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La Providencia: ¡Un Dios tan cercano!
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La Providencia: ¡Un Dios tan cercano!
Libro electrónico289 páginas4 horas

La Providencia: ¡Un Dios tan cercano!

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¿Podemos seguir creyendo aún en la Providencia? Con esta pregunta comienza este ensayo sobre la Providencia, que el autor define como un misterio de fe que implica el abandono confiado en la voluntad de Dios y la aceptación de la gracia, esa fuerza especial del Altísimo. La Providencia se puede leer en la naturaleza, en las Escrituras y sobre todo en Jesús, que es encarnación de la Providencia y modelo perfecto del abandono en las manos de Dios. A continuación, el autor expone los instrumentos de la Providencia (la comunión de los santos, la oración…) y explica cómo actúa en nosotros la Providencia sin sofocar nuestra libertad, cómo siempre extrae de un mal un bien mayor, cómo podemos detectarla en medio de nuestras cruces y sufrimientos, y cómo aprender a querer lo que la Providencia quiere. En definitiva, cómo conformar nuestra voluntad a la voluntad de Dios siguiendo el camino de santidad y felicidad de la vida en la Providencia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 abr 2024
ISBN9788428571180
La Providencia: ¡Un Dios tan cercano!
Autor

Joël Guibert

Joël Guibert (1959), sacerdote de la diócesis de Nantes (Francia), ejerce su misión entre la escritura de libros de espiritualidad y la predicación de retiros dirigidos a todo el público, también a través de su propio canal de YouTube. Es autor, en San Pablo, de «El secreto de la serenidad. La confianza en Dios con san Francisco de Sales» (2022).

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    La Providencia - Joël Guibert

    Introducción

    Cuando comenzaba mi segundo año de formación al sacerdocio, un grupito de seminaristas debatía en un pasillo entre una clase y otra; yo estaba también en el grupo, así como uno de nuestros profesores. Hablábamos del misterio de Dios, cada cual expresaba sus ideas, y nuestro querido profesor tomó entonces la palabra y dijo: «¿Sabéis?, ahora ya no se habla nunca de la Providencia». Fue la única «clase magistral» sobre la Providencia que recibimos durante nuestro seminario. Al haber ingresado en esta institución sin ningún bagaje teológico, confiaba en nuestros profesores, pero las palabras de aquel profesor de universidad me asombraron un poco. Podemos carecer de grado en teología y tener, sin embargo, el «sentido de la fe»: yo sentía que su perentoria afirmación «olía a hoguera», como decíamos en esa época: no estaba lejos de la herejía o del error. Unos años más tarde, recién ordenado, participé en un retiro espiritual predicado por el padre Pierre Descouvemont. En el transcurso de sus numerosas intervenciones, dedicó una hora entera a contemplar el misterio de la Providencia. Yo quedé completamente cautivado: «¡Lo que este padre dice sobre la Providencia es la verdad!». Tras su conferencia, fui corriendo a dar las gracias al predicador y le pedí algunos consejos de lectura para ahondar en el tema, pues me parecía importante. Lo cierto es que, sin poder explicarlo realmente en ese momento, sentí intensamente que el misterio de la Providencia era tanto un misterio que creer como un misterio que vivir, en el sentido de que puede cambiar nuestra existencia, a poco que lo tomemos en serio y, sobre todo, que lo experimentemos.

    La verdad es que algunos años después de haberlo estudiado, este «misterio que creer» se fue convirtiendo para mí cada vez más en un «misterio que vivir»: en lugar de pensar en la obra de la Providencia en los momentos más importantes de mi ministerio, sentía una profunda alegría cuando decidía ver la voluntad de Dios en el aquí y ahora y, sobre todo, cuando dejaba que la Providencia gobernase mi vida hasta los más pequeños detalles de mi día a día. Desde entonces me dio la impresión de que mi vida como hombre y como sacerdote era completamente diferente, llena de una mayor plenitud interior: mis problemas y mis cruces no habían desaparecido por arte de magia, pero los vivía de una manera totalmente distinta, con el abandono confiado de un niño en los brazos de su Padre del cielo.

    Cuando nos toca el gordo de la lotería queremos quedarnos con todo el dinero. Pero cuando jugamos a la «lotería» de la Providencia ocurre todo lo contrario: no queremos ni podemos guardarnos los numerosos beneficios espirituales que empezamos a saborear. Esta fue también la experiencia de los apóstoles. Justo después de la efusión del Espíritu en Pentecostés, estos seres temerosos se pusieron a proclamar en las plazas la resurrección de Cristo. Las autoridades judías les prohibieron «enseñar nada sobre la persona de Jesús»[1] (He 4,18), y ante esto los apóstoles, ofendidos, ofrecieron una desarmante respuesta: «Nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (He 4,20). Testigo de ello yo mismo, esta obra quiere ser un camino testimonial... La Providencia existe, yo la he vivido. Por eso, querido lector, no quisiera privarte de ella por nada del mundo. Me parece incluso que no escribir estos capítulos sería faltar a un deber de amor. En el inicio de su primera catequesis sobre la Providencia en 1986, san Juan Pablo II decía:

    La Iglesia puede, la Iglesia quiere, la Iglesia debe decir y dar al mundo la gracia y el sentido de la Providencia de Dios, por amor al hombre, para substraerlo al peso aplastante del enigma y confiarlo a un misterio de amor grande, inconmensurable, decisivo, como es Dios[2].

    A lo largo de este libro vamos a abordar el misterio de la Providencia, a mitigar sus dificultades y a mostrar sus riquezas teológicas y existenciales. Y lo haremos con la mayor sencillez posible, utilizando imágenes cuando sea necesario, citando la Escritura y el magisterio de la Iglesia, y todo ello esclarecido con el lenguaje accesible y delicioso de los santos que vivieron el misterio de la Providencia.

    [1] Las citas bíblicas pertenecen a la Biblia de la Biblioteca de Autores Cristianos.

    [2] Juan Pablo II, Catequesis sobre la divina Providencia, en https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1986/documents/hf_jp-ii_aud_19860430.html.

    1

    ¿Podemos seguir creyendo aún en la Providencia?

    ¿Cómo es que una nada despreciable cantidad de católicos ignora el misterio de la Providencia mientras que los nuevos conversos descubren, tardíamente, su fascinante mensaje? ¿Cómo explicar el evidente malestar, las interminables precauciones oratorias de algunos pastores, teólogos y otros catequistas cuando tienen que hablar de este hermoso dogma? ¿Cómo es posible que este artículo del Credo, tan esencial para la fe y la vida espiritual, se considere completamente obsoleto, secundario e incluso insignificante?

    El drástico vendaval de oposición a la Providencia se amplió durante el concilio Vaticano II, hacia la mitad de la década de 1960[3]. Lo más desconcertante es que los ataques contra el misterio de la Providencia, y contra muchos otros elementos de la fe, no provenían solo de fuera de la Iglesia –por parte de algunos militantes comprometidos a muerte... ¡en la muerte de Dios!–, sino que emanaban también del interior mismo de la Iglesia: en su magistral Informe sobre la fe, el cardenal Joseph Ratzinger diagnosticaba:

    Estoy convencido de que los daños que hemos padecido no se deben al «verdadero» Concilio, sino al desencadenamiento, en su interior, de fuerzas latentes, agresivas, polémicas, centrífugas [...]; y, en el exterior, al choque con una revolución cultural: la afirmación en Occidente de un estamento medio-superior, la nueva «burguesía del [sector] terciario» con su ideología radicalmente liberal de sello individualista, racionalista, hedonista[4].

    Una idea equivocada del aggiornamento del Concilio, repetida hasta la saciedad, trataba de persuadir a los fieles de que, «alineándose» con la mentalidad del momento, este mundo acabaría por situarse, suavemente y como es lógico, en el espíritu del Evangelio. ¡Qué engaño y qué falsedad! Un determinado número de agentes pastorales practicaron, y siguen practicando aún, la postura de la gran «inclinación ante el mundo», retomando la expresión de Jacques Maritain. Les hemos dicho tantas veces que había que dejarse evangelizar por el ateísmo y las malas creencias que han acabado por creernos... ¡para finalmente dejar de creer del todo! Tan solo hemos empezado a calibrar, horrorizados, las desastrosas consecuencias de una ideología como esa, que, lamentablemente, está presente en la calle en ciertos sectores de la Iglesia. El futuro papa Benedicto XVI añadía además, durante su conversación con Vittorio Messori:

    Los papas y los padres conciliares esperaban una nueva unidad católica y ha sobrevenido una división tal que –en palabras de Pablo VI– se ha pasado de la autocrítica a la autodestrucción [...]. Se esperaba un nuevo entusiasmo, y se ha terminado con demasiada frecuencia en el hastío y en el desaliento. Esperábamos un salto hacia delante, y nos hemos encontrado ante un proceso progresivo de decadencia que se ha desarrollado en buena medida bajo el signo de un presunto «espíritu del Concilio», provocando de este modo su descrédito[5].

    1. ¡Ponerse de acuerdo con los términos!

    Hemos visto la necesidad, desde las primeras líneas de este ensayo, de ofrecer una definición que, aunque no pretende ser absoluta, deje entrever los límites fundamentales y las principales nervaduras del misterio de la divina Providencia. ¿A qué se debe esta precaución? Sencillamente, a las ideas, a menudo simplistas, por no decir caricaturescas, de la divina Providencia que muchos de nuestros contemporáneos tienen de manera más o menos consciente.

    1.1. Para evitar algunas ideas simplistas sobre la Providencia

    Estamos muy lejos de la Providencia cristiana cuando la reducimos a una «Providencia de fin de mes»: si Dios interviene en nuestro favor, sería únicamente por cuestiones materiales, en resumen, un empujoncito en caso de que el mes haya sido difícil. No sé para ti, pero a mí me da un poco de pena entrar en una alianza de amor con un Dios así.

    Estamos muy por debajo de la Providencia bíblica cuando la reducimos a una «Providencia-mecánica». Todos conocemos la frase atribuida a Voltaire: «El mundo me desasosiega, y no puedo pensar que este reloj exista y no haya ningún relojero». En resumen, una Providencia encerrada en un papel mecánico, fría, encargada de lubricar los engranajes cósmicos y velar por el buen funcionamiento de las leyes de la naturaleza que rigen en el universo. ¡De esta Providencia-mecánica no podemos enamorarnos!

    Estamos muy lejos de la Providencia según el corazón de Dios cuando la reducimos a una «Providencia-azar». Esta idea de las cosas no está cerrada a la idea de la Providencia –y esto no es poco–, pero este Dios se confunde con el azar. «Hoy iba muy rápido en coche y pasé milagrosamente un control por radar, y en cambio detuvieron al coche que me seguía. ¡Por una vez el buen Dios me ha dado buena suerte!». Esta idea de Dios se deriva antes del azar caprichoso que del rostro del Padre del que Jesús no deja de hablar en el Evangelio. ¿Cómo creer en este Dios «intermitente del espectáculo»? Sin pretender ser categórico, pero para ponernos de acuerdo en los términos, hemos de precisar lo que la Biblia, la Iglesia y la vida de los santos entienden con la expresión «divina Providencia».

    1.2. ¿Qué entendemos por Providencia de Dios?

    El Catecismo de la Iglesia católica esboza maravillosamente los límites de nuestra fe en la Providencia de Dios.

    a) Un Dios que protege y gobierna el mundo

    De entrada, el Catecismo precisa que «la creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada en estado de vía (in statu viae) hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección»[6].

    Inmediatamente después el Catecismo retoma las palabras del concilio Vaticano I y de la Escritura: «Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó, alcanzando con fuerza de un extremo al otro del mundo y disponiéndolo todo suavemente (Sab 8,1). Porque todo está desnudo y patente a sus ojos (Heb 4,13), incluso cuando haya de suceder por libre decisión de las criaturas»[7].

    b) Un Dios que se ocupa de todos hasta los más pequeños detalles

    La Providencia no se interesa solo globalmente por la historia de los hombres. La atención divina, la solicitud divina, se ocupa hasta del menor detalle de la vida de los hombres, hasta preocuparse del más pequeño cabello que se cae de nuestra cabeza, como dice el Evangelio (cf Mt 10,30). El Catecismo continúa diciendo: «El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia»[8].

    c) Un Dios que se sirve de la colaboración de las criaturas

    El ateísmo moderno se caracteriza, entre otras cosas, por una visión radical de la libertad humana, hasta el punto de considerar a Dios como una amenaza para la autonomía del hombre. Así, para ser verdaderamente libre, ¡el hombre debería matar a Dios! El Catecismo recuerda, por el contrario, que la libertad humana no es nada sin la acción de la Providencia, y enseña que esta misma Providencia, en lugar de aplastar la libertad humana, la incrementa:

    Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas: «Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece» (Flp 2,13; cf 1Cor 12,6). Esta verdad, lejos de disminuir la dignidad de la criatura, la realza. Sacada de la nada por el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, no puede nada si está separada de su origen, porque «sin el Creador la criatura se diluye» (GS 36, 3); menos aún puede ella alcanzar su fin último sin la ayuda de la gracia[9].

    d) Un Dios que nunca quiere el mal

    Desde siempre, la presencia del mal ha sido, para muchos, el principal obstáculo para inclinarse por una fe en un Dios bueno y todopoderoso. Los cristianos no se libran de este difícil dilema: «Si Dios Padre todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal?», se pregunta el Catecismo[10]. No se conforma con tomar nota del malestar, a la escucha del Espíritu Santo, sino que responde a ello: «Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral. Sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura, y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien»[11].

    Estas citas no pretenden agotar el misterio de la Providencia, sino que quieren abrir el apetito del lector, permitirle vislumbrar la belleza y la grandeza de la fe en un Dios Padre. En el marco de los retiros, he conocido a muchas personas que se abren maravilladas a otro rostro de Dios cuando hablamos del sutil interés de Dios que respeta y transfigura su libertad; me he encontrado con muchos corazones sosegados después de haber descubierto a un Dios que se interesa por ellos, por su vida, por sus preocupaciones y sus sufrimientos... por no proclamar apresuradamente, ya desde el comienzo de este libro, esta buena noticia de la divina Providencia. Creo que atenuar o, peor aún, guardar silencio sobre las riquezas del misterio de la Providencia en una sociedad inquieta y enferma sería «omisión de auxilio a un mundo en peligro».

    Gracias al Catecismo universal, disponemos de una primera definición de la Providencia. Si nuestro lector considera que estas primeras afirmaciones doctrinales son demasiado abstractas o demasiado complicadas, quizá prefiera el lenguaje más sencillo pero muy elocuente de dos santas muy populares:

    • «¡Todo es gracia!»: la expresión de santa Teresa del Niño Jesús es ya bien conocida. Pero hemos de tener en cuenta que esta «dulce» expresión resulta ser de una gran exigencia en labios de la monja carmelita. Porque Teresa pronunció estas palabras cuando estaba muy enferma, preguntándose si iban a dejarla morir sin darle la unción de enfermos[12]. Según Teresa, «todo es gracia» de parte de Dios... incluso la cruz, pues Dios la permite, pues Dios está presente en ella, pues Dios proporciona su fuerza para cargar con ella.

    Juana de Arco, santa de cultura muy humilde pero de vida mística muy elevada, que se dispuso a salvar a Francia del invasor inglés por medios asombrosos para una joven, escuchaba voces interiores que le decían que «aceptara todo de buen grado». Entendámonos bien: según sus palabras y su experiencia, aceptarlo todo de buen grado no significa resignarse ni quedarse con los brazos cruzados. Lejos de quedarnos quietos, la vida en la divina Providencia requiere nuestra colaboración en la obra de Dios, en este caso en «expulsar a los ingleses fuera del reino». Juana cumplió con entusiasmo su parte del trabajo como causa segunda, dejando que Dios, Causa primera, se ocupara de llevar a cabo sus designios: hay que «hacer la guerra» antes de que Dios «conceda la victoria»[13].

    2. La Providencia cuestionada fuera de la Iglesia

    2.1. Un Dios impotente frente al mal

    Salvaguardar la libertad del hombre, exonerar a Dios ante el problema del mal: en estas dos afirmaciones se resumen las principales dificultades que se plantea nuestro mundo ante la Providencia de Dios. El corazón humano siempre ha chocado contra estos dos obstáculos a la hora de pensar en Dios, pero en nuestra época se han exacerbado hasta tal punto que han llegado hasta asfixiar el hermoso dogma de la Providencia.

    Tendremos ocasión de volver sobre estos dos temas en los próximos capítulos, así que no vamos a extendernos más sobre ellos. La cuestión del mal es muy importante en la actualidad, sobre todo tras el Holocausto, que muchos consideran el mal absoluto, insuperable. La reflexión del filósofo judío Hans Jonas sigue teniendo un gran impacto en los pensadores actuales. Según él, el horror de los campos de concentración, que el Altísimo dejó que sucediera, no permite pensar ya en un Dios bueno y todopoderoso: «Después de Auschwitz podemos decir, más decididamente que nunca, que una divinidad omnipotente o bien no sería infinitamente buena o bien totalmente incomprensible». Y el autor concluye diciendo: «Su ser-bueno [de Dios] debe ser compatible con la existencia del mal, y solo puede serlo si no es omnipotente»[14].

    Esta argumentación filosófica explica, por una parte, la enorme turbación, o incluso la indignación, que sienten algunos hombres de Iglesia cuando han de hablar sobre la Providencia de Dios. Según el antiguo periodista Georges Huber, corresponsal en Roma de varias publicaciones francesas, entre ellas el periódico La Croix, esto era algo flagrante:

    La obsesión por salvaguardar la libertad del hombre, así como el miedo a pensar en la cooperación de Dios con el mal, aunque solo sea de forma indirecta, al no sofocarlo, suele impedir que predicadores, directores espirituales, autores y teólogos presenten en toda su pureza la espléndida doctrina bíblica de la Providencia. Y nos quedamos cortos. Por no aceptar por un acto de fe la integridad de la Revelación, admitimos la existencia de una imprecisa Providencia que planearía sobre las vicisitudes humanas, en las que no intervendría más que excepcionalmente. ¡Qué abismo hay, a veces, entre la enseñanza de nuestros predicadores y de los autores sobre el papel que desempeña Dios en la historia, y la doctrina elaborada por los padres y doctores de la Iglesia y vivida por los santos![15].

    2.2. El hombre moderno ha ocupado el lugar de Dios

    La modernidad se caracteriza por una impresionante «revolución antropológica». Ante el empuje del ateísmo, del relativismo y del cientifismo, Dios, que hasta ahora se había reconocido como el origen, el centro y la meta de todas las cosas, ha sido destronado por el hombre. Dios sale y el hombre ocupa su lugar.

    Los modernos han exaltado increíblemente al hombre, han perdido el sentido de ese rasgo creatural que les es propio; al contrario, han vaciado a Dios de su esencia, hasta fabricar esta especie de fantasma abstracto que flota en no sé qué cielo metafísico y es, por tanto, normal que cualquier desconocido se libere de él como de un viejo residuo que no se corresponde ya con ninguna experiencia de vida[16].

    Según los modernos, el hombre ya no tendría necesidad de «inventar» la idea de Dios para compensar los sufrimientos de su vida. El hombre habría abandonado el lenguaje de su infancia para acceder, por fin, a la edad adulta: «Dios soy yo, dice el hombre». Tan solo hemos empezado a calcular las dramáticas consecuencias del rechazo de Dios por parte de las democracias liberales-libertarias: la vida se vuelve absurda porque ya solo quedan las alegrías terrenales; el hombre se convierte en indescifrable para sí mismo; la violencia predomina cada vez más sobre la «convivencia». El concilio Vaticano II nos había prevenido sobre ello: «La criatura sin el Creador desaparece [...]. Por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida»[17].

    2.3. Un Dios conminado a retirarse de su Creación

    Seguramente todos hayamos escuchado estas palabras del poeta alemán Friedrich Hölderlin (siglo XIX): «Dios ha hecho al hombre como el mar ha hecho los continentes: retirándose». Para que los hombres modernos fueran capaces de recibir a Dios, ¿tendría Dios que retirarse para que las criaturas pudiesen por fin vivir y respirar, como si la simple presencia de Dios no hiciera más que sofocar al hombre? ¡Qué engañosa lógica! Porque si Dios consiguiera alejarse de los seres que ha creado, la esencia misma de las criaturas se hundiría en la nada. La creación es «relación», como enseña santo Tomás de Aquino[18].

    Esta idea no tiene nada de particularmente moderno, pues ya san Agustín, en el siglo IV, habló de ello. Algunos rabinos judíos tenían la idea de que, una vez acabada la obra después de seis días, Dios dejó de estar en la obra y entró en un largo y perfecto reposo, tal como un arquitecto se retira una vez finalizada la construcción. El obispo de Hipona responde que el descanso al séptimo día significa que las leyes de la naturaleza se han establecido ya, «desde entonces hasta ahora y en adelante obra en el gobierno de aquellos géneros que fueron creados entonces [...]. El poder del Creador y la virtud del Omnipotente y del que todo lo sostiene es la causa de la existencia de toda creatura [...]. Porque no obra Dios como el arquitecto, el cual habiendo construido una casa, se retira y, no obstante, la obra permanece sin necesidad de su trabajo y presencia. Si Dios retirase su gobierno del mundo, este no podría subsistir, ni el tiempo de un parpadeo»[19].

    2.4. ¡Pan y circo!

    «¡Disfrutar a toda costa!», es el mandamiento hipermoderno. Podríamos pensar que nuestra época no hace más que reproducir la doctrina del «hedonismo» que se cultivaba en la Antigüedad. La comparación es engañosa. Porque el hedonismo antiguo era un verdadero acierto, al preconizar la cultura del placer, pero este estaba vinculado a una disciplina personal que podía llegar hasta la ascesis: «Cuando decimos que la felicidad [el placer] es nuestro fin último –enseñaba Epicuro– no nos referimos ni a los libertinos ni a quienes se entregan a los placeres materiales». La Antigüedad invitaba al «placer-conocimiento de sí mismo», pero nuestra sociedad promueve, en cambio, un «placer-deseo» tiránico y abierto a todos los excesos. Esta es la situación.

    «Pan y circo», decían en la antigua Roma, y esto fue una de las causas que precipitó su caída. ¿No están nuestras sociedades modernas, denominadas desarrolladas, instaladas en esta postura lasciva que entraña riesgos para su futuro? El placer que se encierra en sí mismo conduce irremediablemente a las personas a una forma de «autoposesión»: el yo satisfecho se convierte en el amo y el hombre se convierte en su esclavo. Nuestras sociedades hipersofisticadas han sustituido el culto al Dios verdadero por la idolatría del placer, del consumo, del ocio. Hoy, decía el papa Pablo VI, la mente de las personas «no se interesa ya

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