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Tesoros de un padre
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Libro electrónico238 páginas3 horas

Tesoros de un padre

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Tesoros de un padre refleja la vida de un hermano que peleó muchas batallas y «perseveró en la fe una vez dada a los santos». Este es el legado del Hno. Manolo, lo bastante profundo como para no ser ignorado y lo bastante sencillo como para calentar el corazón más entumecido. El autor compuso estas meditaciones en su vejez y se publican con la esperanza de ser un bálsamo para los que se opongan a la maldad reinante y sufran las heridas de estos tiempos de guerra y angustia sin igual.

  • Dios intervino de forma sobrenatural para animarnos a publicar este libro.
  • Alcanza una precioso equilibrio entre sabiduría y sencillez.
  • Un texto que, sin dejar de ser actual, apela a la Palabra ante la degradación eclesiástica y secular que estamos viviendo.
  • Sin "apellidos": válido para cualquier "confesión" cristiana.
IdiomaEspañol
Editorialmarronyazul
Fecha de lanzamiento7 sept 2023
ISBN9788412423549
Tesoros de un padre
Autor

Juan Manuel de Roa de Diego

Juan Manuel alcanzó el más alto rango que un redimido pueda alcanzar: una oveja que amaba a los hermanos. Profesaba una afinidad por el prójimo y la iglesia que tenía esencia de sacerdocio. Peleó «batallas de fe» de envergadura a favor de las almas, muchas veces sin resultados visibles. Sufría por la inmadurez, la ceguera y el pecado de los hermanos en la fe como sufren los padres por un hijo rebelde. Sólo compartió algunas reflexiones hacia el final de su vida, aunque las consideramos ciertamente fascinantes hasta el punto de sentirnos deudores de ellas. En su conjunto consideramos sus escritos como una isla en medio del agitado mar: tan llenas de libertad como de santidad y de verdad como de humildad. ¡Que sean como un bálsamo para ti en estos tiempos tan difíciles! 

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    Tesoros de un padre - Juan Manuel de Roa de Diego

    Introducción del editor

    Estas meditaciones personales fueron compartidas en una pequeña congregación y reflejan la sabiduría de un anciano asentado en largos días de fe, el «boceto» de un hombre que decidió ser discípulo de Cristo. No se limitan a «buenas intenciones» ya que, tanto en su creación original como en su publicación, han tenido el sello del que no duerme y vela sobre nuestras cabezas. En primer lugar, el autor nunca pretendió hacer de ello un libro y mucho menos que se publicara más allá de su grupo. En segundo lugar, el Señor se pronunció sobre estos escritos antes incluso de acceder al material, y lo hizo de forma que podríamos calificar de «sobrenatural» a través de una persona que ni sabía que existían. Con sencillez y con mucha claridad, el Señor manifestó que en estas palabras había un pequeño «tesoro». No nos forzó ni insistió en el tema, solo nos lo hizo saber. Como en Marronyazul nos dedicamos a cazar «tesoros», pasados unos meses nos animamos a leer y comprobamos que Dios, como siempre, tenía razón. El propio título fue inspirado de forma semejante porque no sabíamos ni cómo titularlo: una hermana fue inspirada a ello.

    ¿Qué podemos decir del autor? Manolo quizás alcanzó el más alto rango que un redimido pueda alcanzar, que es ser una oveja que ama a los hermanos. Quizás pertenecía al selecto grupo de los que se hubieran atrevido a practicar la máxima de «poner la vida por el prójimo». Si me hubieran obligado a apostar por alguien que pudiera acometer tal empresa y que conociera personalmente, estaría en lo alto de la lista, pues profesaba una afinidad por el prójimo y la iglesia que tenía esencia de sacerdocio. Bajo esta premisa acudía en rescate de personas y situaciones que la inmensa mayoría jamás se hubiera atrevido a rozar con un plumero. Aunque cometiera errores, sufriera desengaños y tuviera que soportar una profunda obra de Cruz, peleó «batallas de fe» de envergadura a favor de las almas. Sufría la inmadurez, ceguera y pecado de los hermanos en la fe casi como sufren los padres por un hijo rebelde.

    Siendo un hombre de fuerte carácter y obstinada voluntad, Manolo se humilló bajo la disciplina de Dios para conocer a Jesucristo, abandonó desde joven el orgullo de la superioridad intelectual y atravesó agarrado de la mano de Jesús muchas amarguras y desamores para ser una oveja que recorre el estrecho camino y entra por la puerta estrecha. De esto no se habla ni se quiere hablar, pero el Evangelio trae mucho sinsabor y desamor al alma. Sinsabor porque la Palabra amarga los intestinos del hombre (Ap. 10:10) y desamor porque el Evangelio exige la entrega de los amores inferiores, empezando por la familia natural y acabando por la vida de uno mismo (Lc. 14:26). El Evangelio es una puerta muy angosta, que lleva a un camino muy estrecho, envuelto en un fuego que arde-sin-consumir. Si estás gordo y conoces el Evangelio, dejarás el Evangelio o dejarás de estar gordo, pero no podrás mantener ambas cosas.

    Este hermano mío supo llevar con entereza las cruces externas que Dios le dio: una mujer y cuatro hijos difíciles (cada uno con lo suyo); también las internas: su propia persona a la que acompañó una enfermedad muy humillante y molesta desde una edad relativamente joven. No rehuyó su cruz porque sabía bien adonde iba, y lo hizo sin queja y hasta con cierta alegría. Muchas dudas e incógnitas, pero nunca quejumbroso ni con «raíz oculta de amargura» (la «amargura mala» que cita Heb.12.15). Antes bien, alzó su vista a lo alto, se humilló bajo la Roca… fue un padre para muchos. Fiel a su luz interior y al amor de Jesús, denunció la corrupción del mundo y también la eclesiástica. No calló ante la creciente maldad aunque se granjeara la enemistad de algunos, o de muchos (solo Dios sabe).

    Conviviendo con él muchos días, no lo conocí de verdad ni creo que él mismo se conociera completamente. Pero el Espíritu lo conocía y sabía de sus avances espirituales, los detalles de sus derrotas y victorias. Y aunque nunca conocí la dimensión verdadera de la obra divina en él, sí sé cuánto le amaba el Señor. Re-encontrado con el más grande amor de su juventud, ya no se llama Juan Manuel ni es mi padre carnal ―y nunca jamás lo volverá a ser―, su cuerpo ya no sufre debilidad alguna y su herencia está entre los glorificados. Entendedme bien, no es que se lo «merezca»; sino que quizás pudiendo ser de los que opositan para «merecérselo», se humilló bajo el poder del Evangelio para entender que de ninguna manera podía «merecerlo»… y este es el niño de Dios al que antes hacía referencia. No quisiera ser más que él, pero tampoco menos; un hombre fuerte que se hizo débil, que amó a Jesucristo y al prójimo y dejó una herencia lo bastante digna como para compartirla con el Cuerpo de Cristo.

    Aunque serás desafiado por algunas de las meditaciones aquí desarrolladas, te animamos a tener completa libertad para no estar de acuerdo con todo lo expuesto y recibir solamente lo que el Señor apruebe en tu corazón. En cuanto a nosotros, algunas reflexiones las consideramos ciertamente fascinantes hasta el punto de sentirnos deudores de ellas, y en su conjunto lo recibimos como una isla en medio del agitado mar. Cuando termines de leer, es posible que entiendas lo que aquí exponemos.

    Señor Jesús, glorifícate una vez más a través de lo «vil, débil y menospreciable»; nosotros somos como nada y tú lo eres todo.

    Tesoros de un padre

    A su imagen y semejanza

    Acabamos de terminar la Semana Santa y durante la misma hemos celebrado la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo. En estos días, algunas iglesias locales siguen la tradición de ministrar sobre el sermón de las siete palabras, que son explicadas siguiendo la mentalidad del predicador o las creencias de su denominación; en otras, en vez de hablar de estas siete, se resaltan los sufrimientos y resurrección del crucificado; finalmente, en el resto, se ministran diversos temas bíblicos que nada tienen que ver con la citada celebración. Lo que sí ha cundido en todas las iglesias de todo signo ha sido la alabanza y adoración, recordando los sufrimientos que nuestro Señor tuvo que padecer para pagar en su carne lo que nosotros merecíamos y lograr así nuestra plena justificación ante las justas demandas del Padre.

    Lo que considero estará en el corazón de los hijos de Dios ―al menos en gran parte de ellos―, es ese vehemente deseo de parecerse cada día un poco más a su Señor y Maestro, el buen Jesús, por quién hemos recibido tantísimas bendiciones (empezando por el nuevo nacimiento) y hemos sido hechos herederos de un Reino inconmovible. Espero de corazón que el anhelo del creyente sea en verdad «transformarse de gloria en gloria en la imagen misma de Cristo» (II Cor. 3:18).

    Ahora bien, aquí viene el meollo de la cuestión: ¿Verdaderamente deseamos ser como nuestro Modelo, Jesús de Nazaret? La mayoría responderá rápidamente «sí, yo deseo parecerme cada día más a mi Señor». Es una buena y adecuada respuesta aunque muchos no sepan ni por asomo lo que esto significa. Hay un texto muy revelador que muestra de forma diáfana lo que conlleva nuestra aspiración:

    Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. (Juan 15:20)

    Infelizmente, tenemos por costumbre fijarnos más en la segunda parte de este versículo que en su contenido total. En primer lugar, el Señor deja bien claro que seremos perseguidos si le somos fieles. Después dice que nuestra palabra, hablada en su naturaleza y nombre, va a ser guardada como lo fue la suya. Si deseamos de corazón ser como Él, vamos a padecer. De distinta manera cada uno: persecución, infamia, injusticias, deshonra.

    No importa lo que sea, aunque resulte muy doloroso para nuestra carne será gloria para nuestro espíritu. No quiero decir con esto que todos los hijos tienen que pasar obligatoriamente por estas situaciones, pero sí que debiéramos estar preparados interiormente por si alguna de estas cosas llegara a nuestra vida. Aunque no todas estas vicisitudes nos acontezcan, es posible que hayáis padecido alguna. Por experiencia propia estoy seguro que es así.

    En I Pedro 2:21 se nos dice que Cristo padeció por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus pisadas, y todos sabemos dónde terminaron. En cierta manera, todos podemos y debemos participar de esa cuota de cruz que a cada uno le corresponde, aquella que soberanamente Dios haya preparado para cada alma. Amados, en todos nosotros hay sufrimiento, hay quebranto; quizás no tanto persecuciones ―al menos de momento―, pero el león rugiente procura amedrentarnos de cualquier manera para atemorizarnos y que perdamos nuestra confianza del principio (Heb. 3:12-14). Si desde ya esperásemos acontecimientos dolorosos en nuestra vida, aunque nunca se concretasen, en su momento no nos pillarían desprevenidos; cuando llegaran, podríamos decir como dijo el apóstol Pablo por la gracia del Señor, «todo lo puedo en Cristo que me fortalece».

    Por Su bondad, somos un pueblo elegido de entre todas las naciones y razas para vivir una vida plena (en todos los sentidos de la palabra), y para honrar y glorificar el inefable Nombre de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo con un carácter moldeado a la imagen de nuestro Señor.

    Camino de Vida y camino de muerte

    A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia. (Deuteronomio 30:19)

    Y a este pueblo dirás: Así ha dicho Jehová: He aquí pongo delante de vosotros camino de vida y camino de muerte. (Jeremías 21:8)

    En una reciente reunión virtual de iglesia, se citó parcialmente I Corintios 10, en concreto los once primeros versículos. Como se puede leer, el apóstol ofrece primero una pequeña relación de las bendiciones que recibió el pueblo liberado de la esclavitud de Egipto y posteriormente nos habla de la aflicción que sufrieron a causa de sus pecados. En el verso 5 se subraya que Dios no se agradó de la mayoría de ellos y murieron en el desierto. No sabemos a qué cantidad se refiere esta mayoría, pero sabemos que esta palabra significa una gran cantidad.

    ¿Cuál fue la razón por la que quedaron postrados en las arenas candentes? Veamos: codiciaron cosas malas (verso 6), fueron idólatras (7), fornicaron (8), tentaron al Señor (9) y murmuraron (10), «y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos». Si Pablo hace mención a los fines de los siglos en el tiempo en que él vivía, mucho más cercano están de nosotros los fines a los que él alude. Así pues, también pueden aplicarse perfectamente a nosotros y a nuestro tiempo las razones por la que la mayoría de los israelitas liberados no entraron a la tierra prometida.

    Tenemos una «herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para nosotros» (I Ped. 1:4); además, se nos ha dado la autoridad para, en su momento, juzgar a los ángeles (I Cor. 6:3); somos llamados y seremos dotados para liberar a la creación de la esclavitud de corrupción (Rom. 8:21) y señorear en todas las cosas de acuerdo a la comisión que el Señor dio al hombre después de crearlo (Gén. 1:28).

    Somos receptores (espero que agradecidos) de incontables bendiciones de parte de nuestro Dios; si el Señor nos da sabiduría para ello, podemos incluso reconocer que aun las cosas desagradables que nos suceden redundan en nuestro beneficio, pues todas las cosas ayudan a bien (Rom. 8:28). Por tanto, al margen de la invaluable salvación de nuestros pecados y de la condenación eterna que en justicia merecíamos, tenemos la imponderable promesa de una ciudadanía celestial, el habernos llenado de su Luz, el haber sido trasladados al reino de su amado Hijo, etc. Incluso podemos añadir que seremos participantes de la naturaleza divina (II Ped. 1:4… ¿qué será esta gloria?). Todo esto representa, aunque de manera parcial, aquello que por gracia se nos ha otorgado exclusivamente por el corazón generoso de nuestro Padre. A cambio se pide, por nuestro bien, que seamos santos y obedientes a Su Palabra.

    Infelizmente, estamos acostumbrados a ver solo las bendiciones de nuestro Dios y no sus demandas. Esto redundará en nuestra desgracia espiritual; pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Lo que tenemos proviene de sus incontables riquezas, pues todo a Él pertenece: desde la vida que tenemos insuflada por Su aliento al resto de cosas de las que disfrutamos. Incluso los hijos son herencia de Jehová según el salmo 127:3. Con nuestra habitual torpeza creemos que todo nos lo merecemos por haber creído en el Señor Jesús. Nada más lejos de la verdad. Hemos sido salvados para ser testimonio, aun a nosotros mismos, de esa preciosa salvación, y la manifestamos mediante nuestra obediencia y santidad apartándonos de todo aquello que pueda entorpecer o ensombrecer nuestra comunión con el Dios de la gloria. Pronto hemos olvidado que el camino que supuestamente andamos es angosto pero lleva a la vida; y el camino que se supone no andamos es ancho y permisivo pero lleva a la perdición.

    Quiero exponer brevemente aquí algunas cosas que Dios nos pide según el N.T.. No hay orden de importancia porque todas son importantes. Estoy completamente seguro que hay muchas más de las aquí expuestas. Que cada uno agregue las suyas personales.

    Dios nos ha dado, mediante el nuevo nacimiento, una naturaleza capaz de enfrentar y vencer a esa naturaleza pecaminosa carnal ―bestial traduce alguna versión antigua― con la que hemos venido a este mundo.

    Lo primero que Dios dijo al principio de los tiempos fue: «Sea la luz». Es un mandato divino sobre el caos que reinaba en la tierra y que hoy es un símbolo de ti y de mí. De esa forma se pudo distinguir la luz de las tinieblas. La obra que la gracia de Dios ha hecho en Su pueblo es incontestable: si antes estábamos ciegos a nuestra maldad y pecado, ahora sabemos aquello que desagrada al Señor (aunque algunas veces, más de las deseadas, nos aferramos a las tinieblas antes que a la luz). Dios creó la luz para iluminar nuestras tinieblas y que fuéramos capaces de ver aquellos oscuros rincones de nuestra alma para limpiarlos y llenarlos de Él. Así, con el poder de discernir entre lo bueno y lo malo, y tener la capacidad para elegir ―lo que antes no teníamos, pues siempre nuestro libre albedrío escogía el mal―, ahora podemos escoger vivir en la luz, en la verdad, en la Vida.

    Se nos dice que escojamos la vida y no la muerte. Ahora es nuestra la responsabilidad escoger bien porque tenemos potencial para hacerlo. Hemos escrito más arriba algunas de las citas neotestamentarias que nos enfrentan con nuestra acción diaria: procurad, ocupaos, haced, buscad, seguid, trabajad, andad, dejad, corred, etc. Todos estos verbos están en imperativo, es decir, son mandatos a cumplir que, de hacerlos, nos guiarán en el camino estrecho y nos adentrarán más y más en una vida de santidad, imprescindible para el hijo de Dios.

    La bendición de Dios no depende de la fidelidad y obediencia que le tengas, pero tu crecimiento espiritual sí depende de ello. Como sabemos, Dios es el único que da el crecimiento (I Cor. 3:6-7, Col. 2:19), ya que nadie puede incrementar su propia estatura (Mt. 6:27). Pero aunque nuestro crecimiento solo le incumba al Dios Todopoderoso, nosotros debemos regar la planta. La lectura de la Palabra; la oración del corazón aunque sea sencilla (con tus palabras y no con las de otro, Dios tiene un oído muy sensible a la voz de sus santos); el amor a los hermanos; el pequeño sacrificio que podamos hacer por otros; y tantas otras cosas.

    Dios espera de nosotros nada menos que lo más alto, lo excelente, lo perfecto. Para eso hemos sido preparados, para una vida así es que el Señor nos ha transformado. ¿Cómo nos daría todas las cosas, incluso el gobierno de este mundo, si no estuviéramos preparados para ello? Dice la Palabra en Hebreos 6:1, «vamos adelante a la perfección»; y en Efesios 4:13, «hasta que todos lleguemos […] a un varón perfecto,

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