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Santa Teresa de Jesús: Muerte y vida
Santa Teresa de Jesús: Muerte y vida
Santa Teresa de Jesús: Muerte y vida
Libro electrónico178 páginas2 horas

Santa Teresa de Jesús: Muerte y vida

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Con la experiencia de haber pertenecido a la Orden de los Carmelitas Descalzos, Abel de Jesús, considerado el primer «influencer» de teología en español, presenta una nueva biografía de la primera mujer doctora de la Iglesia. Se trata de una biografía breve, pero completa, que, partiendo del estudio y la experiencia del autor, se desarrolla con espíritu divulgador y estilo ameno y sencillo. Un retrato de Teresa de Jesús, mujer de grandes deseos, atrevida e impredecible, considerada una de las mayores figuras del misticismo católico de todos los tiempos, que destacó por sus virtudes y carismas, por su ejemplo de oración y contemplación, su amor «seráfico», sus escritos y sus frutos de su santidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 oct 2023
ISBN9788428569804
Santa Teresa de Jesús: Muerte y vida
Autor

Abel de Jesús

Abel de Jesús (Abel Hernández Llanos, Santa Cruz de Tenerife, 1993) es divulgador de teología y creador de contenidos digitales en YouTube y en redes sociales, donde cuenta con unos 100.000 seguidores. Desde los dieciocho años se ha dedicado con empeño a la Teología, pasando por el Instituto Superior de Teología de las Islas Canarias, la Facultad de Teología de Granada y por la Universidad Pontificia Comillas, donde cursó el máster en Teología fundamental. Además, como Carmelita Descalzo tuvo ocasión de formarse sobre santa Teresa de Jesús, tanto académicamente como espiritualmente, viviendo desde dentro la vida religiosa que ella misma fundó.

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    Santa Teresa de Jesús - Abel de Jesús

    Siglas

    ¹


    ¹ Todas las citas de santa Teresa están tomadas de la edición de Tomás Álvarez en Monte Carmelo: Obras completas (Monte Carmelo, Burgos 2011¹⁶) y Cartas (Monte Carmelo, Burgos 1998¹).

    Prólogo

    La madre Teresa se levantó aquel día de su lecho. Se despertó con un gran dolor de cabeza y con mal de estómago, como de ordinario. Por obediencia a su enfermera se había privado ese día del coro. Puso un pie en el suelo, en busca de su alpargata. Se incorporó de su jergón y se sentó en la cama, con la mirada perdida hacia el sol que empezaba a despuntar en la llanura castellana. Hacía mucho tiempo que no se despertaba tras el amanecer. Se veía vieja y cansada, aunque una fuerza suprema y sobrenatural le impulsaba a seguir adelante. Su mente estaba turbada: eran las heridas del pasado, los problemas del presente y las incertidumbres del futuro. Toda su reforma o, por mejor decir, toda su familia, pendía ahora de un hilo.

    Se levantó y dio unos pasos vacilantes. Ella misma se vistió el escapulario y levantó del todo la esterilla de su ventana. Parecía divisar, más allá del horizonte, a sus hijas, desperdigadas ya por media Península. Se preguntaba si en San José de Ávila estaban bien, y si todavía ardía allí el fuego de los comienzos. Le habían llegado algunas noticias de relajación… Luego pensó en Malagón, y en si la priora, así como las monjas, andaban bien de salud, por ser aquella casa muy poco a propósito. Trajo a la memoria a su querida Ana de Jesús, a María de San José, a Ana de San Alberto y, en fin, a todas las demás. Especialmente se acordó de Brianda de San José, tan enferma, siendo la mejor pieza que tenían sus fundaciones. Las quería a todas y, cuanto más las quería, parece que más reñía con ellas. «Con quien bien quiero soy intolerable», escribió una vez (Cta. de diciembre de 1579 a M. de San José). Pero nunca fueron semejantes los disgustos que le producían sus hijas a los que le producían sus hijos, en ocasiones tan ajenos al espíritu que ella había recibido. ¿Qué decir de Juan de la Cruz, el primer carmelita descalzo, un hombre celestial en la tierra, que por tantos percances había tenido que pasar a causa de la reforma?

    No pudo evitar la risa, por un momento, al recordar también a su querido presbítero Julián de Ávila, compañero de batallas, que en tantos malos trances y aprietos se había visto por su culpa. Le resultaba cómico, siendo él tan bondadoso, por la inocencia y la presteza con la que se disponía a todo. Habían recorrido juntos tantas leguas que no podía menos que considerarlo alguien más de su propia familia.

    Estaba recluida en Toledo. Esto, lejos de ser un castigo, era para ella una gracia. Las persecuciones, a título personal, le daban gran consuelo. «Somos –en fin– del bando del crucificado» (Cta. del 9 de mayo de 1577 a A. Mariano). Al fin podía estar quieta y tranquila, viviendo la clausura que tanto deseaba su espíritu, y que no rompería por nada del mundo, salvo por mandato divino, como era frecuentemente el caso. Como diría más adelante:

    Si no es por quien pasa, no se creerá el contento que se recibe en estas fundaciones cuando nos vemos ya con clausura, adonde no puede entrar persona seglar; que, por mucho que las queramos, no basta para dejar de tener este gran consuelo de vernos a solas (F 31, 46).

    El lector contemporáneo, por su parte, podría preguntarse por qué iba a querer una mujer atractiva, extrovertida y vital como Teresa de Ahumada confinarse en un monasterio, lejos del mundo, lejos de todos y para siempre. El secreto de Teresa, bien escondido en lo más profundo de las moradas interiores de su palacio de cristal, que es su alma misma, era la interior presencia del Amado. Teresa, una mujer creada para amar, encontraba una sola razón para vivir: el amor mismo. Pero, si algo ella no podía soportar, eso era cualquier desasosiego de división en su propio corazón. La baraja de Teresa se jugaba al todo o nada. Solo había un movimiento ganador, todos las demás jugadas entrañaban pérdidas infinitas. El número ganador, la apuesta segura, era la sacratísima humanidad de Cristo. En su juventud, cuando todavía no estaba ella ni gozando del cielo ni gozando de la tierra, por encontrarse como a dos aguas, la asolaron las enfermedades, hasta el punto de casi acabar con su vida. Renacida, vivía ahora de nuevo, y la deuda de amor solo con amor se puede pagar.

    En aquel instante trajo a la memoria el momento en el que Cristo se puso a su lado derecho, haciéndola estremecer de amor, colmando los grandes deseos que la consumían desde niña. Nunca se le fue de la memoria. Todavía sentía la presencia de Cristo a su lado, como de continuo siempre había sido. Solo Cristo, a pesar de su propia imperfección, arrojaba lejos de sí todos sus miedos, todos sus temores. El amor produce una rara certeza. Y, cuando la persona amada está al lado, parece que no tienen gran alcance los

    desasosiegos, y «no tiene fuerza la duda» (V 27, 5).

    Mirando por la ventana, la llanura le recordó su infancia y la amplitud de la Castilla que le vio nacer. Es la tierra en la que el cielo no halla obstáculo alguno, de un azul radiante cincelado sobre un horizonte ocre. Allí respiraba mejor que en cualquier otro sitio. Se sonreía mientras recordaba cómo tenía fuerzas, ya desde muy pequeña, para convencer incluso a sus hermanos mayores de poner en obra las fantasías que a ella se le ocurrían. Siempre fue persuasiva: tales eran sus gracias naturales. De las piedrecillas que amontonaban en el jardín de su casa, haciendo como que fundaban conventos, a las comunidades de monjas que ahora ella establecía por todo el reino había gran diferencia, pero no dentro de su alma. La fuerza de un mismo deseo era la que le movía. Esa era su manera particular de hacer «lo poquito que era en ella» (cf. C 1, 2).

    Esto poquito que ella pudo supuso una gran transformación de la Iglesia a largo plazo, de mano de su vida y su doctrina, consignada y custodiada por el testimonio escrito de sus libros y el ejemplo vivo de sus hijas e hijos. Su obra traspasaría fronteras y daría el salto a otros continentes, extendiéndose hoy, como ella misma hubiera hecho si hubiera tenido tiempo, por prácticamente todo el mundo. La reforma que ella había iniciado, con unas poquitas monjas, al cobijo de las murallas de Ávila, estaría llamada a dar un fruto duradero. Acaso no hay transformación verdadera de la Iglesia que no comience por lo pequeño. A eso apunta el evangelio, cuando pone como ejemplo del reino de Dios al grano de mostaza, a la levadura en medio de la masa y al niño entre los adultos.

    Santa Teresa se preguntó si acaso tendrían razón los que citaban a san Pablo en su contra, y en contra de sus fundaciones, diciendo unas supuestas palabras del apóstol, que promulgaba «el encerramiento de las mujeres». No bastaba con la reprensión de su Señor Jesús a tales planteamientos contra las mujeres, cuando él mismo le decía que les recomendara a tales letrados que no se dejaran llevar por una sola parte de la Escritura, sino que miraran también otras partes. Y, además, ¿no era él libre para orquestar las cosas según su voluntad?: «¿Podrán por ventura atarme las manos?» (Rel. 19). Pero, por ahora, tenía que quedarse callada y encerrada, como era el destino frecuente de tantas mujeres en su época, a las que se miraba con sospecha, incluso, si se empleaban en la oración mental. Los tachones de los correctores sobre sus escritos en defensa del discipulado femenino dan buena cuenta de ello.

    Santa Teresa sería canonizada el 12 de marzo de 1622, junto a Ignacio de Loyola, Isidro Labrador y Francisco Javier. El año pasado se cumplieron cuatrocientos años de este acontecimiento eclesial, que rubricaba un despertar de santidad en una época de grandes dificultades. Al término de este año jubilar ven la luz estas páginas como recuerdo y tributo a una mujer que, junto con sus hijos e hijas, cambiaría la Iglesia para siempre.

    Hija

    El día 2 de noviembre del año 1535 Teresa se levantó de madrugada, no queriendo despertar a nadie. Tenía veinte años. Podemos imaginarla de puntillas, cargando sobre sí un ligero equipaje, muy sigilosa por el largo pasillo de su casa, apretando los dientes a cada paso, rogando silencio a la madera que crujía bajo sus pies. Ante todo, deseaba no despertar a su padre, pues nadie quiere despertar a su padre la noche que se fuga de casa. Uno de sus hermanos ya la esperaba a la puerta, también con sus bártulos. Una vez más había sido convencido por el magnetismo de su persuasiva hermana, quien raramente veía desatendidos sus deseos. Le había convencido nada menos que para hacerse fraile al tiempo que ella se hacía monja. Siendo tan persuasiva, sin embargo, no había podido convencer a su padre de que le diera su bendición para ir de monja al reciente monasterio de la Encarnación, consagrado el año de su nacimiento. Don Alonso, su padre, había sido muy claro al respecto: ella podría irse de monja, pero cuando él se hubiera muerto o, por decirlo en otras palabras, por encima de su cadáver. La única alternativa para la maestra de la determinada determinación era escaparse de casa.

    En Ávila, una ciudad cristiana y devota, la gente madrugaba para asistir a los oficios divinos, por lo que era menester darse prisa y salir antes que despuntara el sol por el horizonte. Calle abajo, atravesaron el prado hasta el edificio no terminado aún de las carmelitas. Poco después de abandonar la ciudad que la vio nacer, Teresa se llevaría la mano al pecho con dolor, sintiendo como cada hueso se separaba de ella. Sentía tantísimo dolor en su espíritu que, si no hubiera sido por su orgullo y por el amor de Dios, no hubiera podido hacerse fuerza para dirigir de nuevo sus pasos vacilantes hasta el frío monasterio que la iba a acoger por una parte importante de sus días.

    Era como si su vida entera le pasara por delante de los ojos, pues, como escribiría más adelante sobre aquel preciso instante, «no será mayor el sentimiento cuando me muera» (V 4, 1). A su mente vinieron, seguramente, los primeros recuerdos de su infancia, y los delicados cuidados de su madre. Teresa era hija de una bella mujer, de nombre doña Beatriz, de gran entendimiento y gravedad, y de un caballero de Ávila, don Alonso, de inclinación natural para los negocios, un hombre de palabra y recta conciencia. Sin embargo, no es de extrañar en una época como aquella que su padre concediera una importancia desmedida a la honra. Era tan proclive a asumir imposturas sociales que difícilmente se podrían averiguar los apuros financieros que atravesó hasta su muerte. Un año antes de fallecer se comprometió a una deuda de 7607 maravedíes que, ciertamente, no iba a poder pagar.

    Teresa había nacido al calor familiar, en Ávila, en el año de 1515, a las cinco de la mañana. Era un 28 de marzo. Le fue puesto el nombre de su abuela por parte de madre. Este nombre, que hoy nos parece de santa, no lo era en su época, y Teresa de Jesús sería la primera de una lista de canonizaciones que, hasta el día presente, llevan el nombre de la fundadora.

    Tampoco su ascendencia familiar era de santa, ni siquiera de cristiana vieja. En España, la devoción a la que fuera considerada «la Santa de la raza» no pudo resistir el descubrimiento, bien entrado el siglo XX, de que la hidalguía de don Alonso Sánchez de Cepeda, su padre, no era tal. Juan Sánchez, el abuelo paterno de santa Teresa, toledano de nacimiento, era un converso del judaísmo. La ascendencia inmediata de Teresa de Ahumada no era cristiana. Esto, en una sociedad que por el siglo XVI concedía una importancia desmedida a la pureza de sangre, era un sambenito terrible. Sambenito, por cierto, como el que colgó del cuello de Juan Sánchez, cuando le tocó procesionar por las calles de Toledo, en la procesión humillante de los «reconciliados», durante muchos viernes, por supuestamente haber judaizado, es decir, por haber retenido ciertas prácticas judías siendo bautizado de la Iglesia de Cristo. Al menos, de eso se acusó a sí mismo, aprovechando un edicto de gracia de los Reyes Católicos.

    No es fácil determinar hasta qué punto las artimañas de su familia, que había conseguido el título de hidalguía por malas artes en la chancillería de Valladolid, habían surtido su efecto, y si la gente, realmente, desconocía que descendían de judeoconversos… y judeoconversos judaizantes.

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