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Breve historia del alma: Desde las culturas primitivas hasta la sociedad actual
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Libro electrónico428 páginas6 horas

Breve historia del alma: Desde las culturas primitivas hasta la sociedad actual

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A lo largo de los siglos, todas las civilizaciones han utilizado el concepto de alma para explorar el significado de la conciencia, la espiritualidad, la vida después de la muerte y, en general, la relación del hombre con Dios y sus semejantes. En el origen de todas las palabras que se refieren al alma está el aliento, y alrededor de cada una de ellas han nacido inagotables reflexiones desde el ámbito de la religión, la filosofía, la moral y la ética. Gianfranco Ravasi hace un recorrido por todas las épocas y corrientes del saber en busca de este hálito vital con el que los hombres han tratado de definirse. Con múltiples referencias bíblicas, filosóficas, literarias, místicas y poéticas, las páginas de este libro son un viaje a través de la palabra y el pensamiento que persigue un horizonte claro: «Despertar, purificar, revivir el alma genuina que es espíritu, conciencia, inteligencia y amor».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 mar 2024
ISBN9788428570831
Breve historia del alma: Desde las culturas primitivas hasta la sociedad actual
Autor

Gianfranco Ravasi

Gianfranco Ravasi (Merate, Italia, 1942) es uno de los exegetas internacionales más destacados. Estudió en Roma en la Pontificia Universidad Gregoriana y en el Pontificio Instituto Bíblico. Expresidente del Consejo Pontificio para la Cultura y de las Comisiones Pontificias para el Patrimonio Cultural de la Iglesia y de Arqueología Sagrada. Entre sus últimas publicaciones en SAN PABLO destacan «Los rostros de la Biblia» (2008); «Los rostros de María en la Biblia» (2009); «El mes de María» (2009), «Sion» (2019), «El gran libro de la Creación» (2022) y «Biografía de Jesús» (2023).

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    Breve historia del alma - Gianfranco Ravasi

    Introducción

    Después de haber constituido todo un éxito literario, también fue un gran acontecimiento cinematográfico: acompañada de la pegadiza melodía de la canción The NeverEnding Story, en 1984 apareció en las pantallas La historia interminable, dirigida por Wolfgang Petersen, película que selló el triunfo editorial de la novela del mismo título, del escritor alemán Michael Ende, fallecido en 1995[1]. En una entrevista sobre ese libro, el autor citó una declaración sorprendente que recopiló en un viaje al interior de la Amazonía. Un miembro de una tribu indígena le había confesado su dificultad en el contacto con la civilización contemporánea del exterior con esta sugerente imagen:

    Hemos avanzado tan rápidamente todos estos años que ahora tenemos que hacer una breve pausa para permitir que nuestras almas nos alcancen.

    Sí, la vida de la actual sociedad globalizada se ha vuelto cada vez más frenética, la tecnología cada vez más sofisticada, la carrera por el placer cada vez más acelerada. El alma, que necesita paz, serenidad y desprendimiento, que se alimenta de la reflexión y el silencio, se ha quedado atrás, perdida en las brumas de la campiña abandonada, suspendida en las cumbres de las montañas, meciéndose en las extensiones del mar, donde tal vez se encuentra por unos instantes en el receso de las vacaciones de verano. Pero, acto seguido, se pierde y se deja en la calle, mientras uno corre a sumergirse en el bullicio de la ciudad, en la red de compromisos, en el fluir de las cosas y de los acontecimientos.

    Este libro, por tanto, parece a primera vista excéntrico, incluso trasnochado, de tonalidad anticuada, aparentemente abocado al escaso éxito. Estamos, de hecho, en un mundo que ha perdido su alma y no se arrepiente, ni se molesta en recuperarla. En todo caso, es el cuerpo el que dicta la ley, como argumentaba Pier Paolo Pasolini en su Súplica a mi madre, poema reeditado en el año de su trágica muerte (1975), aunque es anterior:

    Y no quiero estar solo, tengo hambre infinita de amor.

    De amor de cuerpos sin alma[2].

    Este es un extraordinario retrato de nuestro tiempo tan «corporalmente» pesado, tan apegado al bienestar físico y a la apariencia exterior, para el cual no hay nada bajo la piel y la carne. Y, sin embargo, el verso siguiente de aquel poema decía: «Porque el alma está en ti. Pero tú eres mi madre y tu amor es mi esclavitud». El poeta encontró en las raíces maternas ese soplo secreto e interior que ahora parecía extinguido. En realidad, el hombre y la mujer de hoy continúan siendo criaturas «animadas»: los temblores de la conciencia aún laten en su interior, las experiencias espirituales aún se consumen en ellos, muchos caminos del espíritu se bifurcan en ellos. Pero ocurre lo que apuntaba el escritor austriaco Robert Musil en su obra maestra inacabada, El hombre sin atributos: «Todos los caminos del espíritu parten del alma, pero ninguno vuelve allí»[3].

    No hay, en efecto, ningún deseo de volver a lo íntimo de uno mismo, para reconducir a su origen las experiencias espirituales que también se viven. No hay nostalgia de volver a ver el rostro del alma, de delinear su perfil, de descubrir sus secretos. Consiguientemente, las páginas que siguen realmente quieren volver al alma perdida, aspiran a conducir al lector a contemplarla de cerca. Será, por tanto, una lectura a contracorriente, exigente, en cierto modo incluso didáctica, porque será necesario aprender (o reaprender) muchas nociones, emprender los caminos no siempre llanos del pensamiento, penetrar en el laberinto de los argumentos y de los símbolos.

    De acuerdo con una costumbre personal bien consolidada, este libro fue escrito, en su borrador material original, a mano, tal como se ha hecho durante siglos, con un bolígrafo (o pluma o punzón) y tinta. Pero, precisamente mientras sobre los folios blancos se multiplicaba las líneas, en mi interior crecía un sutil desánimo. Porque el horizonte se ensanchaba cada vez más, revelándose hasta donde alcanzaba la vista y, a menudo, oscuro e indescifrable. Me vi obligado a descartar continuamente ideas, temas, símbolos, textos, para no construir otra «historia interminable». Yo había elegido, como luego se explicará, una imagen guía, la de navegar por un río inmenso: pues bien, muchas veces el barco parecía transformarse en el «barco ebrio» del poeta francés Rimbaud, un barco incontrolable e inquieto, en ocasiones varado en aguas poco profundas, en ocasiones sacudido por corrientes y fuertes vientos.

    Para continuar, me ayudó uno de los personajes que entrará en escena en estas páginas, el gran Goethe, quien en sus Máximas y reflexiones observó:

    Todos los pensamientos ya han sido pensados:

    solo hay que intentar repensarlos[4].

    El libro no es más que un simple y simplificado «replanteamiento» de lo que a un nivel mucho más elevado y articulado ya se ha pensado en siglos y siglos de estudio y meditación. No es, sin embargo, una summa sistemática y completa, ni siquiera es un ensayo académico destinado a iniciados, ni un texto de estudio teórico, deseoso de adentrarse en caminos inexplorados, empapado de apuntes y de bibliografía interminable. El método adoptado es el sugerido por Italo Calvino en una de las espléndidas e inacabadas Seis propuestas para el próximo milenio[5]. Es la técnica del escultor que no añade, sino que quita, cincelando el enorme bloque de mármol sin detenerse a resaltar un rostro o un torso.

    Así pues, se notarán omisiones, lagunas, selecciones, aproximaciones, reducciones. Sin embargo, el resultado aún podrá impresionar al lector hasta el punto de quedar deslumbrado: de hecho, son inmensas la variedad de teorías, el abanico de ideas, la galería de personajes, la biblioteca de textos que –a pesar de esa intención de simplificación– se asoman en el texto. En efecto, solo en el primer capítulo hemos querido, de forma un tanto provocativa, introducir de inmediato al lector en un panorama abarrotado, que quizá le desoriente, atraído y confundido como estará entre tantas voces dispares e incluso disonantes, atrapado y extraviado entre imágenes tan cambiantes, casi perdidas en una vegetación exuberante pero enmarañada.

    Aunque hoy el alma parezca olvidada y marginada, una especie de presencia ausente, en realidad ha dominado todas las culturas durante siglos, ha estimulado inteligencias muy elevadas, ha implicado íntimamente a las religiones. El alma, tal como sugiere el origen de nuestra palabra, resulta ser similar al viento, del griego ánemos: envuelve, acaricia, atormenta, penetra, pero va más allá, escapando y casi dispersándose. Así, a lo largo de los siglos, unos la han encadenado al cuerpo, otros la han disuelto en un ectoplasma; hubo quienes la intuyeron como un espíritu puro y quienes la retrataron con realismo. La humanidad siempre ha seguido sus huellas secretas: a veces las ha descubierto en el cerebro o en el corazón, y muchas veces la búsqueda ha continuado más allá de la materialidad, hacia la trascendencia guardada en la intimidad y en la conciencia de cada uno.

    Secularmente reducida a la psique o al sistema neuronal para ser analizada según los cánones científicos, o religiosamente intuida como un abismo de luz en el que Dios se revela, investigada por la filosofía, imaginada por la literatura y el arte, profesada por las diferentes religiones de diversas maneras, negada por los materialistas agnósticos de todos los tiempos, el alma no ha dejado nunca de aparecer y de esconderse, como el viento. Pues bien, nos gustaría intentar retomar algunos signos y descubrir su presencia precisamente a través del aporte del inmenso grupo de «buscadores del alma» que han poblado la historia de la humanidad.

    Antonia Pozzi, la poeta milanesa que se suicidó con solo veintiséis años en 1938, dejó estos versos:

    El alma encuentra su paz,

    como un enloquecido salto de aguas que se aplacan,

    encontrando la suprema quietud del mar[6].

    El símbolo dominante para representar el alma es el soplo del aire, pero no es infrecuente verla comparada con el agua en su fluir incesante, en sus extensiones ilimitadas, en su ser ante todo una fuente de vida. Son famosos los versos del Canto de los espíritus sobre las aguas de Goethe:

    ¡Alma humana,

    cuánto te pareces al agua!

    ¡Destino humano,

    cuánto te pareces al viento!

    Pues bien, a raíz de esta metáfora, hemos pensado adoptar la navegación como esquema simbólico para nuestra investigación sobre el horizonte del alma. Las etapas del viaje son cuatro y se corresponden a las partes de este volumen. Antes de embarcar, sin embargo, es necesario un itinerario de aproximación: es el primer destino al que hay que llegar. Es «Sin fronteras» porque el camino que se emprende pretende llegar a los «Territorios lejanos» de las culturas primitivas, adentrarse en las antiguas y gloriosas civilizaciones de Egipto, Mesopotamia, India y Arabia, pero que no teme visitar también algunos lugares recónditos, casi similares a las cavernas oscuras, como en el caso de la metempsicosis, el espiritismo, la metapsíquica.

    El gran río del alma que nos toca navegar, rodeado por estas tierras, revela sin embargo dos fuentes específicas que lo alimentan copiosamente. Ellas serán el segundo objetivo de nuestra navegación ideal. Por una parte, está «La fuente sagrada» de las Escrituras bíblicas con su original y variado mensaje, que tiene algunas cumbres en el libro del Génesis y en las palabras de Cristo y de Pablo. Por otra parte, está «La otra fuente», la de la cultura griega, donde aparecen los fascinantes mitos de Psique y de Orfeo, pero también destacan eminentes pensadores como Platón, Aristóteles y Plotino.

    Desde los manantiales la navegación se adentra posteriormente en el tormentoso curso del río. Esta es la tercera etapa, la más extensa porque hay que recorrer siglos y siglos de historia. Hay tres perfiles del alma que entran en escena. En primer lugar, está el trazado por la teología cristiana en su incesante cuestionamiento, en las respuestas del Magisterio eclesial oficial, en la intensa elaboración de sus pensadores y también en su audaz empeño por asomarse al más allá del alma, al más allá de los confines de la muerte («El alma teológica»).

    Luego está la compleja y hasta tortuosa reflexión de la filosofía occidental, a partir de Descartes, de cuyo dualismo parten tanto los grandes «espiritualistas», como Spinoza y Hegel, como la dura reacción de los «materialistas», convencidos negadores del alma. Es el capítulo de «El alma filosófica», que se abre también a teorías innovadoras, como la del evolucionismo, y a prácticas incisivas como la de la psicología/psicoanálisis.

    El último perfil es el de «El alma poética»: es una mirada al misterio del espíritu desde la intuición literaria. De este modo pasamos desde las emocionantes escenas creadas por el genio de Dante hasta el terrible pacto entre Fausto y Mefistófeles narrado por Goethe, desde los diálogos entre alma-cuerpo-naturaleza imaginados por Leopardi, Rosenzweig o Péguy hasta el sorprendente razonamiento de Pirandello y el de muchos otros autores.

    Así llegamos a la cuarta y última etapa, la de «La desembocadura», porque ya la historia del alma entra y forma parte de nuestros días. Se entra en el inquietante pero también fascinante laboratorio de las neurociencias para encontrarse con ese «hombre neuronal», al que algunos quisieran despojado del alma y reducido a cerebro. Este, sin embargo, es solo un «desembarco» parcial y no definitivo: porque las aguas continúan fluyendo, y el alma no dejará de alcanzarnos para llevarnos más lejos.

    Decíamos antes que el hombre contemporáneo ha llegado tan lejos en su carrera frenética que ha perdido el alma en el camino. Sin embargo, cuando concluya la navegación por el río de la historia del alma que acabamos de resumir, quizás se tenga la impresión opuesta: el alma es mucho más rápida y viva que la civilización moderna. Esto es lo que afirmaba en el siglo V un escritor espiritual Juan Casiano en sus Colaciones[7], es decir, en las «conferencias» que dirigía a los monjes:

    Definitivamente estamos retrocediendo cuando nos damos cuenta de que no hemos avanzado: el alma no puede quedarse quieta.

    Casiano había tenido una vida bastante agitada: había estado en Belén, en Egipto, en Constantinopla, en Roma, donde fue ordenado sacerdote, y en las Galias, en Marsella, donde había fundado dos monasterios y donde murió en el año 432. Sin embargo, estaba convencido de que era necesario seguir los ritmos mucho más rápidos del alma.

    Quizás incluso la agitación febril del hombre de hoy no sea un avance, sino un retroceso insensible o un extraño torbellino siempre en el mismo espacio. El alma, con su hambre de lo eterno y de lo infinito, seguramente lo obligará a caminar siempre más lejos, hacia un Más Allá ilimitado. Así como el ánemos, el viento.

    [1] M. Ende, La historia interminable, Alfaguara, Madrid 2007.

    [2] P. P. Pasolini, Poesía en forma de rosa (1964), Visor Libros, Madrid 2002.

    [3] R. Musil, El hombre sin atributos (2 volúmenes), Seix Barral, Barcelona 2021.

    [4] J. W. von Goethe, Máximas y reflexiones, Edhasa, Barcelona 2021.

    [5] I. Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, Siruela, Madrid 2023.

    [6] A. Pozzi, El alma desnuda: Antología poética, Impronta, Gijón 2015.

    [7] Juan Casiano, Colaciones (2 volúmenes), Rialp, Madrid 2019.

    Parte I

    EL HORIZONTE

    1

    Sin fronteras

    «Los chicos y las chicas en Estados Unidos pasan momentos muy tristes juntos; una especie de esnobismo exige que se sometan inmediatamente al sexo sin una charla preliminar adecuada. No una charla de cortejo, sino una auténtica charla adecuada sobre el alma, porque la vida es sagrada y cada momento es precioso». Tenía razón Jack Kerouac cuando, en 1957, esbozó este retrato de los jóvenes estadounidenses en su célebre novela En el camino[8], manifiesto, «Biblia» y modelo de vida para la Beat Generation. Aún hoy se consumen las relaciones, se aceleran los contactos, aumenta el frenesí del movimiento, pero uno sigue sin poder detenerse, hablar, mirarse a los ojos en busca de la interioridad. Fue Kerouac nuevamente quien habló de la transparencia de un niño recurriendo, casi con seguridad de manera inconsciente, a un verso de las Rimas de Miguel Ángel Buonarroti según el cual el alma mira por los ojos («el alma que por los ojos ve»): «su particular alma», observó el escritor norteamericano, «se manifiesta por esas ventanas que son los ojos, y esos ojos encantadores profetizan y señalan ciertamente la más encantadora de las almas».

    En busca del alma perdida

    Por un lado, pues, el alma está disponible, emerge con vida del soplo, se expone en la mirada, habita en las palabras verdaderas, alimenta la fe, genera el amor. Por otro lado, sin embargo, a menudo es silenciada, olvidada, ignorada e incluso negada y, por lo tanto, se evapora y se pierde. Como decía Eugenio Montale en los versos de la Casa en la playa (1925):

    El viaje termina aquí:

    en los afanes mezquinos que dividen el alma

    que ya no sabe dar un grito[9].

    Pues bien, ahora nos gustaría reanudar el viaje en busca de esta alma perdida. Como hemos anunciado, será una navegación sobre aguas tanto en movimiento como tranquilas, con escalas y desembarques que permiten incursiones terrestres en regiones inexploradas o que hace tiempo que no son frecuentadas. En realidad, este tipo particular de viaje es sin fronteras y sin destinos extremos y definitivos. En su famoso fragmento 45 el filósofo griego Heráclito de Éfeso[10], que vivió entre el 550 y el 480 a.C. advirtió al respecto: «Los límites del alma, por más que procedas, no lograrías encontrarlos aun cuando recorrieras todos los caminos: tan hondo tiene su logos».

    El alma es una tierra sin fronteras, es un océano sin límites en el que se navega sin toparse jamás con costas, sin volver jamás a las mismas aguas («No podrás bañarte dos veces en las aguas del mismo río», enseñó Heráclito). El «infinito» del alma está ligado al logos que la habita, palabra griega con varios matices de significados pero que, casi con seguridad, en el filósofo de Éfeso se refiere al tejido común entre el hombre y la divinidad, el del pensamiento, de la intuición racional, de la verdad. Precisamente por esta chispa celestial –es decir, por el logos que emana y es dado por el Logos divino, eterno e infinito– el alma no tiene límites de espacio y tiempo y, por lo tanto, es inmortal. El hombre es paradójicamente similar a Dios en su alma y diferente a él en su fragilidad material y temporal: «Uno, lo único sabio, quiere y no quiere –prosiguió Heráclito– ser llamado con el nombre de Zeus» (32). Siglos después, y sobre todo según coordenadas espirituales muy diferentes, santa Teresa de Lisieux exclama: «¡Qué grande debe ser el alma para contener a Dios!».

    Es espontáneo, pues, ante un horizonte sin horizontes como el del alma, quedarse confuso o tropezar o abandonar el camino. Ya el filósofo judío Filón (20 a.C.-50 d.C.), nativo de Alejandría en Egipto y contemporáneo de Jesús y de san Pablo, en su obra Sobre el cambio de nombres se preguntaba: «¿Quién puede conocer la naturaleza del alma?» (n. 10). Y el audaz e intransigente santo Tomás de Aquino reconoció en varias ocasiones que a la realidad del alma se puede llegar «solo con gran empeño» (Sententiae, i,3, q.3, a.5), «con diligencia y sutil investigación» (Summa theologiae, i, q.87, a.1), porque «saber lo que es el alma es dificilísimo» (De veritate, 10,8, ad 8). Ya es un desafío aislar no tanto una definición como un nombre con un valor único, tanto que a menudo nos apoyamos en un abigarrado espectro de términos: alma, espíritu, ánimo, interioridad, conciencia, psique, sustancia espiritual, pensamiento, razón, mente, corazón, esencia, ser íntimo, persona, individualidad... La palabra llega incluso a desvanecerse y perderse en las cosas: «alma» se usa también para indicar una coraza, una columna vertebral, un armazón, una estructura, un andamio, un marco, un soporte...

    Una palabra con mil caras

    Es curioso pero significativo observar el Diccionario de María Moliner[11] y leer las dos primeras acepciones de la palabra «Alma». La definición es precisa:

    1) Parte inmaterial del hombre con la que tiene conciencia de lo que le rodea y de sí mismo y establece relaciones afectivas o intelectuales con el mundo material o inmaterial. Espíritu. 2) Por extensión, espíritu sensitivo que da vida o instinto a los animales, y vegetativo que nutre y hace crecer las plantas.

    Pero cuando uno se desplaza por las sucesivas acepciones, queda un poco desconcertado: no son menos de catorce las acepciones de los significados reunidos bajo el paraguas de dicha palabra. Además, cuando se llega al parágrafo de las locuciones construidas con la palabra «alma», María Moliner enumera nada menos que cincuenta expresiones diferentes (por ejemplo: «caérsele a alguien el alma a los pies», «partírsele a alguien el alma con una cosa», «entregar el alma a Dios», «estar con el alma en un hilo (o en vilo)», «destrozar el alma», «alma de cántaro», «¡pero, alma mía!», «como alma que lleva el diablo», «alma en pena», «alma de Dios», «sentir en el alma algo».

    Una cosa, de todas formas, es segura. Porque un hilo delgado parece enrollarse por todas partes y, como tendremos ocasión de reiterar más adelante, atravesar muchos lenguajes, aunque diferentes entre sí por génesis: en el origen de las palabras que indican el alma está el suspiro, el soplo vital, el aliento, el viento. El mismo término «alma» se remonta al griego ánemos, «viento», que a su vez proviene del sánscrito ániti, «él sopla». Platón derivó el griego psychè, «alma», de respirar y ser refrescante: de hecho, su primer significado es, en griego, «soplo», «respiración», «aliento», así como el verbo psychô indica el acto de «soplar», «airear», y psychomai el «enfriarse» (en el evangelio de Mateo 24,12 se habla del amor que «se enfría», psychèsetai). Como veremos, el hebreo nefesh indica en primer lugar la «garganta» y luego el «alma», el «ser viviente». En el jeroglífico, la raíz equivalente nfr que evoca lo «hermoso/bueno» está representada por un pictograma que estiliza la tráquea y los pulmones. El mismo atman hindú o budista, que presentaremos más adelante, en sánscrito se basa en la noción de «aliento», tanto que ha llegado a nuestra «atmósfera» y en alemán atmen, «respirar». La percepción primaria del alma está, por tanto, en la respiración y en la vida, tanto que es natural decir, por ejemplo, que «un país tiene quinientas almas», identificando así el alma con la misma persona viva.

    Es fácil, entonces, comprender por qué la bestia es llamada «animal», reconociendo en ella lo que la filosofía clásica define como «alma vegetativa y sensitiva». Del mismo modo «entregar el alma» es simplemente «morir» y este es el valor primordial de una célebre frase del famoso biblista Qohelet-Eclesiastés, cuando recuerda que a nuestra muerte «el polvo torne a la tierra como era antes, y que el espíritu (aliento vital) vuelva a Dios que es quien lo dio» (12,7). Jesús, cuando muere en la cruz, emisit spiritum según la versión latina de san Jerónimo, aunque el evangelista Juan (19,30) en el original griego hace un guiño al don del Espíritu divino que Cristo entrega a sus fieles (parédôken tò pneuma). Estamos, pues, continuamente zarandeados por el viento del alma que nos mantiene vivos, pero también nos hace ascender hacia las cumbres del espíritu. Así, por poner solo algunos ejemplos de contraste, se pasa del lenguaje eclesiástico que denomina la actividad pastoral como «cuidado de almas» (y los registros parroquiales ofrecen el status animarum, es decir, «el estado de las almas»), una cura que ahora se practica secularmente por los psicólogos o los psiquiatras, hasta la «animación» televisiva que generó los «dibujos animados», las sintonías televisivas, los anuncios publicitarios, los videoclips con personajes ficticios o las marionetas. Por ejemplo, todos nos acordamos de los personajes de Walt Disney; de Los Picapiedra, de Hanna-Barbera; de Los Pitufos, del belga Peyo; de Heidi, la niña de los Alpes, y de tantas otras «animaciones». En efecto, anime (en inglés abreviatura de animation) designa todo el mundo de la producción de animación japonesa...

    Como un caleidoscopio

    Por lo tanto, el péndulo de la palabra «alma» y su valor oscila continuamente. Evidentemente no nos es posible registrar todos sus movimientos, pero nos gustaría señalar de forma antológica algunos tramos de este diagrama de significados que no conoce fronteras y que está, además, ampliamente documentada en los grandes diccionarios. La nuestra será una elección más libre, una especie de divertissement en torno a esta realidad tan penetrante y tan inestable, nítida y borrosa a la vez, decisiva y evanescente, a veces precisa y a veces desenfocada, necesaria e ignorada, pero siempre lista para reaparecer, infiltrándose por todas partes como el viento.

    Anima mia fue el título de un programa de variedades televisivo, conducido por Fabio Fazio y emitido por Rai2 en 1997, como una reinterpretación irónica y cariñosa de los mitos de los setenta, «un cúmulo de recuerdos flotando en el caos» (Aldo Grasso). Te doy mi alma, sin embargo, es el título de una película de 2002 de Roberto Faenza, una reelaboración del vínculo secreto entre uno de los padres del psicoanálisis, Carl Gustav Jung, y su paciente Sabina Spielrein, una historia que no salió a la luz hasta 1977 con el descubrimiento de la correspondencia entre ambos y con Freud. El argumento de la película es relevante para ilustrar una concepción del alma muy extendida en nuestros días, marcada por el análisis psicológico. Él, Jung, tiene veintisiete años y es un psicoterapeuta ya aclamado, felizmente casado con Emma. Ella, Sabina, tiene diecisiete años, es inteligente y sensible, pero también anoréxica e histérica. Surge entre ambos una pasión absoluta y arrolladora en la que el hombre no puede resistirse al encanto de esa joven paciente que no solo le ofrece amor, sino también su alma. Al final será él quien trunque ese ardiente y extremo encuentro de almas, pero solo para evitar un escándalo público (Sabina será fusilada por los nazis más tarde, en 1942, por su origen judío).

    La strategia dell’anima: así había titulado Pietro Barcellona[12], estudioso de los fenómenos sociales, su ensayo sobre el tema de la relación entre el pensamiento y las pasiones y las emociones, entre lo público y lo privado y su continuo entrecruzamiento en el mundo actual. Pero la evocación del alma puede ser mucho más elevada y despegar del plano de las sensaciones, de las pasiones, de las experiencias individuales y sociales hacia las cumbres de la mística, hasta los cielos despejados de la contemplación. El modelo más sugerente es la Historia de un alma[13] de Thérèse Martin, nacida en 1873, entró en el Carmelo con solo quince años y murió en 1897 a los veinticuatro. Famosa bajo el nombre de Santa Teresa del Niño Jesús o Santa Teresa de Lisieux, canonizada en 1925 por Pío XI, proclamada Doctora de la Iglesia en 1997 por Juan Pablo II, Teresa fascinó también a personajes inesperados como el judío Joseph Roth, que la recordará en la autobiográfica La Leyenda del santo bebedor[14], breve, amarga y conmovedora historia compuesta en París en 1939 (año de la muerte del escritor austriaco) y que en 1988 se convirtió en una intensa y delicada película de Ermanno Olmi. En la base de la fascinación que ejerce la santa –se le han dedicado dos películas, Thérèse Martin, de Maurice de Canonge (1939), y Thérèse, de Alain Cavalier (1986)–, sin embargo, está sobre todo su Historia de un alma (como la llamará su hermana Inés): se trata de tres manuscritos: el A, dedicado a la infancia y la juventud (hasta 1896); el B, que es una larga carta dirigida a su hermana María, monja como ella, centrada en el tema de la «caminito», es decir, sobre la doctrina espiritual de Teresa, y, finalmente, el manuscrito C, que explora el mensaje evangélico del amor con acentos suaves y fuertes. El alma se convierte entonces en sinónimo de vida personal, y está en la dimensión más noble y elevada, la de la experiencia mística, pero vivida con gozosa ligereza, como si se tratara de una danza. Es significativo que una serie de reflexiones póstumas del padre David Maria Turoldo sobre Dios y el hombre se hayan titulado Diario dell’anima[15]. Se podría decir que el alma en estas páginas –como en tantas otras del célebre fray servita y de varios testigos de espiritualidad– no es una realidad de la que se hable, sino a la que se habla y que habla. «Primero creer, luego existir», escribe paradójicamente Turoldo, en la creencia de que el alma nos hace trascender nuestra finitud.

    El alma es, por tanto, algo simbólico con mil posibilidades y matices, imposible de catalogar exhaustiva, definitiva y eternamente, que siempre renace más allá de nuestras fronteras ideológicas y culturales. El mayor poeta brasileño del siglo XX, Carlos Drummond de Andrade (1902-1987), escribió muy acertadamente en su poema Cuerpo:

    ¿Cómo descifrar pictografías de hace diez mil años

    si no sé descifrar la escritura dentro de mí?

    Cuestiono signos dudosos y sus variaciones caleidoscópicas

    observándolos momento a momento.

    La verdad esencial es lo desconocido que vive en mí

    y que me impresiona cada mañana[16].

    Antes incluso de resolver los enigmas lingüísticos o simbólicos de civilizaciones desaparecidas hace milenios, antes de poder captar la pulsación de lejanas estrellas, antes incluso del deseo de penetrar el átomo hasta sus mínimas y extremas partículas, la humanidad ha buscado y busca descubrir «la verdad esencial», «lo desconocido» que la habita. Sin embargo, también debemos reconocer que la humanidad muchas veces se interesa por un sinfín de secretos, curiosidades, misterios y secretos externos y no se molesta en interrogar su alma, tratando de identificar sus movimientos, de captar sus reacciones, de escarbar en su profundidad. Lo que haremos en los próximos capítulos será similar al trabajo de quien descifra un antiguo palimpsesto: no nos contentaremos con la escritura superficial, sino que intentaremos identificar la inferior y oculta, aparentemente desgastada, cuyas huellas sin embargo permanecen y deben ser reconstruidas con paciencia incluso a través de signos mínimos.

    El palimpsesto del alma

    A continuación, ofreceremos una lista representativa de algunos desciframientos del palimpsesto del alma, a la espera de iniciar un trabajo sistemático y ordenado de decodificación e interpretación. Avanzaremos teniendo en cuenta que estos desciframientos a menudo contrastan entre sí, es más, se encuentran en clara antítesis. Así, muchos ven el alma como una profundidad interior en la que acecha la presencia divina. En el Diario del escritor católico francés Julien Green (1900-1998) leemos: «El alma humana es como un abismo que atrae a Dios, y Dios se arroja en él»[17]. Ya el antiguo precepto del oráculo de Delfos advertía: «Conócete a ti mismo: te conocerás a ti mismo y a Dios». Este es el camino exaltado por los místicos. Basta con citar un pasaje del gran Maestro Eckhart (1260-1327), un pensador espiritual al que citaremos más adelante. Ve en el fondo del alma la posibilidad de dejar lugar a Dios; pero esto sucede solo a condición de que ese fondo se libere del propio yo (la Eigenschaft, como él la llama, es decir, la «egoidad»[18], la propia identidad orgullosa y autónoma): «El alma es tan completamente una con Dios que ninguno de los dos puede ser entendido sin el otro. Se puede concebir el calor sin el fuego y la luz sin el sol, pero no se puede pensar en el alma sin Dios, tanto que son uno». También santa Catalina de Siena (1347-1380) en el Libro de la Doctrina divina nos invitaba a considerar «el alma como un árbol hecho para el amor y por tanto que solo puede vivir del amor. Es verdad que, si no tiene el amor divino de la caridad perfecta, no da fruto de vida sino de muerte»[19].

    Por el contrario, sin embargo, el alma también puede concebirse como un abismo infernal, una catacumba satánica en la que se enredan las serpientes del vicio y por donde corre el lujurioso río del mal. Nuestro pensamiento se dirige a algunos personajes de las novelas de Dostoievski (1821-1881), empezando por Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov. Una de las obras del escritor ruso se titula precisamente Memorias del subsuelo[20], un largo monólogo del alma del protagonista que vuelca su miseria interior, que sin embargo contrasta con la pureza íntima de la prostituta Liza. Sí, porque Dostoievski no solo se siente atraído por el vientre oscuro de las almas oscuras, sino que también está fascinado por el esplendor de las almas iluminadas por Dios que hemos mencionado anteriormente: ejemplar es el príncipe Myshkin de El idiota[21], una criatura con un alma «absolutamente buena» y superior, aunque abrumada por su propia bondad. Pero volvamos al oscuro secreto de las almas perversas. Hugo von Hofmannsthal (1874-1929), escritor vienés, en El libro de los amigos relata esta ocurrencia del poeta alemán Novalis (1772-1801): «De todos los venenos, el alma es el más fuerte»[22]. Del mismo modo, el novelista estadounidense Herman Melville (1819-1891) –que en su Moby Dick (1851) había encarnado el símbolo del mal en un monstruoso cetáceo–, en una obra menor, Pierre o las ambigüedades (1852), escribió: «Uno se estremece al pensar qué cosa misteriosa es el alma, que no reconoce ninguna jurisdicción humana, sino que, a pesar de la inocencia del individuo, sigue teniendo sueños espantosos y murmurando pensamientos irrepetibles»[23]. Sin embargo, en Moby Dick incluso él reconoció que el alma es al mismo tiempo una isla de luz:

    Así como este temible océano rodea la tierra verde, así en el alma del hombre hay una Tahití insular, llena de paz y de alegría, pero rodeada de todos los horrores de una vida semidesconocida. ¡Que Dios te proteja! No te vayas de esta isla, porque es posible que nunca vuelvas[24].

    Hay, pues, dos registros antitéticos sobre los que se extiende a menudo el desciframiento del misterio del alma. Además de las almas justas y las «pravas»[25], como dice Dante, también hay almas grandes y almas pequeñas. Estas últimas, según el filósofo alemán del siglo XIX Friedrich Wilhelm Schelling, son típicas de aquellos que, para usar el lenguaje de Jesús, «atesoran en la tierra, donde la polilla y el orín corroen y donde los ladrones socavan y roban [...]; porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón» (Mt 6,19-21). Así, el filósofo de la identidad y la libertad escribió: «Las almas de aquellos que están completamente satisfechos con las cosas temporales se harán muy pequeñas y serán casi aniquiladas. Pero los que ya están en esta vida llenos de lo perdurable, de lo eterno y divino, serán eternos con la mayor parte de su esencia». Las almas saciadas solo de cosas y aletargadas por la mera posesión se oponen, pues, a las almas grandes y auténticas, que anhelan lo eterno y lo divino, cuyo deseo es verdaderamente de-sideribus, dirigido a las estrellas, es decir, al infinito.

    El escritor ruso Máximo Gorki (1868-1936) en el drama Los bajos fondos (1902)[26] escenifica un abominable «hotel para los pobres», instalado en un oscuro sótano por el usurero Kostylev. Allí se cometen crímenes de diversa índole, e incluso un asesinato. Sin embargo, incluso aquí emerge un alma «santa», Luka, y es él quien amargamente reconoce que «todos los seres humanos tienen almas grises [...] y todos las quieren adornar». Uno estaría entonces tentado de definir a muchas personas asumiendo el título de una famosa novela de otro ruso, Nikolai Gogol (1809-1852), Almas muertas (1842)[27]. Como se sabe, para ese libro el significado es otro: las «almas muertas» son los campesinos que murieron después del último censo sobre los que, sin embargo, los terratenientes deben pagar impuestos hasta el próximo censo. El protagonista Čičikov compra esas «almas muertas», vivas solo por ley, para obtener la asignación de tierras otorgadas a quienes demostraron tener disponibilidad de una determinada cuota de siervos de la gleba. La expresión

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