Santa Mónica. Las lágrimas de una madre: Colección Santos, #8
Por F.A. Forbes
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Santa Mónica vivió hace más de dieciséis siglos, pero sufrió los mismos problemas que aquejan a tantas madres hoy en día: la enemistad de una suegra, un matrimonio difícil, la murmuración de los envidiosos y, sobre todo, la angustia de ver cómo Agustín, su hijo querido, se alejaba de Dios y desperdiciaba su vida.
Ante tantas dificultades, que superaban sus fuerzas, la reacción de Mónica fue poner la otra mejilla y acudir al Señor, porque sabía que era el único que no la defraudaría. Su oración constante fue como la gota de agua que va desgastando la roca poco a poco. Nunca dejó de pedir por la conversión de su marido y su suegra, que eran paganos, y Dios escuchó su plegaria.
La conversión de Agustín fue mucho más difícil. Le gustaban los placeres mundanos, tuvo un hijo fuera del matrimonio, se hizo de la secta maniquea e incluso engañó a su madre para marcharse a Roma. Sin embargo, pocas cosas más poderosas hay en el mundo que las lágrimas de una madre, si se derraman ante Dios.
Su hijo llegó a ser obispo, santo y doctor de la Iglesia, y Santa Mónica sigue siendo para nosotros un modelo de madre y esposa cristiana.
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Santa Mónica. Las lágrimas de una madre - F.A. Forbes
Prólogo del editor
Hay pocos católicos que no conozcan, al menos de oídas, a Santa Mónica. Después de Nuestra Señora la Virgen, esta santa del siglo IV es sin duda el prototipo de madre católica que supo dar la vida día a día por su familia. Como un buen ejemplo concreto vale más que mil palabras, en la Editorial Vita Brevis nos ha parecido que traducir la vida de Santa Mónica sería la mejor aportación que podríamos hacer a la Iglesia en el año del Sínodo de los obispos dedicado a la familia.
La historia de Mónica está estrechamente unida a la de su primogénito, Agustín, que era lo más parecido a un hijo perfecto. Tenía buen carácter, con numerosas cualidades y un afecto sincero y profundo por su familia. Mostraba una gran inteligencia y parecía estar destinado a cosas grandes. Una de las alegrías más profundas de Mónica era ver cómo Agustín crecía junto a ella y, poco a poco, en la medida en que un niño pequeño podía hacerlo, iba recibiendo la fe que le transmitía su madre tanto con la palabra como con el ejemplo.
Llegó un momento, sin embargo, en que las malas compañías torcieron el buen camino que Agustín había emprendido de niño, ante la angustia y la impotencia de su madre. La gran inteligencia del muchacho le fue proporcionando éxito tras éxito en el ámbito académico, pero también lo llevó cada vez más lejos de su hogar y de su madre, tanto física como espiritualmente. Otros estudiantes, quizá menos inteligentes que él pero más avanzados en los vicios y pecados del mundo, le fueron mostrando una vida totalmente distinta de lo que había conocido en su familia. También las modas intelectuales de su época contribuyeron a extraviar a Agustín, que abandonó el catolicismo de su niñez para abrazar el maniqueísmo.
Como dice el subtítulo de este libro, las lágrimas eran lo único con lo que contaba Mónica para que su hijo volviera al buen camino. No eran, sin embargo, simples lágrimas de desahogo, un chantaje emocional para que su hijo se sintiera culpable o una manera egoísta de despertar la compasión de los demás, sino lágrimas de auténtica oración, derramadas en silencio ante Dios durante años.
La constancia de Mónica terminó por dar fruto y San Agustín de Hipona llegó a ser un gran santo, obispo y doctor de la Iglesia, cuyos libros están entre los escritos que más han influido en la vida, la fe y el pensamiento de los católicos de todos los tiempos. Estos dos grandes santos son una muestra de que Dios quiere que vayamos al cielo en racimos, llevando a otros de la mano, y no como frutos solitarios. Agustín recibió la fe de la enseñanza, el ejemplo y las oraciones incesantes de su madre, que era una mujer sencilla, humilde y muy inteligente, aunque no tuvo la formación académica de la que disfrutó su hijo. Sin Mónica, no habríamos tenido a San Agustín, pero sin Agustín tampoco habríamos tenido a Santa Mónica, porque ella se santificó cumpliendo su vocación de dar la vida por su hijo y por el resto de su familia.
A diferencia de lo que sucede con otros santos (y especialmente santas) de su tiempo, tenemos bastante información sobre la vida de Mónica, gracias a la influencia que tuvo en su hijo. Agustín plasmó en sus Confesiones, una de las obras maestras de la literatura universal, multitud de historias, anécdotas y enseñanzas de su madre, que siempre conservó en el corazón.¹
Aunque en la mente de los cristianos santa Mónica está indisolublemente unida a la maternidad, lo cierto es que no sólo fue una madre santa, sino también una esposa santa, en un matrimonio lleno de dificultades. Como mujer cristiana casada con un pagano cuando aún era muy joven, conoció los sufrimientos de un hogar en el que los esposos no comparten los principios fundamentales de la fe. También la relación con su suegra, en cuya casa vivía el joven matrimonio, fue para ella una fuente de grandes sinsabores, que Mónica ofreció a Dios y que constituyeron una ocasión fundamental para que pusiera en práctica los principios del Evangelio.
A pesar de la distancia temporal y cultural que nos separa de Mónica, las madres (y los padres) que lean este libro se verán sin duda identificados con ella, ya que los problemas de nuestra santa fueron muy parecidos a los que sufren las familias de hoy: los incomprensión de los parientes políticos, los roces entre los esposos, hijos que toman caminos equivocados, la angustia de la separación, la seductora novedad de ideologías anticristianas, un ambiente pagano en el que la fe se considera una rareza…
Las cosas no han cambiado tanto, después de todo. Por ello, Santa Mónica no sólo puede ser nuestra intercesora en el cielo, sino también un ejemplo cercano para nosotros de vida cristiana en medio de las dificultades cotidianas.
Prefacio de la autora
Este libro es, ante todo, la historia de una madre, pero también la historia de una mujer con nobleza de espíritu. Fue una mujer verdaderamente grande, porque nunca quiso serlo. Por haber entendido su vocación en el mundo y vivir según la voluntad de Dios para ella, por haber sufrido con valentía, haberse olvidado de sí misma en el servicio a los demás y haber sido fiel a sus nobles ideales, fue una verdadera reina entre los que la rodeaban. Tuvo una influencia profunda y de largo alcance, a pesar de que ella misma estuvo lejos de sospecharlo o desearlo, y quizás ese fue el secreto de su grandeza. Es un tipo de mujer muy poco frecuente en la actualidad, pero, ¡gracias a Dios!, sigue habiendo Mónicas en nuestra época. Si hubiera más, este mundo sería un lugar mejor.
Capítulo I: Una educación cristiana
En la soleada costa de África, en el país que actualmente llamamos Argelia, se alzaba en la primera época del cristianismo una ciudad llamada Tagaste. No muy lejos de allí, había tenido lugar la batalla de Zama, donde la gloria de Aníbal pereció para siempre, pero ya había pasado mucho tiempo desde que Roma vengara los agravios de su acerba lucha con Cartago. La ambición del África romana, según el nombre que los conquistadores habían dado a la nueva colonia, consistía en ser aún más romana que la propia Roma. Cada ciudad tenía sus baños, su teatro, su circo, sus templos y sus acueductos. Incluso se había prohibido que los romanos condenados al destierro se refugiaran en ella, por la simple razón de que se parecía demasiado a Roma según las autoridades.
A mediados del siglo IV, la Iglesia estaba saliendo a la luz después de un largo tiempo en las catacumbas. El sucesor del Emperador Constantino, que era nominalmente cristiano, ocupaba el trono imperial. La vieja lucha con el paganismo, que había durado trescientos años, casi había llegado a su fin, pero nuevos peligros acechaban al mundo cristiano. Los hombres habían descubierto que era más fácil retorcer la verdad que negarla y la herejía y el cisma campaban a sus anchas.
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