Europa y cristiandad han sido dos términos tan enlazados que hasta hace escasas décadas el uno no podía entenderse sin el otro. Y si se preguntan por qué la mayoría de Europa es cristiana o por qué en varios países la religión oficial es el catolicismo, nos tendríamos que remontar a 1700 años atrás y fijarnos en una figura que fue clave en todo este proceso para que ahora no tengamos iglesias dedicadas al culto arriano, por ejemplo.
Lo que hoy conocemos como cristianismo católico se fragua bajo el reinado del emperador hispano Teodosio I, quien sirvió de puente entre los estertores del paganismo y un naciente culto solar al que dio el definitivo impulso que lo haría hegemónico en Europa durante muchos siglos. Lo cierto es que la incipiente Iglesia se convirtió en apenas doce años —los que separan el Edicto de Milán del Concilio de Nicea—en la religión más importante del Imperio, aunque no en la única, ya que de acuerdo al Edicto de Milán (313) si bien se permitía a los cristianos realizar sus reuniones para la práctica de sus liturgias de forma libre y sin persecuciones, tenía que convivir con el resto de credos que coexistían, creencias que años más tarde fueron consideradas heréticas.
Y llegó el Concilio de Nicea. Había que definir un pensamiento único ante tanto desbarajuste teológico. Una hábil maniobra de Constantino orquestada desde distintos ángulos eclesiásticos y políticos, con la participación de obispos de varias regiones cristianas, para fijar lo que era correcto o incorrecto en cuanto a las creencias que debían imperar. En esos momentos la Iglesia cristiana, con todas sus variantes, disfrutaba de tranquilidad y libertad para congregarse abiertamente y la idea cristiana que en esos momentos estaba muy dividida, sobre todo por dos conceptos o visiones sobre la naturaleza humana o divina de Jesucristo. El que había encendido la llama de la duda fue Arrio (presbítero de Alejandría) haciendo sus diatribas y negando furibundamente la naturaleza divina de Jesús.