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Sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX: Colección Santos, #5
Sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX: Colección Santos, #5
Sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX: Colección Santos, #5
Libro electrónico419 páginas7 horas

Sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX: Colección Santos, #5

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Este libro es una clara muestra de que la historia, para ser verdaderamente humana, no puede consistir en un mero conjunto de datos económicos y políticos. En efecto, por sus páginas desfilan cuarenta y seis sacerdotes que, a menudo con medios muy pobres, cambiaron el mundo a su alrededor como fundadores, teólogos, predicadores, simples curas de parroquia, mártires, misioneros, profesores o santos.

Los sacerdotes seleccionados se han dividido en siete grupos: maestros del espíritu, misioneros de pueblos lejanos, perseguidos a causa de la justicia, grandes teólogos, sacerdotes que se anticiparon a su tiempo, apóstoles de la caridad y los dedicados a diversos apostolados. Desfilan por sus páginas sacerdotes como el P. Rubio, Dom Columba Marmión, San Pío de Pietrelcina, el Beato Carlos de Foucauld, el sacerdote carismático Emiliano Tardiff, D. José Ribera, Von Balthasar, De Lubac, Guardini, Rahner, San Josemaría Escribá de Balaguer, San Pedro Poveda, Joseph Kentenich (fundador de Schönstatt), Alberione, Giussani (fundador de Comunión y Liberación), San Maximiliano Kolbe, Legaria, Pino Puglisi, Don Orione, el Padre Tocino, el P. Flanagan, el cura Brochero, Manuel García Morente, el P. Peyton o D. José María Arizmendiarrieta, entre otros.

No todos los sacerdotes descritos son santos (aunque muchos estén en camino de ser reconocidos como tales), pero todos dejaron sin duda una profunda huella en el siglo XX.

El prólogo del libro ha sido escrito por D. Joaquín María López de Andújar, obispo de Getafe.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 may 2015
ISBN9781513051529
Sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX: Colección Santos, #5

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    Sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX - Alberto Royo Mejía

    Dedicatoria

    A nuestros hermanos

    sacerdotes de Getafe

    y a muchos más

    ––––––––

    El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta los confines del mundo, pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles (Presbyterorum Ordinis, 10).

    La santa inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores (Benedicto XVI).

    Prólogo

    La intención de los autores es rendir homenaje con este libro a nuestro sacerdocio a través de un grupo de sacerdotes muy conocidos que, sin duda, han dejado una huella importante en el siglo XX. Quiero unirme a este homenaje destacando el bien inmenso que los sacerdotes hacen no sólo a la Iglesia sino también a toda la sociedad. Ellos hacen más humana la vida de nuestros pueblos y ciudades y ponen luz en medio de muchas oscuridades.

    Por el ministerio que desempeño desde hace muchos años, primero como Vicario General y después como Obispo, trato continuamente con sacerdotes y creo que les conozco bastante bien. Les he visto y sigo viendo en las tareas más diversas, fundamentalmente en las parroquias, pero también en hospitales, cárceles, colegios, universidades y, me atrevo a decir, en casi todos los ámbitos de la vida social donde es posible llevar la luz del Evangelio, bien directamente o acompañando espiritualmente a los laicos que hacen presente a Jesucristo en aquellos lugares a los que sólo ellos pueden llegar. Les he visto visitando enfermos, peregrinando con jóvenes, organizando campamentos, dando retiros espirituales, predicando y celebrando los sacramentos, animando las catequesis de niños, jóvenes y adultos, siendo el alma de convivencias con familias, atendiendo residencias de ancianos con un derroche de ternura y caridad, organizando con voluntarios convocados por ellos las más diversas tareas de servicio a los pobres en las cáritas parroquiales, en las campañas de Manos unidas, en múltiples organizaciones misioneras o de ayuda la Tercer Mundo, o acompañando a jóvenes en experiencias de misión fuera de España. Pero, sobre todo, les visto escuchando mucho, amando mucho, aguantando mucho y sacrificándose mucho por la gente. También les he visto en momentos de mucho gozo y en momentos de mucho sufrimiento. Les he visto reír y llorar: les he visto jóvenes y llenos de vigor y también ancianos y enfermos. He tenido el privilegio de acompañar, en sus últimos momentos, a sacerdotes que han vivido este último trance de la vida con una profunda fe y un abandono total en las manos de la misericordia divina.

    Yo debo mucho a los sacerdotes. Recuerdo todavía con emoción al sacerdote que me bautizó y, años más tarde, me acompañó en mi entrada al Seminario. Recuerdo con inmensa gratitud a los sacerdotes, profesores, formadores y directores espirituales que me fueron guiando en mi camino al sacerdocio: un camino apasionante que viví, en plena celebración del Concilio Vaticano II, con unos grandes deseos de parecerme a todos esos sacerdotes buenos, generosos, llenos de vitalidad y de amor a Cristo, que fueron pasando junto a mi dejando una huella de santidad.

    Doy gracias a Dios por los sacerdotes que, con sus homilías, charlas espirituales y buenos consejos, han mantenido siempre viva en mi corazón la llama de la fe y del amor a Cristo. Especialmente doy gracias por los sacerdotes que me han escuchado en confesión, han perdonado mis pecados en nombre de Cristo y, en momentos difíciles, han devuelto la paz a mi alma. Doy gracias a Dios por los que, siendo ya obispo, han sabido corregirme y me han ayudado con sinceridad y misericordia a ser mejor obispo. Y doy gracias por aquellos que, a pesar mis torpezas, equivocaciones, olvidos o imprudencias, siguen viendo en mí al sucesor de los apóstoles que tiene la sagrada misión de servir al Pueblo de Dios, en comunión con el sucesor de Pedro, siendo vínculo de unidad, promoviendo el ardor apostólico y guiando a esta querida porción de Iglesia que el Señor me ha confiado por los caminos de la verdad y del bien.

    El trabajo de los sacerdotes es, en la mayoría de los casos, un trabajo silencioso y oculto, sólo conocido por los que están cerca de ellos, pero es un trabajo que llega a mucha gente, en la Iglesia y fuera de ella. Por eso, aunque la propaganda anticatólica, trate continuamente de manchar su imagen, tengo la experiencia, continuamente constatada en mis vistas pastorales, del cariño que el Pueblo de Dios tiene a sus sacerdotes. Los sacerdotes son muy queridos y la gente, sobre todo la gente más sencilla, tiene con ellos multitud de detalles de cariño: desde el regalo de una bufanda porque le han visto con cara de frío hasta una tarta o un dulce para que ellos también participen en alguna fiesta familiar.

    Espero que este libro sirva para valorar y querer más a los sacerdotes y para caer en la cuenta de la necesidad que tenemos de ellos. Me gustaría, de una manera especial, que sirviera para rezar por ellos y para pedir a Dios que nunca falten en la Iglesia sacerdotes santos, según su Corazón, que cuiden de nosotros.

    + Joaquín María, Obispo de Getafe.

    Getafe, 2 de Diciembre de 2012

    Preámbulo de los autores

    Dedicar un libro a todos los sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX sería una labor prácticamente imposible pues, en realidad, casi todos los cientos de miles de sacerdotes -seculares y religiosos- que vivieron y ejercieron su ministerio en dicho siglo dejaron huella de un modo o de otro. La mayoría una huella buena, pues pasaron por el mundo haciendo el bien, como su Divino Maestro; y unos pocos dejaron una huella mala, vergonzosa, pero de ellos mejor ni acordarse.

    Huella buena dejaron los sacerdotes que vivieron abnegadamente, según la llamada que un día recibieron del mismo Señor y, por tanto, celebraron y administraron los sacramentos con amor, predicaron la Palabra de Dios con tenacidad, buscaron el bien de las almas a ellos encomendadas y se asemejaron a Cristo pobre y humilde, sin buscar su propia gloria, sino la mayor gloria de Dios. Los que vivieron así, sin duda, dejaron huella. Muchos no habrán salido en los periódicos ni habrán recibido condecoraciones; incluso no habrán hablado a multitudes si su ministerio no lo requería, pero dejaron huella por donde pasaron, en los que bautizaron, confesaron, casaron, alimentaron con el Cuerpo del Señor, prepararon para la buena muerte o enterraron; en los que aconsejaron, consolaron o guiaron; en los niños a los que enseñaron a rezar, en los jóvenes a los que enseñaron a vivir, en los matrimonios a los que enseñaron a amarse, en los pecadores a los que ayudaron a volver a Dios o en los ancianos a los que enseñaron a morir; en todos ellos sin duda dejaron una huella profunda y si todos estos fieles -y tantos otros no-católicos, no-cristianos o no-creyentes que les trataron- pudiesen hablar, contarían maravillas de ellos.

    Por eso, ante la imposibilidad de escribir un libro de tales dimensiones, hemos tenido que escoger una pequeña representación -solamente cuarenta y seis- de los sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX. Para que nos hagamos una idea de lo reducida que queda la selección, hay que tener en cuenta que en cada año del siglo XX falleció por lo menos un sacerdote que está en proceso de canonización, y en muchos años más de uno -sin hablar de los obispos-, por lo que solamente candidatos a los altares de los que podríamos escribir hay bastantes más de cien.

    Así pues, hemos tenido que excluir a los que llegaron al episcopado, incluidos los que fueron obispos de Roma y, por tanto, Sumos Pontífices, para quedarnos en los que fueron simples sacerdotes (hay algún monseñor, pero eso no altera su condición de sacerdotes, sino que solo la adorna un poco), seculares o religiosos, sin distinción. Si no hubiésemos hecho esa reducción, solamente con los obispos podíamos haber escrito otro libro todavía más voluminoso que éste. Ha sido, además, una exclusión buscada a propósito, pues los autores del libro queríamos rendir una especie de homenaje a nuestro sacerdocio a través de nuestros hermanos sacerdotes, sin por ello quitarle nada al afecto que tenemos a los obispos, los cuales encontrarán más fácilmente biógrafos.

    Muchos de los que aquí aparecen están en proceso de canonización y algunos han llegado ya a los altares, pero no todos. Si bien es cierto que la santidad es el mejor modo de dejar una huella perdurable, objetivamente hay sacerdotes que influyeron mucho en la Iglesia y en el mundo del siglo XX sin que se haya pensado en ponerles sobre un altar, quizás también porque no lo merecieron. Intentando ser lo más objetivos posibles, hemos incluido un poco de todo, oves et boves, fijándonos en su aportación real y no en los encasillamientos en los que otros les hayan querido incluir.

    Quizás a alguno le parecerá arbitraria la elección de los que aparecen en estas páginas, y realmente en cierto sentido lo es, pues uno habla de lo que conoce mejor y es difícil hacerlo sobre lo que se desconoce, pero no creemos que haya sido injusta. Nos hemos dejado a muchos en el tintero, entre mártires, misioneros, confesores, fundadores y teólogos; pero la tarea se volvía imposible. Sin embargo, no podemos dejar de mencionar, aunque sea de pasada, a los seis mil sacerdotes asesinados bárbaramente durante la persecución religiosa de la II República española, a los varios miles que murieron en los campos de concentración nazis y comunistas, a los que fundaron nuevas iglesias en Asia y África, a los que sobrevivieron a las crisis postconciliares y perseveraron cuando muchos de sus compañeros se secularizaron, a los que con sus mejores esfuerzos evangelizaron en los tiempos de la modernidad y a los que le tocó ya los de la postmodernidad, etc.

    Concretamente, en nuestro ámbito español podríamos haber incluido a muchos más, entre ellos a los curas diocesanos Pere Tarrés, Abundio García Román, Eladio España Navarro, Leocadio Galán Barrena, José Luis Martín Descalzo, Luis Zambrano Blanco, Juan Paco Baeza, José Luis Múzquiz, Juan Sáez Hurtado, Baltasar Pardal, Honorio María Sánchez, Manuel Aparici, José Pío Gurruchaga, Antoni Aguiló Valls, Diego Hernández González, Manuel Herranz Establés, Vicente Garrido Pastor, Juan Sánchez Hernández, José Soto Chuliá, Rafael Sánchez García, José María Hernández Garnica, Ángel Carrillo, José Luis Cotallo, Bernardo Asensi Cubells, Pedro Legaria, Antonio Amundarain Garmendia, Manuel Pérez Arnal, etc.; los jesuitas Ángel Ayala, Segundo Llorente, Manuel García Nieto, Pedro Guerrero, Francisco Tarín y Rodrigo Molina -sin olvidar a los egregios Urbano Navarrete y Antonio Orbe-; y además, el benedictino Justo Pérez de Urbel, los agustinos Anselmo Polanco y Agustín Liébana, el marianista Vicente López de Uralde, los dominicos Buenaventura García Paredes y José Merino Andrés, los pasionistas Aita Patxi y Francisco Sagarduy, el redentorista Francisco Barrecheguren, el trinitario Félix Monasterio. Y la lista podría continuar...

    Escribir este libro ha sido una auténtica escuela para nosotros, pues a algunos sacerdotes que en él aparecen los conocíamos por el nombre y poco más, y ahora hemos aprendido lo mucho que tenían que enseñarnos. Adentrándonos en sus vidas, hemos admirado el testimonio que dieron y, sobre todo, hemos corroborado en cada uno de ellos aquello que decía el Santo Cura de Ars cuando definía el sacerdocio como el amor del corazón de Jesús. Esta hermosa frase, que podría parecer una teoría, se hace vida en la mayoría de los sacerdotes que, con sus limitaciones, a veces con errores, buscan únicamente vivir en profundidad ese amor y transmitirlo.

    Los autores

    I. Los maestros del espíritu

    Carlos de Foucauld

    Buscador apasionado de la pobreza

    Joven disipado, monje trapense, eremita en Tierra Santa y en Argelia... Hablar de Carlos de Foucauld es hablar de una vida de aventura en la que Cristo fue escribiendo una historia totalmente novedosa y en la que se puede ver cómo es verdad que los caminos del Señor son inescrutables. Nacido el 15 de septiembre de 1858 en Estrasburgo, Francia, pertenecía a una familia aristocrática tradicional cuyo lema era Jamás retroceder. Esta divisa será constante durante toda la vida de Carlos. Su padre, el vizconde Eduardo, proveniente de un antiguo linaje francés, era por aquel entonces inspector asistente de bosques en Estrasburgo. Su madre, Isabel, era hija del famoso coronel Morlet y estaba emparentada con la nobleza de Lorena.

    Eduardo e Isabel contrajeron matrimonio en 1855, pero su primer hijo, otro Carlos, que nació en 1857, moriría un mes después de nacer. El segundo hijo, Carlos Eugenio, nació en la mansión Dietrich de Estrasburgo, el lugar donde se cantó la marsellesa por primera vez en 1792. El 4 de noviembre fue bautizado en la iglesia de san Pedro el Joven de la misma ciudad. El joven Carlos Eugenio pronto conocerá el sufrimiento al perder a sus padres en 1864.

    En su educación pesaría la influencia de su abuelo materno y tutor desde la muerte de sus padres, quien deseaba para su nieto la mejor formación e intervino para ello activamente. Carlos admiraba a su abuelo, y reconocería años después que su inteligencia y su ternura llenaron de amor su infancia y juventud. La muerte del abuelo en 1878 fue una dura pérdida para él.

    Pero no todas las cosas resultaban fáciles para el joven. Comenzó sus estudios en la Escuela Episcopal de san Argobast, en Estrasburgo. Allí se mostró como estudiante inteligente y consiguió entrar en el Liceo de Estrasburgo en 1868 en la sexta posición. A pesar de su inteligencia, Carlos tenía un carácter introvertido y colérico, lo que unido a su naturaleza enfermiza provocó que tuviera que seguir al final sus estudios en su casa recibiendo clases privadas.

    En el verano de 1868, se trasladó a casa de su tía materna María Clotilde, de casada Madame Moitessier y esposa de uno de los principales banqueros de Francia. Su tía se preocupó siempre por el bienestar de Carlos; llegó a ser una segunda madre para él y su hija, la futura María de Bondy, se convertiría en su confidente. La familia era ferviente practicante de la religión y ayudó en todo lo que pudo a Carlos.

    Pero la guerra franco-prusiana de 1870 rompió el ambiente de la alta sociedad de Estrasburgo, ocupada por los alemanes. El abuelo Morlet huyó con sus nietos para evitar el peligro y se estableció en Rennes para luego pasar definitivamente a Berna. Carlos, un niño de doce años, era ya un huérfano y un exiliado.

    Con el fin de la guerra la familia volvió a la parte de Lorena que siguió siendo francesa, estableciéndose en Nancy. Allí Carlos volvió a estudiar en el Liceo y tuvo como profesor a Jules Duvaux, republicano anticlerical que marcará su juventud por su patriotismo y el recelo constante frente a Alemania. En esos años también conoció a Gabriel Tourdes, con quien le unía el amor por la lectura de los clásicos y que se convertiría en uno de los amigos incomparables de su vida.

    La educación que recibía en el Liceo era profundamente laica, en la línea del republicanismo francés. Esto no impidió que Carlos siguiese recibiendo los sacramentos. El 18 de abril de 1872 recibió en Nancy la Primera comunión y la Confirmación. Pero el pensamiento de Foucauld andaba por otros derroteros, y en 1873, último año de Liceo, su pensamiento racionalista se fue incrementando. Ninguna evidencia le resultaba clara, desconfiaba de la búsqueda de la verdad, ni siquiera creía en Dios, como dirá más tarde de esa época. En 1874, año en que estudió filosofía, pierde completamente la fe. El catolicismo tradicional que había vivido chocaba frontalmente con su pensamiento racionalista.

    Terminado el Liceo con honores fue enviado al Liceo privado de Santa Genoveva de Versalles con el fin de prepararse para entrar en la Escuela Militar Especial de Saint-Cyr. El internado era llevado por jesuitas con férrea disciplina, lo que hará que Carlos se subleve y decida abandonar completamente la práctica religiosa. Comenzaron así los años de su juventud disipada, que le llevaron a ser expulsado del internado en 1876 por pereza e indisciplina.

    Volvió a Nancy para estudiar con un tutor; volvió a retomar la amistad con Tourdes. Fue este un tiempo de diversiones sin frenos y de lectura casi obsesiva. En junio de 1876 realizó el examen de ingreso en Saint-Cyr, donde quedó el nº 82 de 412 candidatos. El 30 de octubre entró en la academia militar más prestigiosa de Francia.

    Durante la academia continuaría su vida disoluta, que se plasmó en un pronto sobrepeso. En poco tiempo se dio cuenta de que el ambiente de la academia no era para él, aunque continuó sus estudios con poca dedicación. A pesar del aburrimiento, terminó el curso siendo el nº 143 de 391. Esto le posibilitaba entrar en el cuerpo de élite, la caballería, aunque eso no le creaba ninguna ilusión. Deseaba volver con su abuelo y retomar la relación con Tourdes. La muerte del abuelo Morlet el 3 de febrero de 1878 le hundiría en la tristeza y el dolor.

    En ese momento decidió cortar las relaciones con su familia. Era vizconde, riquísimo y sin trabas para disfrutar su legado. Cayó en la disolución y la glotonería y ese año terminó en desastre, quedando el nº 333 de 386 alumnos. A pesar de todo, ingresó en la Escuela de Caballería de Saumur como teniente segundo el 31 de octubre de 1878. En dicha Escuela continuó el hundimiento, dilapidó su herencia rodeándose de mujeriegos y jugadores y recibió el apodo de el juerguista erudito. A la actitud abiertamente libertina (traía incluso prostitutas desde París) acompañaba una decidida indisciplina. Constantemente castigado, Carlos acabó el curso en último puesto. Ya ni su memoria podía salvarlo.

    En octubre de 1879 fue destinado a Sézanne, en el Marne, destino del que pediría ser transferido para pasar al cuarto regimiento de húsares, en el cual tocó fondo. Su vida se caracterizaba por un total desenfreno de tales proporciones que su tía pidió que se le retirase el usufructo de la herencia. Según palabras posteriores suyas, Foucauld vivía, como él mismo dirá después, más como un cerdo que como un hombre. Vivía con una actriz de París, Marie Cardinal, situación un tanto ilegal en el Ejército; recibió castigo en 1880. A pesar de las continuas sanciones, dedicó su tiempo a presumir con ella en todos los eventos posibles.

    Poco después fue enviado con su regimiento a Sétif, en Argelia. En lugar de actuar con discreción, Carlos reservó un pasaje para su amante titulándola vizcondesa, lo cual provocó el escándalo entre las mujeres legítimas de los oficiales. Los oficiales jóvenes apoyaron a Carlos en su queja por la intromisión del Ejército en su vida privada. Definitivamente fue apartado del servicio militar en 1881.

    Volvió con Marie a Francia y se estableció en Evian, balneario burgués. La noticia de que su regimiento combatía en Túnez hizo que despertase algo su dormida conciencia. Pidió la readmisión en el Ejército y, previo compromiso de abandonar a Marie, fue readmitido.

    Durante los combates en el sur de Orán conoció a Laperrine, quien aparte de convertirse en su amigo, tendría una influencia moralizadora en él. A fines de 1881, cuando terminaron los combates, dejó la guarnición para irse a Mascara, en Argelia. Había dejado su vida de libertinaje demostrando ser un oficial competente. Era el punto de inflexión. Decidió entonces convertirse en viajero; decisión que encontró la más decida oposición de su familia, la cual estrechó el control judicial sobre su herencia y consiguió que se le considerase incapaz de llevar su fortuna. Resolvieron nombrarle la figura de un protector. Aun así, se decidió por ser explorador, para lo cual entró en contacto en 1882 con Oscar Mc Carthy, director de la Biblioteca Nacional de Argelia. El proyecto elegido fue la exploración de Marruecos, limítrofe con Argelia y posible objetivo colonial.

    El siguiente año lo dedicaría a aprender el árabe, el hebreo y las costumbres islámicas. Foucauld se hizo pasar por judío para esquivar la prohibición de entrada a los cristianos decretada en Marruecos. El viaje comenzó el 10 de junio de 1883: una auténtica aventura. Escondía su instrumental científico en una mula y vivía como judío observante. La expedición llegó al Alto Atlas, lugar casi desconocido para los europeos. En el viaje sufrió robos, falta de dinero y muchas aventuras, pero lo más importante es el completo diario del viaje que redactó.

    A su vuelta a Argelia en mayo de 1884 se había convertido en una celebridad. En 1885 recibió la medalla de oro de la Sociedad Geográfica de París, aparte de numerosos honores académicos. Volvió a París para reencontrarse con su familia, pero la vida de la capital le aburría. De vuelta en Argel, continuaron los proyectos. Una nueva mujer aparecía en su vida: Marie-Marguerite Titre, hija del vicepresidente de la Sociedad Geográfica en su rama argelina. Compartían todo menos la fe; pero aun así, planearon casarse. Ante la oposición de su familia, Foucauld tiene que volver a París en 1886.

    De vuelta a casa, su vida volvería a dar un giro. Las influencias de su prima María de Bondy le hicieron acercarse a la espiritualidad cristiana. Empezó a llevar una vida mucho más sencilla y ordenada, alejada de excentricidades. El contacto con su prima le haría ir cambiando poco a poco su concepción de la fe cristiana. Comienza a asistir a la iglesia de san Agustín. Allí tiene la oportunidad de acercarse al padre Huvelin. Durante esa época repite de forma constante: Dios mío, si existes haz que yo te conozca. El contacto sencillo y decidido con Huvelin, con quien confesó después de más de trece años, cambió su corazón. Años después dirá: Tan pronto como creí que había un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa sino vivir para Él.

    El converso Foucauld era todo un entusiasta. Huvelin le tiene que frenar constantemente y le recomienda que lea el evangelio e imite a Cristo. Lo más sorprendente es que el díscolo Carlos en este momento obedece de todo corazón. Tras dieciocho meses de relación, comienza el discernimiento de la vocación religiosa y decide entregarse a una orden religiosa en la que pueda vivir en la pobreza y dedicación de Jesús.

    Peregrinó a Tierra Santa a finales de 1888, indiferente al gran éxito de su obra de exploración en Marruecos. A su vuelta, el 14 de febrero de 1889, anunció que quiere ser trapense. Ningún monasterio le convenció. Deseaba una vida dura como la de santa Teresa de Jesús, cuyo Libro de las fundaciones leyó en esa época. Finalmente, decidió entrar en el monasterio de Nuestra Señora de las Nieves en el Ardéche, la Trapa más fría e incómoda de Francia.

    Ingresó en la Trapa el 16 de enero de 1890, después de una despedida llena de lágrimas y de legar todos sus bienes a su hermana. Tomó como nombre María Alberico y desde el principio abrazó la vida de pobreza, silencio, trabajo y oración, convirtiéndose rápidamente en ejemplo para la comunidad. Pero la pobreza de la Trapa francesa no era suficiente, y por ello se ofreció voluntario para ir al monasterio de Cheiklé, el más pobre de la orden, situado en el Imperio Otomano, cerca de Alejandreta. La petición fue atendida y Carlos siguió entregado a su vida de mortificación, llegando a preocupar a sus superiores y a Huvelin.

    Viendo en él a un posible superior de la Trapa, sus superiores le sugirieron estudiar Teología para ser sacerdote, algo que hizo por obediencia. Los estudios para él eran una forma de alejarse de la pobreza. Empezó, entonces, a replantearse su vocación trapense. En 1891 rechaza los honores del Ejército y de la Sociedad Geográfica. Buscaba profundamente la pobreza y el abandono de sí mismo y recibió la tonsura el 2 de febrero de 1892. En 1893 planteó la posibilidad de fundar una nueva orden que tuviese su base en la lengua vernácula, no en el latín, lo que fue desechado por Huvelin y sus superiores. A partir de 1895 decidió vivir como eremita al pie de la Trapa, pero debió abandonar este plan ante las matanzas de armenios realizadas por radicales musulmanes y que llevaron a la necesidad de protección armada para los monjes. Es en esa época, en 1896, cuando escribió su famosa Oración de abandono.

    La impresión de las masacres le hizo decidir no hacer sus votos solemnes y seguir su vocación particular. Fue aceptado por Huvelin y los propios superiores trapenses de Roma. De este modo, obtuvo el permiso para dejar la Trapa el 23 de enero de 1897. Los siguientes tres años los pasaría en Tierra Santa, en Nazaret, donde trabajaba como jardinero de las clarisas a cambio de pan y cobijo. Su vida era austera, cosa que preocupaba a las monjas, sobre todo, en el régimen alimenticio. Intentó tratar de moderar sus deseos de mortificación y empezó a escribir meditaciones. Sus escritos alcanzaron 3000 páginas en tres años y constituyen el fundamento de su legado. Su fama creció entre las monjas clarisas, que le creían un santo. La abadesa, madre Elizabeth, alentó su camino animándole a fundar y a ser sacerdote.

    Durante un retiro en Taybeh en 1898 decidió llamarse Carlos de Jesús y tomar como lema Iesus Caritas. Intentó fundar en Tierra Santa y ser sacerdote, pero ante las dudas y el fracaso fundacional regresó a Francia, donde terminó su preparación para el sacerdocio. Fue ordenado presbítero el 9 de junio de 1901 en Viviers. Por aquel entonces Carlos había terminado su Regla, que ya no era de ermitaños, sino de hermanitos. Ya no buscaba el aislamiento, sino todo lo contrario, algo universal, la cercanía de los más pobres. Por ello decidió marchar al Sahara, lugar donde se encontraban los más pobres de los pobres para él.

    En Argelia pasó los últimos años de su vida hasta su muerte en 1916. Primero fue ermitaño en Béni Abbés, donde siguió un modo de vida estricto desbordado por la ayuda a los pobres y la atención a los soldados franceses, que le veían como uno de ellos por sus antecedentes. En 1902 comenzó a liberar esclavos, uniendo fuerzas con Monseñor Guérin y los padres blancos.

    Pero esto no le parecía suficiente, deseaba ir más al sur. Laperrine, antiguo amigo, era en ese momento encargado de las fuerzas militares destinadas al sur de Argelia y realizaba numerosos viajes de familiarización con las tropas, no siempre exentas de conflictos armados. Con el permiso de Huvelin, Carlos participó en los viajes a partir de 1904. Allí entró en contacto con los tuaregs, cuya lengua aprendería para traducirles el evangelio.

    En 1905 volvió a efectuar otro viaje en el que conoció al jefe tribal Moussa Ag Amastan, quien le permitió instalarse en el Hoggar, la zona más meridional de Argelia. El lugar establecido para ubicarse fue Tamanrasset, donde llegó el 13 de agosto de 1905 junto con Paul, antiguo esclavo. Su esfuerzo se centró en demostrar a los nativos que los cristianos también aman, por lo que se entregó a su servicio. A partir de 1906 no pudo celebrar la Eucaristía ante el abandono de Paul, un duro golpe para Carlos. A partir de entonces dedicó su tiempo a comprender mejor la cultura tuareg hasta tal punto que terminó por escribir un diccionario tuareg-francés.

    Los habitantes del Hoggar empezaron a sentir un profundo agradecimiento por el Hermanito Carlos, como se hacía llamar. Pero el agradecimiento no cristalizaba en conversiones. Pidió ayuda a los padres blancos en su misión, pero Guérin se negó a ayudar ante las tensas relaciones Iglesia-Estado del momento. Sin embargo, le autorizó a vivir su Regla junto con Michel Goyat y a poder exponer el Santísimo Sacramento. Carlos era una personalidad incansable y su modo de vida se presentaba inalcanzable. Michel pronto cayó enfermo y tiempo después tuvo que volver a Argel con una compañía militar. Foucauld siguió su trabajo, terminando la publicación de Textos tuareg en prosa, base de futuras investigaciones.

    Las navidades de 1908 fueron para él su segunda conversión. Sin poder celebrar la Eucaristía desde hacía meses y entregado a sofocar la hambruna que reinaba en el Hoggar, Carlos casi muere de hambre el 7 de enero. Los tuaregs, a los que tanto había ayudado, le salvaron y él lo interpretó como un llamamiento al abandono espiritual en Dios. Él mismo expresará ese abandono en una oración: Padre mío, me abandono a Ti, haz de mi lo que quieras. Lo que hagas de mi te lo agradezco. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo. Con tal de que tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas, no deseo nada más, Dios mío. Pongo mi vida en tus manos, te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque te amo, y porque para mí, amarte es darme, entregarme en tus manos sin medida, con infinita confianza. Porque Tú eres mi Padre.

    En aquellas tierras se convirtió en un auténtico contemplativo y elaboró una auténtica espiritualidad del desierto, no tanto el físico como el espiritual, sobre el que escribirá: Es necesario pasar por el desierto y permanecer en él para recibir la gracia de Dios: es en el desierto donde uno se vacía y se desprende de todo lo que no es Dios, y donde se vacía completamente la casita de nuestra alma para dejar todo el sitio a Dios solo. (...) Es un tiempo de gracia. Es un período por el que tiene que pasar necesariamente toda alma que quiera dar fruto; es necesario este silencio, este recogimiento, este olvido de todo lo creado, para que Dios establezca en el alma su Reino, y forme en el alma el espíritu interior, la vida íntima con Dios, la conversación del alma con Dios en la fe, la esperanza y la caridad (...) es en la soledad, en esta vida sólo con solo Dios, en el recogimiento profundo del alma que olvida todo lo creado para vivir sólo en unión con Dios, donde Dios se da todo entero a quien se da todo entero a Él.

    El 31 de enero llegaron buenas noticias. Pío X autorizaba a que pudiese celebrar la Misa él solo. Desde entonces, su preocupación principal sería amar en vez de convertir, decidiendo fundar una asociación de laicos que le ayudasen en esa tarea. Partió para Francia en febrero de 1909. Volvió a ver a Huvelin, quien poco después moriría. Consiguió la aprobación de la Unión de hermanos y hermanas del Sagrado Corazón de Jesús por parte del Obispo de Viviers y volvió a Argelia, donde también sería aprobada la asociación.

    Los años siguientes los dedicó a la asistencia a los más necesitados y al intento de desarrollo de la asociación con poco fruto. Ocasionalmente acompañaba a Laperrine en sus reconocimientos. Construyó una ermita en la meseta de Assekrem para retirarse. En 1911 comenzó a sentir un gran deterioro de salud; le decidió a redactar su testamento. Carlos se repuso de su enfermedad y siguió adelante con su misión. Se apasionó por el proyecto del ferrocarril transahariano, en el que colaboraría activamente, incluso viajando a Francia. En 1913 los miembros de la asociación eran ya veintiséis.

    La Primera Guerra Mundial supuso un parón en la actividad en Francia. Carlos decidió permanecer junto a los tuareg, fortificando su ermita para protegerlos de la creciente inestabilidad en la zona, fruto de la ocupación italiana en Tripolitana. Carlos decidió no marcharse del Hoggar viendo cómo progresivamente aumentaba la rebelión en el Sahara. Las alteraciones propiciaron el surgimiento de bandas de forajidos, una de las cuales asaltó la ermita de Carlos el 1 de diciembre de 1916. Fue asesinado por un descuido del ladrón que lo custodiaba.

    La vida de Carlos de Foucauld no dio fruto aparentemente, no consiguió convertir a nadie. Sólo después de su muerte su vida sería valorada y comenzaría a germinar su legado. En la actualidad, su carisma está extensamente ramificado en el mundo. Su proceso de canonización, iniciado en 1927, culminó el 13 de noviembre de 2005 cuando fue proclamado beato.

    Pío de Pietrelcina

    Conversiones, multitudes y persecución de los buenos

    Francesco Forgione, más conocido como el P. Pío de Pietrelcina, fue uno de los fenómenos espirituales más grande del s. XX. Conocido en todo el mundo por sus estigmas, sus milagros y su clarividencia, corre sin embargo el peligro de ser encorsetado en un mero pietismo milagrero que esconda su honda humanidad. Nada más lejano de su vida y su experiencia espiritual.

    Nació en Pietrelcina, en el Benevento, el 25 de mayo de 1887, su madre, devota y sencilla católica que influiría en él de forma decisiva, le puso por nombre Francesco en honor de san Francisco de Asís. Fue bautizado al día siguiente en su pueblo, donde pasaría su infancia.

    Como en tantas otras familias humildes de la zona, Francesco no pudo asistir regularmente a la escuela. El trabajo de la tierra, necesario para la supervivencia, le retenía muchos días en el campo. Sólo cuando tuvo doce años comenzó a estudiar regularmente de la mano del cura del pueblo, Domenico Tizzani, quien vio en él un futuro candidato al sacerdocio. En dos años aprendió toda la escuela elemental, pudiendo pasar con normalidad a realizar los estudios de Secundaria.

    El encuentro con Fray Camillo, un fraile capuchino del vecino convento de Morcone, a 30 kilómetros de Pietrelcina, que iba de pueblo en pueblo pidiendo limosna,

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