Que una posición de tanto poder como el papado suscite rivalidades dentro de la Iglesia católica, entre diferentes partidos, es algo normal que se ha producido en muchas ocasiones a lo largo de la historia. Ocupar el trono de san Pedro significa hoy, en pleno siglo xxi, elevarse al primer puesto de la cristiandad y estar al frente de una comunidad religiosa de cientos de millones de personas. Sin embargo, en el siglo iv, convertirse en el papa significaba mucho más aún. El cargo implicaba un inmenso poder «terrenal», el acceso a una enorme influencia política, social y económica. Para adquirir esa potestad material y religiosa a la vez, muchos no dudaron en asesinar a los partidarios de sus rivales, aunque en pocos casos se vertió tanta sangre como en el 366, durante la lucha entre los dos candidatos papales del momento: Dámaso y Ursino.
Las víctimas de esta batalla, librada en las calles y los alrededores de Roma, se contaron por centenares. El propio prefecto de la ciudad, representante de la autoridad imperial, optó por marcharse de la ciudad en el momento más duro de los enfrentamientos, ante la imposibilidad de poner fin a una contienda que poco a poco fue implicando a todas las facciones de la Urbs. ¿Cómo se pudo llegar a semejante situación?
ANTECEDENTES. LA RIVALIDAD ENTRE LIBERIO Y FÉLIX
El origen de los problemas que enfrentaban a los cristianos romanos era la división entre los seguidores de la doctrina más ortodoxa, establecida como legítima en el Concilio de Nicea en el 325 y otra corriente de pensamiento que proclamaba el dogma de Arriano, el cual predicaba que Jesús era hijo de Dios, pero no Dios en sí mismo. Constantino el Grande, fiel a los principios nicenos, no consiguió o no quiso convertirlos en dogma. Tras su muerte, su sucesor Constancio