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La gracia: Don y responsabilidad
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Libro electrónico330 páginas5 horas

La gracia: Don y responsabilidad

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La predicación eclesial ha omitido con demasiada frecuencia el maravilloso anuncio de la gracia. Y ha puesto más énfasis en el deber y la obligación que tiene la persona de luchar para merecer el don de la salvación. Esto ha dado lugar entre los fieles a un predominio de la moral sobre la mística, del deber sobre la gratuidad, de la militancia sobre el gozo de los dones. El autor nos recuerda con estas páginas que la madurez de la vida cristiana consiste precisamente en armonizar oportunamente el don y la responsabilidad, la gracia y el compromiso, la obra de Dios y la humilde y responsable labor del ser humano. Porque la gracia –nos dice– es esa relación de amor y benevolencia con la que Dios gratuitamente se dirige al ser humano. Abrirse a la gracia, pues, significa abrirse a la acción de Dios, poner en práctica una renuncia a la autonomía y la autosuficiencia que es totalmente contraria a la naturaleza humana. Por eso solo el Espíritu puede realizar en nosotros el anonadamiento, la humildad radical que nos permite adentrarnos en la experiencia de la gratuidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 mar 2023
ISBN9788428569019
La gracia: Don y responsabilidad
Autor

Felicísimo Martínez Díez

Felicísimo Martínez Díez (Prioro, León, 1943), dominico, es profesor de Teología Pastoral en el Instituto Superior de Pastoral de la Universidad Pontificia de Salamanca en Madrid y de Teología Dogmática en el Seminario Interdiocesano Santa Rosa de Lima (IUSI, Caracas). Autor de numerosos libros, ha publicado en SAN PABLO, entre otros, Fe para personas inquietas (2015), Palabra y silencio de Dios y sobre Dios (2018), La salvación (2019) y Humanos, sencillamente humanos (2021).

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    La gracia - Felicísimo Martínez Díez

    Introducción

    Liberadores y carismáticos, carismáticos y liberadores. Estos dos términos probablemente marquen los dos extremos de la vivencia cristiana. Los carismáticos dan prioridad a la gracia, a la experiencia de gratuidad. Es para ellos el corazón de la experiencia cristiana. Los liberadores dan prioridad al compromiso liberador. Lo consideran la auténtica verificación de la vida cristiana. Ni aquellos niegan la importancia de la liberación, ni estos niegan la importancia de la gracia. Pero ciertamente son dos orientaciones notablemente distintas de la vida cristiana.

    La confrontación entre ambas orientaciones de la vida cristiana ha tenido lugar desde los orígenes cristianos. Basta con recordar las posturas de Pablo y de Santiago. En el fondo el gran desafío de la vida cristiana consiste en armonizar la gracia y la libertad, la gratuidad y el compromiso, el don gratuito y la responsabilidad histórica. La confrontación entre la gratuidad y el compromiso cobró especial intensidad en la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II.

    La confrontación se hizo presente en la teología y en la moral. Varios movimientos teológicos posconciliares apostaron por el compromiso liberador. La teología de las realidades terrenas, las teologías políticas y las teologías de la liberación urgieron a amplios sectores de cristianos a comprometerse con la liberación en nombre de la fe cristiana. Por su parte, algunos grupos de cristianos colocaron en el centro de la vida cristiana la acción del Espíritu Santo, la acción de la gracia, la experiencia de absoluta gratuidad. Unos teólogos se empeñaban en colocar el compromiso como medida de la vida evangélica. Otros consideraban que solo la gratuidad o la gracia es la clave de bóveda de la auténtica vida cristiana.

    La confrontación no fue menor en el ámbito de la liturgia y de la espiritualidad. En las décadas posconciliares era grande y muy visible la diferencia entre las celebraciones de las comunidades eclesiales de base y las asambleas de la renovación carismática. En las celebraciones de las comunidades de base se celebraba sobre todo la militancia, la vida ordinaria con todos sus dramas, sus luchas, sus éxitos y sus fracasos. A veces aparecían los sentimientos de indignación ante la injusticia y ante los numerosos atentados contra la dignidad y la justicia. Evocaban con frecuencia a Jesús como el Siervo de Yahvé. En las asambleas carismáticas resaltaba sobre todo la acción de gracias y la alabanza. Eran celebraciones festivas en las que se proclamaba con toda la fuerza: Jesús es el Señor. Aquellas pretendían llevar a la celebración todas las luchas destinadas a conseguir un mundo más justo y más humano. Estas pretendían celebrar la obra que Dios gratuitamente realiza en las personas y en la sociedad por obra y gracia del Espíritu Santo.

    Liberadores y carismáticos, carismáticos y liberadores están en lo cierto, pero quizá solo parcialmente. Para dar con la clave de la vida cristiana no es buen camino confrontar u oponer el compromiso y la gracia, la acción del Espíritu Santo y el ejercicio responsable de la libertad humana. La madurez de la vida cristiana consiste precisamente en armonizar oportunamente el don y la responsabilidad, la gracia y el compromiso, la obra de Dios y la humilde y responsable labor del ser humano.

    He vivido varios años en comunidad con un hermano absolutamente convencido e identificado con la renovación carismática. La incorporación a las comunidades de la renovación carismática supuso para él una auténtica conversión, un vuelco total en su vida espiritual. Así lo reconoce agradecido. El paso del tiempo no ha mermado su entusiasmo. Más bien, lo ha intensificado. Ha vivido intensamente durante décadas su compromiso total con la renovación carismática. Afirma con plena seguridad que la renovación carismática le ha confirmado en su vocación dominicana y presbiteral. Él ha procurado poner fundamentos teológicos a la espiritualidad de la renovación. Se ha convertido en un líder destacado del movimiento.

    Agradezco muchas de sus reflexiones y sus testimonios sobre la gratuidad, sobre la acción del Espíritu Santo, sobre la centralidad de la gracia en la vida cristiana. Agradezco, sobre todo, sus testimonios de vida: su vivencia convencida de la gratuidad, su celo en la predicación, su confianza absoluta en la obra gratuita del Espíritu en su vida y en su ministerio como predicador. Transmite con pasión la teología de la gracia. Promueve con fervor una espiritualidad de la gratuidad. Confía al Espíritu el don o la responsabilidad de inspirar sus palabras y decisiones y de animar sus acciones. Evoca, remueve y activa rasgos de la espiritualidad cristiana olvidados o adormecidos en muchos sectores de la Iglesia y de la vida religiosa. Este ha sido un aporte muy importante de la renovación carismática a la Iglesia universal. Por eso, cuando el papa Francisco hace cualquier referencia positiva y laudatoria a la gratuidad, el hermano en cuestión se entusiasma y se ve confirmado en lo que él ha predicado desde que se incorporó a la comunidad carismática de Maranatha, una de las más clásicas y significativas de la renovación carismática en Madrid.

    Desde su experiencia de la gratuidad reparte a diestra y siniestra juicios calificando de pelagiana o semipelagiana a cualquier persona que humildemente procura esforzarse por colaborar con el Espíritu Santo para una vida un poco más evangélica. Tiene a flor de labios el calificativo de «pelagiano» o «semipelagiano». Aplica estos calificativos –que en lenguaje eclesial suenan a herejía– a cualquier persona que disienta de su teología de la gratuidad, o que sencillamente tenga una versión de la gratuidad ligeramente distinta de la suya. Estoy seguro de que si algún día llega a leer estas meditaciones sobre la gracia las calificará de pelagianas o semipelagianas. Me he preguntado varias veces cómo se sentiría él si se viera calificado de luterano o jansenista.

    Más de una vez le he escuchado calificar de pelagianos o semipelagianos a todos los miembros de la Orden dominicana que se han esforzado y siguen esforzándose por cumplir fielmente con las observancias regulares, a cualquier dominico que pone empeño en ser virtuoso y eliminar el pecado de su vida, a cualquier religioso que se esfuerza por mantenerse fiel a los votos y a la profesión... Las palabras «esfuerzo» y «empeño» le rechinan, pues las considera una negación de la gratuidad. No es que el hermano carismático sea un defensor irresponsable de la vida disoluta de cristianos y religiosos. Procura expresarse respetuosamente sobre la vida de estas personas. Pero sí es cierto que arroja fuertes sospechas sobre el más mínimo esfuerzo por conseguir la virtud, por erradicar el vicio, por mantenerse fieles a las promesas bautismales o a la profesión religiosa. Porque su experiencia de la gratuidad le aconseja encomendar todo a la gracia, a la acción del Espíritu.

    Cualquier esfuerzo para conseguir el don de la fidelidad y la gracia de la perseverancia lo considera de inmediato como un atentado contra la gracia. Para él todo esfuerzo ascético y moral es sospechoso de traición a la gracia, de ignorar y bloquear la acción del Espíritu... Solo lo acepta cuando es vivido en la clave del don, no en términos de virtud. El término «virtud» le rechina casi tanto como los términos «esfuerzo», «empeño», «compromiso». El nivel de la virtud coloca al creyente fuera de la genuina experiencia cristiana, fuera de la experiencia de gratuidad. Pone en cuestión la salvación gratuita recibida en Cristo Jesús. Todo ejercicio ascético, todo gesto de renuncia, todo esfuerzo para practicar la pobreza evangélica o la castidad profesada, todo intento de cumplir fielmente con las observancias regulares en las comunidades clásicas tiene para él un cierto tufo a pelagianismo... ¿No habrá aquí una versión teológica demasiado parcial y radical de la gratuidad? ¿No caben todos estos ejercicios del cristiano en la clave del don? ¿Solo los que han recibido el bautismo en el Espíritu se mueven en la clave del don?

    Que yo sepa, nadie le calificó de luterano, jansenista o quietista, porque la mayor parte de las personas y de los dominicos son personas de espíritu amplio, abiertas a la pluralidad, capaces de aceptar y convivir en la diferencia o con los diferentes, respetuosas con las distintas maneras de concebir la vida cristiana e incluso con las distintas maneras de interpretar la gratuidad. La mayor parte de los cristianos y de los religiosos no llevan a esos extremos la tensión y el conflicto entre la gracia y la libertad humana. Más bien buscan humilde y responsablemente la vía de la armonización. Prefieren aceptar con humildad ese enorme misterio que significa la conjunción de gracia divina y libertad humana, ese admirable misterio que consiste en que el Dios omnipotente y la débil creatura trabajen juntos para llevar esta creación a la perfección, para conseguir siempre un mundo mejor y más humano. «Y están de cuerpo entero los dos así creando, los dos así velando por las cosas». Estas actitudes tan respetuosas con las diferencias son propias de personas que no van por la vida repartiendo calificativos heréticos o descalificaciones de los demás. A nivel humano el respeto es ya un buen ejercicio de gratuidad. Y quizá sea también una forma inicial de ejercitarse en la verdadera gratuidad cristiana.

    Como se puede advertir ya, el problema de fondo en todos estos juicios, prejuicios y contra-juicios es el problema de la gracia y los méritos, el problema de la fe y las obras, el problema de la armonía entre el don gratuito y la libertad humana, el problema de la armonización entre la gratuidad y la responsabilidad. Es el problema de fondo de la vida cristiana.

    También he vivido algunos años en comunidad con un joven de talante muy distinto. No pertenece a la renovación carismática; se identifica más con los grupos restauracionistas que abundan hoy en la Iglesia. Comparte con algunos sectores de la juventud cierta tendencia reformadora y restauradora, bastante ajena a la teología y espiritualidad de la liberación. Siente nostalgia de la espiritualidad y, sobre todo, de la disciplina que prevaleció en la Iglesia antes del Concilio Vaticano II. Abunda hoy en ciertos sectores del clero joven esta tendencia. Se opone radicalmente a cualquier innovación, a cualquier cambio que no consista en recuperar antiguos elementos de la tradición doctrinal, litúrgica y disciplinar de la Iglesia. Estos grupos sospechan de todos los movimientos liberadores y menosprecian cualquier intento de encarnar la vida cristiana en estructuras y mediaciones seculares. Lo consideran una traición al Evangelio.

    Este joven sabía de mi estancia en América Latina durante varios años. Efectivamente, yo viví en Iberoamérica durante las décadas en las que la teología, la pastoral y la espiritualidad de la liberación estuvieron en pleno auge. Lógicamente este joven suponía que yo era afecto a la Teología de la liberación y que había sido influenciado por este movimiento teológico, pastoral y espiritual. Por eso constantemente me preguntaba: «¿Eres tú de la Teología de la liberación?». El tono de la pregunta siempre iba acompañado de una cierta sospecha e incluso de un cierto tono de denuncia. Nunca contestaré a esta pregunta de forma tajante y simplista, sin hacer algunas aclaraciones. Agradezco, en todo caso, la pregunta de aquel joven que siempre tenía algo de interpelación. La agradezco porque todas las interpelaciones nos hacen algún bien.

    Ciertamente, viví y trabajé pastoralmente en América Latina en las décadas de 1970 y 1980, en los años de mayor pujanza de la teología y la pastoral de la liberación. Agradezco mucho aquellos años. Considero que aquella fase de mi vida supuso aportes muy positivos para mi reflexión teológica, para mi trabajo pastoral, para mi espiritualidad personal. Nunca agradeceré suficientemente lo que aprendí y recibí de la teología y la pastoral de la liberación. Fue como poner el cable de tierra a la mística evangélica, a la espiritualidad cristiana.

    Me descubrió una nueva forma de leer la Biblia a la luz de la fe y de los signos de los tiempos. Me obligó a pensar la historia de la salvación desde la perspectiva de los pobres y de las víctimas. Me permitió entender por qué la justicia y los derechos humanos no son un asunto meramente secular, sino parte esencial del compromiso cristiano, condición imprescindible de la evangelización. Me permitió adentrarme un poco más en el enorme misterio de la encarnación o la humanización de Dios. Me ayudó a profundizar en la hondura del pecado y sus consecuencias históricas, entre ellas la muerte de Jesús en la Cruz y la de tantos crucificados. Y me obligó a repensar y poner cuerpo a la idea de la libertad cristiana. Es grande la deuda personal que tengo con aquellos años vividos en contacto con el espíritu de Medellín. Por eso, a la vez que agradecía la interpelación de aquel joven, también me resultaba un tanto molesta debido a la sospecha que ocultaba.

    En el trasfondo de aquella pregunta siempre había algo de sospecha e incluso de reproche y acusación. El joven no pertenecía a la renovación carismática, pero su interpelación se acercaba mucho a los calificativos de pelagianismo o semipelagianismo. Ciertamente, en su interpelación latían otras preocupaciones más restauracionistas. Él atribuía a los partidarios de la liberación una libertad que no pueden soportar los restauradores, porque consideran que esa libertad se salta todas las líneas rojas de la ortodoxia doctrinal y de la ortopraxis moral, ritual y disciplinar. Los restauradores consideran que los teólogos y pastoralistas de la liberación están fuera de la ortodoxia eclesial, fuera de la auténtica experiencia cristiana; que están atrapados por un secularismo radical; que tienen más de militantes políticos que de fieles cristianos; que están más cercanos a la doctrina marxista que al Evangelio de Jesucristo. Algunos restauradores consideran a los liberadores responsables de todos los males de la Iglesia y de la sociedad. Estos son juicios demasiado parciales y demasiado injustos. Dan a entender que los partidarios de la liberación son ajenos a la gracia, que solo creen en las obras, en el compromiso, en la militancia.

    De nuevo se puede advertir ya que el problema de fondo en todos estos interrogantes y en todas estas sospechas es el problema de la gracia y los méritos, el problema de la fe y las obras, el problema de la armonía entre el don y la responsabilidad.

    Siempre he procurado eludir la estéril dialéctica de este debate. Muy probablemente ni los juicios ni los contra-juicios de una y otra parte recogen la verdad que hay en los corazones y en las actuaciones de las personas. Solo Dios ve el corazón y descubre el fondo de las motivaciones en carismáticos y liberadores. El fondo del corazón y las motivaciones son elementos decisivos en la actuación humana. Por eso pueden resultar banales y frívolos juicios como los hasta aquí señalados: pelagianos, semipelagianos, luteranos, jansenistas, seculares...

    A veces esos juicios solo son el reflejo de posturas radicales e incluso fundamentalistas. Ante estas posturas es preferible guardar silencio, porque no dejan espacio al diálogo y menos aún a las preguntas molestas. Las pocas veces que he intentado responder con razones teológicas y convicciones evangélicas se me ha desautorizado tachando mis argumentos de «meras contaminaciones ideológicas». Es la forma de ataque y defensa utilizada con mucha frecuencia por quienes se consideran propietarios del Espíritu o poseedores de la verdad absoluta.

    El único argumento que manejo en mis meditaciones y soliloquios para armonizar naturaleza y gracia, fe y obras, gratuidad y militancia, renovación carismática y Teología de la liberación, es aquel sabio texto del evangelio de Lucas. Al final de la jornada se recuerda a los jornaleros: «Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Siervos inútiles somos; hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17,10). Porque me parece que el texto armoniza o combina perfectamente la gratuidad y el compromiso, la responsabilidad y la gracia. Este es el ideal de la vida cristiana: Mantenerse fieles en el servicio a Dios y al prójimo; ver en ello un puro don y vivirlo como pura gratuidad; no presentarlo ante Dios como méritos o derechos adquiridos.

    En todo este asunto están en juego las preguntas centrales sobre la vida cristiana: ¿En qué consiste la vida cristiana? ¿Qué es ser cristiano? ¿Quién es verdaderamente cristiano? Estas preguntas invitan a teólogos, moralistas, maestros espirituales y a todo cristiano a ordenar y recomponer el retablo de la fe cristiana. Porque en el retablo de la piedad cristiana se han perdido piezas esenciales o se han descolocado las que han sobrevivido. En algunos retablos apenas aparece Jesucristo. En otros se han colado piezas sobrantes. En algunos aparecen demasiados ángeles y demonios. O se han descolocado las piezas del credo. En algunos retablos ángeles y dragones están en el centro mientras la Trinidad anda por los aleros. Por eso una buena parte de la literatura cristiana se dedica hoy a buscar y exponer el corazón, el núcleo, la esencia de la vida cristiana.

    Esas preguntas sobre la esencia de la vida cristiana son mucho más importantes que estas otras: ¿Quién es pelagiano o semipelagiano? ¿Quién es luterano o jansenista? ¿Quién es molinista o bañeciano o suareciano...? ¿Quién es de la renovación carismática o quién es de la Teología de la liberación?

    Bueno sería que dejáramos de etiquetarnos tan fácil y alegremente, aunque creamos hacerlo en nombre del Evangelio. Etiquetar a las personas es entrometerse en el juicio que solo a Dios pertenece. Además, es poner palos a las ruedas de la convivencia humana y cristiana. Es sembrar prejuicios a diestra y siniestra. Bueno sería que dejáramos estos apelativos, que no fuéramos tan fáciles en el juicio a los hermanos, que centráramos la atención en lo esencial, en lo único necesario: ¿En qué consiste la vida cristiana? ¿En qué consiste ser verdaderamente discípulos o seguidores de Jesús?

    Estas preguntas sobre el núcleo o la esencia de la vida cristiana nos llevan directamente a la cuestión sobre la gracia. Este es el asunto central de la espiritualidad cristiana y, por consiguiente, el asunto central de la vida cristiana. El asunto de la gracia no ha brotado de los debates entre carismáticos y liberadores. Estaba ya presente desde siempre en la espiritualidad cristiana. Tuvo constantes reverberaciones en la piedad popular. Esta ha sido afirmación de fondo en la piedad popular: la salvación es un don de Dios. Por consiguiente, nunca el pueblo cristiano ha dejado de pedir y agradecer el don de la salvación. Pero la catequesis popular y la predicación se han callado con demasiada frecuencia el anuncio de la gracia. Han puesto más énfasis en el deber y la obligación de luchar para merecer el don de la salvación. Esto ha dado lugar en la religiosidad popular a un predominio de la moral sobre la mística, del deber sobre la gratuidad, de la militancia sobre la gracia.

    Dios tiene que estar sobrecogido por los ingentes esfuerzos que esos cristianos, hombres y mujeres de una fe sencilla y de una fidelidad a toda prueba, han hecho para conseguir la salvación y evitar la condenación. La mayoría sabía teóricamente que la salvación es un don gratuito. Pero su conciencia no les permitía un momento de relajación moral. Merecen toda la admiración aquellos esfuerzos de buena voluntad por agradar a Dios. De hecho, en el campo de la piedad popular brotaron enormes frutos de santidad. En los últimos momentos de su grave enfermedad, escuché la última confesión de una piadosa mujer de pueblo en la fiesta de la Epifanía. Falleció a los pocos días. Jamás se me borrará de la memoria. ¡Qué lucidez para evaluar su vida! ¡Qué delicadeza de conciencia! ¡Y qué confianza tan absoluta en la misericordia de Dios!

    Dios tiene que estar muy triste por esas catequesis y predicaciones que han silenciado el carácter gratuito de la salvación y del perdón. ¿Cómo es posible que se insistiera mucho más en el poder del pecado que en el poder de la misericordia divina? Para aquellos catequistas y predicadores, ¿qué significaba la redención que ha tenido lugar en la vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo? ¿Ha sido inútil la sangre de Cristo sobre la tierra? Nadie debe poner en duda su celo pastoral y sus buenas intenciones. Pero hicieron un mal favor a los oyentes. Dios tiene que estar muy dolido por todo el cúmulo de escrúpulos y de sufrimiento moral a que han dado lugar esa catequesis y esa predicación.

    En todo este entramado de la piedad popular, en todas estas cuestiones sobre el núcleo y la esencia de la vida cristiana está en juego el asunto de la gracia. Pero este asunto de la gracia hoy ha perdido actualidad incluso en los cristianos. La palabra «gracia» se ha desgastado en la teología y en la espiritualidad cristiana. Su significado se ha desgastado o diluido de tal forma que ya apenas sabemos exactamente qué significa. El término «gracia» se ha llenado de malentendidos y ya apenas sirve para definir el núcleo, el cogollo de la espiritualidad cristiana y de la vida cristiana. Hablar hoy sobre la gracia puede provocar como única reacción la indiferencia y el escepticismo. «Te oiremos otro día». O puede dar lugar a un lenguaje rodeado de numerosos malentendidos e incomprensiones. Quizá por eso son tan frecuentes los juicios injustos desde ambos lados de la trinchera: desde la renovación carismática y desde la Teología de la liberación.

    Hoy se habla con más frecuencia de desgracias que de gracia. En el vocabulario secular la «gracia» o ha desaparecido o ha perdido totalmente el sentido religioso. Ha adquirido un sentido radicalmente nuevo. «Gracia» puede significar o referirse a un dicho ocurrente o jocoso. «¡Qué gracioso!». Puede significar también que algún hecho o acontecimiento resulta novedoso, sorpresivo e incluso extraño. «Tiene gracia este asunto». Y se refiere con frecuencia al sentido del humor que tienen algunas personas. «Es una persona con mucha gracia; es muy graciosa». También puede referirse al atractivo especial que tienen algunas personas. Se refiere a la persona que cae bien, que «cae en gracia». En este sentido, se dice con mucho acierto que «vale más caer en gracia que ser gracioso».

    Este último sentido que a veces se da a los vocablos «gracia» o «gracioso» en el lenguaje ordinario puede ayudarnos a comprender un poco mejor el verdadero sentido de la gracia cristiana. Nos invita a considerar la gracia desde otra orilla: no desde la orilla de quien es mirado, sino desde la orilla de quien mira. Nos invita a considerar la gracia, no desde nuestra orilla, sino desde la orilla de Dios. Porque el «caer en gracia» es como una lotería que te cae gratuitamente. Depende sobre todo de la forma en que nos miran. Se puede mirar graciosamente o simplemente se puede mirar con absoluta indiferencia. Sucede la gracia cuando nos miran o nos contemplan con generosidad y benevolencia, cuando se nos mira con una mirada acogedora. Hay personas que nos caen en gracia, aun sin ser graciosas. Nos caen en gracia o hallan gracia a nuestros ojos por nuestra forma generosa y benevolente de mirarlas, no por los talentos o los méritos que esas personas puedan poseer. Lo observó ya Don Quijote: «Que el amor mira con unos anteojos, que hacen parecer oro el cobre, a la pobreza riqueza y a las lagañas perlas». Esta experiencia tan frecuente en la vida cotidiana, en la convivencia de las personas, es una puerta abierta para considerar el más hondo significado de la gracia cristiana.

    Gratuito consideramos, por lo demás, todo aquello que se nos regala de verdad, sin exigirnos ningún tipo de contraprestación. En la actualidad muchos de los llamados regalos carecen de este carácter gratuito; están contaminados comercialmente. Son medidos más por su precio que por su valor afectivo. «Gracia» llamamos a todo aquello que se nos otorga gratuitamente, sin ningún mérito por nuestra parte: un regalo, un gesto, una palabra, un abrazo, el perdón... Esta experiencia de lo gratuito puede ayudarnos a comprender el sentido genuino de la gracia en la vida cristiana. Porque se trata de una experiencia que nos introduce en la experiencia de gratuidad y, sobre todo, porque destaca el carácter relacional de la gracia. Caer en gracia o hallar gracia a los ojos de alguien supone una relación personal y personalizada e implica una relación gratuita entre las personas.

    Lo cierto es que, si se repite con tanta frecuencia en ambientes cristianos este conflicto entre gracia y compromiso, es porque estamos tocando el nervio de la espiritualidad cristiana, de la vida cristiana, de la identidad cristiana. De tal forma que ningún creyente debería ser ajeno o pasar con indiferencia ante el asunto de la gracia.

    Después del Concilio Vaticano II se ha repetido sin cesar y se ha intensificado este conflicto entre los partidarios de la gratuidad y los partidarios de la militancia. Desde la Constitución Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual nacieron y se desarrollaron numerosos movimientos teológicos y espirituales que reclamaban un mayor compromiso de los cristianos en lucha por la justicia, la paz, los derechos humanos, por un mundo más justo y más humano. En contraste con esta tendencia, algunos sectores eclesiales sospechan que tanto compromiso y tanta militancia podían expulsar de la vida cristiana la experiencia central de la gracia. Acusan a los movimientos liberadores de dejarse engañar por ideologías mundanas y seculares. Reclaman una vuelta a la dimensión mística de la vida cristiana, una vuelta a la experiencia de gratuidad.

    Esta situación ha provocado disensos y tensiones en los planes pastorales, en los proyectos de evangelización, en la presentación de la vida cristiana. La tensión e incluso el conflicto se han hecho presentes también en las comunidades religiosas. Rara será la congregación religiosa, masculina o femenina, que no haya experimentado estos conflictos en sus Capítulos y Asambleas durante las décadas que siguieron al Concilio Vaticano II. En un primer momento posconciliar se trataba de una cierta confrontación entre conservadores y renovadores. Pero poco a poco pasó a tomar el cariz de una confrontación entre los partidarios de la gratuidad y los partidarios de la militancia. Ambos extremos están bien representados por los miembros de la renovación carismática y por los partidarios de la Teología de la liberación. Entre los dos extremos hay un amplio abanico de posturas intermedias.

    Al referirnos a estos conflictos estamos tocando el nervio de la espiritualidad cristiana, el núcleo del mensaje evangélico. Aún más, quizá estemos tocando el nervio de cualquier espiritualidad, de cualquier experiencia religiosa. ¿Se reduce la experiencia religiosa a una vivencia intimista o implica necesariamente un compromiso para mejorar este nuestro mundo y esta humanidad? ¿Es legítimo esperarlo todo de la acción gratuita del Espíritu Santo? ¿O es obligatorio poner también militancia y compromiso de parte de los creyentes para colaborar con el Espíritu y conseguir un mundo más justo y más humano?

    El problema no es exclusivo de la religión cristiana. Por poner solo un ejemplo, es sugerente el planteamiento del mismo problema tal como lo presenta el hinduismo. Tiene una cierta analogía con el planteamiento de la teología cristiana. La moksa es el concepto utilizado por el hinduismo para definir la liberación integral, la salvación total y definitiva. Pues bien, para algunos maestros del hinduismo la consecución de la moksa solo es posible gracias a Dios, es decir, por pura gracia. ¿Significa esto que la salvación es obra de la «sola gracia» o requiere además la contribución del creyente?

    En el hinduismo se propusieron dos teorías como respuesta a este interrogante: la teoría de «los gatitos» y la teoría «del mono». La gata toma sus gatitos en la boca y los lleva donde quiere ante la absoluta pasividad de estos. Así actúa la gracia de Dios, según algunos maestros hindúes. Dios lo hace todo y el hombre no hace nada, no debe hacer nada para conseguir la liberación. Solo debe dejarse llevar,

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