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Dios en el torbellino: Cómo el amor santo de Dios reorienta nuestro mundo
Dios en el torbellino: Cómo el amor santo de Dios reorienta nuestro mundo
Dios en el torbellino: Cómo el amor santo de Dios reorienta nuestro mundo
Libro electrónico445 páginas6 horas

Dios en el torbellino: Cómo el amor santo de Dios reorienta nuestro mundo

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En "Dios en el torbellino", Wells se aventura a explorar en profundidad la paradoja de que el ser de Dios se defina al mismo tiempo por su santidad y su amor, mostrando la manera en la que su amor-santo proporciona la base sobre la que comprendemos la cruz, la santificación, la naturaleza de la adoración y nuestra vida de servicio en el mundo. No solo eso, sino que además esta visión renovada del carácter de Dios es el remedio necesario a la superficialidad de la teología del más amplio espectro evangélico de nuestros días, que presenta a un Dios liviano y un evangelio sentimental.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 sept 2016
ISBN9788494605819
Dios en el torbellino: Cómo el amor santo de Dios reorienta nuestro mundo

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    Dios en el torbellino - David F. Wwells

    serie

    Prólogo a la serie

    Un sermón hay que prepararlo con la Biblia

    en una mano y el periódico en la otra.

    Esta frase, atribuida al teólogo suizo Karl Barth, describe muy gráficamente una condición importante para la proclamación del mensaje cristiano: nuestra comunicación ha de ser relevante. Ya sea desde el púlpito o en la conversación personal hemos de buscar llegar al auditorio, conectar con la persona que tenemos delante. Sin duda, la Palabra de Dios tiene poder en sí misma (Hebreos 4:12) y el Espíritu Santo es el que produce convicción de pecado (Juan 16:8), pero ello no nos exime de nuestra responsabilidad que es transmitir el mensaje de Cristo de la forma más adecuada según el momento, el lugar y las circunstancias.

    John Stott, predicador y teólogo inglés, describe esta misma necesidad con el concepto de la doble escucha. En su libro El Cristiano contemporáneo dice: Somos llamados a la difícil e incluso dolorosa tarea de la doble escucha. Es decir, hemos de escuchar con cuidado (aunque por supuesto con grados distintos de respeto) tanto a la antigua Palabra como al mundo moderno. (…). Es mi convicción firme que sólo en la medida en que sepamos desarrollar esta doble escucha podremos evitar los errores contrapuestos de la falta de fidelidad a la Palabra o la irrelevancia.

    La necesidad de la doble escucha no es, por tanto, un asunto menor. De hecho tiene una clara base bíblica. Podríamos citar numerosos ejemplos, desde el relevante mensaje de los profetas en el Antiguo Testamento -siempre encarnado en la vida real- hasta nuestro gran modelo el Señor Jesús, maestro supremo en llegar al fondo del corazón humano. Jesús podía responder a los problemas, las preguntas y las necesidades de la gente porque antes sabía lo que había en su interior. Por supuesto, nosotros no poseemos este grado divino de discernimiento, pero somos llamados a imitarle en el principio de fondo: cuanto más conozcamos a nuestro interlocutor, más relevante será la comunicación de nuestro mensaje.

    La predicación del apóstol Pablo en el Areópago (Hechos 17) constituye en este sentido un ejemplo formidable de relevancia cultural y de interacción con la plaza pública. Su discurso no es sólo una obra maestra de evangelización a un auditorio culto, sino que refleja esta preocupación por llegar a los oyentes de la forma más adecuada posible. Esta es precisamente la razón por la que esta serie lleva por nombre Ágora, en alusión a la plaza pública de Atenas donde Pablo nos legó un modelo y un reto a la vez.

    ¿Cómo podemos ser relevantes hoy? El modelo de Pablo en el ágora revela dos actitudes que fueron una constante en su ministerio: la disposición a conocer y a escuchar. Desde un punto de vista humano (aparte del papel indispensable del E.S.), estas dos cualidades jugaron un papel clave en los éxitos misioneros del apóstol. ¿Por qué? Hay una forma de identificación con el mundo que es buena y necesaria por cuanto nos permite tender puentes. El mismo Pablo lo expresa de forma inequívoca precisamente en un contexto de testimonio y predicación: A todos me he hecho todo, para que de todos modos salve a algunos. Y esto hago por causa del Evangelio (1 Corintios 9:22-23). Es una identificación que busca ahondar en el mundo del otro, conocer qué piensa y por qué, cómo ha llegado hasta aquí tanto en lo personal (su biografía) como en lo cultural (su cosmovisión). Pablo era un profundo conocedor de los valores, las creencias, los ídolos, la historia, la literatura, en una palabra, la cultura de los atenienses. Sabía cómo pensaban y sentían, entendía su forma de ser (Romanos 12:2). Tal conocimiento le permitía evitar la dimensión negativa de la identificación como es el conformarse (amoldarse), el hacerse como ellos (en palabras de Jesús, Mateo 6:8); pero a la vez tender puentes de contacto con aquel auditorio tan intelectual como pagano.

    Un análisis cuidadoso del discurso en el Areópago nos muestra cómo Pablo practica la doble escucha de forma admirable en cuatro aspectos. Son pasos progresivos e interdependientes: habla su lenguaje, vence sus prejuicios, atrae su atención y tiende puentes de diálogo. Luego, una vez ha logrado encontrar un terreno común, les confronta con la luz del Evangelio con tanta claridad como antes se ha referido a sus poetas y a sus creencias. Finalmente provoca una reacción, ya sea positiva o de rechazo, reacción que es respuesta natural a una predicación relevante.

    Pablo era, además, un buen escuchador como se desprende de su intensa actividad apologética en Corinto (Hechos 18:4) o en Éfeso (Hechos 19: 8-9). Para discutir y persuadir se requiere saber escuchar. La escucha es una capacidad profundamente humana. De hecho es el rasgo distintivo que diferencia al ser humano de los animales en la comunicación. Un animal puede oír, pero no escuchar; puede comunicarse a través de sonidos más o menos elaborados, pero no tiene la reflexión que requiere la escucha. El escuchar nos hace humanos, genuinamente humanos, porque potencia lo más singular en la comunicación entre las personas. Por ello hablamos de la doble escucha como una actitud imprescindible en una presentación relevante del Evangelio.

    Así pues, la lectura de la Palabra de Dios debe ir acompañada de una lectura atenta de la realidad en el mundo con los ojos de Dios. Esta doble lectura (escucha) no es un lujo ni un pasatiempo reservado a unos pocos intelectuales. Es el deber de todo creyente que se toma en serio la exhortación de ser sal y luz en este mundo corrompido y que anda a tientas en medio de mucha oscuridad. La lectura de la realidad, sin embargo, no se logra sólo por la simple observación, sino también con la reflexión de textos elaborados por autores expertos. Por ello y para ello se ha ideado esta serie. Los diferentes volúmenes de Ágora van destinados a toda la iglesia, empezando por sus líderes. Con esta serie de libros  queremos conocer nuestra cultura, escucharla y entenderla, reconocer, celebrar y potenciar los puntos que tenemos en común a fin de que el Evangelio ilumine las zonas oscuras, alejadas de la luz de Cristo.

    Es mi deseo y mi oración que el esfuerzo de Editorial Andamio con este proyecto se vea correspondido por una amplia acogida y, sobre todo, un profundo provecho de parte del pueblo evangélico de habla hispana. Estamos convencidos de que la Palabra antigua sigue siendo vigente para el mundo moderno. Ágora es una excelente ayuda para testificar con la Biblia en una mano y el periódico en la otra.

    Pablo Martínez Vila

    Introducción

    Hace dos décadas, gracias a una subvención notablemente generosa de la organización Pew Charitable Trusts, di comienzo a una labor que llegaría a convertirse en cinco publicaciones de asuntos interconectados. Todas estas obras se escribieron en respuesta a la pregunta que la Pew originalmente había planteado: ¿qué explicación tiene la pérdida de la identidad teológica de la iglesia? La respuesta a esta pregunta había de venir de los tres beneficiarios de esta subvención. El papel que a mí me tocó fue el de abordar el componente cultural de este asunto. Cumplí mi compromiso con la Pew al publicarse en 1993 No Place for Truth: Or Whatever Happened to Evangelical Theology? Pero una vez que emprendí este trayecto, me ha sido imposible desviar mi atención a otros intereses al darme cuenta de que dejaría el proyecto sin terminar. Por ello, a esta primera publicación, esencialmente como parte del mismo proyecto, siguieron tres títulos más: God in the Wasteland: The Reality of Truth in a World of Fading Dreams (1994); Losing Our Virtue: Why the Church Must Recover Its Moral Vision (1998); y Above All Earthly Pow’rs: Christ in a Postmodern World (2004). Terminé este proyecto con un libro a modo de resumen, diseñado con el propósito de hacer más accesible la esencia de estos libros: The Courage to Be Protestant: Truth-lovers, Marketers, and Emergents in the Postmodern World (2008).

    Estas publicaciones correspondieron a un análisis cultural sostenido y algunos críticos se han quejado de que no contienen respuestas al delicado estado actual de la iglesia. Estas críticas tienen su mérito. En mi mente, llevaba implícita una respuesta a los dilemas que se ponían al descubierto y no siempre fui lo explícito que debí haber sido a la hora de exteriorizarla.

    Cualquiera que eche un vistazo retrospectivo a estas obras, según pienso, será capaz de ver, aunque en calidad de descripción apenas esbozada, lo que tenía en mente. El presente libro busca desarrollar tal descripción.

    Cuanto más me he ocupado con lo que ha pasado en la cultura occidental, más clara se ha hecho mi comprensión de lo que principalmente se ha perdido en la iglesia evangélica. Se trata de nuestra comprensión del carácter de Dios, pero una comprensión en la que tal carácter tiene peso. Ahora necesitamos regresar, tal como el pueblo de Dios ha hecho tantas veces en el pasado, a encontrar lo que se había perdido.

    La fe habita en las lindes entre Cristo y la cultura. Se trata de una región llena de peligros y con minas escondidas. Por allí se oyen voces seductoras y atractivas. Es también allí, no obstante, donde, si la vista es clara, nuestra fe desarrolla músculo y cobra fuerza al interactuar con este mundo. Al menos esa ha sido mi experiencia.

    En esta obra, he adoptado un enfoque distinto. Ya no estoy tan preocupado por la parte de la ecuación relativa a la cultura. Ahora la vida la estoy observando desde el otro lado de las cosas, lo que Cristo significa en la yuxtaposición conceptual: Cristo y la cultura. El presente trabajo reflexiona sobre lo que tan a menudo hemos perdido en nuestra labor de plantear la cuestión de Cristo y la cultura. Se trata del amor-santo de Dios.

    Este tema es profundamente transversal a todas nuestras doctrinas cristianas. Su entretejido recorre todo el tapiz del pensamiento cristiano que crece como resultado de estas doctrinas. En consecuencia, ha generado una enorme cantidad de volúmenes a lo largo de los siglos que nos separan del tiempo de los apóstoles. En la bibliografía, he seleccionado solo unas pocas de estas obras, especialmente las que son más recientes. Lo he hecho así con la intención de proporcionar unos pocos indicadores para quienes desean leer más, y con más detalle, acerca de los temas principales de este libro. Algunos de los libros enumerados tratan cuestiones culturales, la mayoría se centra en las nociones bíblicas y los hay que reflexionan acerca de controversias actuales.

    Estoy muy agradecido por los amables amigos que leyeron porciones de este libro cuando todavía estaba en su proceso de elaboración. Son Greg Beale, Tom Petter, James Singleton y Ken Swetland. Stephen Witmer no solo leyó un capítulo, sino que también pasó otro a un círculo de pastores que quedaron conmigo para una positiva y rigurosa conversación. Son: Paul Buckley, Andy Rice, Brandon Levering, Mike Rattin, Tim Andrews y, por supuesto, Stephen Witmer. Naturalmente, cualquier fallo y pensamiento poco elaborado se debe a mi exclusiva responsabilidad.

    Capítulo 1

    Dios, nuestra visión,

    la cultura, nuestro contexto

    Oh, Dios de mi alma, sé tú mi visión,

    Nada te aparte de mi corazón;

    Noche y día pienso yo en ti,

    Tu presencia es luz para mí.

    Eleanor H. Hull

    En este libro estamos haciendo un viaje. Nuestro destino es un lugar muy conocido. Se trata del carácter de Dios. Estamos emprendiendo un viaje al corazón del Padre, en palabras de A. W. Tozer. Es ahí en donde encontramos nuestro hogar, nuestro lugar de descanso, nuestro gozo, nuestra esperanza y nuestra fuerza.

    El objetivo de la redención de Cristo fue, definitivamente, que pudiéramos conocer a Dios, amarle, servirle, disfrutar de él y glorificarle para siempre. Ese es, verdaderamente, nuestro principal propósito en la vida. Fue para tal finalidad que Cristo vino, se encarnó, murió en nuestro lugar y fue resucitado para nuestra justificación. Fue para que conociéramos a Dios. Antes, éramos parte de ese mundo que no conoció a Dios (1 Corintios 1:21). Pero ahora conocemos a Dios (Gálatas 4:9). Conocemos al que es desde el principio (1 Juan 2:13) porque conocemos el amor de Cristo, y el objetivo de la redención es que seamos llenos de la plenitud de Dios (Efesios 3:18, 19). Y este conocimiento de Dios, esta experiencia de su bondad, es lo que nuestra experiencia en la vida ha reducido a veces. Y por esta razón debe constantemente ser renovado.

    Esta es nuestra meta en la vida: que en Dios estén centrados nuestros pensamientos y que Dios también ponga en nuestro corazón su temor reverente, según palabras de J. I. Packer. Debemos honrar a Dios en todo lo que hacemos. ¿Y cómo va a ocurrir esto, si nunca consideramos, o lo hacemos solo fugaz o irregularmente, el destino al que viajamos, y a quien también camina con nosotros a través de la vida por el camino que lleva a este destino?

    Los más grandes en el reino de Dios, a lo largo de los siglos, siempre han encontrado aquí un lugar habitable. Aquí han encontrado su sostenimiento, su delicia y regocijo. ¡Cuán hermosas son tus moradas, SEÑOR Todopoderoso! (Salmo 84:1), exclamó el salmista. Mi alma quedará satisfecha como de un suculento banquete, […] En mi lecho me acuerdo de ti (Salmo 63:5-6). Conocer a Dios es precisamente lo que hizo que la sed de David de conocerle más, se agudizara. Y siempre ha sido así.

    Conocer a Dios nos llena de un hambre de más de aquello que ya conocemos. Cual ciervo jadeante en busca del agua, así te busca, oh Dios, todo mi ser (Salmo 42:1). David conocía a Dios en aquel momento, pero su deseo de Dios le llevó de nuevo al gran y glorioso centro de toda realidad: conocer aun más. Esto es, y siempre ha sido, el clamor de aquellos que conocen bien a Dios. Y esta sed de Dios está conectada con un profundo deleite en él. Es un deleite que vemos en muchos de los salmos, un deleite robusto y viril, como dijo C. S. Lewis, y uno que hoy a veces tenemos que contemplar con envidia inocente. Así que, ¿cómo podríamos conocer lo que los salmistas habían experimentado? ¿De qué manera podríamos, nosotros también, aprender a deleitarnos en Dios?

    En este libro, no podré considerar todos los atributos de Dios. En una generación anterior, Stephen Charnock hizo esto con su clásico, The Existence and Atrributes of God, ¡pero ocupan más de mil cien páginas! Aquí, deberé limitarme, de modo que voy a reflexionar solo sobre el carácter de Dios. Esto, según explicaré, lo resumo yo en términos de su santo-amor. Ese es nuestro destino principal. A medida en que pensamos en este lugar, también pensaremos en las consecuencias de todo esto para la existencia en el siglo XXI.

    En el mismo comienzo, sin embargo, quiero destacar dos desafíos con los que nos encontraremos. Voy a volver al primero de estos en varios de los capítulos siguientes. El segundo lo mencionaré aquí, y después, a partir de aquí, simplemente tendremos que ser conscientes de ello. Hemos de pensar en este libro acerca de estos desafíos porque ya nos los hemos encontrado a ambos en nuestras vidas más veces de las que podemos siquiera contar. Estamos tan familiarizados con ellos que no podríamos reconocer completamente lo importantes que son.

    El primero de estos desafíos podría provocarte una fuerte sensación de extrañeza. Voy a identificar el desafío cultural más importante que encontraremos a medida que intentamos entrar en un conocimiento más profundo de Dios. Puede desconcertarte que quiera presentártelo desde el principio. ¿Acaso no estaremos partiendo del lugar equivocado? ¿Acaso no estamos de acuerdo en que si queremos conocer el carácter de Dios, entonces todo lo que necesitamos hacer es abrir nuestras Biblias? En definitiva, la verdad bíblica es el fundamento de nuestro conocimiento de Dios. Es la sola Escritura la que ha sido inspirada por Dios y, por lo tanto, es la fuente de nuestro conocimiento de Dios. ¿Acaso no es enteramente suficiente, por tanto, para todo lo que necesitamos saber acerca de Dios y de su carácter?

    La respuesta, por supuesto, es que la Escritura es verdaderamente suficiente. Sin embargo, aquí hay un aspecto condicionante. La Escritura demostrará su suficiencia si somos capaces de recibir de ella todo lo que Dios ha puesto en ella. Sin embargo, no es tan sencillo como suena. La razón se encuentra en lo que Pablo dice en otro pasaje. Hemos de se[r] transformados mediante la renovación de vuestra mente –lo cual es seguramente lo que ocurre cuando nos apropiamos de la verdad que Dios nos ha dado en su Palabra– pero también dice que no debemos amold[arnos] al mundo actual (Romanos 12:2). El molde de nuestra vida debe proceder de la Escritura, y no de la cultura. Debemos ser personas en quienes la verdad sea el motor interno, y no los horizontes y hábitos del mundo. Siempre se trata de sola Scriptura y nunca debería ser sola cultura, según ha dicho Os Guinness. Es esta una práctica con dos planos: a la verdad bíblica y no a las normas culturales si estas dañan nuestro caminar con Dios y nos roban lo que él tiene para nosotros en su Palabra. Ser transformados también significa estar disconformes.

    ¿Y esto por qué? La respuesta es que nuestra experiencia de la cultura nos puede haber afectado en el modo en que vemos las cosas. Dada la intensidad con la que somos expuestos a nuestro mundo hipermodernizado, necesitamos estar alerta frente al modo en que puede moldear nuestra perspectiva y comprensión. A lo largo del camino, retomaremos esto, pero brevemente deseo explicar lo que considero que es su desafío central.

    ¡El segundo desafío que voy a mencionar es posible que lo hayas experimentado incluso en el breve tiempo desde que abriste este libro! Se trata del hecho de que nuestra mente está siendo sujeta a un extraordinario y diario bombardeo, desde miles de fuentes diferentes que nos deja distraídos, y con nuestras mentes dirigiéndose simultáneamente en direcciones múltiples. ¿Cómo, pues, vamos a recibir de la Escritura la verdad que Dios tiene para nosotros, si no podemos concentrarnos lo suficiente; si no podemos dedicar el tiempo necesario, para recibir tal verdad? Cada época tiene sus propios desafíos. Este es uno de los nuestros. Es el mal de la distracción.

    El centro de la realidad

    El primer desafío, pues, tiene que ver con nuestra cultura. ¿A qué se debe que nuestra cultura pueda estorbar nuestra manera de conocer a Dios del modo en que él ha revelado su ser?

    Permitidme que comience con una verdad de la Escritura que traza una línea de referencia fundamental. Se trata de que Dios está ante nosotros. Él nos convoca a salir de nuestro ensimismamiento y a que le conozcamos. Esta es la verdad más profunda con la que podremos encontrarnos –o, ¿debería decir, la más profunda verdad que nos encuentra a nosotros?– y es clave para muchas otras verdades. Y, sin embargo, nuestra cultura nos está imponiendo el patrón exactamente opuesto. Nuestra cultura dice que debemos ir hacia adentro de nosotros mismos para conocer a Dios. Esta es la cuestión cultural que debemos comenzar a comprender, porque de lo contrario moldeará el modo en que leemos la Escritura, cómo vemos a Dios, cómo nos acercamos a él y lo que queremos de él. Así que, ¡aquí va!

    Debería decir inmediatamente que la fe real, la fe de tipo bíblico, siempre ha incluido una faceta subjetiva. Esa no es la cuestión. Cuando oímos el evangelio, somos nosotros los que debemos responder. Somos nosotros los que debemos arrepentirnos y creer. Y es el Espíritu Santo el que obra sobrenaturalmente en nuestro interior para regenerarnos, para proporcionar vida nueva donde únicamente había muerte, nuevos apetitos de Dios y su verdad donde antes no había ninguno, uniéndonos a la muerte de Cristo para que podamos tener el estatus de hijos. Y no solo el estatus, sino también la experiencia de ser hijos de Dios. Hemos recibido, declara Pablo, el Espíritu que nos adopta como hijos por medio del cual clamamos: «¡Abba! ¡Padre!». El Espíritu mismo le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios […] (Romanos 8:15-16). Todo esto, por supuesto, es interno. Sucede en las profundidades de nuestra alma y engloba todo lo que somos. Y de ningún modo se ponen en tela de juicio estas verdades cuando afirmo que Dios está ante nosotros y nos convoca a salir de nuestro ensimismamiento y a que le conozcamos. ¿Pero qué significa decir que Dios está ahí ante nosotros, que él es, en este sentido, objetivo con respecto a nosotros?

    Permitidme empezar a cierta distancia de la fe cristiana, para ir entonces lentamente elaborando una dirección hacia el centro, donde queremos estar. A lo largo del camino, reflexionaremos acerca del modo en que nuestra experiencia en esta cultura globalizada tan llena de presiones y de opulencia, moldea nuestra comprensión de quién es Dios y qué expectativas tenemos de él.

    Dios está ahí fuera, en alguna parte

    Que Dios esté ante nosotros nos parecerá una afirmación nada excepcional. Cuando algunas personas oyen esas palabras puede que solo piensen en que Dios existe y que él está en nuestro mundo. En Occidente, la cantidad de quienes creen en la existencia de Dios ha solido situarse en el rango entre el 90% y el 97%. En 2013, sin embargo, solo un 80% de estadounidenses se identifican con esta categoría en un estudio de la Pew. No obstante, cuando quienes suscriben el nuevo ateísmo se burlan de esta fe en la existencia de Dios –considerándola una ilusión, en palabras de Richard Dawkins; un anacronismo, según expresión de Steven Pinker; y solo un conjunto de fantasías a decir de Sam Harris– se encuentran fuera de la corriente general de todas nuestras culturas occidentales. Además, un 80% de los occidentales también se considera espiritual. Esto es cierto incluso en Europa, sorprendentemente, donde los procesos de secularización han calado muy profundamente durante un tiempo muy largo. Pero la verdadera pregunta que debemos hacernos en torno a la fe en la existencia de Dios es la siguiente: ¿cuál es el peso que tiene tal fe? El Congreso de los EE.UU. hizo colocar las palabras In God We Trust en los billetes en 1956, pero también es evidente que tal fe, para muchos, es un tanto delgada y periférica con respecto a la manera en que realmente viven. Creen en la existencia de Dios, pero es una fe sin apenas valor material. Decir que Dios está ante ellos, por tanto, sería un poco sin sentido. No necesariamente tiene un peso capaz de definir lo que piensan acerca de la vida y su manera de vivir. Verdaderamente, uno de los rasgos definitorios de nuestro tiempo, al menos aquí en Occidente, es el ateísmo pragmático muy propio de tantísimas personas. Dicen que Dios está ahí, pero luego viven como si no lo estuviera.

    Tal como lo ilustran Paul Froese y Christopher Bader en su obra America’s Four Gods: What We Say about God–and What That Says about Us, el modo en que una persona piensa sobre Dios viene moldeado por sus respuestas a otras dos preguntas. La primera, ¿llega Dios a intervenir alguna vez en la vida? Y la segunda, ¿llega Dios a realizar alguna vez juicios morales acerca de lo que hacemos y decimos?

    Si la respuesta a estas dos preguntas es , entonces, decir que Dios está ante nosotros significará algo enteramente diferente de lo que significaría si la respuesta a estas preguntas fuese no. Si pensamos que el modelo que Dios tiene para relacionarse con la vida es de nula implicación, la manera en que conceptualizaremos el estar en su presencia será de una determinada manera; si pensamos que es su modelo de relacionarse es de implicación, se tratará de algo bastante distinto. ¿Deberíamos por tanto tener una idea de Dios viéndole como el dueño del inmueble, comprometido con el mantenimiento de la propiedad, pero que no interfiere en las vidas de quienes allí viven? ¿Deberíamos pensar en él más como un animador deportivo que nos lanza vítores y ánimos desde el margen del terreno de juego, pero que no forma parte del partido? ¿O como un terapeuta que siempre mantiene la distancia con el paciente para que el análisis no se sesgue, pero que sabe que es el paciente, en definitiva, quien debe corregir el rumbo de su propio navío? ¿Deberíamos tener una idea de Dios según la cual él se abstiene de emitir juicios, que se reserva sus pensamientos morales para sí mismo? Esta es la dirección en la que nuestra cultura nos está empujando: Dios no interfiere. Él es un Dios de amor y se abstiene de todo enjuiciamiento.

    El otro ángulo que hay aquí tiene que ver con la pregunta de cuánto le interesan a Dios nuestras debilidades y fracasos. Pues, en realidad, ¿cuánto sabe él? ¿Y qué importancia da él a los distintos fracasos?

    En el tiempo en que vivimos, la información acerca del mundo –sus guerras, tragedias, sufrimientos y odios– es instantánea y simultánea. Nos vamos familiarizando, a través de la televisión e Internet, de todo lo significativo que sucede. ¡Y también de muchísimo que es completamente insignificante! Esto suscita en nuestras mentes algunas preguntas interesantes. Dadas las horribles crueldades que se están produciendo en el mundo, ¿realmente le interesan a Dios nuestros propios pecados privados, que en comparación parecen peccata minuta? ¿Le atribularán aquellos instantes aquí y allá en que simplemente tratamos de evitar la vergüenza? ¿Tan terrible es mentir sin alevosía? ¿Y qué decir de una debilidad sexual a la que no podemos resistirnos? ¿O un poco de autopromoción que vagamente se corresponde con los hechos? ¿Acaso le obsesionan estos fracasos íntimos? ¿Realmente le importan? ¿O usa de manga ancha y generosa y decide pasar por alto nuestra incapacidad para el cambio? ¿Acaso no está más preocupado en lanzarnos vítores, que en condenarnos?. Este es el terreno al que nuestra cultura quiere llevarnos.

    De esta manera cultural de pensar, incluso se oyen ecos en la iglesia. Joel Osteen, pastor de la iglesia estadounidense de mayor audiencia –por no mencionar su seguimiento mundial de doscientos millones de personas– nos hace transitar por esta ruta cada semana. Según su edulcorada perspectiva, Dios es nuestra mayor inyección de ánimo, a quien le entristece no poder derramar sobre nosotros más salud, riqueza, felicidad y sentido de autorrealización. Lo que sencillamente sucede es que no hemos extendido nuestras manos para tomar estas cosas. Dios desea de todo corazón que nosotros las tengamos. Si no las tenemos, bueno... es culpa nuestra.

    De hecho, el mensaje de Osteen no es muy diferente del modo en que una mayoría de adolescentes estadounidenses piensa hoy acerca de Dios. En su libro Soul Searching, Christian Smith nos ha dado el fruto de un amplio estudio que hizo acerca de los adolescentes estadounidenses. Se dio a conocer en 2005.

    Lo que realmente es impactante de este estudio son los hallazgos de Smith acerca de la visión de Dios que predomina en la mayoría de estos adolescentes. Él lo denomina deísmo moralista y terapéutico. La visión dominante, incluso entre los adolescentes evangélicos, es que Dios hizo todo y estableció un orden moral, pero que él no interviene. De hecho, para la mayoría, ni siquiera es trinitario, y la encarnación y resurrección de Cristo juegan un escaso papel en el pensamiento de los adolescentes de iglesia –incluso en los adolescentes evangélicos– En su visión de Dios, no lo ven esperando apenas nada de ellos, pues está principalmente comprometido en solucionar sus problemas y en hacer que se sientan bien. La religión consiste en experimentar felicidad, contentamiento, tener a un Dios que le resuelve a uno los problemas y le provee cosas tales como el hogar, Internet, iPods, iPads e iPhones.

    Es esta una visión de Dios muy extendida entre la cultura contemporánea, no solo entre los adolescentes, sino también entre muchos adultos. Es la visión de Dios más común en los contextos occidentales. Tales contextos se caracterizan por una tecnología brillantemente espectacular, la abundancia producida en masa por el capitalismo, el enorme abanico de posibilidades que tenemos, las interminables opciones para todo desde dentífricos a viajes, y el hecho de que ahora estamos informados sobre todo el mundo al que estamos conectados. Todos estos factores se interconectan en nuestra experiencia y producen extrañas maneras de pensar. Y, algo más importante, obviamente han producido extrañas maneras en cómo pensamos en Dios.

    De hecho, Ross Douthat, en su libro Bad Religion, habla acerca de esto como si se tratara de una ubicua herejía que ahora hubiera barrido los Estados Unidos. Tiene bastante razón, aunque muchas personas no pensarían ni la considerarían herejía. Sin embargo, lo que demasiados estadounidenses conciben acerca de Dios es una distorsión de lo verdadero. Y como distorsión que es, es un sustituto de lo que sí es auténtico. Y por esa razón tiene un carácter herético. Por tanto, ¿por qué las personas piensan de este modo? Permitidme intentar esbozar la respuesta de lo que, sin duda, es una cuestión sobremanera compleja.

    Una paradoja

    Este contexto, este mundo altamente hipermodernizado, ha producido lo que David Myers denomina la paradoja americana. De hecho, esta paradoja no es exclusivamente estadounidense. Se encuentra por todo Occidente y se la está viendo cada vez más fuera de Occidente. En partes prósperas de Asia, por ejemplo, se está evidenciando lo mismo. Y esta paradoja conduce naturalmente a la visión predominante de Dios. Así que, ¿cuál es la paradoja?

    Consiste en que nunca hemos tenido tanto, y al mismo tiempo nunca hemos tenido tan poco. Nunca hemos tenido tantas opciones, una educación tan fácilmente accesible, tantas libertades, tanta prosperidad, aplicaciones tan sofisticadas, mejores coches, mejores casas, tanta comodidad, o tan buena cobertura sanitaria. Esta es una de las caras de la paradoja.

    La otra cara, sin embargo, es que según todos los parámetros, nunca hasta ahora ha sido tan común la depresión, tan alta la ansiedad, o la confusión tan extendida. No estamos consiguiendo muy bien que nuestros matrimonios se mantengan unidos, nuestros hijos están más desmoralizados que nunca, nuestros adolescentes tienen la tasa de suicidios más alta que nunca; estamos metiendo en la cárcel a más y a más personas, y la convivencia al margen del matrimonio nunca había estado tan extendida. De hecho, en 2012 en Estados Unidos, el 53% de los hijos nació fuera del matrimonio. Esta nueva norma es un indicador seguro de la pobreza que van a padecer muchos de estos hijos.

    Esta paradoja no es enteramente nueva. Cuando el conocido francés Alexis de Tocqueville visitó Estados Unidos en la década de 1830, percibió que aunque un cierto número de personas había alcanzado un estatus socioeconómico pudiente, también entre ellos había una extraña melancolía. Habían alcanzado igualdad en un nivel político. Sin embargo, en el plano social, ¡casi cada uno conocía a

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