Variaciones sobre el naufragio: Acerca de lo imposible del concluir
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Ahí están las dudas y las vacilaciones. Ahí surgen la demora, la digresión y el retardo; la imposibilidad o el arrepentimiento; la imprevisión o el azar; las ataduras o las repeticiones. Todo se sitúa, tal vez, entre el grito y el callar. La voluntad de permanencia y el deseo de duración se encuentran frente a frente con el temblor de la mano, y es entonces cuando acechan el hastío, la desilusión, la renuncia o el abandono; incluso, la aniquilación, la destrucción o el borrado. Sea como fuere, es preciso, dicen, seguir pese a la imposibilidad, porque incluso en la putrefacción hay fermentación y hay vida y día logrado.
Estas Variaciones no son sino una personal lectura de algunas de las muchas reflexiones que sobre la imposibilidad del terminar se han escrito, conformando un trenzado de historias que, como la vida, habrán de quedar inconclusas.
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Variaciones sobre el naufragio - Miguel Ángel Ortiz Albero
remo.
Uno
Memorizar para olvidar. Tal vez porque nos debamos al olvido, acaso haya de ser mejor tratar de memorizar la esencia. Destilar aquello que deba permanecer. Al menos, que en el olvido quede trazada, aun con levedad, la huella de lo que hayamos hecho, de lo que hayamos sido. O la marca de lo que debamos hacer o ser en adelante. De los libros ha aprendido Bohumil Hrabal el placer y la voluptuosidad de la devastación. Él es feliz en el diluvio, dice, y en las demoliciones. Y sin embargo algo queda siempre tras la música del crujido de las piedras y de las vigas. Acaso la música del acabamiento de la forma de la que nos habla Peter Handke. El pintor Gauguin prefiere correr una cortina ante su modelo. La pinta, a ella, a la modelo, de memoria. Y será ésta, la memoria, la que simplifique, dice, las sensaciones. El resultado será así más sintético, y a tal forma esencial y sintética corresponderá un contenido propio: el misterio y el infinito. Durante el proceso de una de sus puestas en escena, Jean-Louis Barrault memoriza toda la obra de Alfred Jarry para, a continuación, olvidarla. Y tiempo después rescata todos aquellos fragmentos que no ha olvidado. Los anota y transcribe como los recuerda. Y es con ellos, con los fragmentos que la memoria ha retenido, y no con otros que bien pudiera más tarde entresacar de algún libro, con los retenidos, pues, es con los que construye el espectáculo, aunque en él se hayan de codear lo mejor de los textos memorizados con lo peor de los recordados. Sobre las tablas, al fin y al cabo, la plasmación del misterio y el infinito después de las demoliciones. Los apuntes de Elias Canetti reclaman una tempestad que dure una semana. Y oscuridad, también reclaman. De modo que tan sólo se pueda leer cuando caigan los rayos, sólo leer a la luz de los rayos, para recordar después lo leído a su luz y unir todos los fragmentos. Acaso la clave no sea, como al parecer dice Mallarmé a Monet, pintar el objeto en sí, sino pintar el efecto que éste produce. O pintar el cuadro, como dice Schönberg, y no lo que representa.
*
Algo que se deja atrás. Nuestros rostros, escribe John Berger en un poema, breves como fotos. Para pintar bien es necesario olvidar la belleza de lo que se pinta. Y así le sucede a él, a Berger, el pintor, cuando una noche trata de retratar a una amiga. No es la primera vez que lo intenta, pero nunca lo consigue. Su cara, explica, es cambiante y no puede olvidar su belleza. Cuando ella ya se ha marchado, comienza a trabajar. Dibuja. Aplica la pintura en espesas capas. Rasga el papel, y éste se convierte en algo muy frágil. De entre las tinieblas, dice Berger, parece que emerge el rostro, que aparece de repente la cara de ella como si sonriera a su representación. Él está eufórico. La obra es el resultado del hecho de que la cara de ella le ha regalado a él lo que podía dejar atrás de sí misma. Un parecido, escribe, es algo que se deja atrás sin ser visto. Algo que se olvida para poder, al menos, comenzar.
*
Anticipar la ausencia. Circunscribir con líneas el contorno de la sombra de un hombre es, tal vez, el origen de la pintura. No es la percepción real, sino la memoria de una imagen lo que guía. Y así, la imagen pintada no será sino la anticipación de la ausencia del objeto de deseo, la simulación capaz de paliar la pérdida. La tenue luz de una vela es suficiente, dice Kavafis, porque hace más fascinantes esas sombras que vienen del Amor y porque deja que tan sólo al sueño y a la imaginación podamos abandonarnos en la voluptuosidad de tales sombras. El amor, dice Albert Camus al referirse a esa historia de la hija de un alfarero que con un estilete traza en la sombra el perfil del amado, el amor está al comienzo de todo. La voluptuosidad de las sombras, sí. Y ante él, ante el Amor, sin embargo, y ante el deseo de la imagen, la ausencia y el vacío como respuesta. La imposibilidad. La esencia inmaterial del arte, pese al sueño y pese a la imaginación. Yves Klein, que a su propia ausencia se anticipa saltando a un vacío sin final, refriega sobre los lienzos tres cuerpos desnudos mientras se interpreta su Sinfonía Monótona, una sola nota y veinte minutos de silencio, para dejar que la obra, que es la huella de esos cuerpos, se acabe a sí misma frente a él, bajo su dirección, sin esconder, dice, nada del proceso. Tiempo después, Francesca Woodman, esquiva acaso consigo misma, trata de capturar con sus fotografías su presencia en ausencia y logra, como dice Mieke Bal, no-fijar el sujeto que es su propio yo, y traza, tendiendo su cuerpo sobre un polvo fotosensible, shadowgraph le dicen, los contornos parciales de su silueta en el suelo de un espacio abandonado. Dice Albert Camus que el pensamiento siempre se adelanta, y que ve más lejos que el cuerpo que está en el presente. Y que devolver el pensamiento al cuerpo es suprimir la esperanza, porque el cuerpo está destinado a corromperse. Anticipar la ausencia, evitar las desapariciones.
*
Seco, alterado, inmovilizado. Pero sobre todo fragmentario. Así, en una de las anotaciones de los Diarios de Kafka. Así es como queda lo ideado anticipadamente al intentar transcribirlo al papel. Y todo, dice, pese a que no haya sido olvidada la idea original, ni el buen ánimo, ni las palabras precisas, incluso en lo incidental. Porque Kafka tan sólo idea algo bueno si está liberado del papel. La reflexión no es nada, escribe, comparado con la plenitud con la que cobró vida. Aunque el fuego y la embriaguez del lápiz o el pincel, como dice Baudelaire, recuerden al furor.
*
El nombre falso y el sueño verdadero. La forma que el arte da a un objeto lo aleja definitivamente de ser lo que era. Aun cuando sea la misma la materia. E incluso sabiendo que instaurar la obra es dar la existencia a lo que no era. O que la obra resplandece desde antes de estar acabada, antes, incluso, de ser. La misma materia antes y después de ser la obra. De ahí la importancia del sueño de Pessoa: nombrar algo con un nombre que no le compete, para soñar después con el resultado. Lo verdadero es el sueño y su producto. La nueva realidad del nombre falso. Del mismo modo, el poeta. A ojos de los demás, quien haya escrito un poema lo es. A ojos del propio poeta, dice Auden, uno sólo lo es mientras hace las últimas correcciones a su poema. Antes de ellas, tan sólo lo era en potencia. Después, tan sólo alguien que ha dejado de escribir, acaso para siempre. Entretanto, poeta en sueño verdadero frente al nombre falso. Instaurado, tal vez. Hay siempre algo de imprevisible en el sueño, y está en la razón de lo imprevisto, como anota Paul Valéry en sus Cuadernos, la importancia que una obra tiene para su autor, la importancia de lo que la obra aporta para sí misma, y el autor para sí mismo, y el nombre falso para el sueño verdadero.
*
Ni jamás conocer su verdadera apariencia. Una obra cualquiera, escribe Sergio Chejfec, puede remitir al momento en que la imagen se aparece antes de su existencia cierta. Antes de que, ya sea acción o palabra, haya sido realizada, consumada. La obra, pues, antes de la obra. La imagen venidera del deseo. La apariencia no prevista de lo que habrá de ser, de lo que es. Aunque como dice Rilke, lo que sea que ha de llegar lo hace con tal adelanto sobre lo que pensamos, sobre nuestras intenciones, que jamás podremos alcanzarlo. Nunca podremos conocer su verdadera apariencia. Y sin embargo, a la manera de Salustio, hay cosas que nunca sucedieron: son siempre.
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Anunciar las obras, tan sólo para escribir otras. Y en el anuncio, el punto de partida. Hay un momento en el que Handke dice que ahora puede decirlo. Sólo ahora. Y lo que ahora, al fin, puede decir es que el punto de partida de un artista es el gran sentimiento de vacío que a veces se tiene en la naturaleza. El vacío es ebullición e impulso. Y el artista lo rellena. Pero, nos advierte Handke, el vacío vuelve siempre de modo renovado. Como anuncio de algo más. Incluso anuncio de un nuevo vacío que da placer, dice. Y aún más, anuncio de una cierta y verdadera insatisfacción que es la que mueve a la acción. Aquello que los satisfechos anuncian con júbilo, dice el Adrian Leverkühn de Thomas Mann, aquello no debe ser, no será. Así descubre él, en el satisfecho anuncio de los otros, lo que no debe ser, lo que no quiere él que sea. Será necesario hacer lo correcto, nos dicen los satisfechos, sea esto lo que fuere. Pero somos, en el fondo, carne de insatisfacción. Y aunque las primeras frases, los esbozos o las pinceladas, parezcan anunciar, a menudo, un triste porvenir. O acaso por ello. Hablar es vaciarse, dice Beckett.
*
Los libros que aún desconocía. Hay, para Cioran, una voluptuosidad de lo inacabado. Pero mejor, dice, de lo no-intentado, de lo no-comenzado. Y es más que posible que esa voluptuosidad también esté en lo que todavía nos es desconocido. Voluptuosidad en soledad, en la soledad necesaria para escribir los libros que aún se desconocen, la soledad de Marguerite Duras cuando se encierra en la casa para escribir los libros que nadie había planeado nunca. Nadie. De otro modo nunca jamás se escribiría nada. No valdría la