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Lo que el mundo necesita: Puntos firmes de Benedicto XVI
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Libro electrónico365 páginas5 horas

Lo que el mundo necesita: Puntos firmes de Benedicto XVI

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Monseñor Fisichella, uno de los más cercanos colaboradores de este gran papa y teólogo nos ofrece en esta obra un original resumen de su pensamiento. Su título, Lo que el mundo necesita, es una expresión que aparece varias veces en los escritos de Joseph Ratzinger. Con ella se refiere a los puntos cruciales de su pensamiento teológico y pastoral: la centralidad de Jesucristo; la racionalidad de la fe; la circularidad entre la fe, la esperanza y el amor; el diálogo permanente entre razón y fe; el gran desafío de la evangelización que los cristianos están llamados a realizar con un estilo de vida coherente con Evangelio; la contemplación del amor y su irradiación en el mundo...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 sept 2023
ISBN9788428569651
Lo que el mundo necesita: Puntos firmes de Benedicto XVI
Autor

Rino Fisichella

El arzobispo Salvatore Fisichella, más conocido como Mons. Rino Fisichella (Codogno, Italia, 1951), es lingüista y teólogo. Ha ejercido como profesor de Teología fundamental en la Universidad Gregoriana, fue consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, miembro del Comité Central del Gran Jubileo del Año 2000 y vicepresidente de la Comisión Histórico-Teológica. Especializado en la teología de Hans Urs von Balthasar, en 1994 el papa Juan Pablo II le otorgó el título honorífico de Capellán de Su Santidad. Rector durante ocho años de la Pontificia Universidad Lateranense, en la actualidad preside el Dicasterio para la Evangelización. Es autor y editor de numerosas obras traducidas a varios idiomas, en SAN PABLO es codirector del Diccionario de Teología fundamental (2009 3ª ed.) y autor de «Yo llevo tu nombre en mí», sobre la teología de san Juan Pablo II, y de una biografía de Juan Pablo I.

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    Vista previa del libro

    Lo que el mundo necesita - Rino Fisichella

    Índice

    Siglas

    Introducción

    La opción de la continuidad

    La exigencia de la memoria

    La continuidad buscada

    La característica del pontificado

    ¿Un «Papa emérito»?

    La identidad disuelta

    El drama: una cultura privada de raíces

    Europa cansada y sin futuro

    Apologista de la vida

    El laicado en la vida política

    Liberar la razón

    Fe y razón: el diálogo necesario

    El contraste entre originalidad y repetitividad

    Distinguir para unir

    Finalidad de una vida:

    Jesús de Nazaret

    La historia y la fe

    El contexto histórico

    Un libro original

    El cumplimiento de las promesas

    Un tema siempre actual

    El amor como misericordia

    Una provocación para la libertad

    El amor como agapé

    Al agapé desde la Eucaristía

    Agapé como encuentro

    La verdad del amor

    El amor no decepciona

    La esperanza como certeza

    Malentendidos sobre la esperanza

    Tres lugares para reconocer la esperanza

    La «esperanza» de Dios

    He conservado la fe

    Un testamento espiritual

    Circularidad entre fe, esperanza y caridad

    La fe como un confiarse a Dios

    La fe nace del amor

    El amor vence a la muerte y da una vida nueva

    Creer en Jesús

    Justificados por la fe

    La fe como conversión

    Por qué creer

    La nostalgia de Dios

    El drama del olvido

    Fe y ciencia

    Fe y pluralismo religioso

    El conocimiento de la fe

    Fe e incredulidad

    La fe transmitida

    Una transmisión viva

    La profesión de fe

    La fe bautismal

    Nosotros creemos

    La fe responde a la pregunta del sentido

    En la fe Dios está cercano

    El sentido de la vida

    Jesucristo responde a la pregunta del sentido

    Fe como certeza

    Síntesis

    La Madre de la fe

    El diálogo rehusado

    El retorno a Ratisbona

    Las incomprensiones se multiplican

    La crítica: Sede vacante

    La niña brasileña

    Conclusión

    Cuenta la leyenda que el santo monje Corbiniano,

    muy devoto del apóstol Pedro,

    decidió con algunos compañeros peregrinar a Roma para rezar

    en la tumba del santo y encontrarse con el papa Gregorio II.

    A lo largo del fatigoso camino, montado en el caballo,

    atravesando grandes bosques, se topó con un oso pardo

    hambriento que atacó a su caballo y lo descuartizó. El santo monje

    no se dio por vencido. Corbiniano reprendió duramente al oso

    por lo que le había hecho y como castigo cargó sobre él todo su equipaje, obligándolo a acompañarle hasta llegar al final

    de su peregrinación. El pobre oso, amansado por el santo monje,

    se vio obligado a caminar hasta Roma llevando el peso del equipaje. Solo tras haber llegado a la ciudad santa,

    Corbiniano dejó libre al oso para que regresara a su entorno.

    Siglas

    DCe

    Benedicto XVI

    , Carta encíclica Deus caritas est sobre el amor cristiano (25 de diciembre de 2005).

    DI

    Congregación para la Doctrina de la Fe

    , Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 de agosto de 2000).

    DS

    H. Denzinger-A. Schönmetzer

    , Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Friburgo 1973.

    DV

    Concilio Ecuménico Vaticano II

    , Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación (17 de noviembre de 1965).

    EdE

    Juan Pablo II

    , Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia sobre la Eucaristía en su relación con la Iglesia (17 de abril de 2003).

    EV

    Juan Pablo II

    , Carta encíclica Evangelium vitae sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana (25 de marzo de 1995).

    F

    R

    Juan Pablo II

    , Carta encíclica Fides et ratio sobre las relaciones entre fe y razón (14 de septiembre de 1998).

    GS

    Concilio Ecuménico Vaticano II

    , Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual (7 de diciembre de 1965).

    LF

    Papa

    Francisco

    , Carta encíclica Lumen fidei sobre la fe (29 de junio de 2013).

    LG

    Concilio Ecuménico Vaticano II

    , Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia (21 de noviembre de 1964).

    NA

    Concilio Ecuménico Vaticano II

    , Declaración Nostra aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas (28 de octubre de 1965).

    NMI

    Juan Pablo II

    , Carta apostólica Novo millennio ineunte al concluir el Gran Jubileo del año 2000 (6 de enero de 2001).

    PF

    Benedicto XVI

    , Carta apostólica en forma de Motu proprio Porta fidei con la que se convoca el Año de la

    F

    e (11 de octubre de 2011).

    SS

    Benedicto XVI

    , Carta encíclica Spe salvi sobre la esperanza cristiana (30 de noviembre de 2007).

    Introducción

    Benedicto XVI fue elegido papa, el 265 º sucesor de Pedro, el 19 de abril de 2005. Como puede recordarse, presentándose después en el balcón central de San Pedro, dirigió a la multitud estas primeras palabras: «Después del gran papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador en la viña del Señor. Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones». Se presentaba con su sencillez y humildad características de siempre, pese a la solemnidad de las vestiduras pontificales.

    Cuando se anunció su elección, yo me encontraba en el hospital. Días antes me habían operado urgentemente de diverticulosis, una enfermedad que yo ni siquiera sabía que existía. El cardenal Ruini fue a visitarme antes de entrar en el cónclave. Le dije que nos veríamos pronto y que tal vez para entonces él habría cambiado el color de su sotana. Las cosas fueron en otra dirección. Los cardenales, con mucha prisa, solo después de cuatro escrutinios, habían elegido a Joseph Ratzinger. Cuando volví a ver al cardenal Ruini, me dijo que, en su primer encuentro con el nuevo Papa, lo primero que este le preguntó fue: «¿Cómo está monseñor Fisichella?». Ello me agradó particularmente, sobre todo porque Ratzinger nunca había dejado de manifestarme con palabras y gestos su estima. Contar los numerosos detalles al respecto alargaría demasiado las páginas de esta introducción. Todo ello, ciertamente, nunca me ha quitado la duda de si su elección fue la realmente acertada. Como se sabe, quien elige al Papa es el Espíritu Santo y no puede fallar. De todos modos, la elección se hace por medio de hombres y quizás, cuando estos eligen con prisa, pueden dar pasos en falso a los que el Espíritu Santo debe después poner remedio.

    Siete años, diez meses y nueve días. En este espacio de tiempo cierran las crónicas el pontificado de Benedicto XVI. La medida del tiempo, empero, nunca es comparable con el lento avanzar del minutero del reloj. Cuando uno ve esa agujita, que se mueve inexorablemente, necesita darle un sentido y un significado. ¡Un hombre que llega a Papa...! La vida precedente se proyecta toda ella para entender qué ha sucedido realmente para poder alcanzar ese punto culminante. La fe de la Iglesia ve al sucesor de Pedro en cada hombre que sube a esa cátedra. Venga de los bosques o de los desiertos de África, de las tierras más lejanas de Iberoamérica o de Oceanía; de las ciudades o de los pueblos de Europa o bien de las incontables poblaciones de Asia, ese hombre es Pedro. Es el sucesor del pescador de Galilea, a quien Jesús constituyó para que confirmara a los creyentes en la fe para siempre. La historia de estos veinte siglos ha permitido recoger todos sus nombres. Hoy son 266, y la Basílica de San Pablo Extramuros presenta sus rostros según las diversas tradiciones. Cada uno tiene una historia más o menos conocida. Hay entre ellos muchos santos y algunos que incluso traicionaron, pero cada uno de ellos es Pedro.

    Estas páginas tratan solo de resaltar algunos «puntos cruciales» que marcaron el pensamiento de Benedicto XVI, a quien he tenido la posibilidad de estudiar y conocer personalmente. Repetidas veces, en sus escritos, nos encontramos con la expresión «lo que el mundo necesita». Un ejemplo entre todos lo expresa claramente: «El radio de la razón debe ampliarse de nuevo. Debemos volver a salir de la prisión construida por nosotros mismos y reconocer otras formas de evaluación en las que el hombre se lo juegue todo. Lo que necesitamos es algo parecido a lo que encontramos en Sócrates: una disponibilidad a la espera, mantenida abierta y fijando la mirada más allá de ella misma... Tenemos necesidad de una nueva disponibilidad a la búsqueda y también a la humildad que nos permita orientarnos»¹. He escogido esa expresión como título para este volumen, que no es una biografía ni un análisis histórico de su pontificado, sino únicamente el estudio de algunos temas que me han parecido fundamentales para captar la síntesis de su fecundo pensamiento. He intentado identificar solo algunos puntos estratégicos. No he tratado de manera específica el tema de la liturgia, no porque no sea un contenido relevante en la obra de Benedicto XVI, sino porque he preferido dejarlo reaparecer como un tema transversal en toda la problemática afrontada. Me parece que de este modo se comprende mejor hasta qué punto la relación con la liturgia, y en particular con la Eucaristía, determina desde siempre su reflexión teológica.

    No carece de significado la distinción que se ha hecho entre «papa real» y «papa percibido» aplicada a Benedic-

    to XVI². Aunque pueda parecer paradójico, al hombre que había descrito con lucidez y anticipación la crisis cultural y de modo más específico la eclesial, le cayó en suerte experimentar directamente la tormenta en que iba a encontrarse la «barca» de Pedro. Benedicto XVI supo ponernos a la vista el drama de su existencia como hombre y como creyente, como teólogo y como Papa. Las preguntas que él provocó no han quedado sin respuesta. Los puntos neurálgicos de la cultura contemporánea que él resaltó permanecen en su acertada descripción de crisis que acompaña la historia personal de hombres y mujeres llamados a vivir este momento histórico de cambio de época.

    El lector verá emerger, en todas las intervenciones de Benedicto XVI, el intento de captar los movimientos culturales y de dar coherente respuesta mediante la comprensión de la fe. Fue una fuerte convicción suya la de que solo permaneciendo enraizados en la fe es posible ver tanto las exigencias propias del creer como las responsabilidades a las que estamos llamados en los diversos ámbitos del vivir social, cultural y político. En efecto, creer es un acto eclesial mediante el cual la consciencia de estar insertos en la vida de una comunidad y en el horizonte de la misma vida de Dios, permite testimoniar en el mundo el sentido de la comunión que se expresa en el gozo y en la paz. Esto explica la continua referencia de Benedicto XVI a las expresiones que deben caracterizar a los cristianos en sus manifestaciones. Gozo, paz, unidad... no son primariamente formas psicológicas, sino testimonio de la fe que lo acoge todo anticipando desde ahora lo que será el futuro. Según él, el primado de la fe se impone por encima de cualquier expresión de la vida privada y social. La fe es capaz de abrir horizontes más amplios y profundos que los alcanzados por la razón, y por ello vale la pena creer.

    A un libro-entrevista escrito juntamente con Peter Seewald, Benedicto XVI quiso darle simbólicamente el título de Últimas conversaciones. A la anotación del periodista: «Que su última gran liturgia caiga el Miércoles de Ceniza no es casual. El efecto de ella fue: ved, aquí quería llevaros, a la purificación, al ayuno, a la penitencia», Benedicto XVI respondió: «Me parece un signo de la providencia que la última liturgia fuera la inauguración de la Cuaresma, una ocasión ligada al memento mori, a la seriedad del comienzo de la Pasión de Cristo y al mismo tiempo del misterio de la resurrección. Tener de un lado el Sábado Santo y de otro el Miércoles de Ceniza con sus múltiples significados para señalar respectivamente el inicio de mi vida y el fin de mi servicio concreto fue, sí, una cosa pensada, pero a la vez estaba también inscrita en el designio de mi existencia». Probablemente en esta respuesta Ratzinger quiso ofrecer la interpretación de su vida, caracterizada no poco por el sutil velo de pesimismo agustiniano que se percibe en sus escritos.

    Entre los más de 400 títulos que componen el opus teológico de J. Ratzinger, Introducción al cristianismo sigue siendo, a mi entender, el principal escrito de referencia que sintetiza su pensamiento y el horizonte interpretativo. El texto se publicaba en 1968 y daba a conocer al gran público al joven teólogo de Ratisbona. El año 1968 no fue un momento fácil para la Iglesia ni para Occidente. En aquellas páginas es posible encontrar delineados los síntomas que marcaron la época de protestas y los sucesivos años de fuerte secularismo. La página inicial de este escrito puede tomarse como la clave hermenéutica para comprender su persona y el papel que desempeñó. No creo ir demasiado lejos si, en el relato de Kierkegaard, donde se describe al clown que corre por el pueblo para pedir ayuda, J. Ratzinger no haya querido verse a sí mismo. Releer aquella página puede ayudarnos:

    «Un circo ambulante en Dinamarca cierto día fue víctima de un incendio. Mientras seguían levantándose aún las llamas, el director mandó al clown, ya disfrazado, a que pidiera ayuda en el pueblo vecino porque había efectivamente peligro de que el fuego, propagándose por los campos apenas segados, y por tanto áridos, alcanzara también a la aldea. El clown fue todo afanado al pueblo, suplicando a los paisanos que corrieran al circo en llamas y echaran una mano para apagar el incendio. Pero ellos tomaron los gritos del payaso solo como un ingenioso truco del oficio para atraer la mayor cantidad posible de gente a la representación; por lo cual aplaudían hasta derramar lágrimas. El pobre clown tenía más ganas de llorar que de reír, e intentaba inútilmente suplicar a los hombres que fueran, explicándoles que no se trataba de una ficción, de un truco, sino de una amarga realidad, pues el circo estaba ardiendo de verdad. Su llanto no hacía más que intensificar las risotadas: ¡estaba haciendo su papel de manera estupenda...! La comedia continuó, hasta que el fuego se propagó realmente a la aldea y la ayuda llegó demasiado tarde, de modo que la aldea y el circo quedaron destruidos por las llamas»³.

    De algún modo todos somos un poco como aquellos habitantes de la aldea que piensan encontrarse ante una bonita representación y no entienden que la aldea está de verdad a punto de arder. No obstante, en nosotros permanecerá siempre fuerte la esperanza cristiana, que ve que tras períodos de crisis e indiferencia sigue un renovado compromiso de conversión. El período que ahora vivimos está aún marcado, desafortunadamente, por la improvisación, por la fragmentariedad y por una buena dosis de confusión. Sigo convencido de que la voz de Ratzinger, unida a la de otros pocos que han entrevisto con mayor lucidez y clarividencia la crisis en curso y sus peligros inherentes, puede señalar una solicitud a pensar y a reflexionar para que nuestro pequeño mundo, cada vez más circunscrito en un espacio efímero, tenga la fuerza de dar un salto e ir más allá del canto de las sirenas para tomar el camino justo y, al menos, orientar el cambio de época en el que nos encontramos.

    J. Ratzinger, junto a otros teólogos, comprendió cuanto está viviéndose en estos decenios. Su análisis no se limitó a describir un planteamiento teórico, sino que supo delinear también los contenidos y los comportamientos de los creyentes para poder ir más allá de la crisis. «El desarrollo del progresismo moderno y de la ciencia ha creado una mentalidad por la que se cree poder hacer superflua la hipótesis de Dios. Hoy el hombre piensa poder lograr todo cuanto antes había esperado únicamente de Dios. Debido a este modelo de pensamiento, considerado científico, las cosas de la fe resultan arcaicas, míticas, pertenecientes a una civilización ya superada. Y así a la religión, en todo caso la cristiana, se la relega entre las cosas del pasado... Semejante modo de pensar ha modificado la actitud de fondo en el hombre respecto a la verdad. El hombre ya no busca el misterio, lo divino, sino que cree sin duda alguna que un día la ciencia nos explicará todo cuanto ahora no entendemos»⁴. La relación con la verdad es lo que el hombre de hoy necesita redescubrir, pues en ello se juega su propia existencia. La verdad, para el creyente, antes aún de ser una búsqueda intelectual y, de todos modos, más allá de ella, es la persona de Jesucristo, que afirmó «yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Saber anunciar de nuevo la belleza del

    H

    ijo de Dios y la fascinación de su misterio es lo que compete a cada cristiano en virtud de su fe.

    He subdividido estas páginas en tres partes para ayudar a comprender mejor la sistematización que he adoptado. La primera parte intenta presentar el contexto histórico, eclesial y cultural tal como Benedicto XVI lo analizó repetidas veces. La segunda parte recoge su propuesta, que se articula en el gran tema de la relación entre fe y razón: la obra síntesis Jesús de Nazaret, y las tres virtudes teologales. La tercera parte, por último, se ciñe a tratar de la incomprensión y el rechazo en cuanto injustificado objeto de contestación. Como siempre, siento el deber de agradecer a mis dos colaboradores, Mons.

    F

    rancesco Spinelli y el Dr. Riccardo Piacci, la ayuda dada y la paciencia con que han seguido paso a paso la redacción. Ojalá estas páginas puedan ir acompañadas de otros muchos textos que, en el curso de los años, han indagado en la biografía, la obra y el pontificado de uno de los teólogos más significativos del siglo XX y que el Señor quiso poner, como cabeza de su Iglesia, en uno de los momentos más delicados de su historia.


    ¹

    J. Ratzinger

    , Fede, verità, tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo, Siena 2003, 166 (trad. esp., Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 2013²).

    ²

    M. Muolo

    , Il Papa del coraggio, Milán 2017, 8.

    ³

    J. Ratzinger

    , Introduzione al cristianesimo, Brescia 1979⁶, 11-12 (trad. esp., Introducción al cristianismo. Lecciones sobre el credo apostólico, Sígueme, Salamanca 2023³).

    Benedicto XVI

    , Luce del mondo. Il Papa, la Chiesa e i segni dei tempi. Una conversazione con Peter Seewald, Ciudad del Vaticano 2010, 190-191 (trad. esp., Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos, Herder, Barcelona 2010).

    P

    arte

    I

    EL CONTEXTO

    I

    La opción de la continuidad

    La exigencia de la memoria

    Siendo estudiante en la Gregoriana, había leído con interés algunos libros de Joseph Ratzinger. En particular, cuatro textos habían sido objeto de mi estudio: el famoso Introducción al cristianismo, los varios ensayos recogidos con el título Dogma y predicación, y el hermoso texto sobre la Iglesia, El nuevo pueblo de Dios, publicado precisamente al final del Concilio. Me había interesado, particularmente, el pequeño volumen de 1963 que aún hoy considero precioso por la minuciosa reconstrucción del concepto de Tradición. En suma, Ratzinger era el nombre de un teólogo atractivo y de fama. Cuando llegué a ser profesor en la Gregoriana (confieso que nunca, ni siquiera de lejos, había pensado llegar a esa cátedra que fue de san Roberto Belarmino cuando san Ignacio fundó el Colegio Romano en 1551), a cuanto de él había estudiado se añadía el Comentario a la constitución dogmática Dei Verbum, sobre la revelación, que Ratzinger había escrito para el Lexikon für Theologie und Kirche, más otros estudios del profesor de Ratisbona, en particular su Theologische Prinziepienlehre. Bausteine zur Fundamentaltheologie. A pesar de ser considerado un teólogo dogmático, Ratzinger nacía como teólogo fundamental y, como consecuencia, la coparticipación en la misma materia era para mí un campo de estudio obligatorio. Eso sí, el conocimiento del teólogo era solo a través de sus obras.

    La primera vez que me encontré personalmente con Joseph Ratzinger fue el 25 de febrero de 1993. Me había invitado el P. Bautista Mondin, profesor en la universidad Urbaniana, a presentar su último volumen Diccionario de los teólogos, y no pude negarme. El P. Mondin me había enviado su libro con una dedicatoria cautivadora: «A Rino

    F

    isichella, apreciadísimo amigo, testigo, intérprete y profeta de Cristo Camino, Verdad y Vida ayer, hoy y siempre, con fraterna cordialidad». Yo estaba obligado a aceptar. Además, el tema me fascinaba. Mondin deseaba que yo hablara sobre «el futuro de la teología»; el otro relator sería el profesor Tomás Federici y, sobre todo, iba a presidir el acto académico el Card. Ratzinger, que desde el 25 de noviembre de 1981 era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la

    F

    e. Respondí al P. Mondin que aceptaba con gusto la invitación y le agradecía su confianza en mí.

    Antes de dar comienzo al acto académico, un grupito de personas se entretenía en una sala contigua haciendo corro alrededor del cardenal. Debo ser sincero y decir que, tras haber sido presentado formalmente al cardenal, que se mostró muy atento, me separé enseguida y me retiré a un lado con otro profesor. Hice mi exposición entrando en el meollo de la cuestión e inevitablemente me adentré, según mi costumbre, en alguna anotación crítica que tocaba también la teología de K. Rahner. El texto reelaborado pasó a ser después un capítulo del libro Cuando la fe piensa. Por bondad del público, la ponencia fue muy aplaudida; pero sin perder la calma volví a mi sitio. Tuve de todos modos la cierta sensación de que la mirada del cardenal estuviera buscándome, mientras yo procuraba no mirar en su dirección. Mas al final, su mirada se cruzó con la mía, y advertí una sincera sonrisa, en absoluto forzada, y un gesto de la cabeza para hacerme llegar su aprobación y satisfacción. Todo parecía haber terminado con aquel saludo. En cambio, allí comenzaron mis apuros. Pocos días después, un compañero de estudios que trabajaba en aquella Congregación me telefoneó refiriéndome cuanto había sucedido por la mañana en el «Congreso», es decir, en el encuentro de los Superiores con los Oficiales del dicasterio para sopesar cuestiones de trabajo. «Esta mañana –empezó diciéndome don Guido–, durante el Congreso, el cardenal refirió haber participado en la presentación de un libro y haber escuchado la intervención brillante de un joven profesor de la Gregoriana que tuvo incluso el valor de criticar a Rahner. ¡Bien!, ha dicho que te quiere como consultor. Ya verás, los próximos días recibirás un telefonazo». No le di mucha importancia, si bien quedé particularmente contento de que Ratzinger hubiera apreciado mi intervención.

    Me siento obligado, en este punto, a reproducir algunas expresiones de aquella ponencia, que probablemente impresionaron positivamente al Prefecto. Entre otras cosas, decía yo: «Plantearse la pregunta acerca del futuro de la teología no es una mera cuestión académica; al contrario, una problemática como esta pertenece de derecho a la teología desde el momento en que se concibe a la luz de un saber científico que la pone en el organigrama de las ciencias con un contenido peculiar y una metodología coherente. La ciencia, en cuanto tal, está siempre abierta al devenir, porque en él repone el deseo de un continuo descubrimiento que permite acrecer el propio saber; la teología, con mayor razón, en cuanto ligada al evento de la revelación, sabe que el futuro le pertenece como una característica propia y que solo en el futuro se le asignará la plenitud de la verdad que ahora ya posee en la fe (cf Jn 16,13). En una cuestión como esta, ya resulta visible el impacto peculiar de la teología en relación con otras ciencias. Escribe E. Severino: La filosofía futura no es ‘futura’ en el sentido como piensa el futuro la cultura occidental. Para la cultura occidental la filosofía futura, en cuanto futuro, es todavía una nada, no podemos saber nada de ella. Sin embargo, para la teología, el futuro no es primariamente una categoría temporal, sino el lugar de la esperanza que, como elpis bíblica, es certeza de un cumplimiento fundado en la promesa de un Dios fiel. Por eso, plantearse la pregunta acerca del futuro equivale a respetar la naturaleza de la teología y a concretar el propio papel del teólogo. Por paradójico que pueda parecer, el futuro de la teología se juega en su permanecer fiel al pasado que la ha puesto en marcha. Tendiendo por naturaleza a la contemplación del misterio, la teología tiene la obligación de fijar su mirada en el acontecimiento de la encarnación, que le permite existir y proyectarse más allá de sí misma en los espacios infinitos de la investigación. En dicho acontecimiento, que forma un todo con la cruz y la resurrección, ella ve, empero, el presente de cada hombre, con su carga de expectativas y esperanzas, al que está llamada a dar la comprensión de la fe. La teología, pues, adquiere su valor pleno solo en el futuro de generaciones de creyentes que, en aquel acontecimiento que no conoce pasado, encontrarán aún el empuje último hacia el sentido de la existencia... Puesta ante la gran riqueza producida por los requerimientos provenientes de las intuiciones del Vaticano II, la teología del posconcilio podría condensarse en la expresión de una teología monográfica. Las grandes síntesis del pasado han decaído y ha prevalecido la monografía. Esta era necesaria porque permitía un recuperado sentido del hecho bíblico y patrístico, abriendo horizontes que estaban generalmente olvidados por la teología postridentina. La única síntesis que el posconcilio ha producido es la que ve la revelación leída a la luz de los tres trascendentales: pulchrum, bonum et verum, que la genialidad de Von Balthasar ha podido aglutinar en los quince volúmenes en los que se despliega su trilogía: Herrlichkeit, Theodramatik y Theologik. La teología de hoy, en cambio, siente principalmente la urgencia de la síntesis. Sobre la base de este horizonte, se ve, en suma, la necesidad de la síntesis, que, sin olvidar la abundante producción monográfica, sepa presentar la globalidad de la revelación. Al pensar en una síntesis, entendemos el recorrer un camino que ya el Concilio había comenzado y propuesto: la armonía de la Escritura leída e interpretada en el contexto de una tradición siempre viva (cf DV 8) de lo que desde siempre, por todos y en todo lugar se ha creído; la enseñanza del magisterio que en el ministerio propio de interpretar auténticamente el dato revelado permite captar el comportamiento tenido desde siempre por la Iglesia al ser asidua a la enseñanza de los apóstoles (He 2,42); el valor de toda la tradición teológica, que, como una memoria histórica, debe siempre acompañar el camino del estudio para su misma eficacia; la profundidad presente en los maestros de la espiritualidad y en los santos de la Iglesia, porque una teología privada de este referente nunca podría ser experta del propio objeto... Todos estos elementos forman la síntesis, pero constituyen también los rasgos de una verdadera teología que se hace patrimonio por la fe preparando el futuro. Un segundo rasgo podrá ser la profundización de la relación filosofía-teología

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