El rumano Mircea Cártárescu (Bucarest, 1956) es un hombre que duerme. A diferencia de su compatriota Emil Cioran (Rasinari, 1911-París, 1995), cuyo insomnio juvenil lo llevó a las cimas de la desesperación, Cártárescu sueña y convierte sus sueños en la esencia de su escritura. Se desborda y lo plasma todo en sus diarios, sin preocuparse, como Cioran, por condensar su prosa en descamados aforismos en los que aúlla su soledad. Lo más importante: no ha renunciado, como lo hizo Cloran, a su idioma y su país para consagrarse, en París, como un exiliado metafísico. Cãrtãrescu asume su rumanidad.
Cãrtãrescu es un hombre que escribe. Lleva casi medio siglo plasmando esas experiencias oníricas en sus diarios, de los cuales ha publicado ya seis volúmenes. Debe esa disciplina a su madre, quien solía relatarle sus sueños. Cuando tenía 17 años, él comenzó su propio ejercicio de autoconocimiento. Contrario a su colombroño (tocayo) Mircea Eliade (Bucarest, 1907-Chicago, 1986), Cãrtãrescu no ha recurrido al folclor miorítico (fatalista) ni al yoga ni a las hierofanías para asumir su rumanidad.
Si acaso tiene algunos puntos de convergencia con el realismo fantástico que Eliade practicó en novelas, como El viejo y el funcionario: en la calle Mantuleasa, La serpiente, Medianoche en Serampor o Tiempo de un centenario. Pero también tiene diferencias notables, pues Cãrtãrescu nunca ha querido suprimir la historia trastocando los tiempos, sino escribir su propia historia dentro de la historia de Rumania.
Cãrtãrescu es un hombre que lee y observa. Le gusta compartir sus experiencias. Su discurso autorreferencial está alimentado de