Yo soy Conchita Armida
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Joaquín Antonio Peñalosa
Joaquín Antonio Peñalosa Santillán nació el 9 de enero de 1922 en la ciudad de San Luis Potosí, donde murió el 17 de noviembre de 1999. Estudió filosofía y teología en el Seminario. Fue ordenado presbítero el primero de noviembre de 1947. Construyó el Hogar del Niño, institución educativa gratuita para huérfanos, de la que fue director, y los templos de Cristo Rey y La Anunciación. Además de párroco, fue catedrático en el Seminario Mayor, en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí y en el Instituto Tecnológico Regional.
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Comentarios para Yo soy Conchita Armida
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Muy bien! Muy interesante y muy útil para la vida seguir aprendiendo de los santos
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Yo soy Conchita Armida - Joaquín Antonio Peñalosa
Primera edición digital
Yo soy Conchita Armida
Joaquín Antonio Peñalosa
Responsable editorial: Fernando Torre, MSpS
Arte, diseño y programación: DCG Héctor Savedra
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición electrónica ha sido publicada con autorización de:
© Editorial La Cruz, S.A. de C.V.
San Luis Potosí 155
Colonia Roma Norte. Alcaldía Cuauhtémoc
06700 Ciudad de México
Tel. 55 55 74 38 15
contacto@lacruz.mx
No se permite la reproducción total o parcial del texto, sin permiso previo de la editorial.
México / julio 2020
El autor y su obra
Joaquín Antonio Peñalosa Santillán nació el 9 de enero de 1922 en la ciudad de San Luis Potosí, donde murió el 17 de noviembre de 1999.
Estudió filosofía y teología en el Seminario. Fue ordenado presbítero el primero de noviembre de 1947. Construyó el Hogar del Niño, institución educativa gratuita para huérfanos, de la que fue director, y los templos de Cristo Rey y La Anunciación. Además de párroco, fue catedrático en el Seminario Mayor, en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí y en el Instituto Tecnológico Regional.
Doctor en Letras Españolas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, del Seminario de Cultura Mexicana y de otras sociedades culturales del país y del extranjero.
Escritor prolífico. Cultivó la poesía, el periodismo, el ensayo, la biografía. Publicó más de noventa libros (entre ellos, Yo soy Félix de Jesús y Flor y canto de poesía guadalupana) y miles de artículos periodísticos. También fue editor de libros de Manuel José Othón, Ignacio Montes de Oca y Obregón, Joaquín Arcadio Pagaza y otros.
Índice
Noche de baile 11
Camino de las haciendas 17
Yo soy de San Luis Potosí 21
Qué hombre he sido yo 27
El cuento de nunca acabar 33
Veintidós pretendientes y una novia 39
Tu esposa será como vid fecunda 45
El último beso 51
La cruz que le faltaba a Cristo 57
Llama de amor viva 63
Un día y otro día 73
La puerta prometida 77
Feliz tres de mayo 85
Carta con posdata 91
Humo de cuatro cirios 97
El encuentro 101
A oscuras 107
Del otro lado del mar 113
He aquí la esclava del Señor 119
Los largos caminos 125
Mis muchachos 133
Aquí, Tierra Santa 141
Yo en Roma, parece un sueño 147
Estamos donde amamos 153
Dos o tres navidades 159
Álbum de familia 163
Cuando llega el otoño 169
Ya no tañen las campanas 175
Ser madre 181
La perfecta alegría 187
No era un rostro de mujer 193
Fotorrecuerdo 197
Bibliografía 199
Noche de baile
Esta noche es el baile de la Sociedad Potosina La Lonja. En la ciudad no se habla de otra cosa desde hace varios días.
Las señoras, sus hijas jóvenes, se han venido preparando con tiempo. Algunas encargaron sus vestidos a París; otras, las más, no se despegan de las costureras que, a lo largo de estas tardes quietas, cosen y bordan tan a gusto en las ventanas. Los rasos, las blondas, los encajes, los adornos de abalorios.
A casa llegó puntualmente la invitación con su sello de lacre. Baile de Reyes, el 6 de enero de 1876, a las 9 de la noche.
Las muchachas se están ya alistando. En las amplias recámaras, en las silenciosas salas, frente a las grandes lunas están peinándose, están prendiéndose los aretes de brillantes, el collar de perlas sobre el brocado negro, el aderezo de zafiros en el pecho, aquella cruz de ébano con florecillas de oro. Era de la bisabuela que está allá en el óleo de la sala, con su ampón vestido oscuro y un abanico desmayado entre las manos.
—Ya me voy, anunció mi hermano Octaviano que, a sus dieciocho años, era el más joven de los socios fundadores de La Lonja. Tengo que ultimar los detalles del baile. Ay de ti si no asistes, Concha. No vayas a empezar como el pasado 12 de diciembre, que yo aquí los espero, que prefiero acostarme, que no quiero ponerme el vestido. Y eso que se trataba de tu primer baile que celebramos en ambiente familiar. Hoy sí vas a ver lo que es un baile en La-Lon-ja. Nada de hacer quedar mal a papá y a los tíos, bien sabes sus compromisos como socios fundadores que son de La Lonja. Ahí nos vemos, señorita.
¿Señorita? La primera vez que me lo dijeron, me puse de mil colores y lloré.
Me sentía feliz siendo niña. Pero como me desarrollé muy pronto, a mis trece años parecía una joven hecha y derecha. Me vistieron de largo, y de largo tenía que salir a la calle, aunque en casa seguía usando mis vestidos cortos de niña.
Llegamos puntualmente a La Lonja que entonces ocupaba una finca situada en la calle de La Cruz número 13, esquina con la calle del Mesón de Santa Ana (hoy, 5 de Mayo y Universidad), propiedad de don Franco Verástegui, quien la había rentado al precio de treinta y cinco pesos mensuales. Un activo comité había reunido entre los socios la elevada suma de ocho mil pesos que importaban las adaptaciones del local.
La calle estaba llena de carruajes y los balcones iluminados. A la puerta nos recibió con una caravana, don Isidoro Díaz de León que fungía como presidente de la Sociedad Potosina. Bienvenidos, don Octaviano y doña Clara, su hija Conchita más guapa cada día
, mientras se inclinaba a besarme la mano. Yo, mortal de oír flores y tonterías. No me sentía en mi centro.
Alguien me entregó el carnet para que ahí anotara el nombre de los jóvenes que solicitaran bailar conmigo alguna pieza, pero resulta que antes de llegar a La Lonja, tenía el programa casi completo. Me agradaba gustar y tener muchos jóvenes que me sacaran a bailar. No sé por qué les caía en gracia, tal vez por boba.
Del brazo de papá recorrí el largo pasillo que desembocaba en el patio, un bellísimo patio con su arquería de cantera sostenida en cuatro esbeltas columnas. Luego mamá y yo dejamos los abrigos y las pieles en el guardarropa y, siguiendo el riguroso ceremonial, pasamos al tocador a afinar el arreglo y dar el último toque al peinado. Me estorbaban los aretes, los anillos. Me fastidiaba todo ese brillo caduco y vano. Nunca los vestidos y las joyas me llenaron el corazón.
Estaba ahí todo San Luis. Los Aríztegui, los Margáin, los Rincón, los Espinosa, los Muriedas, los Pitman, los Gordoa, los Otahegui, los Paláu, don Silvestre López Portillo, don José Encarnación Ipiña, uno de los hombres más acaudalados de San Luis Potosí. Mira, hija, ese joven que ahora está entrando, es el poeta Manuel José Othón, hoy ingresa como socio, es muy culto, muy agradable, un gran conversador
.
Aquí a La Lonja, el centro exclusivo de la sociedad potosina, venían los caballeros a platicar largamente; jugaban billar, tresillo y mayón, que es una especie de dominó japonés con fichas de concha nácar; leían los periódicos que llegaban de Francia, Cuba, Estados Unidos; se informaban de los últimos acontecimientos del país que, gracias a los telegramas que enviaba el Ministerio de Fomento, se publicaban en un tablero a la vista de todos.
Luego papá comentaba en casa las noticias más sensacionales, el naufragio de aquel barco mercante que venía de Francia, el asalto de unas diligencias que habían salido de San Luis rumbo a Aguascalientes.
Aquí en La Lonja, la juventud celebraba veladas inolvidables. Los muchachos declamaban poemas románticos o entonaban canciones de la época que hablaban de amor, lágrimas y golondrinas. Las muchachas, como Pachita Pereda y Laura Villaseñor, cantaban trozos de ópera o tocaban al piano pavanas y mazurcas, que el señor presidente agradecía obsequiándoles alguna figurita de Biscuit o de Sévres, o un buqué de gardenias y rosas.
Nos sentamos en las sillas que mi hermano Octaviano había reservado a la familia, para presenciar los lanceros
. El patio resplandecía con los arbotantes, los valiosos jarrones, los cortinajes de encendidos terciopelos.
De pronto los espejos venecianos multiplicaron las evoluciones de las parejas que irrumpieron al compás de un minué para iniciar los lanceros
. Las parejas se entrelazaron en cuadros para un lento baile, un ceremonioso baile de corte. Luego las parejas se disolvieron y se tomaron de la mano en una alegre cadena que dio dos vueltas al patio.
El bastonero interrumpió los aplausos: Damas y caballeros, el baile se va a romper
.
—Señorita, le ruego que me honre bailando conmigo algunas piezas. Anote por favor mi nombre en el carnet. Soy Francisco Armida. ¿Recuerda que uno de sus hermanos me presentó con usted en el baile que tuvimos en familia el 12 de diciembre?
Papá me miró con una sonrisa casi aprobatoria. Sabía que Francisco Armida, también socio de La Lonja, era un joven honorable y formal, trabajaba como empleado en un comercio llamado El Moro. Había nacido en Monterrey y contaba diecisiete años.
Desde el corredor del segundo piso, la orquesta abrió el baile con un vals vienés. Qué flojera tener que bailar tanto. Yo bailaba como una silla, porque me sacaban, pero sin más fin que complacer.
Francisco no perdió tiempo. A la primera pieza se me declaró en toda forma, y como yo nunca había oído hablar de amores, no supe qué contestar, me quedé muda por la sorpresa. Tal vez pensó que mi silencio equivalía a un desaire, una negativa. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Por qué llora usted, Francisco?
—Porque sufro mucho.
—¿Y por qué sufre?
—Porque usted no me quiere. Si no me corresponde, seré desgraciado toda la vida.
Se me hizo tan raro que una persona pudiera sufrir si yo no la quería.
—No sufra por tan poco, Francisco, yo también lo querré.
Los violines levantaron sus voces en un allegro vivace. Salimos de La Lonja después de la medianoche. Por la calle desierta, fría, se afilaba el grito del sereno, linterna en mano: Ave María y sereno
… En los nichos de algunas esquinas, parpadeaban mechones de aceite.
Llegué a casa intranquila, con un peso indefinible de zozobra, pendiente, susto. Ave María y sereno.
Camino de las haciendas
Salíamos de San Luis Potosí muy de madrugada en aquel carruaje tirado por cuatro caballos donde nos apiñábamos toda la numerosa familia entre canastas de bastimentos y petacones de piel con las iniciales de cada uno de nosotros bordadas con pita blanca.
Por las vidrieras biseladas íbamos mirando las nubes, los ranchos sombreados de pirules, algún rebaño bebiendo agua de las charcas.
Continuamente viajábamos a las haciendas en largas jornadas, por aquellos caminos reales llenos de polvo, entre duros cabeceos que nos hacían reír. Los mezquitales y las nopaleras. Los campos áridos y broncos del altiplano potosino. Sus cerros de canteras desnudas. Su cielo de un azul intenso, trasparente, pero siempre remiso para las lluvias.
Qué alegría cuando asomaba, desde la cuesta, la casona de la hacienda, y salían los niños a encontrarnos, seguidos de sus perros orejones y a la puerta de las casas de adobe se asomaban las mujeres para reconocernos con una sonrisa. Los peones se quitaban el sombrero de palma para saludar a mis papás. "Buenos días le dé Dios, don Octaviano. Buenos días, niña Clara.
—Mamá, ¿por qué tenemos tantas haciendas?
—Esta de Jesús María la compró tu hermano Octaviano. Las otras nos vienen por herencia de familia.
—¿Y qué es herencia, mamá?
—Ay, Conchita. Fíjate bien, mi abuelo se llamaba Antonio Arias. Nació en España, en Castilla la Vieja, y desde allá se vino a México atravesando el mar.
—¿Cómo es el mar, mamá?
—Mi abuelo era muy rico. Con el dinero que traía de España compró luego dos haciendas, San José de Jofre, en el Estado de Guanajuato, que está en la parte más alta de la sierra, y Peregrina de Abajo, en el Estado de San Luis Potosí. Como era muy trabajador, compró después las haciendas de Soledad; Angostura con una casa muy grande; Palo Blanco que tiene también una casa enorme y una capilla pequeña, pero muy bonita; y La Labor del Río, con unos manantiales de aguas alcalinas, medicinales.
Las haciendas fueron pasando a mis papás y a mis hermanos. A nosotros nos tocaron Las Mesas de Jesús cerca de San Luis de la Paz, El Bozo que es una parte de Jofre y Peregrina de Abajo, inmediata al pueblo de Santa María del Río.
—A mí me gusta más esta hacienda de Jesús María. ¿Y a ti, mamá?
—A mí también, con las tierras tan buenas que tiene y la huerta de árboles frutales.
—A mí me gusta más por los caballos. ¿Cuándo me dejas montar?
—No más que crezcas, todavía estás muy chica.
—¿Y cuándo voy a crecer?
—Déjame acabar de contarte la historia de mi abuelo: Llegó a México con sus dos hijos, José Luis que es mi papá y Clara, mi tía, mi abuelo era viudo.
—¿Viudo?
—Sí, Conchita, quiere decir que se había muerto su esposa. Tía Clara fue una mujer muy buena, siempre ayudó a las Hermanas de la Caridad, en 1864 obsequió al obispado la finca conocida por la Casa de Ejercicios, para que ahí se estableciera el Seminario.
—¿Y tu papá?
—Pues se casó con mi mamá que se llamaba Ignacia Rivera. Fuimos tres hermanos. Rafael que nació en Santa María del Río, cerca de San Luis Potosí, donde tejen los famosos rebozos de seda; son tan finos y delgaditos que un rebozo puede caber por un anillo. Rafael se casó tres veces.
—¿Tres veces, mamá?
—Sí, porque se quedó viudo.
—Viudo como tu abuelito de España, ¿verdad?
—Mi otro hermano es Luis, sacerdote del obispado de San Luis Potosí, el padre Luis Gonzaga Arias.
—Yo lo quiero mucho. ¿Verdad que él me bautizó?
—Sí, en ese tiempo era ministro del Sagrario de la Catedral. Yo, Clara, fui la última de la familia, nací aquí en San