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La tercera mano
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Libro electrónico59 páginas40 minutos

La tercera mano

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Aparte de algunos textos sobre arte dispersos en revistas, Adolfo Couve no dejo registro escrito de su ideario estético. Su pensamiento lo compartía mayoritariamente de manera oral, en sus clases en la universidad y en conversaciones ocasionales. Escucharlo era estimulante, por la agudeza de las observaciones, por el humor y por los ejemplos dislocados que solía utilizar. Si no fuera por las entrevistas que dio durante treinta años, sus iluminadoras especulaciones se habrían ido diluyendo en la memoria de sus alumnos y de sus interlocutores. Muchas de ellas conservan incluso el habla de Couve, y casi uno puede percibir esa entonación particular que tenía al hablar de los temas de su interés, que combinaba el escepticismo, el entusiasmo y el desparpajo.
IdiomaEspañol
EditorialAlquimia
Fecha de lanzamiento1 ene 2015
ISBN9789569974038
La tercera mano

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    La tercera mano - Adolfo Couve

    Adolfo Couve

    La tercera mano

    Extractos de entrevistas a Adolfo Couve

    ISBN: 978-956-9974-03-8

    Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

    La tercera mano

    Extractos de entrevistas a Adolfo Couve

    Edición de Macarena García y Catalina Porzio

    La tercera mano

    Extractos de entrevistas a Adolfo Couve

    © Alquimia Ediciones, 2015

    ColeccIón: Umbrales de Memoria

    Dirección Colección: Guido Arroyo González

    Diseño y Diagramación: Estudio Navaja

    El verbo yo

    Imagino que a Couve no le habría gustado recibir un libro hecho con fragmentos de las entrevistas que concedió. Era aprehensivo con los periodistas, que transforman las palabras dichas en palabras escritas, y se oponía firmemente a una literatura que hermana, sin complejos, la escritura y la oralidad. De seguro tampoco le habría gustado leer un libro donde el único protagonista es él, que tanto insistió en que nadie tiene derecho a escribirse a sí mismo y que se mantuvo firme en su defensa de una escritura en tercera persona, aun en tiempos en que el yo recuperaba buena parte del terreno perdido y aunque él mismo se haya tomado la libertad de traicionarse en su última novela, La comedia del arte, que está contada desde el yo.

    Para Couve hablar de sí mismo, y más aún escribirse, era todo un tema. Cuidaba en extremo las preguntas que respondía, reaccionaba duramente ante aquellas que juzgaba frívolas y para él frívolo era, al parecer, todo cuanto aludía directamente a su vida personal. Tal vez por eso hasta el día de hoy se sabe poco sobre su vida privada, apenas lo necesario para desarmar el mito levantado en torno suyo. Un mito que fue ampliamente consumido por un sector más bien afectado y entusiasta de la cultura local, que a menudo confundió el color de sus ojos con la ensoñación romántica de un creador y con el cual Couve, de cierta manera, coqueteaba, sin por ello mantenerse a salvo de las contradicciones propias y de su tiempo, que no eran pocas. Natalia Babarovic se re rió alguna vez a una suerte de opereta que él mismo habría creado para reírse y para protegerse y que era un modelo si no ajustado a la realidad, por lo menos tan errado como cualquier otro. Puede ser. Como buen conocedor de la tradición artística decimonónica, Couve sabía que el arte y la vida no volverían a correr por carriles separados y que todo dispositivo formal lleva implícita una ética cotidiana. Creía, asimismo, que la práctica artística comienza por una actitud, aunque no con la misma actitud pueda enfrentarse la vida entera: No hay próstata de artista, decía; la enfermedad, la vejez y la muerte amenazan cualquier estilo. Lo cierto es que esa contradicción entre la vida y el arte se ubicó en el centro de sus preocupaciones, y quizás un modo de lidiar con ella fuera empeñarse en la construcción de un personaje que se revela, a n de cuentas, contradictorio también. Como la casa que escogió para pasar los últimos años de su vida: una villa toscana con papel decomural inglés, inserta en medio de un balneario decadente. Allí vivió rodeado de un jardín que regaba durante cuatro horas diarias. Cuidó a un perro y también a un loro. Si mal no recuerdo, Freud decía que la casa es uno de los escenarios predilectos para las imaginerías del yo.

    Nunca lo conocí –cuando murió yo era muy joven–, pero quienes sí lo hicieron tienen a menudo versiones distintas sobre su personalidad. Sus alumnos de la Universidad de Chile, por ejemplo, lo recuerdan como un profesor serio, escéptico, que guardaba distancia. Varios relatos lo describen como alguien que pensaba el Arte con mayúsculas todo el tiempo y que se de nía a sí mismo como un Artista, sin titubear. Lo que imagino debía ser intimidante, sobre todo si el artista era, por de nición, una persona distinta a las demás, una persona obsesionada con hacer cosas y con hacerlas bien, porque una obra de arte mal hecha no es arte, decía, y punto: el arte exigía, para Couve, un alto costo que pagar, y ese costo debía cargársele, en buena parte, a la vida. Él se lo cargó. Todavía dicen que se oyen por las noches sus bastonazos en las cercanías de su antigua oficina en Las Encinas y que nadie duda que es Couve que anda penando. Quienes fueron tal vez sus más cercanos lo recuerdan, en cambio, como un gran conversador, severo en sus juicios y apreciaciones sobre el

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