Debido a la erupción del volcán islandés Eyjafjallajökull, los cielos de media Europa se encontraban repletos de ceniza volcánica, lo que ocasionó el cierre del espacio aéreo de la mayor parte del continente desde el 14 hasta el 20 de abril del año 2010. Por suerte, yo había aterrizado en Turín el día anterior y tenía planeado quedarme en la capital del Piamonte durante al menos una semana. Los próximos siete días los dedicaría a visitar la catedral de San Giovanni Battista, donde por segunda vez en el nuevo milenio se haría la ostensión pública de la Sábana Santa. Aunque ya había tenido la oportunidad de estar frente a ella en el año 2000, quería volver a contemplarla después de la restauración a la que fue sometida en el 2002.
Debo reconocer que los días pasaron volando. Por la mañana, después de desayunar, recorría los escasos ochocientos metros desde mi hotel hasta el Palacio Real, donde debía salvar un engorroso itinerario configurado por las autoridades eclesiásticas para acabar finalmente accediendo a la catedral por una de las puertas laterales que convergían frente al altar mayor, donde el lienzo que envolvió el cuerpo de Cristo se hallaba expuesto. Es difícil expresar con acierto lo que el corazón siente cuando crees estar viendo frente a ti la figura del hijo de Dios. Incluso aunque no seas creyente, contemplar este trozo de tela de 4,36 metros por 1,13 no suele dejar indiferente a nadie.
Por las tardes, con el corazón más calmado, me dedicaba a recorrer las callejuelas de la ciudad, visitando las numerosas iglesias que se reparten por el centro, perdiéndome por el Museo Egipcio, en el que la estatua de Sekhmet –la diosa leona– da la bienvenida al visitante desde la misma puerta de entrada. Deambulando entre las galerías del Museo de Arte Oriental, donde los relieves de los ídolos hindúes y las figurillas de Budha parecen danzar exhibiendo extraños gestos con las manos. E incluso empapándome de las leyendas y misterios locales que aseguran que cuando el Anticristo se manifieste en la Tierra, lo hará