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Desde la Vereda de la Historia. Crónicas de Carlos Morla Lynch: Desde la Vereda de la Historia. Crónicas de Carlos Morla Lynch
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Desde la Vereda de la Historia. Crónicas de Carlos Morla Lynch: Desde la Vereda de la Historia. Crónicas de Carlos Morla Lynch
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Desde la Vereda de la Historia. Crónicas de Carlos Morla Lynch: Desde la Vereda de la Historia. Crónicas de Carlos Morla Lynch

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Morla Lynch fue en todo el sentido del término un escritor de diarios; es decir, más que la carrera literaria, más que el diseño de una obra, lo que atraía su interés y lo instaba a escribir era el simple hecho de ser un testigo del paso del tiempo, de las conductas humanas, del aspecto de las ciudades y de los campos. En sus mejores páginas siempre se filtra una curiosidad material por la realidad evanescente, aun cuando se enfrenta a la aparición tumultuosa de los sucesos históricos. Así, se puede detectar la recurrencia de un anhelo: desaparecer para el mundo formal del trabajo, quedar fuera del alcance de secretarias y teléfonos, no hacer más que pasar el tiempo sumergido en el fondo de un café, mirando transcurrir la vida.



Se podría decir que en su caso la escritura del diario fue un mandato paterno: cuando aún no cumplía diez años, su padre, el político Carlos Morla Vicuña, le regaló —para que escribiera cuanto se le pasara por la cabeza— un cuaderno empastado con el retrato de la reina de Bélgica en la tapa: un objeto prodigioso que incorporó sagradamente a su vida. Durante 50 años fue fiel a la escritura del diario —un hábito, una compañía, un fantasma— y solo lo abandonó cuando murió su hija de nueve años.
Uno puede pensar que es el tipo humano opuesto al de Pérez Rosales, “el chileno aventurero”, dado que su vida se fue urdiendo en un mundo de salones, urbanidad, diplomacia y sociabilidad quintaesenciada. Pero esto no lo protegió de los embates ni de la intensidad de la existencia. Fue un hombre de palabra antes que de acción, pero se comportó, en los días difíciles, como un agente, un gestor, un operador de la realidad en sus niveles más urgentes.
Roberto Merino (Prólogo)


SOBRE LA COMPILADORA: Cecilia García-Huidobro Mc. Estudió Pedagogía en Castellano y Periodismo en la Universidad Católica de Chile. Luego obtuvo el grado de Magíster en Literatura en esa misma universidad. Entre 1983 y 1997 estuvo a cargo de la Revista Universitaria, primero como editora y luego como directora. A partir de 1997 se desempeñó durante diez años como editora de la Revista de Libros del diario El Mercurio.

Ha escrito artículos y ensayos en diversos medios y entre sus publicaciones se cuentan: Portarretrato (entrevistas con intelectuales latinoamericanos); José Donoso. Artículos de incierta necesidad; Vicente Huidobro a la intempmperie; El escribidor intruso; Edwards Bello. Un transatlántico varado en el Mapocho; Moneda Dura. Gabriela Mistral por ella misma; Tics de los chilenos. Vicios y virtudes de nuestros cronistas nacionales.

En 2012 publicó Una historia de las revistas chilenas (Universidad Diego Portales) en coautoría con Paula Escobar y un capítulo del libro de VVAAAA Mujeres que viajan solas.
En 2000 recibió el Premio Cámara Chilena del Libro “por su destacada labor en el mundo del libro y la literatura”.

En la actualidad es Decana de la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales y Directora Ejecutiva de la Cátedra Abierta creada en 2007 en homenaje a Roberto Bolaño.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 oct 2017
ISBN9789563241686
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    Desde la Vereda de la Historia. Crónicas de Carlos Morla Lynch - Cecilia García-Huidobro

    NOTAS

    Prólogo

    En 1959 un periodista de Ercilla le preguntó a Carlos Morla Lynch cómo resumiría, a los 70 años, su filosofía de vida. Como el arte de saber sufrir con inteligencia, contestó. Hacer el bien sin aguardar compensación alguna. Hay que considerar la gratitud ajena como un milagro, como si nos tocara el premio gordo de la Lotería.

    La respuesta es significativa. La gratitud —o más bien la ausencia de ella— fue un tema que le rondó siempre a Morla, quien, como se sabe, tuvo un protagonismo fundamental en el salvamento y protección de refugiados durante la Revolución española. Morla, en ese momento agregado de comercio de Chile en Madrid, acogió sucesivamente a personas de los dos bandos en pugna y durante dos años renunció a su derecho a la intimidad, ya que puso a disposición de los refugiados la sede de la embajada chilena y su propio departamento en Madrid. Muy tarde en la noche se daba una brecha de tiempo para retomar su diario de vida, que fue la base de sus dos libros relativos al período: Con Federico García Lorca en España y España sufre.

    El hecho es que los desvelos del diplomático no fueron al parecer compensados con la suficiente gratitud. Natalia Figueroa, hija de un refugiado nacionalista, lo deja entrever en un artículo publicado en 1965, cuando Morla fue condecorado por el Gobierno español con la Gran Cruz de Isabel la Católica. Dice que de los cientos de nombres que se anotaron en las paredes de la embajada, solo unas diez o doce personas mantuvieron el contacto con Morla una vez terminado el conflicto.

    Incluso pasó algo más triste: Neruda, que había sido cónsul en Madrid, echó a correr en Ercilla la especie de que Morla Lynch le había negado el asilo al poeta Miguel Hernández, por lo cual era responsable indirecto de su asesinato. Todo indica que se trató de una calumnia feroz y que Hernández no quiso asilarse al salir de la prisión, pensando que no le iba a pasar nada. ¿Por qué Neruda lanzó una acusación tan grave como amarga? Morla solo pudo explicárselo por haber sido testigo de la relación del poeta con su hija Malva Marina, aquejada de hidrocefalia. Ya sabemos: es una historia terrible de negación y abandono.

    Más de una vez insistió Morla en lo de la gratitud. Cuenta, por ejemplo, el caso de un joven francés que logró arrancar de las manos de los comunistas al comienzo de la Revolución. El joven, que había estado combatiendo por los nacionalistas, se incriminó aun más al ser descubiertas las cartas con opiniones políticas que le mandaba a su novia (afiliada a los partidos monárquicos) y su destino más probable era el fusilamiento. Morla convenció a sus captores, lo liberó y no lo dejó solo hasta el momento de embarcarlo en una nave neutral que lo sacara del país.

    Concluye: Tendré siempre presente su actitud, erguido en el bote que lo llevaba mar adentro, con las manos unidas en alto dirigidas hacia mí y el rostro bañado en lágrimas, en tanto que sus labios murmuraban palabras de hondo reconocimiento. Si bien es cierto que jamás debe hacerse una obra pensando en la recompensa que puede significarnos, es un hecho indiscutible que al recibir por ella una manifestación de agradecimiento, nos llega al alma.

    Morla fue en todo el sentido del término un escritor de diarios; es decir, más que la carrera literaria, más que el diseño de una obra, lo que atraía su interés y lo instaba a escribir era el simple hecho de ser un testigo del paso del tiempo, de las conductas humanas, del aspecto de las ciudades y de los campos. En sus mejores páginas siempre se filtra una curiosidad material por la realidad evanescente, aun cuando se enfrenta a la aparición tumultuosa de los sucesos históricos. Se podría decir que en su caso la escritura del diario fue un mandato paterno: cuando aún no cumplía diez años, su padre, el político Carlos Morla Vicuña, le regaló —para que escribiera cuanto se le pasara por la cabeza— un cuaderno empastado con el retrato de la reina de Bélgica en la tapa: un objeto prodigioso que Morla Lynch incorporó sagradamente a su vida (para su desesperación, cuando trabajaba en la Cancillería hacia el año 1910 le fue robado por un tal Gumercindo, personaje de la picaresca política del que Morla hace un despectivo retrato). Durante 50 años fue fiel a la escritura del diario —un hábito, una compañía, un fantasma— y solo lo abandonó cuando la muerte de su hija de nueve años, Colomba, lo sumergió en el abatimiento alcohólico.

    Andrés Trapiello observa que Morla no utilizaba el diario para registrar su intimidad. De hecho, deja de escribirlo en el momento de dolor máximo, del horror indecible. Probablemente en este fenómeno hay una ética que excede las decisiones literarias, remanente quizás de viejas crianzas: no quejarse en público, no proyectar una imagen de debilidad, aparecer optimista mientras se pueda. Crecido en ambientes de un refinamiento bastante marcado, donde hubiera artificio y arte social, parecía sentirse en su naturaleza. Lo que mejor hace —a diferencia de Blest Gana, otro escritor diplomático y a su manera transplantado— es revelar los detalles de la riqueza, los humos suntuosos de un banquete o el decorado de una mansión. Es sutil en este trance, y displicente como un pintor rococó.

    Uno puede pensar que Morla es el tipo humano opuesto al de Pérez Rosales, el chileno aventurero, dado que su vida se fue urdiendo en un mundo de salones, urbanidad, diplomacia y sociabilidad quintaesenciada. Pero esto no lo protegió de los embates ni de la intensidad de la existencia. Fue un hombre de palabra antes que de acción, pero se comportó, en los días difíciles, como un agente, un gestor, un operador de la realidad en sus niveles más urgentes. Además, como Pérez Rosales, tuvo una afinada brújula para cruzarse con gente ilustre en el lugar y en el momento correctos. Dos de sus crónicas al menos dan cuenta de estas epifanías: aquella en que refiere su conversación con Sarah Bernhardt siendo niño, y otra en la que detalla el concierto dirigido por Toscanini a su vuelta a Italia finalizada la Segunda Guerra. Su madre, Luisa Lynch Solar, había sido retratada cuando joven en el mármol inmortal de Rodin: un busto liviano como una instantánea que Morla visitó décadas después en un pabellón del Hotel Biron (besé su frente tersa y acaricié levemente, con ternura infinita, sus mejillas marmóreas. Y me dolió el corazón al sentir el frío de la piedra lisa que era hielo de tumba).

    A comienzos de los años 30 Morla había armado en Madrid un cenáculo donde acudían escritores bien perfilados hacia la posteridad: García Lorca, Cernuda, Alberti, Neruda, entre muchos. Morla hizo el milagro de juntar un mundo de tremendas celebridades, anotó Joaquín Edwards Bello. Y luego comenta: No puedo concebir un salón agradable con Rodríguez Larreta, Victoria Ocampo, Eugenio D’Ors y Valle Inclán. ¡Debió ser horrendo! Pero muy chic. Ahí está la cosa.

    Jorge Edwards, que coincidió con Morla cuando este era embajador en París, lo vio como una persona más bien depresiva. Esto contrasta con cierto optimismo general que Morla reservaba para su personaje público. Sus crónicas, por ejemplo, revelan a un tipo más bien optimista, que a veces muestra una faceta de crítico jovial. Sin embargo, se puede detectar en estos textos la recurrencia de un anhelo del autor: desaparecer para el mundo formal del trabajo, quedar fuera del alcance de secretarias y teléfonos, no hacer más que pasar el tiempo sumergido en el fondo de un café, mirando transcurrir la vida.

    Es en este punto donde Morla hace un cruce literario efectivo. Varias de sus crónicas especulan con el hecho mismo de escribir sin tema definido, de nada en particular, salvo sobre lo que se viene a la mente o lo que pasa ante los ojos. En este sentido, lo que más le gustaba a Carlos Morla parece haber sido espiar las conversaciones sobre actualidad que tenían los parroquianos de Le Grand Corona, el café al que asistía todos los días en su período parisino. Tenía muy claro el tipo de lucidez que sobreviene cuando uno está en lo que él llamó la soledad acompañada, que otros han denominado la soledad del anonimato.

    En la entrevista de 1959 citada al principio de esta nota llama la atención otra pregunta efectuada a Morla por el periodista: ¿Cree que entrañan peligro las historietas ilustradas (cowboys, Superman, Superratones, etc.) que devoran los niños de hoy?. Morla pensaba razonablemente que no había peligro alguno y que lo que era dañino para un niño podía ser beneficioso para otro. Es gracioso observar el modo en que un producto como el Superratón se proyecta en la mente de un individuo definido como diletante de salón o esteticista extremo. Morla tenía las gracias de la liviandad y de la curiosidad. Por tanto, nunca en sus textos —y, me imagino, tampoco en su conversación— se pegaba demasiado rato en un tema cultural o pesado. Conocía muy bien la virtud cortesana del cambio de tema. Su curiosidad por el mundo le impidió, en la ancianidad, encerrarse en una atmósfera de recuerdos privativos. Siempre, hasta el final, tuvo el ojo puesto en la realidad en su dimensión callejera, como lo atestiguan sus anotaciones sobre las minifaldas, las canciones de la radio o la celebridad de Gina Lollobrigida.

    Roberto Merino

    Historia de una recopilación

    A Alfonso Calderón.

    Que me embarcó en esta aventura y que luego se quedó en la playa.

    Tuve el privilegio de reencontrarme con Alfonso Calderón, mi antiguo profesor en la Escuela de Periodismo, cuando el Rector Carlos Peña lo invitó a formar parte del proyecto intelectual de la Universidad Diego Portales. Trabajamos juntos en la Facultad de Comunicación y Letras y durante ese tiempo solía irrumpir en mi oficina una vez a la semana... Acelerado como era, apenas entrar ya parecía tener que irse y de hecho pronto lo hacía no sin antes dar una idea, prestar un libro, sugerir un proyecto o comentar algún episodio sabroso del acontecer cultural.

    Fue en una de esas entradas sorpresivas que Alfonso levantó una ceja, como el maestro influyente que había sido, para decirme:

    —Deberías hacer una recopilación de los artículos de Carlos Morla Lynch.

    —Hagámoslo juntos —fue todo lo que atiné a contestar.

    Había leído su libro En España con Federico García Lorca. Páginas de un diario íntimo, 1928-1936, en una edición de Aguilar publicada en Madrid en 1957, y que compré en una librería de viejos en los años 80. Venía con esa ignominia de los libros usados, o sea una gran dedicatoria para alguien que después no tuvo remilgos para deshacerse del libro y con un timbre que certificaba esa primera compra: Librería Séneca, calle Huérfanos 656, donde hoy debe haber algo así como un McDonald’s. Su lector anterior había hecho una nómina de quienes aparecían en el relato con la respectiva página, un índice onomástico casero en máquina Remington con papel de copia y seguramente calco Rhein. Es un listado de espaldas a la lógica alfabética y a la exhaustividad puesto que incluía algunos de los personajes del libro como Gabriela Mistral, por ejemplo, mientras otros que también deambulan por sus páginas, como Vicente Huidobro, no los registra. Como sea, eso no hizo sino acrecentar la fascinación que me produjo la lectura. Era inquietante esa huella de presencias anteriores tratándose de Morla Lynch, un hombre que había hecho un trabajo impresionante para acoger a los perseguidos de la Guerra Civil.

    Años después pude constatarlo cuando descubrí la historia conmovedora de la mítica Revista Luna, que se creía perdida. Humberto Giannini y Darío Oses, al hacerse cargo de la Biblioteca Central de la Universidad de Chile en los años 90, revisaron los papeles guardados en la caja fuerte y ahí estaba entre el material que Pablo Neruda había donado a esa casa de estudios en 1954. Eran, recuerda Jesucristo Riquelme, cuatro lujosos volúmenes encuadernados en piel: eran las páginas originales, los únicos textos, el ejemplar exclusivo de la revista Luna*. Se trata de una publicación que semana a semana hicieron los asilados a la Embajada de Chile en Madrid a cargo de Morla entre 1939 y 1940, alcanzando 30 ediciones. Con impresionante rigor, estos hombres que vivían amenazados por precariedades y asaltos, escribían diversos artículos literarios, buscaban el mejor título, realizaban ilustraciones en color, preparaban una llamativa portada dando forma cada semana a un nuevo número de Luna, su único ejemplar. Pablo de la Fuente, su director, recordó en 1975 que su elaboración representaba uno de los métodos para mantener la moral en el año y medio que duró nuestro encierro en la embajada.**

    Estoy segura que no existe otro caso donde una revista se convierta en un canto de vida y de esperanza como este, y no es difícil imaginar lo que significó para quienes la hacían y muchos otros asilados el respaldo incondicional que Morla Lynch brindó a los perseguidos, primero de un bando, y luego, caída la República, al otro. He invocado siempre el espíritu de neutralidad absoluta con que he mantenido primero y concedido más tarde el asilo, consciente de que mi representación solo podía proteger ‘a la persona’, amparar la vida en peligro del asilado, sin ninguna tendencia partidista y sin el ánimo de favorecer jamás ni uno ni otro de los bandos en lucha…***. La revista Luna fue editada en una extraordinaria edición facsimilar por EDAF en abril de 2000.

    Con una breve hoja de ruta, pero sobre todo a nado en periódicos antiguos, empezamos la búsqueda del material y pronto afloraron los primeros artículos de Morla Lynch, muchos de ellos tan vigentes y atractivos como cuando fueron escritos. El proyecto no podía presentarse en forma más auspiciosa. Sin embargo, a poco andar, también en forma intempestiva, me llegó la noticia que Alfonso había partido de la misma manera apresurada con que se aparecía por mi oficina. Solo que a partir de ahora sería su ausencia la que iba a irrumpir. Al parecer no estaba dispuesto a prestarse para las cursilerías de despedida ni quería darle gusto a los inevitables buitres que rondan a los moribundos para capitalizar su muerte.

    Me quedé con su mandato como señal de relevo no porque yo pudiera aproximarme al talento suyo por supuesto, sino porque había que seguir su infatigable trabajo por la memoria en nuestro país. En esta oportunidad, como en tantas otras, Calderón quiso rescatar a un autor tan injustamente postergado en nuestro país como Morla Lynch.

    Como suele ocurrir en una tierra de ninguneo como la nuestra, nos hemos dado el gusto de olvidar su obra mientras en España, en los últimos años, se le publica en forma recurrente aunque no circulen en las librerías nacionales. En el 2008 se reedita su libro sobre García Lorca en versión completa luego de publicaciones anteriores censuradas. Con excelente factura de tapa dura Editorial Renacimiento publicó su diario durante la Guerra Civil bajo el título de España sufre. Diario de guerra en el Madrid republicano. Más de 800 páginas que retratan como ningún manual la vida de Madrid sitiado, llenos de pequeños detalles capaces de mostrar más que un documental completo. Como este: … han recogido a la perra de los Benicarló, abandonada después del fusilamiento inicuo de toda la familia. El animal se muere de hambre e implora para ella los residuos que sean: peladuras de patatas, restos de todo, etc. Sabemos que es para ellos y que la perra es una disculpa. Los ayudaremos. O este otro: Los asilados —yo también— recogen ahora todas las colillas de cigarros y con ello tenemos una reserva de tabaco magnífica.

    El año 2010 Ediciones Espuela de Plata publicó Informes diplomáticos y diarios de la Guerra Civil, seguido del diario de su hijo Carlos Morla Vicuña.

    ¡Qué diferencia abismal entre España y Chile! En Madrid incluso hay una calle que lleva su nombre y dudo mucho que en todo Chile —donde se repiten los nombres hasta saciedad— haya una que lo recuerde.

    Y si sus interesantes diarios no circulan en el país mientras editores del renombre de Abelardo Linares lo editan en España, menos conciencia existe de la relevancia de sus artículos periodísticos. Desde Europa enviaba continuamente a la prensa santiaguina artículos en los que, con elegante despreocupación, describía costumbres y valores espirituales de los países en que ejerció sus tareas oficiales, recordó Fernando Santiván a propósito de su muerte.****

    Morla Lynch tuvo una larga colaboración con la prensa chilena. Bastante joven escribió en el glorioso diario La Nación de Eliodoro Yáñez, donde empezó a colaborar a fines de 1917 con el anagrama de Almor. Fue el año de la Revolución rusa, de la que nada habla en sus crónicas aunque luego tendrá una gran influencia en su vida ya que vive y retrata como pocos la Guerra Fría. Ese mismo año llegó también al diario quien sería el mejor cronista de nuestro país, Joaquín Edwards Bello. Por supuesto, en más de una columna el porteño se refirió a Morla, cuyas crónicas del centenario las comparaba con un Arca de Noé, una colección de especies muy disímiles, famosas en sus diversos géneros.

    El capítulo El Chile de hace 100 años recoge una selección de lo que publicó en el diario La Nación. Un joven Morla, funcionario de Relaciones Exteriores, comienza a escribir con un estilo que en algo recuerda las borlas y follajes del Art Nouveau que imperaba en esos años. La sensibilidad en ese entonces y después siempre será la misma. Algo de la Belle Époque se quedó en el alma de Carlos Morla.

    Como apuntó Alone, Morla Lynch debe contarse entre los ciudadanos más singulares que ha producido Chile. Ningún molde convencional le convenía.

    Parecía un testigo llegado de esferas distantes provisto de una curiosidad y una potencia observadora cuyo frescor no se agotaba. Todo despertaba su interés. Podía hallarse al paso de Churchill en una asamblea internacional en Ginebra, pero, al tiempo que anotaba la actitud, el gesto, la mirada fugaz del prócer, la suya no perdía el pequeño detalle pintoresco o malicioso con que la pequeña historia subraya y humaniza la otra." *****

    En las décadas del 40 y 50 fue un colaborador permanente de El Mercurio. El 25 de septiembre de 1947 se publica el artículo Nuestro puerto precedido con una nota que señala:

    «Con la presente crónica de viaje inicia en las páginas de nuestro diario su valiosa colaboración, el prestigioso diplomático que lleva hoy la representación del Gobierno de la República a Suecia.

    Escritos de singular valía, observador atento de sucesos, de climas, de hombres, y —por imperativo de los azares de su carrera diplomática— muchas veces emplazado en los más agitados escenarios de acontecimientos mundiales, sus colaboraciones tienen el valor de singular primicia ofrecida a los lectores de El Mercurio».

    Publicó alrededor de 150 artículos entre los años 1946 y 1958. Quizás por eso la búsqueda se extendió más de lo previsto, aparecían más y más artículos. Fue un trabajo arduo pero fascinante. Rescatar textos y sobre todo enfrentarse a los diarios con otro sentido que el de la actualidad y la noticia es algo que siempre me estimula. Como me alienta trabajar con estudiantes, quienes empiezan a descubrir la importancia de este tipo de materiales y sus relecturas. Agradezco la colaboración de María Paz Lundín, Ximena Cruz y muy especialmente a Pola Cárdenas por su incansable pesquisa en viejos diarios y mareadores microflims.

    Pero mi gran deuda es con sus nietas Verónica y Beatriz Morla González del Bosque. Les conté del proyecto por teléfono hace ya bastante tiempo y seguimos un extenso dialogo por correo electrónico en el que, además de mucha información, recibí apoyo y entusiasmo permanentes que fueron fundamentales para sortear las múltiples dificultades que se presentaron. Cuando nos reunimos luego en Madrid, tuvimos inmejorables conversaciones de la vida y época de Carlos Morla. Finalmente esta aventura no se hubiera concretado sin el respaldo de Arturo Infante, quien no dudó en acoger la recopilación animado por el valor patrimonial antes que cálculos comerciales.

    En 1956 Carlos Morla Lynch crea el formato que podría hacer palidecer de envidia a cualquier cronista de nuestros días: las Charlas de Café. Al más puro estilo parisino, Morla se instala todos los días en el Café Le Grand Corona, que se transforma prácticamente en su despacho. Allí revisa su correspondencia, responde cartas, lee. Tiene su propia mesa y, por supuesto los mozos lo conocen y sus lectores terminan sabiendo de sus vidas. Y es que la actividad principal de Carlos en el café es dejar pasar el tiempo escuchando las distintas conversaciones que se producen a su alrededor que luego lleva al formato de una crónica. De este simple modo transporta a sus lectores al París de postguerra y ventila lo que la gente sueña y lo que la gente teme. También lo que come, lo que lee, lo que la divierte y sobre todo lo que ocupa su conversación, como es posible ver en el capítulo que recoge una selección de esas crónicas. El virtuosismo del ocio como expresión de humanidad.

    Pese a su carácter más bien nostálgico, de alguna manera fue un adelantado a eso que gracias a Twitter hoy llamamos comunicación en tiempo real, solo que hace casi 60 años atrás lograrlo exigía un ejercicio de recreación. Pero el concepto es el mismo: lo que se comenta en el momento.

    En su diario como en sus artículos aprovecha su condición de observador privilegiado dando cuenta de una Europa herida y temerosa. Anticipa cómo la realeza pasa de ser un modelo político a un modelo de farándula. No hay que olvidar lo provinciano que éramos en esos tiempos, y acaso por eso Santiago esperaba con ansias los entretelones de la ciudad más cosmopolita del mundo…,****** como quien dice tout Santiagoux atenta a sus crónicas parisinas…

    Al modo de The Talk of the Town (celebre sección del New Yorker), Morla escucha las conversaciones a su alrededor y palpa así la verdadera sensibilidad de la gente de la calle. Con una mirada inocente, pero aguda a la vez, el autor entrecruza información con observaciones personales, pequeñas historias del mundo de la diplomacia y evocaciones de un Chile antiguo.

    No son escritos especialmente reflexivos y se agradece su falta de pretensión. Tampoco son reveladores de grandes secretos ni inconmensurables chismes, por lo que se aprecia su total caballerosidad y finura.

    ¿Cuál es entonces su fortaleza?

    Carlos Morla Lynch nunca dejó de ser un niño. Muchos de sus escritos dan muestra de su enorme capacidad de asombro. No tenía alardes de ser intelectual, por el contrario juega a no serlo con picardía y humor como cuando cuenta en una de sus crónicas que escucha luego de su primer día como torpe novato en la Cancillería a dos funcionarios de alto rango comentar a sus espaldas: No tiene el talento del padre….

    Sabía que las circunstancias de su trabajo lo hicieron partícipe y observador de momentos muy reveladores de la gran historia, pero nunca dejó de estar enamorado de la historia en pantuflas. Sus crónicas muestran la historia desde la vereda, de perfil antes que de frente. Por eso, ahora que se ha impuesto la moda de enterrar cápsulas de tiempo para ilustrar a las generaciones venideras, es hora de rescatar estos artículos que recrean vívidamente otras épocas sazonadas con rasgos imperecederos de bonhomía y calidez.

    Cecilia García-Huidobro

    LA VIDA ES UN DIARIO

    Su madre, Luisa Lynch del Solar, quien modeló para Rodin

    Carlos Morla Vicuña, padre de Carlos Morla

    Escribir su diario

    El día que cumplí ocho años, mi padre —que tenía el don de conquistarse a los niños por la gentileza con que sabía descender hasta ellos— penetré a la pequeña sala que llamábamos de los juguetes con un hermoso cuaderno recubierto de finísimo cuero rojo, en las manos. Tenía un cierre de metal premunido de una llavecita que colgaba de una cinta junto a él. Un libro que se podía cerrar con llave como una caja para joyas. ¡Qué maravilla!

    Se sentó a mi lado y lo abrió. Todas sus páginas eran blancas salvo la primera que lucía una artística imagen de la princesa Estefanía, hija del rey Leopoldo II de Bélgica y viuda del malogrado archiduque Rodolfo… por cuanto nos hallábamos en Austria y el cuaderno había sido comprado en Viena.

    La princesa que llamaban de la Coronadie Kronnprmzessin— era bellísima y aparecía allí tiernamente abrazada de su hijita la archiduquesa Elizabeth, que a su vez, era nieta de Francisco José I, Emperador de Austria y Rey de Hungría, y de la más bella y desgraciada de las Emperatrices, aquella de la cabellera, incomparable, que la cubría como un manto, constelada de estrellas de brillantes hasta abajo.

    —Si escribes en él —me dijo, cada noche, antes de dormirte, tus impresiones, tus alegrías, lo que piensas, lo que te ha gustado y, si las tienes, tus penitas, te lo regalo.

    —¿Y si nada me ha gustado y nada pienso?, me pregunté ingenuamente.

    —Pues eso, repuso mi padre. Anotas sencillamente que nada tienes que anotar.

    La princesa… La habíamos visto muchas veces durante nuestros veraneos en Abazzia, a la sazón aristocrático balneario de la península de Istría sobre el mar Adriático, siempre azul. Paseábase con sus damas de compañía, en la terraza blanca de su real residencia a cuyos pies morían las olas, y pocas princesas habían más princesas que ella, por su porte distinguido, la altivez de su figura, su magnífica elegancia y, sobre todo por el donaire de su andar cadencioso, casi musical.

    Aparecía la Kronnprmzessin por las amplias avenidas junto al mar y deteníanse los transeúntes para dejar pasar. Las damas se inclinaban hasta el suelo en una serie de reverencias profundas con los vestidos grácilmente cogidos entre sus dedos, en tanto que los hombres permanecían inmóviles a los lados de la acera con el sombrero en la mano y doblada la frente. Y, para nosotros, los niños de Chile, constituía la mayor de las venturas encontrar en el curso de nuestros paseos a Su Alteza Imperial.

    La veíamos venir, nos poníamos en guardia y, con unción, efectuaban mis hermanas la consabida reverencia en tanto que yo —chiquillo mocoso— asumía la rigidez militar prescrita, dejando caer a mis pies mi gorra de marinero y, luego que había pasado, nos lanzábamos —sin parar mientes en las invectivas indignadas de nuestra institutriz— por las avenidas atravesadas para adelantarnos a la princesa que nos volvía a encantar más lejos formados en fila correcta y nuevamente inclinados ante ella.

    Y la noble dama sonreía entretenida con nuestro atolondrado entusiasmo.

    Estas visiones pasaban ese día ante mi mente de grillo enamorado de una estrella mientras mi padre esperaba mi respuesta conservando el cuaderno de cubiertas rojas entre sus manos. No dependía más que de mi voluntad el ser dueño de ese retrato que luego podría contemplar a toda hora y, embelesado ante esa perspectiva, prometí escribir, todas las noches, antes de dormirme, mis impresiones, mis alegrías, mis pensamientos, y mis penitas, si las tenía. Lo haría por la princesa que trastornaba mi vidita como la de aquel niño que enloqueció de amor.

    Cumplí, pues, de esta manera y por este motivo, el consejo paternal y lo que significó en un comienzo un pequeño esfuerzo se transformó, poco a poco, en una costumbre y luego en una necesidad imprescindible.

    Escribía cada noche en mi diario con la misma naturalidad con que oraba arrodillado a los pies de mi cama, y el día en que no lo hacía me parecía un día vivido a medias, deleznable, sin consistencia, como una placa fotográfica a la que no se le hubiera aplicado el líquido fijador.

    Junto con todos los demás acumulados en un viejo armario, el cuadernillo de tapas coloradas ocupa el primer sitio de la larga fila. Lo he abierto y he contemplado un instante la efigie de la que debió ser la Emperatriz de Austria, y luego he doblado la hoja para detenerme

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