilidades y fracasos. Las mullidas butacas soportaban el paroxismo de un público irracional y estúpido.
Sin que interviniese excepción alguna, esa noche también se celebraba un concierto.
II
Admiración plena. Silencioso orgullo con el que las extasiadas miradas abrazaban al artista que los emocionaba desde el imponente escenario. La expectativa no ensombreció la realidad. Surcando la guitarra de roble, álgidos momentos de virtuosismo decrépito de quien una vez bifurcó su aletargado talento y su ansia de triunfo. La decisión le resultó sencilla y la creación de sus obras anodinas a partir de ese instante, también. Bastaba con descarnarlas y extinguirles cualquier retal de alma y artesanía.
Pero las renuncias de valores son clandestinas como barricas en ley seca. Entresijos secretos que acarrean desafíos. Conciencias y remordimientos. Ajeno a las fieles y leales comparsas que nutren su ego y su riqueza. Una burla invisible, una farsa que nunca se desviste. El lacerado criterio y sentido común la esquiva.
Los últimos compases se diluyeron entre los ensordecedores aplausos que agrietaron las paredes. Un sinfín de alabanzas recorrieron los balcones. Las lágrimas encharcaron los pasillos, y el guitarrista, al agradecer con su reverencia, cayó de las vibraciones propinadas por la madera que pisaba. Ni una decepción ni una crítica. Ejercer de nenúfar gobernado al antojo de aguas enfurecidas suponía un implícito requerimiento.
Tres horas de gloriosa mediocridad y apatía para quien apreciara la nobleza de la música. Tres horas de maravilloso e inigualable espectáculo para el resto.
Y el teatro se vació a la espera de un nuevo ídolo. Permanecieron recuerdos perennes, restos de comida esparcidos, añicos de copas que brindaron con champán y los nauseabundos baños.
III
Otra madrugada más. Miles los congregados en el esplendor. Solamente una persona, de nombre Palacostre, solitaria e insatisfecha, en el ocaso, en el anochecer, en el desvanecimiento de tanto hechizo. Su primer día de labor se iniciaba mientras le entorpecía a su paso el tumulto de gente que abandonaba el teatro regalando halagadores discursos entrecortados motivo del alcohol.
—¡Cuánto talento tiene el muchacho!
—No hay duda de que es el mejor.
—La auténtica referencia de su generación.
—¡Deseando el próximo concierto!
Su exigua puerta se hallaba en la parte posterior. Pura madera cerca de podrirse. Allí se iba a reunir con su nuevo jefe. Aguardó durante largos minutos hasta que apareció avanzando con movimiento intimidatorio. Nada más llegar a su distancia, la mirada seca y penetrante que le profirió, capaz de amansar al más temible depredador, sentenció cualquier intento de