San Benito: El hombre que vivio consigo mismo
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Javier Manso Osuna
Javier Manso es licenciado en Filología hispánica y especialista en Literatura española, además de un entusiasta de las biografías históricas. Se ha dedicado durante toda su vida profesional al mundo del libro en sus vertientes más diversas, sin descuidar el estudio de personajes relevantes, su verdadera pasión. Ha publicado algunas biografías para jóvenes lectores de protagonistas de la talla de Miguel de Cervantes, El Greco o santa Teresa de Jesús. En SAN PABLO ha publicado la biografía de San Benito (El hombre que vivió consigo mismo).
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San Benito - Javier Manso Osuna
Índice
Portada
Portadilla
Créditos
Introducción: la leyenda del bendecido
Los orígenes del Hombre de Dios
El despojo de lo mundano
Subiaco: soledad y silencio
Pastor de almas
Montecasino: los primeros monjes de Occidente
Santidad y muerte
La Santa Regla benedictina
El legado benedictino
Cronología
Notas
portadillaJavier Manso es licenciado en Filología hispánica y especialista en Literatura española, además de un entusiasta de las biografías históricas. Se ha dedicado durante toda su vida profesional al mundo del libro en sus vertientes más diversas, sin descuidar el estudio de personajes relevantes, su verdadera pasión. Ha publicado algunas biografías para jóvenes lectores de protagonistas de la talla de Miguel de Cervantes, El Greco o santa Teresa de Jesús.
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ISBN: 978-84-285-6262-1
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Introducción: la leyenda del bendecido
Silencio, obediencia, humildad
El nombre de Benito es una síncope de Benedicto, del latín benedictus, palabra que en español significa «bendecido». Su nombre no puede ser más apropiado, pues verdaderamente se puede decir que san Benito fue bendecido por Dios desde su nacimiento hasta convertirse en uno de los más grandes santos que ha dado la historia del cristianismo. Vamos a conocer la vida de un hombre virtuoso que, desde la más profunda humildad en todos sus actos, fue capaz de fundar la orden benedictina y cimentar las bases necesarias para el desarrollo posterior de todo el monacato occidental, una institución que durante la Edad media y los siglos posteriores fue clave en la preservación y desarrollo de la cultura europea y un elemento primordial sin el que hoy día no se entendería este continente como un territorio unitario en lo fundamental.
San Benito es el auténtico patriarca de las religiones monacales en el mundo occidental y el restaurador de la vida monástica europea, considerado oficialmente desde 1964 como el patrono histórico del continente europeo. Y todo ello habiendo llevado una vida en la que su único objetivo no fue otro que seguir con el máximo rigor los preceptos de humildad, obediencia y oración, a los que dedicó la mayor parte de sus esfuerzos.
Por otra parte, tuvo el acierto de escribir y difundir la llamada Santa Regla, una normativa pensada para guiar a los monjes de su monasterio en su organización práctica y espiritual, pero que con el tiempo se convirtió en la regla monasterial más seguida en los cenobios de todas las órdenes monacales posteriores.
Dicen los expertos que las tres principales virtudes benedictinas son el silencio, la obediencia y la humildad. Pero es esta última, predicada y vivida por Jesús, la más importante de todas y la que abarca en su interior las otras dos. Así lo entiende Benito, quien recoge en el séptimo capítulo de su Regla la siguiente cita bíblica: «Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado»¹. Cristo pronuncia varias veces estas mismas palabras en los evangelios, y esta cita le sirve para desarrollar en la práctica la idea de que todo hombre que quiera acercarse a Dios debe practicar la humildad como Cristo nos enseñó, porque solo esta práctica conduce a la vida misma de Dios, a la máxima caridad.
Incontables fueron las virtudes de nuestro protagonista, pero es precisamente la humildad la base sobre la que Benito edificó su estructura ascética, la que da forma al conjunto de prácticas y hábitos que siguió toda su vida para conseguir las máximas cotas de lo moral y lo espiritual, la vara de medir la perfección. En sus enseñanzas, es el camino de la humildad, conseguido peldaño a peldaño, el único que va a permitir a los monjes alcanzar la meta de la perfección monástica, y así se lo explica a sus discípulos en el capítulo de la Santa Regla dedicado a desarrollar este tema. Para san Benito era tan importante que sus monjes avanzaran por esta vía hasta el final que incluso ideó una escala, al estilo de la de Jacob, por la que debían ir ascendiendo de forma progresiva, en primer lugar con avances basados en la obediencia y, por último, en el silencio.
Humildad finalmente respecto a Dios, por supuesto, pero también respecto a los demás y de forma permanente, siempre en la presencia continua del Señor, incluso cuando se está en soledad, como estuvo Benito durante muchos años en la cueva en la que decidió aislarse del mundo en el lugar llamado Subiaco. Esta actitud espiritual es la piedra angular de toda la obra benedictina, que san Gregorio resume en sus Diálogos cuando nos dice que el Hombre de Dios, cuando volvió a su refugio, «vivió consigo mismo, bajo los ojos solamente del divino Espectador»². Esta frase define al santo que desde la más absoluta soledad y renuncia diseñó una forma de vida terrenal y espiritual que la mayoría de los monjes que vinieron tras él en los años posteriores han seguido manteniendo hasta hoy, y define por ello al hombre que vivió consigo mismo.
En un momento crucial de los Diálogos de san Gregorio, obra que vamos a analizar en el siguiente epígrafe, Pedro, el personaje ficticio con el que el papa Gregorio «dialoga» durante toda la obra, le hace una pregunta que arroja luz sobre esta explicación: «No comprendo del todo bien qué es eso de que vivió consigo mismo»³. Lo que viene a contestar san Gregorio es que, cuando estamos abatidos por el peso de una gran preocupación salimos de nosotros mismos, dejamos de ser nosotros, mientras que él consiguió sin embargo habitar consigo mismo, no desviando su atención ni un solo momento de la vigilancia hacia su misma persona, «porque estando continuamente atento a su propia persona, contemplándose continuamente ante los ojos del Creador, examinándose continuamente, no esparció fuera de él la mirada de su alma»⁴.
Este es su principal mensaje, el que ha trascendido a lo largo de los siglos, esa ansia de auténtica vida que el ideal monástico ha conservado hasta nuestros días, mensaje simbolizado en la carrera que en su día emprendió Benito de Nursia para encontrarse a sí mismo, desde una sociedad decadente y deprimida hacia un refugio conquistado a base de un brutal esfuerzo personal, donde el hombre pudiera encontrar seguridad, calma, estudio, oración, trabajo, amistad, confianza y amor, el amor de Dios.
Los Diálogos de san Gregorio Magno
Cuando se comienza a profundizar en el estudio del santo que más influencia ha tenido en la historia de Europa lo primero que llama la atención es que no existen realmente biografías contemporáneas a su época. En realidad, la totalidad de los datos ciertos que hoy día conocemos de la vida y milagros de san Benito se extraen exclusivamente de los famosos Diálogos redactados por san Gregorio Magno (540-604), una figura histórica imprescindible para el conocimiento que hemos llegado a tener hasta nuestros días del Santo Varón, como él lo llama en su obra.
Gregorio fue uno de los más grandes papas de la historia y además el mejor músico y escritor de su siglo. Al igual que Benito, nació en el seno de una familia acomodada de Roma, unos cuarenta años después del fallecimiento de aquel. Acababa de cumplir los treinta y tres años cuando fue nombrado prefecto de su ciudad. Este era un cargo de bastante autoridad en la Roma de inicios del siglo VII, y tenía notables atribuciones civiles y militares. Sin embargo, un buen día se despojó de sus ricos ropajes, se vistió con un humilde hábito de monje, regaló todos sus bienes a los pobres y se fue a vivir a una propiedad que sus ancestros poseían en una de las siete colinas de la ciudad y que se había convertido en el monasterio benedictino de San Andrés, del que entró a formar parte como un monje de a pie para emprender un camino de santidad hasta el final de sus días.
San Gregorio fue un ferviente seguidor de san Benito. De hecho, fue el primer papa benedictino, pero antes de llegar al papado consiguió hitos asombrosos. Sin ir más lejos, fue el religioso a quien los ingleses deben su conversión al catolicismo. Dicen que se fijó este objetivo un día que pudo ver en el mercado de esclavos de Roma a un grupo de rubios sajones encadenados. Fue entonces cuando pensó en salvar las almas de todos los bárbaros que habitaban las Islas Británicas y que profesaban el paganismo. Solicitó permiso a Benedicto I, el papa que gobernaba la Iglesia en esos días, y viajó hasta la actual Inglaterra con un grupo de fieles con la misión de predicar la fe católica y convertir a cuantos bárbaros pudieran.
Pero poco después, cuando estaba a punto de cumplir los cincuenta años de edad, fue llamado de nuevo a la Ciudad Eterna para suceder en el trono de Pedro al papa Pelagio II, que a su vez había sucedido a Benedicto I. Una vez se ciñó la tiara papal no olvidó su propósito y envió en cuanto pudo una nueva gran misión a tierras inglesas. Al frente puso al que entonces era el abad de San Andrés, otra gran figura histórica a quien hoy día conocemos con el nombre de san Agustín de Canterbury, quien consiguió en el año 597 convertir a más de diez mil bárbaros el día de Navidad.
A nivel eclesiástico, Gregorio ha pasado a la historia con el sobrenombre de «Doctor de la contemplación». Esto es por la forma en que explica su principal doctrina. En ella nos enseña que el alma necesita de la contemplación interior para desprenderse de todo lo material y así elevarse hacia el cielo para situarse junto a Dios, poder participar de su luz divina y contemplar desde las alturas el mundo terrenal como una simple mota de polvo intrascendente e insignificante.
San Gregorio fue también un gran artista. Se le considera el padre de la música eclesiástica, pues fue quien introdujo en la Iglesia el canto que hoy lleva su nombre, el «canto gregoriano», la forma de salmodia más solemne y admirada de la historia. Como autor literario, que es el aspecto que más nos interesa para nuestro propósito, escribió varias obras importantes, entre las que destaca la Regula Pastoralis, una «regla» de convivencia inspirada en la que nos legó san Benito, pero en este caso dirigida a los obispos.
Sin embargo, el resto de su obra palidece ante la importancia de la llamada De Vita et miraculis patrum italicorum et de aeternitate animarum, conocida comúnmente como los Diálogos, escritos en torno al año 594, un curioso libro que mezcla la narración histórica con los diálogos filosóficos. La parte narrativa tiene un carácter deliberadamente popular y didáctico, y narra sin demasiado rigor crítico una larga serie de hechos prodigiosos contenidos en distintos relatos que cuentan la vida de los distintos santos italianos desde la Antigüedad hasta su tiempo.
Todos estos «milagros» se conocían gracias a la tradición oral, pero hasta entonces nadie había decidido fijarlos por escrito. El propósito de Gregorio al hacerlo debió de ser sin duda el de fortalecer la fe de la población católica italiana, continuamente amenazada por las distintas invasiones bárbaras, uno de cuyos principales objetivos era erradicar la religión católica e imponer el paganismo y la idolatría. La idea era que los creyentes reconocieran en los mirabilia la fuerza de Dios, quien obraba continuamente en sus fieles hechos asombrosos que les permitían resistir el acoso pagano. La visión de un Dios vivo y compasivo debía reconfortar a una población católica que se encontraba profundamente desamparada y temerosa.
El primer propósito didáctico de los Diálogos era el de dar a conocer de forma extendida las vidas de los distintos santos italianos de su historia reciente, buscando con ello propiciar entre los fieles la ejemplaridad y la imitación de la santidad, y también la profusión