En pleno siglo XIX, el espiritismo no se constituyó como algo contrario a la ciencia, sino como su complemento. Era lo único que ofrecía cierta confianza ante la crisis de mentalidad y las grandes incertidumbres que se estaban generando en torno a la fe. Desde que el caso de las hermanas Fox diera el pistoletazo de salida a este particular movimiento en la casa de Hydesville (Nueva York, 1848), el espiritismo se convirtió en la solución al problema; una solución integrada por una mezcla de fe religiosa, práctica científica y filosofía de vida.
Desde finales de este siglo ganó muchos adeptos en Europa y su número se incrementó tras la Primera Guerra Mundial, pues los familiares de las víctimas buscaban el contacto con sus almas a través de médiums y espiritistas. Sin embargo, pese a la cantidad de estudios que ahondan en sus orígenes y desarrollo, durante muchos años se pasó por alto el trascendente papel que jugaron las mujeres en el desarrollo de este movimiento, tanto en el papel de médiums como en el de divulgadoras. Mujeres que fueron capaces de subvertir los roles tradicionales que el siglo XIX había asignado a su género.
Allan Kardec, una figura imprescindible del espiritismo, y su sucesor León Denis aseguraron que las mujeres «eran, desde la antigüedad, mediadoras en el dominio de la vida, en el de la muerte y en el de las creencias, por eso florecían libremente sus capacidades en los misterios eleusiacos y en otras ceremonias de culto, en conventos y beaterios, donde se producían numerosos casos de arrobamiento y de exaltación visionaria en las mujeres con ‘capacidad para el milagro’» (María Dolores Ramón,). Con estas palabras queda perfectamente definida la relación, por sorprendente que pueda parecer, entre el feminismo y el espiritismo, un movimient este que se movió entre causas progresistas como el republicanismo o la lucha contra la Iglesia y permitió a las mujeres ser dueñas de sí mismas.