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Con el Alma rota de dolor.: Concepción Cabrera ante la muerte de sus hijos
Con el Alma rota de dolor.: Concepción Cabrera ante la muerte de sus hijos
Con el Alma rota de dolor.: Concepción Cabrera ante la muerte de sus hijos
Libro electrónico204 páginas3 horas

Con el Alma rota de dolor.: Concepción Cabrera ante la muerte de sus hijos

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La vivencia de Concepción Cabrera —mujer sensible y encarnada en su realidad de esposa y madre, mujer de fe ardiente y confiada— que experimentó no una, sino cuatro veces la dura prueba de asistir a sus hijos en su camino hacia la muerte, puede resultar una palabra autorizada y veraz para superar uno de los más dolorosos trances que el ser humano pueda experimentar.
El trabajo que se presenta en estas páginas, es una investigación que recurrió a todos los recursos a la mano: desde los archivos hasta los numerosos escritos personales de la Beata Cabrera: su diario espiritual (Cuenta de Conciencia), sus numerosas cartas personales, así como el trabajo especializado que se presentó en Roma ante la Congregación para las Causas de los Santos (Positio Super Virtutibus), al que se tuvo acceso. Para complementar, también se buscó reconstruir los contextos históricos en que vivieron estos cuatro hijos que doña Concha Cabrera perdió, a fin de responder preguntas muy pertinentes como, ¿qué pasaba en el mundo?, ¿qué acontecía en México?, ¿qué vivía la Iglesia?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 ago 2021
ISBN9786078804023
Con el Alma rota de dolor.: Concepción Cabrera ante la muerte de sus hijos

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    Con el Alma rota de dolor. - Carlos Francisco Vera Soto MSpS

    Publicaciones Mineros

    Con el alma rota de dolor

    Concepción Cabrera ante la muerte de sus hijos

    ISBN: 978-607-8804-02-3

    Este libro se ha creado con StreetLib Write

    https://writeapp.io

    Imagen 1Imagen 1

    Presentación

    Tarea ardua es hablar del dolor y del sufrimiento humano, porque, generalmente lo queremos evitar a toda costa, y, sin embargo, acompañan al hombre y a la mujer desde su nacimiento. Parece que el sufrimiento está tan metido en nuestra naturaleza como el respirar o comer. Ríos de información, desde la antigüedad, podemos encontrar sobre este tema, y a menudo nos parecerá que, cuando lo abordamos, las reflexiones son todas nuevas, se quedan cortas, y el proceso de adentrarnos en este terreno resultará complejo y, tal vez, nunca se dará por terminado. Sobre este tema, no se puede pretender una palabra final y decisiva.

    Dentro del campo de la reflexión que hacemos a propósito del sufrimiento, el dolor y la muerte, surge inevitablemente la pregunta ¿por qué?, ¿por qué a mí?, nos preguntamos por la causa; ¿tendría que haber una causa? Y de ahí, casi no es posible evitar la pregunta sobre el motivo; ¿para qué?, en definitiva, el sufrimiento y el dolor; la muerte, nos llevan a cuestionarnos, una y otra vez, sobre el sentido de la vida. Y de aquí también surgen los cuestionamientos inherentes al tema ¿puedo rechazar el dolor?, ¿puedo trazar una línea que evite que me «mezcle» con él?, ¿puedo huir, ignorarlo?

    Y más aún, el creyente se pregunta sobre la presencia de su Dios: ¿Por qué Dios permite el dolor de sus hijos?, ¿qué no es un Dios bueno, y nos dicen, que misericordioso?; ¿en dónde se mete cuando hay tanto dolor inocente y tanto absurdo sufrimiento por todos lados?; ¿es un Dios sordo y ciego?, ¿de verdad existe Dios?

    La experiencia del dolor nos mete en una espiral de preguntas; la humanidad entera quiere encontrar respuestas a estos temas que la superan.

    Como escribió el papa san Juan Pablo II en su encíclica Salvifici doloris, el sufrimiento humano suscita respeto, también compasión, pero también atemoriza. 1 Quisiéramos no mirar, no detenernos en ello; evitarlo, «no sea que nos vaya a pasar a nosotros».

    Como experiencia humana, el sufrimiento es intransferible e inefable. ¿Cómo le digo a otro el dolor que yo experimenté, por ejemplo, con la pérdida de un ser que para mí era único? No hay manera de hacerlo.

    Y luego tenemos que considerar que hay distintas maneras de sufrir; por ejemplo, cuando me enfermo de gripe, me duele el cuerpo y sufro; es un sufrimiento físico, pero también tenemos el dolor moral, el dolor del alma, que es un dolor espiritual, y, digamos que, estas experiencias se acompañan del aspecto «psíquico» que surge de constatar algún padecimiento, sea físico sea espiritual. Las complejidades y extensiones del sufrimiento moral no son menores que los dolores físicos.

    Como bien nos lo recuerda el papa Juan Pablo II en su encíclica sobre el dolor humano, la Biblia es «el gran libro sobre el sufrimiento»; ahí se cuentan y detallan los dolores posibles que aquejan al género humano: físicos y, sobre todo, morales. Y, sin embargo, siendo lo que es, la Sagrada Escritura, no agota el tema, ya que mientras haya humanidad, hay páginas de dolor y sufrimiento que escribir; preguntas que deberán hacerse y argumentos que deberán considerarse.

    Cuando se formó el equipo de investigación que llamamos Mineros, 2 había sobre la mesa una serie de temas de posible ejecución, al menos trece distintos, y después de una reflexión y sondeo, sin haber unanimidad, escogimos este tema que estaba enunciado como: Concha ante la muerte de un hijo. En las reflexiones que nos hicimos, y la iluminación que acarrea el compartir, concluimos que, siendo un tema complejo, también podría resultar útil, inspirador, y, sobre todo, alentador para aquellas parejas que sufren la terrible pérdida de un fruto de sus entrañas. Creemos que la experiencia de Concepción Cabrera, mujer sensible y encarnada en su realidad de esposa y madre; mujer de fe ardiente y confiada, que vivió por cuatro veces la dura cuesta de asistir a sus hijos en su camino hacia la muerte, podría, y creemos que puede resultar una palabra autorizada y veraz para superar confiadamente el durísimo trance de la pérdida de un hijo.

    Nuestro trabajo ahonda sus raíces en una investigación histórica que va, desde los archivos, hasta los numerosos escritos personales de la Beata Cabrera: su diario espiritual (Cuenta de Conciencia), sus numerosísimas cartas personales, su álbum fotográfico familiar; y también el trabajo especializado que se presentó en Roma ante la Congregación para las Causas de los Santos ( Positio Super Virtutibus) y que pudimos contar con él.

    Quisimos también, de algún modo, reconstruir los contextos históricos en los que vivieron estos cuatro hijos que doña Concha Cabrera perdió. ¿Qué pasaba en el mundo?, ¿qué acontecía en México?, ¿qué vivía la Iglesia? Al menos unas palabras encontrarás para insertar estas experiencias en el devenir de la historia.

    De los nueve hijos que Concepción y Francisco tuvieron: Francisco, Carlos, Manuel, Concepción, Ignacio, Pablo, Salvador, Guadalupe y Pedro, en vida del papá va a morir el segundo: Carlos; y ya viuda Concha, perderá a Pedro, el benjamín, Pablo, el sexto hijo y Concepción (Teresa de María en religión), su hija mayor.

    Decidimos presentar la experiencia en orden cronológico de muerte (nacimiento para el cielo): Carlos, Pedro, Pablo y Teresa de María. E inevitablemente resultó que, la vida de cada uno, tan diversa en edad (6 años, 4 años, 18 años, 32 años) por lo tanto en datos archivísticos encontrados y en recuerdos acumulados, nos arroja una investigación, digamos, «desigual» en cuanto a cantidad, pero, creemos, no en cuanto a la calidad del tratamiento dado a cada uno.

    Cabe decir que, a lo largo de esta lectura, se encontraran también diversos estilos de redacción y de calidad narrativa, lo que hace el trabajo un mosai co con un todo, que esperamos así lo encuentren, armonioso e intenso. Un paisaje interior pocas veces conocido y expresado, el de una madre sensible y preocupada que se inclina ante el lecho de muerte de sus pequeños «Con el alma rota de dolor» para recoger de ellos el último aliento de una vida a ella confiada y que, desde su profundo interior, investida de aquel sacerdocio bautismal que le quema el alma, eleva esa vida para entregarla al Creador y al Salvador, para que les otorgue la plenitud.

    No hay dolor más amargo que perder un hijo; no hay experiencia más dura que mutile el alma y la rompa como un cristal que se estrella en la roca de la dura realidad; y no hay abismo de fe más hondo y cima más alta que creer y confiar en un Padre que, por amor a nosotros, «no negó ni a Su propio Hijo, 3 sino que Lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también junto con Él todas las cosas?»

    [1] Cf .SD,4.

    [2] El 24 de junio de 2020, en medio de la pandemia del Covid 19 que asola a la humanidad, se fundó el Equipo de Investigación, Mineros, en el Centro Católico de Formación de Misioneros del Espíritu Santo (Cecaf ), en San Pablo de Heredia, Costa Rica,CA.

    [3] Rm 8, 32.

    Introducción

    Al acercarnos al dolor de las personas nos aproximamos a lo más íntimo de su ser; solo se entra en ese círculo desde la perspectiva de la intimidad, de otra forma sería morbo, curiosidad insana o amarillismo existencial. ¿Por qué te estamos invitando a conocer la experiencia, cuatro veces vivida por esta mística mexicana? ¿Qué nos movió a decidirnos por este tema? Tal vez no haya una respuesta precisa sino solo la intuición al pensar que el ejemplo de esta madre ejemplar, su actitud y su entereza puede iluminar la experiencia de quienes han tenido la desgracia de vivir el drama de perder a un hijo o una hija.

    Pero, ¿quién es Concepción Cabrera para que la pongamos como modelo? ¿Qué hizo esta mujer? Tendremos que dar al menos unas pinceladas para hacer un boceto de biografía, en relación a su experiencia de maternidad y de pérdida de hijos. 1. De familia (hija-hermana); 2. De esposa y madre; 3. De fe, de Iglesia y de apostolado.

    1. Concepción nació en San Luis Potosí el 8 de diciembre de 1862, en el seno de una familia numerosa; ella fue la séptima hija de doce hermanos. Sus padres, Octaviano y Clara fueron cristianos serios y responsables con su relación matrimonial y con su prole. Gozaron de una posición social y económica superior, pues eran dueños de muchas haciendas productoras de distintos insumos como forrajes, mezcal, ganado, chiles, etc. Su vida, la vida de los Cabrera Arias, se desarrolló entre el campo (largas estancias en las haciendas) y la ciudad (San Luis Potosí). Los padres de aquella numerosa familia eran devotos, solían rezar en familia y con los peones de las haciendas, comulgaban con frecuencia, asistían a misa y eran sumamente caritativos con los más pobres y necesitados; en especial Clara, que enseñó a sus hijos a estar en contacto con la enfermedad, el dolor de los pobres y la muerte, asistiendo con frecuencia a sus necesidades; cosas que sus hijos aprendieron desde niños. Pero también fueron educados en el servicio y la responsabilidad, a pesar de tener criados y servidores. Los padres no omitieron tareas a sus hijos e hijas y no pasaban caprichos y melindres de la prole, dando siempre importancia a la educación y a la entrega. No toleraron que se sintieran por encima de nadie.

    Por otro lado, Concepción contaba con un corazón sensible y tierno, se conmovía ante la necesidad de los otros y acudía, según le enseñaron, a remediar cuanto estaba de su mano.

    En esta etapa de su vida, Concha vivió muchas temporadas en las haciendas, en donde llevaba, junto con sus hermanos una vida llena de aventuras y diversión; hacían largas caminatas en el campo, a caballo; llegó a ser una excelente amazona y amaba los caballos. Corrían y brincaban, se metían en una barquita a un lago artificial que era una presa de regadío, inventaban muchos juegos que los mantenían entretenidos y divertidos, pero también, Clara, la madre, cuidaba de educar, especialmente a sus hijas a quienes enseñó todas las actividades domésticas, desde fregar suelos hasta una sofisticada repostería; en las temporadas de hacienda, desde ordeñar vacas hasta hacer el pan; tuvo clases de piano, de canto, de pintura, bordado y otras actividades femeninas típicas de las muchachas de clase alta de finales del siglo XIX. Escolaridad, muy poca, solo aprendió a leer, a escribir y hacer cuentas. Y también tuvo una excelente formación en el campo de las obras de misericordia con la mejor maestra, su madre.

    A Concha, su tiempo de hija de familia le sirvió para aprender a amar, a relacionarse, a servir, a perdonar; a ser hija y hermana. Sus inclinaciones personales, desde pequeña estuvieron centradas en Dios; su sensibilidad a lo sagrado y su amor se orientaron a conocer y a corresponder a Dios en el cual «nos movemos, existimos y somos». 1 La presencia de su tío sacerdote, Luis Gonzaga Arias Rivera, hermano de su madre, fue determinante en su educación religiosa pues les leía historias de santos y, durante muchos años, la Historia de la Iglesia. En el corazón sensible de la niña Concha, las penitencias de los santos y el sacrifico de los mártires la llenaban de fervientes deseos de emulación. Conoció a muy temprana edad la experiencia de la oración contemplativa.

    2. Al cumplir los trece años, sus padres decidieron que Concha debía participar de la activa vida social a la que estaban acostumbrados los Cabrera Arias, y que consistía en la asistencia a bailes, paseos, teatros, visitas a familiares y amigos, reuniones, comidas, tés, días de campo. Una sociedad con mucho tiempo dedicado al ocio y la diversión, lo que chocó con el idílico mundo de aquella niña que amaba el campo y los caballos. Muy pronto, a los trece años, conoció en un baile a Francisco Armida García, joven regiomontano que, desde la primera vez que la vio, le hizo la corte y le pidió que fuera su novia; Concha, que era una niña, le correspondió para no hacerlo sufrir. Su noviazgo duró nueve años, durante los cuales varios pretendientes, ricos y de familias aristocráticas se acercaron a Octaviano y Clara para pedir la mano de su hija, pero Concha nunca quiso a otro hombre más que a Francisco, aunque no fuera rico, porque tenía buen corazón y eso a ella le llenaba.

    Se casaron el 8 de noviembre de 1884 con la bendición de su tío sacerdote y pronto vinieron los hijos; nueve, que recibieron con alegría y gratitud. Tanto Francisco como Concepción dedicaron el mejor de sus esfuerzos a la crianza y educación de sus hijos pues los consideraron como confiados por Dios a ellos para orientarlos hacia su destino final, el cielo. Fue una familia que vivió su experiencia intensamente, con todas las luces y sombras que proporciona la vida misma, pero con unas certezas, pocas, pero firmes: centrados en un Dios y una fe que es como roca; estamos aquí de paso y nos orientamos hacia la vida eterna, por eso, toda acción tiene una repercusión meta histórica; la familia es el centro en donde se vive y se desarrolla la persona. Estas tres certezas guiaron a esta familia y la mantuvieron unida y en armonía.

    Las sombras pueden centrarse en algunas dificultades económicas, las enfermedades, y en

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