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Retiro espiritual: El silencio. Escucha y diálogo con Jesús
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Libro electrónico226 páginas3 horas

Retiro espiritual: El silencio. Escucha y diálogo con Jesús

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Información de este libro electrónico

La tradición del retiro espiritual es evangélica. Jesús se retiró al desierto durante cuarenta días antes de iniciar su vida pública, y lo mismo hizo san Pablo después de su conversión. Ya César, Cicerón y Plinio hablaban de la conveniencia del recessus, la acción de retirarse a un lugar solitario, pues "no estoy menos solo que cuando estoy solo", decía Cicerón. San Ambrosio añadirá un sentido radicalmente cristiano, al recordarnos que cuando estamos en gracia nunca estamos solos. Cuando se acallan las voces del mundo y se recoge uno en sí mismo, entonces, en esa soledad, se siente y se goza la cercanía de Dios.

Estas meditaciones son fruto de una larga experiencia del autor como predicador. Siguen un temario clásico y tratan de ayudar al alma a ponerse en presencia de Jesús, escucharlo y considerar luego la propia vida, qué agradecer y qué mejorar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 nov 2020
ISBN9788432153105
Retiro espiritual: El silencio. Escucha y diálogo con Jesús

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    Retiro espiritual - Michele Dolz

    MICHELE DOLZ

    RETIRO ESPIRITUAL

    El silencio. Escucha y diálogo con Jesús

    EDICIONES RIALP

    MADRID

    Título original: Ritiro spirituale

    © 2019 by Edizioni Ares

    © 2020 by EDICIONES RIALP, S.A.,

    Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

    (www.rialp.com)

    No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Realización ePub: produccioneditorial.com

    ISBN (edición impresa): 978-84-321-5309-9

    ISBN (edición digital): 978-84-321-5310-5

    ÍNDICE

    PORTADA

    PORTADA INTERIOR

    CRÉDITOS

    INTRODUCCIÓN RETIRO

    1. AMOR DE DIOS

    EL HOMBRE, CRIATURA ESPECIAL

    HIJOS DE DIOS

    2. SANTIDAD

    LUCHA INTERIOR

    VOCACIÓN

    3. PECADO

    Pecado venial y pecados de omisión

    Lucha contra el pecado

    4. TIBIEZA

    LOS SÍNTOMAS

    LOS REMEDIOS

    5. MUERTE

    EL VALOR DE LAS COSAS TERRENAS

    EL TESORO DEL TIEMPO

    6. JUICIO

    LA HORA DE LA VERDAD

    EXAMEN DE CONCIENCIA

    7. INFIERNO

    PENAS ETERNAS

    PURGATORIO

    8. CIELO

    PENSAR EN EL CIELO

    ESPERANZA

    9. ENCARNACIÓN

    LA ATRACCIÓN DE CRISTO

    BUSCARLO, ENCONTRARLO, AMARLO

    CRISTO VIVE EN MÍ

    10. DESPRENDIMIENTO

    LIBERTAD INTERIOR

    SEÑALES DE VERDADERA POBREZA

    11. TRABAJO

    SANTIFICAR EL TRABAJO, SANTIFICARSE EN EL TRABAJO

    12. OBEDIENCIA

    OBEDECER POR AMOR

    CARACTERÍSTICAS DE LA OBEDIENCIA

    13. APOSTOLADO

    AMISTAD Y CONFIDENCIA

    NO PODEMOS CALLAR

    14. FE

    HUMILDAD

    LA IGLESIA ESTÁ EN NUESTRAS MANOS

    15. HUMILDAD

    MANIFESTACIONES

    CRECER

    16. FRATERNIDAD

    ¿QUIÉN ES MI PRÓJIMO?

    DISPUESTOS A CUALQUIER SACRIFICIO

    17. EUCARISTÍA

    EL PAN DE VIDA

    ACCIÓN DE GRACIAS

    18. ORACIÓN

    RECOGIMIENTO

    Almas de oración

    19. CRUZ

    La cruz verdadera

    MORTIFICACIÓN

    20. MARÍA

    AUTOR

    INTRODUCCIÓN RETIRO

    EN LA WIKIPEDIA ITALIANA SE LEE: «Los retiros espirituales son medios de formación ascética orientados a favorecer el crecimiento en la intimidad con Dios durante un día entero o varias jornadas. Obligatorio para los sacerdotes, religiosos y miembros de instituciones con vocación divina, están aconsejados a los fieles laicos al menos alguna vez en la vida, hasta el punto de que está prevista una indulgencia especial para los fieles que participan en retiros espirituales mensuales. En los retiros espirituales, gracias a las meditaciones, a la lectura espiritual y a los largos ratos ante el Santísimo Sacramento, según la espiritualidad cristiana es más fácil formular propósitos de conversión, de renovación y mejora de la vida interior, de apostolado y hasta descubrir la propia vocación en la Iglesia».

    La tradición del retiro espiritual es evangélica. Jesús se retiró cuarenta días al desierto antes de su misión pública. También lo hizo san Pablo, después de su conversión: «Cuando Dios, que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por medio de su gracia, se complació en revelarme a su Hijo, para que yo lo anunciara entre los paganos, de inmediato, sin consultar a ningún hombre y sin subir a Jerusalén para ver a los que eran Apóstoles antes que yo, me fui a Arabia y después regresé a Damasco. Tres años más tarde, fui desde allí a Jerusalén para visitar a Pedro, y estuve con él quince días»[1].

    Retiro deriva de recessus. César, Cicerón y Plinio lo utilizan como sustantivo para indicar la acción de marcharse, retirarse, a un lugar solitario. De alguna manera era un refinado ideal del mundo antiguo. Cicerón utiliza la expresión común numquam minus solus sum quam cum solus sum («nunca estoy menos solo que cuando estoy solo»). Y san Ambrosio la tomó del De officis (3,1) de Cicerón y la transcribió en su propio De officis (3,1,2) dándole un sentido radicalmente cristiano. Porque el cristiano en gracia de Dios no está nunca solo, Cristo vive en él. Y cuando hace callar las voces del mundo para recogerse en sí mismo, entonces, en esa soledad, se goza de la cercanía del Señor.

    Por eso en el cristianismo primitivo, ya en el siglo III, surgieron los eremitas. La tradición quiere que el primer eremita haya sido Pablo de Tebes, en Egipto, también llamado san Pablo el primer eremita. Su discípulo Antonio es el más famoso de los eremitas de aquel tiempo, gracias a la biografía de Atanasio de Alejandría. Antonio se rodeó de numerosos discípulos en el desierto del Alto Egipto. Desde allí, el ideal eremítico se difundió por todo el oriente. San Agustín, aunque llevaba una vida bien distinta, estaba fascinado. Su narración es tan hermosa que merece ser leída.

    Cierto día que estaba ausente Nebridio —no sé por qué causa— vino a vernos a casa, a mí y a Alipio, un tal Ponticiano, conciudadano nuestro por africano, que servía en un alto cargo de palacio. Yo no sé qué era lo que quería de nosotros. Nos sentamos a hablar, y por casualidad clavó la vista en un códice que había sobre la mesa de juego que estaba delante de nosotros. Lo tomó, lo abrió, y resultó ser —muy sorprendentemente, por cierto— el apóstol Pablo, porque pensaba que sería alguno de los libros cuya explicación me preocupaba. Entonces, sonriéndose y mirándome con agrado, me expresó su admiración de haber hallado por sorpresa delante de mis ojos aquellos escritos, y nada más que aquellos, pues era cristiano y fiel, y muchas veces se postraba delante de ti, ¡oh Dios nuestro!, en la iglesia con frecuentes y largas oraciones.

    Y como e indiqué que aquellas Escrituras ocupaban mi máxima atención, tomó la palabra y comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre era celebrado entre tus fieles y nosotros ignorábamos hasta entonces. Al advertirlo, detuvo su narración para darnos conocer a tan gran varón, que nosotros desconocíamos, y le sorprendió nuestra ignorancia. Quedamos estupefactos oyendo tus probadas maravillas realizadas en la verdadera fe, en la Iglesia católica, siendo en época tan reciente y cercana a nuestros tiempos. Todos nos admirábamos: nosotros, por ser cosas tan grandes, y él, por sernos tan desconocidas.

    Ponticiano pasó entonces a hablarnos de las comunidades que viven en monasterios, y de sus costumbres, llenas de tu dulce perfume, y de los fértiles desiertos del yermo, de los que nada sabíamos. Y aún en el mismo Milán había un monasterio, extramuros de la ciudad, lleno de buenos hermanos, bajo la dirección de Ambrosio, y que también desconocíamos. Alargaba Ponticiano la conversación y se extendía más y más, oyéndole nosotros atentos y en silencio[2].

    En toda la Edad Media se multiplicaron los cenobios como retiros permanentes y era normal que los monasterios tuvieran estancias disponibles para quien quisiera retirarse durante algún tiempo. Personas santas como Guillermo de Saint-Thierry, san Bernardo o santa Gertrudis proponían unos spiritualia exercitia para practicar en aquellas circunstancias. San Ignacio de Loyola con sus Ejercicios Espirituales dio a esta práctica una sistemática que dura hasta nuestros días.

    Pío XII quiso aclarar que la fórmula ignaciana, cuya bondad estaba comprobada por siglos de práctica, no podía considerarse la única. «En cuanto a las diversas formas con que tales ejercicios piadosos suelen practicarse, tengan todos presente que, en la Iglesia terrena, no de otra suerte que en la celestial, hay muchas moradas, y que la ascética no puede ser monopolio de nadie. Uno solo es el Espíritu, el cual, sin embargo, sopla donde quiere, y por varios dones y varios caminos dirige a la santidad a las almas por él iluminadas. Téngase por algo sagrado su libertad y la acción sobrenatural del Espíritu Santo, que a nadie es lícito, por ningún título, perturbar o conculcar»[3].

    Las meditaciones que siguen están pensadas para un retiro espiritual y son fruto de la experiencia. Observan un temario clásico y quieren ayudar al alma a ponerse delante de Jesús, a escucharlo y a revisar con él la propia vida. Se sirven principalmente del Evangelio y los demás libros de la Sagrada Escritura. Y recogen los consejos de santos de todos los tiempos. El lector encontrará a veces largas citas de escritos de los santos, pero es intencional, porque ¿qué mejores guías podríamos encontrar?

    El retiro espiritual puede tener una duración variada. Aquí se ha escogido la fórmula más larga, con veinte meditaciones. Estas se dirigen principalmente a quien está ya versado en la vida interior y trata de practicar lo que aquí se aconseja. Pero la esperanza es que puedan servir a todos como puntos de reflexión en «la soledad acompañada de tu corazón»[4].

    Aquí se afrontarán varios temas tradicionales de la espiritualidad y de la ascética cristiana. Tengamos cuidado de no considerarlos compartimentos estancos, sino diversos lados de una única vida cristiana, la nueva vida en Cristo. Y lo que vivifica todo es la calidad. Basta leer las conocidas palabras de san Pablo, que pueden hacer desistir de la búsqueda de una perfección egocéntrica: «Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada»[5].

    [1] Gal 1,15-18.

    [2]2 S. Agustín, Las Confesiones 8,14-15.

    [3] Pío XII, Mediator Dei, 223.

    [4] S. Josemaría ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 180.

    [5] 1 Cor, 13, 1-3.

    1. AMOR DE DIOS

    «LA MISMA NATURALEZA QUE NOS circunda enseña a todos los fieles a honrar a Dios. El cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos se encuentra proclama la bondad y la omnipotencia de su Creador. Y la maravillosa belleza de los elementos, puestos a nuestro servicio, ¿no exige acaso de nosotros, criaturas inteligentes, una acción de gracias?»[1].

    Sí, el primer paso en el camino hacia Dios es reconocer que somos criaturas como todos los demás seres, pero criaturas puestas por el Creador en medio del jardín de la creación. Jesús mismo, en su humanidad, abre los ojos frente a tanta profusión de bien: «Mirad los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo os aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos»[2].

    La creación es obra de Dios, dejemos estar ahora todas las teorías científicas sobre su comienzo y desarrollo. Dios ha creado todo de la nada. «En el principio Dios creó el cielo y la tierra»[3]. Y desde siempre el hombre ha visto en la creación la huella del Creador y ha admirado —y a veces temido— su poder junto a su belleza. San Pablo percibe de manera tan evidente este paso que condena sin remedio a quién no ha sido capaz de darlo:

    Todo cuanto se puede conocer acerca de Dios está patente ante ellos: Dios mismo se lo dio a conocer, ya que sus atributos invisibles —su poder eterno y su divinidad— se hacen visibles a los ojos de la inteligencia, desde la creación del mundo, por medio de sus obras. Por lo tanto, aquellos no tienen ninguna excusa. En efecto, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron ni le dieron gracias como corresponde. Por el contrario, se extraviaron en vanos razonamientos y su mente insensata quedó en la oscuridad. Haciendo alarde de sabios se convirtieron en necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes que representan a hombres corruptibles, aves, cuadrúpedos y reptiles. Por eso, dejándolos abandonados a los deseos de su corazón, Dios los entregó a una impureza que deshonraba sus propios cuerpos, ya que han sustituido la verdad de Dios por la mentira, adorando y sirviendo a las criaturas en lugar del Creador[4].

    Por el contrario, lo santos, como Jesús, han sido grandes contemplativos de la creación. Basta leer el conmovido Cántico de las criaturas de san Francisco:

    Alabado seas, mi Señor,

    en todas tus criaturas,

    especialmente en el hermano sol,

    por quien nos das el día y nos iluminas.

    Y es bello y radiante con gran esplendor.

    De ti, Altísimo, lleva significación.

    Alabado seas, mi Señor,

    por la hermana Luna y las estrellas,

    en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.

    Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento

    y por el aire, y la nube y el cielo sereno, y todo tiempo,

    por todos ellos a tus criaturas das sustento.

    Alabado seas, mi Señor, por la hermana agua,

    la cual es muy humilde, y preciosa y casta.

    Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,

    por el cual iluminas la noche,

    y es bello, alegre, vigoroso, y fuerte.

    Este sentimiento es común a muchísimos santos. Santa Teresa, por ejemplo, decía que podía hacer oración mirando los geranios del patio. ¿Por qué ha creado Dios el mundo? Siendo perfecto y completo, siendo la suma belleza y bondad, nada necesitaba. No hay cosa alguna que pueda añadir bondad o perfección a Dios. Él lo ha creado todo por amor, para compartir su bondad. San Buenaventura enseña: «No para acrecer su propia gloria, sino para manifestarla y comunicarla»[5].  Más poéticamente decía santo Tomás: «Abierta la mano de la llave del amor, las criaturas vinieron a la luz»[6].

    Dios además no solo ha creado, sino que mantiene cada cosa en su ser. Si Dios quisiera, este ser o incluso todo el universo desaparecería en un instante. Por eso se dice que Dios es providente y que su providencia gobierna el mundo según aquella lex aeterna que todo hace funcionar. Y todo esto por amor.

    San Gregorio Nacianceno exhortaba a los fieles a darse cuenta del amor divino presente en todas las cosas:

    Reconoce de dónde te viene la existencia, la respiración, la inteligencia, la sabiduría y —lo que es más importante— el conocimiento de Dios, la esperanza del reino de los cielos, el honor que compartes con los ángeles, la contemplación de la gloria que esperas, ahora como en un espejo y de modo confuso, pero a su tiempo del modo más pleno y puro. Reconoce, además, que te has convertido en hijo de Dios, coheredero con Cristo y, por usar una imagen atrevida, ¡eres el mismo Dios!

    ¿De dónde te vienen tantas y tales prerrogativas? Si, además, queremos hablar de los dones más humildes y comunes, dime, ¿quién te permite ver la belleza del cielo, el curso del sol, los ciclos de la luz, las miríadas de estrellas y toda esa armonía y orden que siempre se renueva maravillosamente en el mundo, haciendo alegre la creación como el sonido de una cetra? ¿Quién te concede la lluvia, la fertilidad de los campos, el alimento, el gozo del arte, el lugar donde habitas, las leyes, el estado y, añadamos, la vida de cada día, la amistad y el placer de tu parentela?

    ¿Quién te ha colocado como señor y rey de todo lo que hay sobre la tierra? Y, para detenerme en cosas más importantes, te pregunto aún: ¿quién te regaló esas características tuyas que te aseguran la plena soberanía sobre los seres vivientes? Fue Dios.

    ¿Y qué te pide Él, a cambio de todo esto? El amor. Te pide constantemente, primero y sobre todo, amor a Él y al prójimo[7].

    E

    L HOMBRE

    ,

    CRIATURA ESPECIAL

    En el vértice de la creación está el hombre, querido por Dios con un estatuto especial. «Dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Que domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, sobre todos los animales salvajes y todos los reptiles que se mueven por la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó»[8].

    Con el hombre Dios tiene una relación de verdadera paternidad. «El Señor Dios se paseaba por el jardín a la hora de la brisa»[9]. Adán y Eva eran admitidos a una intimidad con él no requerida por la naturaleza humana y no compartida con ninguna otra criatura. Es la elevación del hombre al orden sobrenatural, su participación —por don totalmente gratuito e inmerecido— en la

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