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Práctica del amor a Jesucristo
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Libro electrónico242 páginas4 horas

Práctica del amor a Jesucristo

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Este libro es un canto a la caridad, y una invitación para amar a Jesucristo, en humilde correspondencia al amor que Él nos ha mostrado y nos muestra con su Pasión, y al quedarse como alimento en la Eucaristía.

La mayor parte del libro está dedicada a exponer el íntimo sentido de las dotes de la caridad, que describe San Pablo, y con ese espíritu, el autor llama a amar a Cristo con todas sus consecuencias. Porque quien ama al Señor ama la mansedumbre; huye de la envidia y de la tibieza; es humilde y no se ensoberbece; no se apega a nada de lo creado y no ambiciona más que a Jesucristo; no se irrita contra el prójimo, y todo lo sufre por el Señor, especialmente la pobreza, las enfermedades y los desprecios. En suma, sólo quiere lo que quiere Cristo, cree cuanto Él ha dicho, y todo lo espera de Él.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 feb 2017
ISBN9788432137693
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    Es la maxima expresion de Amor de parte de DIOS al hombre.

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Práctica del amor a Jesucristo - San Alfonso María de Ligorio

© 2012 de la presente by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290.28027 MADRID (España).

     Conversión ebook: CrearLibrosDigitales

     ISBN: 978-84-321-3769-3

     No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

     Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.


San Alfonso María de Ligorio

Práctica del amor a Jesucristo


PRESENTACIÓN

El mismo título del libro que presentamos indica claramente su contenido. No es una obra que permanezca en el campo de la teoría: se trata de una invitación suave y apremiante para amar a Jesucristo. La mayor parte del pequeño libro está dedicada a desentrañar el íntimo sentido de las dotes de la caridad, que describe San Pablo: La caridad es sufrida y bienhechora; la caridad no tiene envidia, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, se complace, sí, en la verdad; a todo se acomoda, cree todo, todo lo espera y lo soporta todo.

Los profundos conocimientos de los textos sagrados y de los Santos Padres y de la literatura ascética y mística, que, en sus largas horas de estudio, había adquirido el poderoso talento de San Alfonso María de Ligorio, están al servicio de estas palabras reveladas. Es la vida misma de la Iglesia la que sentimos palpitar cuando vemos surgir, de las escuetas palabras de San Pablo, el noble edificio de la santidad cristiana, asequible a todas las almas, con la ardua dificultad de lo heroico y la suprema sencillez del amor. Porque la vasta ciencia de Alfonso adquiere unidad y vida de su amor ardiente al Crucificado. Las numerosísimas citas que se entrelazan en el texto no son nunca apostillas eruditas. No existe nunca una interrupción del discurso. El autor las ha hecho ya carne de su carne y vida de su vida, y es su corazón quien sigue hablando con el ropaje humilde de las palabras prestadas.

Habla su corazón, pero a la luz siempre de su criterio claro y seguro. Inculca una piedad doctrinal. Por ejemplo, cuando tranquiliza a las almas que, afincadas por largo tiempo en la virtud, dudan de haber consentido en un pecado mortal: «Cuando las personas –explica– que han hecho mucho tiempo vida espiritual y son temerosas de Dios, dudan o no saben con certeza si han consentido en alguna culpa grave, han de tener por cosa segura que no han perdido la gracia divina, porque es moralmente imposible que una voluntad, confirmada durante mucho tiempo en los buenos propósitos, cambie repentinamente y consienta en un pecado mortal sin darse claramente cuenta de ello». Y San Alfonso es el moralista cuyas obras han recibido el espaldarazo de la Iglesia: nihil censura dignum –nada digno de censura– se ha encontrado en sus afirmaciones, que pueden seguirse siempre en la práctica: inoffenso pede percurri possunt.

Mas la Moral, a pesar de su primordial importancia en el terreno práctico, no es todo el Cristianismo, ni siquiera su parte más destacada. Antes está el Dogma, del que la Moral deriva sus conclusiones, reguladoras de la conducta de los hombres.

Por eso, la Práctica del amor a Jesucristo encuentra en la teología dogmática el asiento firme y seguro de la piedad. Así, San Alfonso, penetrando en la esencia de la visión beatífica, purifica nuestra esperanza y toda nuestra vida de un posible y sutil egoísmo. En efecto, el hombre suele empezar a amar a Dios –ya lo notó San Bernardo– con un amor de concupiscencia, con un amor egoísta: se ama a sí mismo más que a Dios, y le busca como medio para la propia gloria, felicidad y plenitud. En esta situación el hombre no tiene caridad, amor verdadero y sobrenatural para con Dios. La caridad exige precisamente lo opuesto: que nosotros amemos a Dios con amor de benevolencia, sobre todas las cosas, y nos consideremos como medios para su gloria, para la plenitud de Cristo. Por las veredas de la vida interior, nuestro amor a Dios se va purificando de su original egoísmo, y San Alfonso, al afirmar que el que ama a Jesucristo todo lo espera de Jesucristo –caritas omnia sperat–, nos muestra cuál será la suprema generosidad de nuestro amor en el Cielo, que ya debemos empezar a vivir de algún modo en la tierra: «Todo bienaventurado, por el amor que tiene a Dios, se contentaría con perder toda su felicidad y con padecer todas las penas para que no faltase a Dios (si faltarle pudiese) una pequeña parte de la felicidad de que goza. Por lo cual, todo su paraíso es ver que Dios es infinitamente feliz y que su felicidad nunca puede faltar. Así se entiende lo que dice el Señor al alma, cuando le da posesión de la gloria: «Entra en el gozo de tu Señor». No es el gozo el que entra en el bienaventurado, sino que es el bienaventurado el que entra en el gozo de Dios, el cual es, a la vez, el goce del bienaventurado».

No quiero descubrir más secretos íntimos de esta Práctica del amor a Jesucristo. Te diré solamente, lector, que la escribió San Alfonso, en 1768, a los setenta y dos años, y que su autor, aquel abogado italiano, joven y brillante, que llegó a ser sacerdote y obispo y santo, y fundador de familias religiosas en el seno de la Iglesia, te ayude a conseguir lo que él se propuso al escribir todas sus obras.

* * *

Debemos la pulcra traducción de esta obra al P. ANDRES GOY, C. SS. R. A él y a la B. A. C., en cuyo volumen núm. 78 se incluyó por primera vez la versión del P. Goy, vaya nuestro más reconocido agradecimiento.

CRISTINO SOLANCE

CAPÍTULO I:

CUÁNTO MERECE SER AMADO JESUCRISTO POR EL AMOR QUE NOS MOSTRÓ EN SU PASIÓN

Si quis non amat Dominum Iesum Christum, sit anathema

Si alguno no ama al Señor, sea anatema (I Cor, XVI, 22).

Toda la santidad y perfección del alma consiste en amar a Jesucristo, Dios nuestro, sumo Bien y Salvador. El Padre –dice el propio Jesús– os ama porque vosotros me habéis amado [1]. «Algunos –expone San Francisco de Sales– cifran la perfección en la austeridad de la vida, otros en la oración, quiénes en la frecuencia de sacramentos y quiénes en el reparto de limosnas; mas todos se engañan, porque la perfección estriba en amar a Dios de todo corazón». Ya lo decía el Apóstol: Y sobre todas estas cosas, revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección [2]. La caridad es quien une y conserva todas las virtudes que perfeccionan al hombre; por eso decía San Agustín: «Ama, y haz lo que quieras», porque el mismo amor enseña al alma enamorada de Dios a no hacer cosa que le desagrade y a hacer cuanto sea de su agrado.

¿Por ventura no merece Dios todo nuestro amor? Él nos amó desde la eternidad. Hombre, dice el Señor, mira que fui el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera el mundo había sido creado, y ya te amaba yo. Te amo desde que soy Dios; desde que me amé a mí, te amé a ti. Razón tenía, pues, la virgencita Santa Inés cuando, al pretenderla por esposa un joven que la amaba y reclamaba su amor, le respondía: «¡Fuera, amadores de este mundo!; dejad de pretender mi amor, pues mi Dios fue el primero en amarme, ya que me amó desde toda la eternidad; justo es, por consiguiente, que a Él consagre todos mis afectos y a nadie más que a Él».

Viendo Dios que los hombres se dejan atraer por los beneficios, quiso, mediante sus dádivas, cautivarlos a su amor, y prorrumpió: «Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor» [3]. Quiero obligar a los hombres a amarme con los lazos con que ellos se dejan atraer, esto es, con los lazos del amor, que no otra cosa son cuantos beneficios hizo Dios al hombre. Después de haberlo dotado de alma, imagen perfectísima suya y enriquecida de tres potencias, memoria, entendimiento y voluntad, y haberle dado un cuerpo hermoseado con los sentidos, creó para él el cielo y la tierra y cuanto en ellos hay: las estrellas, los planetas, los mares, los ríos, las fuentes, los montes, los valles, los metales, los frutos y todas las especies de animales, a fin de que, sirviendo al hombre, amase éste a Dios en agradecimiento a tantos beneficios. «El cielo, la tierra y todas las cosas me están diciendo que te ame», decía San Agustín. Señor mío, proseguía, todo cuanto veo en la tierra y fuera de ella, todo me habla y me exhorta a amaros, porque todo me dice que vos lo habéis creado por mí. El abate Rancé, fundador de la Trapa, cuando desde su eremitorio se detenía a contemplar las colinas, las fuentes, los regatillos, las flores, los planetas, los cielos, sentía que todas estas criaturas le inflamaban en amor a Dios, que por su amor las había creado.

También Santa María Magdalena de Pazzi, cuando cogía una hermosa flor, se sentía abrasar en amor divino y exclamaba: «¿Con que Dios desde toda la eternidad pensó en crear esta florecita por mí?»; así que la tal florecilla se trocaba para ella en amoroso dardo que la hería suavemente y unía más con Dios. A su vez, Santa Teresa de Jesús decía que, mirando los árboles, fuentes, riachuelos, riberas o prados, oía que le recordaban su ingratitud en amar tan poco al Creador, que las había creado para ser amado de ella. Se cuenta a este propósito que a cierto devoto solitario, paseando por los campos, se le hacía que hierbezuelas y flores le salían al paso a echarle en cara su ingratitud para con Dios, por lo que las acariciaba suavemente con su bastoncico y les decía: «Callad, callad; me llamáis ingrato y me decís que Dios os creó por amor mío y que no le amo; ya os entiendo; callad, callad y no me echéis más en cara mi ingratitud».

Mas no se contentó Dios con darnos estas hermosas criaturas, sino que, para granjearse todo nuestro amor, llegó a darse por completo a sí mismo: Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito [4]. Viéndonos el Eterno Padre muertos por el pecado y privados de su gracia, ¿qué hizo? Por el inmenso amor que nos tenía, o, como dice el Apóstol, por su excesivo amor, mandó a su amadísimo Hijo a satisfacer por nosotros y devolvernos así la vida que el pecado nos había arrebatado [5]. Y, dándonos al Hijo –no perdonando al Hijo para perdonarnos a nosotros–, junto con el Hijo nos dio toda suerte de bienes, su gracia, su amor y el paraíso, porque todos estos bienes son ciertamente de más ínfimo precio que su Hijo [6].

Movido, además, el Hijo por el amor que nos tenía, se nos entregó completamente [7]. Y, para redimirnos de la muerte eterna y devolvernos la gracia divina y el paraíso perdido, se hizo hombre y se vistió de carne como nosotros [8]. Y vimos a la majestad infinita como anonadada [9]. El Señor del universo se humilló hasta tomar forma de esclavo y se sujetó a todas las miserias que el resto de los hombres padecen.

Pero lo que hace más caer en el pasmo es que, habiéndonos podido salvar sin padecer ni morir, eligió vida trabajosa y humillada y muerte amarga e ignominiosa, hasta morir en cruz, patíbulo infame reservado a los malhechores [10]. Y ¿por qué, pudiéndonos redimir sin padecer, quiso abrazarse con muerte de cruz? Para demostrarnos el amor que nos tenía [11]. Nos amó, y porque nos amó se entregó en manos de los dolores, ignominias y muerte la más amarga que jamás hombre alguno padeció sobre la tierra.

Razón tenía el gran amador de Jesucristo, San Pablo, al afirmar: El amor de Cristo nos apremia [12], que equivalía a decir que le obligaba y como forzaba más a amar a Jesucristo, no tanto por lo que por él había padecido, cuanto el amor con que lo había sufrido. Oigamos cómo discurre San Francisco de Sales acerca del citado texto: «Saber que Jesucristo, verdadero eterno Dios omnipotente, nos ha amado hasta querer sufrir por nosotros muerte de cruz, ¿no es sentir como prensados nuestros corazones y apretados fuertemente, para exprimir de ellos el amor con una violencia que cuanto es más fuerte es tanto más deleitosa?». Y prosigue: «¿Por qué no nos abrazamos en espíritu a Él, para acompañarle en la muerte de cruz, ya que en ella quiso morir por nuestro amor?... Un mismo fuego consumirá al Creador y a su miserable criatura; mi Jesús es todo mío y yo todo suyo. Viviré y moriré sobre su pecho, y ni la muerte ni la vida serán poderosas para separarme de Él. ¡Oh amor eterno!, mi alma os busca y os elige para siempre. Venid, Espíritu Santo, e inflamad nuestros corazones en vuestro amor. ¡O amar o morir! ¡Morir y amar! Morir a todo otro amor para vivir en el de Jesús y así no morir eternamente, y viviendo en nuestro amor eterno, ¡oh Salvador de las almas!, cantaremos eternamente: ¡Viva Jesús! ¡Yo amo a Jesús! ¡Viva Jesús, a quien amo! ¡Yo amo a Jesús, que vive y reina por los siglos de los siglos! Amén».

Tanto era el amor que Jesucristo tenía a los hombres, que le hacía anhelar la hora de la muerte para demostrarles su afecto, por lo que repetía: Con bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustias las mías hasta que se cumpla! [13]. Tengo de ser bautizado con mi propia sangre, y ¡cómo me aprieta el deseo de que suene pronto la hora de la pasión, para que comprenda el hombre el amor que le profeso! De ahí que San Juan, hablando de la noche en que Jesucristo comenzó su pasión, escribiera: Sabiendo Jesús que era llegada su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos..., los amó hasta el extremo [14]. El Redentor llamaba aquella hora la suya, porque el tiempo de su muerte era su tiempo deseado, pues entonces quería dar a los hombres la postrer prueba de su amor, muriendo por ellos en una cruz, acabado de dolores.

Mas ¿quién fue tan poderoso que movió a Dios a morir ajusticiado en un patíbulo, en medio de dos malhechores, con tanto desdoro de su divina majestad? ¿Quién hizo esto?, pregunta San Bernardo, y se responde: Lo hizo el amor que no entiende de puntos de honra. ¡Ah!, que cuando el amor quiere darse a conocer, no hace cuenta con lo que hace a la dignidad del amante, sino que busca el modo de darse a conocer a la persona amada. Sobrada razón tenía, por lo tanto, San Francisco de Paula al exclamar ante un crucifijo: «¡Oh caridad, oh caridad, oh caridad!». De igual modo, todos nosotros, mirando a Jesús crucificado, debiéramos decir: ¡Oh amor, oh amor, oh amor!

Si no nos lo asegurara la fe, ¿quién hubiera jamás creído que un Dios omnipotente, felicísimo y señor de todo cuanto existe, llegara a amar de tal modo al hombre que se diría había salido como fuera de sí? «Vimos a la misma Sabiduría –dice San Lorenzo Justiniano–, es decir, al Verbo eterno, como enloquecido por el mucho amor que profesa a los hombres». Igual decía Santa María Magdalena de Pazzi cuando, en un transporte extático, tomó una cruz y andaba gritando: «Sí, Jesús mío, eres loco de amor. Lo digo y lo repetiré siempre: Eres loco de amor, Jesús mío». Pero no, dice San Dionisio Areopagita, no es locura, sino efecto natural del divino amor, que hace al amante salir de sí para darse completamente al objeto amado, «que éste es el éxtasis que causa el amor divino».

¡Oh si los hombres se detuvieran a considerar, cuando ven a Jesús crucificado, el amor que les tuvo a cada uno de ellos! «Y ¿cómo no quedaríamos abrasados de ardiente celo –exclamaba San Francisco de Sales– a vista de las llamas que abrasan al Redentor?... Y ¿qué mayor gozo que estar unidos a Él por las cadenas del amor y del celo?». San Buenaventura llamaba a las llagas de Jesucristo «llagas que hieren los más duros corazones y que inflaman en amor a las almas más heladas». Y ¡qué de saetas amorosas salen de aquellas llagas para herir los más puros corazones! Y ¡qué de llamas salen del corazón amoroso de Jesús para inflamar los más fríos corazones! Y ¡qué de cadenas salen de aquel herido costado para cautivar los más rebeldes corazones!

San Juan de Ávila estaba tan enamorado de Jesucristo, que en todos sus sermones no dejaba de predicar del amor que nos profesó, y en un tratado suyo sobre el amor de este amantísimo Redentor a los hombres, se expresa con tan encendidos afectos, que, por serlo tanto, prefiero transcribirlos. Dice así: «¡Oh amor divino, que saliste de Dios, y bajaste al hombre, y tornaste a Dios! Porque no amaste al hombre por el hombre, sino por Dios; y en tanta manera lo amaste, que quien considera este amor no se puede esconder de tu amor, porque haces fuerza a los corazones, como dice tu Apóstol: La caridad de Cristo nos hace fuerza... Ésta es la fuente y origen del amor de Cristo para con los hombres, si hay alguno que lo quiera saber. Porque no es causa de este amor la virtud, ni bondad, ni la hermosura del hombre, sino las virtudes de Cristo, y su agradecimiento, y su gracia, y su inefable caridad para con Dios. Esto significan aquellas palabras suyas que dijo el jueves de la Cena: Para que conozca el mundo cuánto yo amo a mi Padre, levantaos y vamos de aquí [15]. ¿Adónde? A morir por los hombres en la cruz.

...»No alcanza ningún entendimiento angélico que tanto arda ese fuego ni hasta dónde llegue su virtud. No es el término hasta donde llegó, la muerte y la cruz; porque si, así como le mandaron padecer una muerte, le mandaran millares de muertes, para todo tenía amor. Y si lo que le mandaron padecer por la salud de todos los hombres le mandaran

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