Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Benedicto XVI: La biografía
Benedicto XVI: La biografía
Benedicto XVI: La biografía
Libro electrónico3628 páginas22 horas

Benedicto XVI: La biografía

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Benedicto XVI será recordado por su renuncia al pontificado, pero su vida y su labor pastoral al servicio de la institución eclesial son mucho más: la trayectoria de un pensador audaz y un creyente radical que ha tratado con profundidad y sencillez, a lo largo de los años, cuestiones cruciales como la relación entre fe y razón, el respeto a la dignidad de la persona o la libertad religiosa. Pablo Blanco Sarto, especialista en la figura y la obra de Joseph Ratzinger, presenta, con sus luces y sus sombras, un rico retrato interior del papa de la razón y una cuidada crónica de sus ideas y de su pensamiento. Una obra que ofrece una «biografía de las ideas» de Joseph Ratzinger y del contexto geográfico y cultural en que surgieron: Alemania, Roma y el mundo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 oct 2019
ISBN9788428561464
Benedicto XVI: La biografía

Lee más de Pablo Blanco Sarto

Relacionado con Benedicto XVI

Títulos en esta serie (28)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Biografías religiosas para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Benedicto XVI

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Benedicto XVI - Pablo Blanco Sarto

    Índice

    Portada

    Portadilla

    Créditos

    Nota tercera edición

    Presentación

    I. Orígenes

    II. Estudios

    III. El Concilio

    IV. Profesor

    V. Arzobispo

    VI. Prefecto

    VII. Cambio de milenio

    VIII. Un papa bávaro

    IX. Siervo de los siervos

    X. La primacía del amor

    XI. Problemas

    XII. ¿Un papa viajero?

    XIII. Caminos de unidad

    XIV. Nuevos horizontes

    Epílogo

    Información promocional

    Notas

    portadilla

    © SAN PABLO 2019 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

    Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

    E-mail: secretaria.edit@sanpablo.es - www.sanpablo.es

    © Pablo Blanco Sarto, 2019

    Distribución: SAN PABLO. División Comercial

    Resina, 1. 28021 Madrid

    Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

    E-mail: ventas@sanpablo.es

    ISBN: 9788428561464

    Depósito legal: M. 33.687-2019

    Impresión y encuadernación: Rodona - Industria Gráfica S.L.

    Printed in Spain. Impreso en España

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

    Al papa emérito Benedicto XVI,

    con admiración y agradecimiento.

    Nota a la tercera edición

    Cuando estaba dando los últimos retoques a la corrección y actualización de estas páginas, falleció el papa emérito. Tuve entonces la suerte de poder viajar a Roma y asistir a los funerales de Benedicto XVI: una experiencia difícilmente olvidable para mí y para todos los que estuvimos allí. Con todos los peregrinos y los romanos presentes rezamos por el alma del papa emérito en una celebración sobria, sencilla y solemne, tal como había pedido el mismo Benedicto. En esos días se destacó que era un hombre sencillo, un gran intelectual, un pastor disponible. Pero, sobre todo, empezó a cambiar la percepción de su persona y de su pontificado. La rabiosa actualidad parecía que le estaba ahora dejando irse, y que su figura iba ganando en grandeza y perspectiva. Tal vez el mejor Ratzinger esté todavía por venir. El tiempo dirá. De momento, espero y deseo que estas páginas contribuyan a la valoración de Benedicto XVI, un papa que empezó la reforma de la Iglesia, incluso cuando algunos ni siquiera se enteraron. Ahora esta reforma benedictina debe continuar, tal como ha hecho fielmente el papa Francisco.

    Roma, 5 de enero de 2023

    Presentación

    Empecé a escribir estas páginas en 2006 justo después del fatídico –y después profético– discurso de Ratisbona, cuando me encontraba ampliando estudios en aquellas entrañables tierras bávaras. Este hecho marcará un antes y un después en el pontificado del papa alemán. Con motivo de anteriores biografías sobre Benedicto XVI¹, me fue sugerido entonces un título un poco más intelectual como El papa de la razón, pues es cierto que pretendo ofrecer también en estas páginas un retrato interior y una crónica de las ideas de Joseph Ratzinger, tras haber realizado algunos estudios sobre su pensamiento². Por cuestiones de fechas, hube de terminar aquella anterior biografía en mayo de 2010; acababa aquella primera relación con el viaje de Benedicto XVI a Fátima y Portugal. Arreciaban entonces las críticas a Roma con motivo de los escándalos por los casos de pederastia entre el clero. Esta primera parte del pontificado tuvo un final primaveral: sol y lluvia al mismo tiempo. En las páginas que ahora ofrecemos no está todo (que reservo tal vez para otra ocasión), pero sí espero que esté lo más importante.

    Tal vez esta casualidad editorial permita dividir el pontificado de Benedicto XVI en estas dos partes. El mismo papa alemán –el papa de la razón y de la palabra– lo había visto así. Había hablado de un antes y un después de ese viaje lusitano: 2010 fue un annus horribilis, pero la vida seguía adelante. Benedicto XVI era un gran intelectual y catequista, pero un mal gobernante, se repetía³. Los primeros años del pontificado habían sido duros: «He visto –escribía un vaticanista en tono algo polémico– que su pontificado está destinado a dejar huella», aunque mientras tanto «se multiplicaban los ataques. Ataques de todo tipo. Unas veces se dice que el papa se ha expresado mal, otras se habla de un error de comunicación, en otras se sostiene la falta de coordinación entre los departamentos de la curia, y en otras la ineptitud de sus colaboradores»⁴. Como añade Regoli, «la curia no es un organismo fácil. No son infrecuentes largas noticias en los medios: no existe ni discreción ni obediencia. Parece que dentro del Palacio se sabotease la línea papal». Lo cual no quiere decir –añade– que el papa esté solo⁵.

    «Ratzinger –anotaba Politi–, quien por temperamento rechaza la idolatría del rol papal, parece aceptar estas campañas más que pedirlas. En medio de la tempestad mediática se esfuerza por exhortar a la purificación»⁶. Esta es la palabra: purificación. ¿Podrían ser estos ataques una respuesta poco amable a un programa del pontificado que es –como decía Magister– «duro como el diamante»? Duro y hermoso, podríamos añadir: Benedicto XVI iba a lo esencial, a las raíces, a lo fundamental; después vendrían los frutos y sus consecuencias. Tras la primavera viene el verano y, tras la lluvia, el esplendor traído por el sol. El pontificado pasó su mediodía y llegó a su ocaso con una renuncia por motivos de edad y salud, que muchos no se acababan de creer⁷. George Bernanos escribió: «quien reforme la Iglesia, sufrirá por ella»; a lo que añade Nicolas Diat la fórmula reformista: «Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco no querían reformar la Iglesia con medios humanos, sino que querían mostrar a los ojos del mundo la necesidad de la santidad, de la belleza de la fe, el ejemplo de los pobres y humildes»⁸.

    Benedicto XVI es el papa de las ideas y de una razón abierta, «ampliada», dijo en Ratisbona, que no se presenta separada del amor y la esperanza, a juzgar por el título de sus dos primeras encíclicas. La primacía del logos sobre el ethos no le ha impedido prestar la debida atención a la vida. Por eso tiene también algo de posmoderno: no es un «papa posmoderno», pero sí podríamos decir que ha sido un papa para la posmodernidad. «Es un hombre de interioridades, un intelectual posmoderno, escribía Vittorio Messori [n. 1941]. Benedicto XVI es un profesor, pero con gran respeto a su interlocutor. Habla con densidad y seriedad, pero se esfuerza por hacerse entender. Y la gente lo percibe. Este papa quiere simplificar las cosas. A Ratzinger no le gusta el barroquismo curial ni la hipertrofia burocrática. Busca simplificar las cosas, aligerarlas»⁹.

    «Un pensador radical, esta era mi impresión, y un creyente radical que todavía en la radicalidad de su fe no toma la espada, sino otra arma mucho más potente: la fuerza de la humildad, de la simplicidad y del amor», continuaba Seewald¹⁰. La razón se combinaba con la fe y el amor. Su propio secretario Georg Gänswein afirmó que Benedicto XVI «se había convertido en una espina en el costado de un mundo posmoderno en el que la cuestión de la verdad se considera carente de sentido, de una sociedad de la opulencia empeñada en dar la espalda a Dios». A lo que añadía Restán: «Para esta cultura el papa manso y tranquilo que usa la razón como el cirujano el bisturí, es una verdadera e inesperada espina. Que haya tratado de tú a tú al pensamiento laico en el Bundestag o en Westminster debe resultar insoportable. Pero también en el interior de la Iglesia hay quienes se resisten a la corrección y la poda que ha puesto en marcha Benedicto XVI, a su anudamiento entre fe y razón, a su idea tan newmaniana del camino de la Iglesia como renovación en la continuidad»¹¹.

    La fuerza de Dios y de la realidad no está reñida con la levedad de su expresión: ha sido llamado el «Mozart de la teología», por la gracia y profundidad de su pensamiento. En efecto, la razón que él nos propone es más posmoderna que moderna, tal como sugería el también alemán Walter Kasper (n. 1933): razón abierta, «ampliada» al amor y al arte, a la ética y la religión, a los afectos y sentimientos. Una razón fuerte que se presenta con contornos suaves: «En este contexto –afirmaba el cardenal Carlo Maria Martini (1927-2012)–, la pasión por la verdad que Joseph Ratzinger ha testimoniado coherentemente en todos estos años debe entenderse como respuesta al pensamiento débil de la posmodernidad. Es significativa la estima de la que goza Joseph Ratzinger también entre hombres de cultura no creyentes. Al mismo tiempo, no se puede esperar que una obra tan delicada reciba fácilmente el aplauso de todos ni que sean evitados casos dolorosos. Ha habido siempre casos difíciles en la historia de la Iglesia, y algunas veces el juicio posterior ha mostrado que tal vez se habría podido proceder de otra manera. Pero el juicio posterior queda para la posteridad, mientras que los contemporáneos deben actuar cada uno con la mayor buena conciencia y competencia posible. En estas cosas Joseph Ratzinger nos sirve de modelo y estímulo»¹².

    «Aunque el papa –añadía su primer portavoz, Joaquín Navarro Valls, en mayo de 2007– esté diciendo cosas que son verdades absolutas, las dice de tal manera que abre las puertas a un diálogo ulterior sobre estas verdades absolutas, pues tiene una gran confianza en la razón humana –la propia y la ajena–, y porque cree que la persona está abierta a la verdad. [...] La opinión pública que es honesta lo ve así, lo ve con enorme respeto y lo sigue con la atención que le es debida». No son pocos los ateos y agnósticos que han conectado con él. En este sentido, es inevitable el parangón con su predecesor: «Juan Pablo II se movía a base de intuiciones –señalaba el agnóstico José Catalán–; Benedicto XVI actúa de manera metódica. [...] Y debe hacer frente a dos rivales principales: el monoteísmo simple y rígido del islam (un enorme desafío que avanza en un frente de cuarenta mil kilómetros entre Senegal y Filipinas), y la amalgama formada por el ateísmo, el agnosticismo, el laicismo y el indiferentismo. El papa plantea un diálogo con ambos rivales, basado en la relación entre fe y razón, el respeto a la dignidad de la persona, y la libertad religiosa»¹³.

    El análisis no dejaba de tener su profundidad. La razón y la palabra –el diálogo en torno a la verdad– constituyen toda una prioridad en su pensamiento: lo que puedan hacer ellos, no debe hacerlo la fe. Chesterton decía que el problema de este mundo no es la falta de fe, sino la falta de razón... Es verdad: tantas veces sobra credulidad y superstición en tantos ámbitos ideológicos o pseudocientíficos. Según relataba Allen, cuando el papa emérito fue preguntado sobre cómo quería que fuera su retrato oficial, Benedicto XVI manifestó un cierto desinterés. Entonces su portavoz le recordó que «una imagen vale más que mil palabras», a lo que el papa respondió: «Sí, y un concepto más que diez mil imágenes»¹⁴. Era la estrategia del papa de la palabra: «Está convencido de que la bondad de su razonamiento no necesita adornos retóricos», apostillaba Politi¹⁵. Para el teólogo Henry Wansbrough, la baza decisiva del pensamiento de Ratzinger es su claridad y su penetrante simplicidad. Por eso le considera «un tipo fiable», «un buey bueno y robusto para tirar en este mundo del carro de Dios»¹⁶.

    «El papa Benedicto XVI –continuaba el vaticanista de L’Espressono está interesado en los grandes anuncios, gestos y acontecimientos. Es un papa que no hace prácticamente más que enseñar y celebrar»¹⁷. Razón, (ad)oración y corazón serían tres palabras que sintetizan el pontificado del papa alemán: «El gran Galileo dijo que Dios había escrito el libro de la naturaleza en forma de lenguaje matemático –recordó Benedicto XVI a los estudiantes–. Estaba convencido de que Dios nos ha dado dos libros: el de la Sagrada Escritura y el de la naturaleza. Y el lenguaje de la naturaleza –esta era su convicción– es la matemática; por tanto, la matemática es un lenguaje de Dios, del Creador»¹⁸. La Biblia y la ciencia, la fe y las matemáticas construyeron las catedrales góticas: ambas recalan en el acto creador por parte de Dios; de manera que deberíamos añadir a la anterior secuencia (razón, oración, corazón) la palabra «creación»: naturaleza, ecología, medio ambiente. Se le ha puesto también el título de «papa ecologista»; tal vez sea algo más: el «papa de la creación». En cualquier caso, para Benedicto XVI existe una continuidad y una correspondencia entre todas estas palabras.

    Repudia la ideología: ni izquierda ni derecha: razón, conciencia, inteligencia, sentido común. Y luego fe: el mundo no se divide entre progresistas y conservadores, sino entre gente razonable y gente que no lo quiere ser, y después entre creyentes y no creyentes. ¿Un papa antimoderno, como dijo Habermas? ¿El último ilustrado, por su apoyo incondicional a la razón? ¿El último romántico, por su insistencia en el amor y en la libertad? ¿El primer posmoderno, por querer ampliar la razón? Tal vez sea más bien –decíamos– «un papa para la posmodernidad», por su propuesta del nuevo concepto de razón; por pedir un eros capaz de convertirse en verdadero amor cristiano; por su decidida defensa de la belleza y de la esperanza en un mundo tantas veces cruel. «A una cultura del agotamiento y del cierre en sus límites –escribió un teólogo– solo se la salva abriéndola a grandes horizontes»¹⁹. Tal vez es lo que ha pretendido hacer el papa alemán: mientras que Juan Pablo II tumbó el Muro de Berlín y venció el marxismo, Benedicto XVI entabló una lucha sin cuartel contra el relativismo. Es el diálogo crítico propuesto por el Vaticano II. También el papa Francisco está proponiendo un «segundo posconcilio» –como decía el biblista Armand Puig–, un «cristianismo postideológico».

    Mario Tronti, filósofo y politólogo italiano, presidente del Centro para la Reforma del Estado, quien se definía a sí mismo como «marxista ratzingeriano», publicó –junto con otros autores– un libro titulado Emergenza antropologica. Per una nuova alleanza tra credenti e non credenti («Emergencia antropológica. Para una nueva alianza entre creyentes y no creyentes»). En la introducción, aquellos autores reconocían que «el pasaje más criticado de nuestra carta es aquel en el que se habla de libertad y dignidad de la persona humana desde su concepción»; y continuaba: «La lectura habitual según la cual sería un pontificado conservador constituye una completa tergiversación del papa teólogo. En Joseph Ratzinger es central la necesidad de la dimensión pública de la experiencia de fe», como resulta evidente. Los «marxistas ratzingerianos» –como se hacían llamar– le imputaban a la izquierda occidental haber cedido a «culturas falsamente libertarias, para las cuales no existe otro derecho que no sea el derecho del individuo». Benedicto XVI propone –según ellos– «dos temas fundamentales de su magisterio: el rechazo del relativismo ético y el concepto de valores no negociables»²⁰. Es una propuesta antropológica y cultural en diálogo con el mundo no creyente. «Estoy convencido –afirmaba un filósofo catalán– y además creo que, en las enseñanzas de Benedicto XVI, y por extensión en la doctrina social de la Iglesia, se dibujan los caminos para salir de la crisis global en que nos encontramos»²¹.

    Manglano lo llamaba asimismo «el papa de la verdad», junto al del amor y la esperanza ya mencionados: «Enseguida se descubre la verdad de sus palabras, continuaba: verdad, porque tiene que ver con la realidad que ha vivido o que experimenta [...]. Y verdad, también, porque es sincero y coherente; se puede estar en desacuerdo, pero siempre resultará fácil descubrir la lógica de sus palabras a partir del hombre y de lo revelado por Jesucristo»²². Benedicto XVI parecía insignificante por su aspecto físico, «pero esa fragilidad es engañosa –escribía el premio Nobel Vargas Llosa (n. 1936)– pues se trata probablemente del papa más culto e inteligente que haya tenido la Iglesia en mucho tiempo, uno de los raros pontífices cuyas encíclicas o libros un agnóstico como yo puede leer sin bostezar (su breve autobiografía es hechicera y sus dos volúmenes sobre Jesús más que sugerentes)»²³.

    El teólogo Olegario González de Cardedal (n. 1934), premio Ratzinger 2011, añadía que, «en los últimos decenios, cuando han tenido lugar coloquios entre filósofos o científicos por un lado y teólogos por otro, aquellos siempre querían tener como dialogante a Ratzinger, no a otros teólogos más liberales o exponentes de la última moda teológica. Sabían que con él tenían delante a alguien que tomaba en serio los artículos duros del credo cristiano»²⁴. Seewald añade un retrato con claroscuro: «Hay muchas cosas que los defensores de Benedicto XVI han apreciado: sus discursos brillantes, capaces de refrescar la razón y caldear los corazones; la riqueza lingüística; la honradez del análisis; la infinita paciencia a la hora de escuchar; la nobleza de la forma que él encarna como ninguna persona en la Iglesia. Naturalmente, también su tímida sonrisa, sus movimientos a veces un tanto torpes, a lo Charles Chaplin, cuando sube a un estrado. Sobre todo su insistencia en la razón, que garantiza la fe e impide a la religión cristiana resbalar en locas fantasías y fanatismos. Y no en último lugar, su modernidad, que muchos no han sabido o querido reconocer. A esta modernidad ha sido fiel, hasta el punto de hacer lo que nadie había hecho antes»²⁵.

    No solo por el modo con que terminó ha sido un pontificado interesante: «Benedicto XVI –escribía un periodista– lo sabe y no trata de competir con Juan Pablo II. Su pontificado es intimista, profesoral, didáctico. Del papa actor y de los gestos al papa de las ideas y de la palabra. Un papa que apunta a las esencias. Tanto con sus encíclicas como con sus contados viajes (elegidos con esmero). De la música a la letra. De la forma al fondo. Un papa de lo esencial. Un papa que dice lo que piensa, a costa de no ser políticamente correcto, como en su discurso de Ratisbona, en el que ponía en solfa el islam, o en su condena del preservativo para evitar el sida. O en la rehabilitación de los lefebvrianos [...]. Un papa sabio, fiel a sus ideas y a la mayor gloria de Dios»²⁶. Y remataba un columnista: «Seguramente fue el mayor sabio que se sentó en la cátedra de Pedro, con permiso de León XIII y Pablo VI [...]. Benedicto XVI era –es– un hombre tímido, cariñoso en corto. Se movía torpón en los baños en masa que inventó Juan Pablo II [...]. La Iglesia ha tenido la fortuna de sumar tres papas maravillosos: un héroe (Wojtyła), un sabio (Ratzinger) y un párroco (Bergoglio)»²⁷.

    Aunque evidentemente «el gran reformador» es el papa Francisco («el hombre de la reforma práctica», lo llamó su predecesor), también es cierto que Benedicto XVI preparó durante su pontificado de modo decidido y discreto estas reformas. ¿Un papa reformador, como Benito de Nursia, Gregorio Magno, Francisco de Asís, Teresa de Jesús, León XIII, Pío X o Juan XXIII? ¿Un Lutero o un Calvino pero en católico? Ahora que conmemoramos los quinientos años del inicio de la Reforma, podemos distinguir entre «verdaderas y falsas reformas en la Iglesia», según decía el teólogo Yves Congar. El vaticanista Sandro Magister lo llamó «Benedicto el reformador»²⁸; aunque más bien se ha tratado de una reforma tranquila, de una «revolución silenciosa» y eficaz, que –con el gesto de su renuncia– dejó las manos libres a su seguidor, el papa Francisco, un jesuita con corazón franciscano, para acometer las necesarias reformas. ¿Por qué ese gesto tan rotundo? ¿Renunciaba a la reforma que había comenzado? ¿Iba a ser el último papa europeo? Eran preguntas que surgían de modo inevitable. «Si al principio (2005) podía considerarse que era un papado de transición», después se podría hablar de «un pontificado significativo», y no solo por el hecho de la renuncia. «Se nota así un papado dinámico, innovador y propulsor hasta el fin de 2009». «Benedicto XVI –sentencia el vaticanista– no es un político, y esta es la debilidad de su pontificado». Por eso pide tiempo para entender las reformas de esos años. Gregorio VIII, llamado después el Magno, el Grande, el papa reformador, acabó sus días exiliado en Salerno, fuera de Roma...; si bien indudablemente la reforma gregoriana constituye hoy un hito de la historia de la Iglesia. Ante la pregunta de Seewald de si veía que su pontificado era un modo concreto de aplicar la doctrina de la colegialidad propugnada por el Vaticano II en relación directa con el ejercicio del primado, el papa bávaro respondió escuetamente: «Totalmente de acuerdo»²⁹.

    «Los verdaderos reformadores son los santos», les había dicho Benedicto XVI en 2005 a los jóvenes en Alemania, tierra de la Reforma protestante. La larga catequesis sobre los santos y las santas –los apóstoles, san Pablo, los padres de la Iglesia de Oriente y Occidente, los maestros y las maestras medievales– son una buena muestra y un enorme tesoro testimonial. La palabra «reforma» tenía pues aquí un sentido distinto: partía desde dentro y era entendida como purificación: Ecclesia semper reformanda, Ecclesia semper purificanda (cf LG 8). El espectacular «efecto Francisco» sería impensable sin la renuncia y la oración de Benedicto; además, si se retiraba a rezar, ¿acaso no es también importante la oración en la Iglesia? Evidentemente no han faltado duras críticas a su pontificado, no siempre fundadas: «La Iglesia se está desintegrando ante nuestros ojos –decía Fox, por ejemplo–, y esto no se debe sino a aquel que, con la aquiescencia del anterior papa Juan Pablo II, ha guiado esta desintegración. Su nombre es Joseph Ratzinger»³⁰.

    Era acusado así de personalismo, pero «no ha puesto en primer lugar sus propias ideas ni sus preferencias personales», afirmaba su secretario: «En el centro de su anuncio ha puesto siempre la palabra de Dios», lo cual «correspondía con su modo de ser, modesto y humilde, que evidenciaba su grandeza humana». Tras recordar que el motivo de su renuncia ha sido –como el mismo Benedicto XVI declaró– «por el bien de la Iglesia», añadía Gänswein que «no es ya el más alto pastor de la Iglesia católica, sino un simple peregrino que ha comenzado la última etapa de su peregrinación en esta tierra»³¹. Su antiguo portavoz, Federico Lombardi (n. 1942), resumía así su actividad: «Me parece una persona que ha afrontado con paciencia y sencillez, de manera leal, grandes problemas. Estoy contento de haber podido colaborar en este tipo de compromiso». Sin embargo, el británico Rod Dreher aludía a que «el papa Benedicto XVI fue clarividente respecto a la difícil situación del cristianismo europeo», mientras que la australiana Tracey Rowland apuntaba a una verdadera «revolución» del pensamiento teológico³².

    «Muchas veces –afirmaba el cardenal africano Robert Sarah (n. 1945) en dirección contraria–, cuando pienso en Benedicto XVI, escucho esas palabras de san Pablo a Timoteo: He peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe (2Tim 4,7). Creo que el sucesor de Pedro se gastó en un sinfín de batallas, entregándose cuanto pudo a la Iglesia y a los fieles en el orden espiritual, humano, teológico e intelectual»³³. Durante sus ocho años de pontificado, la Iglesia católica creció en noventa millones de fieles en todo el mundo, pero este ha seguido cambiando y ahora se plantean nuevos retos. Junto a las evidentes diferencias entre el papa Francisco y Benedicto XVI, existe –en mi opinión– una íntima sintonía, una profunda solidaridad entre ambos pontificados, como se irá viendo cada vez mejor con el tiempo: Ratzinger decía que el cristianismo se difundió en los primeros siglos por la defensa de la razón y por la caridad, el amor entre los hermanos. Son estas las dos almas del cristianismo, los dos movimientos –sístole y diástole– del corazón de la Iglesia: la concentración y la expansión. En este sentido, los pontificados de Benedicto XVI y del papa Francisco muestran su mutua complementariedad en esta nueva evangelización en el tercer milenio cristiano, que tan solo acaba de comenzar.

    Existe pues en el fondo una gran comunión de ideas. Como escribe Austen Ivereigh, el autor de la monumental biografía del papa Francisco, «el programa era el mismo –humildad, oración, confianza en Cristo– pero los textos afinadísimos, cristalinos de Benedicto XVI, pronunciados con voz queda por una figura remota, ahora los comunicaba un hombre que ahora se levantaba de la silla para convertir los comentarios improvisados en encuentros físicamente afectuosos»³⁴. El pensamiento de Francisco es el de Benedicto en tuits, decía un periodista. Son dos grandes reformadores: a Benedicto le tocó afrontar el escándalo de los casos de pederastia, mientras que a Francisco le ha tocado en suerte también hacer frente a la corrupción financiera, como ya hiciera en su anterior archidiócesis de Buenos Aires³⁵.

    En los Jardines Vaticanos, donde se encuentra la sede de la Pontificia Academia de las Ciencias, el papa Francisco inauguró en 2014 una estatua de bronce en honor de su predecesor: «Este busto de Benedicto XVI evoca ante los ojos de todos la persona y el rostro del querido papa Ratzinger –afirmó en el discurso pronunciado durante la ceremonia–. Evoca también su espíritu: el de sus enseñanzas, de su ejemplo, de sus obras, de su devoción a la Iglesia, de su actual vida monástica. Este espíritu, lejos de disolverse con el paso del tiempo, se irá mostrando, de generación en generación, cada vez más grande y poderoso. Benedicto XVI: un gran papa. Grande por la fuerza y la penetración de su inteligencia, grande por su relevante aportación a la teología, grande por su amor a la Iglesia y a los seres humanos, grande por su virtud y su religiosidad. Como ustedes bien saben, su amor por la verdad no se limita a la teología y a la filosofía, sino que se abre a las ciencias»³⁶.

    «Benedicto fue la gran partera de la primavera de Francisco –sostenía con expresividad un comentarista religioso–. Su gesto, como el del profeta que rompe el jarrón de barro ante el pueblo, despertó las conciencias y puso en marcha la revolución del papa del fin del mundo»³⁷. Todavía es pronto para valorar la importancia de su vida y de su pontificado, pero «la fuerza de la historia sigue –escribía en fin un periodista madrileño–. En ocasiones no somos conscientes de cómo germinarán en el futuro determinados hechos o ideas del presente. Se cierra un periodo. Benedicto XVI ya está en la historia por un pontificado breve pero intenso, que ha permitido a la Iglesia abordar una nueva apertura sin renunciar a su esencia»³⁸, concluía a propósito de su renuncia. «¿Es usted el fin de lo antiguo o el comienzo de lo nuevo?» –que «en realidad no ha empezado todavía», puntualizó años después–, le preguntó Seewald al papa bávaro. «La respuesta fue: ambas cosas»³⁹.

    Múnich, otoño de 2006-Hohewand, verano de 2017

    I

    Orígenes

    «Mi patria es la infancia», se suele repetir. Ratzinger habla con frecuencia de su niñez y de sus raíces bávaras y alemanas: constituyen para él un punto de partida irrenunciable. «Mi patria chica –afirmaba– es el triángulo de tierra entre el Eno y el Salzach», ríos que vienen de Austria, de Innsbruck y Salzburgo, respectivamente, «cuyo paisaje e historia impregnaron profundamente mi juventud. Se trata de una tierra de antiguos asentamientos celtas, que después formó parte de la provincia romana de Retia y que siempre ha estado orgullosa de su doble raíz cultural. [...] El cristianismo llegó a estas tierras antes del periodo constantiniano, traído por los soldados romanos y, aunque fue convulsionado por los tumultos y revueltas de las invasiones germánicas, quedaron algunos creyentes. A estos podríamos unir los misioneros venidos de la Galia, de Irlanda e Inglaterra; algunos quieren descubrir también influencias bizantinas»¹. En Baviera se entrecruzan pues, igualmente gracias a la fe, romanos y germanos, celtas y británicos, e incluso algunos europeos orientales. Un interesante melting pot de lo más intercultural, cuyo resultado final es perfectamente conocido y reconocible: los bávaros².

    1. Familia (1927-1937)

    En este abigarrado panorama, los misioneros llegarán a las más lejanas periferias. Los nombres de Benito, Gregorio Magno y los monjes misioneros procedentes de las islas británicas acuden de nuevo a nuestra memoria y nuestra imaginación. Aquella «patria chica» es la llamada Oberbayern, la Alta Baviera: un pedazo de tierra, un triángulo equilátero cuya base se apoya en los Alpes, mientras que los otros dos lados están formados por los ríos Eno y Salzach, y que enmarca un lugar lleno de paisajes de ensueño con una larga historia. Al pie de los Alpes y al norte del famoso y popular Tirol, celtas, romanos, germanos, francos e influencias del este y del oeste configuraron la identidad cultural y religiosa del sur de Baviera. A todo este recorrido añadía Ratzinger la lista de santos y personalidades que evangelizaron el territorio: Ruperto, Emeramo, Corbiniano y el anglosajón Bonifacio. De todos estos santos fundadores, fue Corbiniano (670-730) con el que quizás el joven Joseph se podría sentir más identificado: el fundador de la sede arzobispal que él ocupará después, con el tiempo. Aunque añadía más adelante: «Siempre he querido naturalmente a mi santo, san José». Sin olvidar a María y a Jesús: el hermoso y trabajado paisaje bávaro está lleno de crucifijos y Muttergottes, capillas y ermitas, conventos y monasterios, torres y campanarios³.

    Vaterland

    «Patria», tierra de nuestros padres, de igual modo en la fe. Siempre existe toda una génesis y una genealogía en la fe, también de un determinado lugar. En el caso de Baviera fue sobre todo Corbiniano quien trajo este privilegiado conocimiento de Dios a aquellas tierras:

    ¿Quién era Corbiniano –se preguntaba ante una multitud de jóvenes siendo ya arzobispo–, el hombre sobre cuyo sepulcro se levanta esta espléndida catedral de Nuestra Señora de Frisinga, y en cuya fiesta concurren cada año millares de peregrinos? Vivió en el siglo VIII, en una época de la historia europea que no sin fundamento llamamos oscura. [...] Nació Corbiniano en un lugar que hoy forma parte de Francia. Su madre procedía de los galos, antiguos habitantes del país que habían sido muy romanizados. [...]

    Su vida religiosa estuvo muy marcada por el fervor de la fe, que había brotado en las entrañas de Irlanda, como un nuevo encendimiento del fuego de Abrahán. [...] Los mejores ideales de su vida se orientaban hacia Roma. Corbiniano pensaba que su sitio estaba allí, junto a san Pedro. Sin embargo, fue precisamente en camino de París a Roma, exactamente en Baviera, donde hallaría su lugar de destino. [...] Seguramente Corbiniano desconocía la lengua del país, y su forma de ser era muy distinta de la de los del lugar; pero eso no supuso un problema: porque la fuerza de la fe, la búsqueda de un Dios nuevo, era tan poderosa que ante ella los prejuicios se esfumaban⁴.

    Al final Corbiniano tuvo que huir, por reprocharle al duque de Frisinga un matrimonio ilícito, como a Juan Bautista le ocurrió con Herodes... Al morir el duque, Corbiniano pudo regresar a tierras bávaras con todos los honores. Allí murió y los restos fueron enterrados en el monasterio de Kains, para ser trasladados el 20 de noviembre del 765 de nuevo a Frisinga, donde reposan en la actualidad⁵. Estos santos misioneros consiguieron llevar a Cristo a esas lejanas tierras, a pesar de las dificultades y resistencias de sus antiguos moradores. El resultado de todas estas vidas será por tanto una intensa evangelización y el nacimiento de una cultura cristiana. El cristianismo empezó a formar parte de sus raíces, las cuales quedarán profundamente marcadas, incluso en la vida de cada día.

    En aquellas tierras, todavía en el siglo XX –recordaba Ratzinger– la vida campesina permanecía fuertemente unida en una simbiosis estable con la fe de la Iglesia: nacimiento y muerte, matrimonio y enfermedad, siembra y cosecha...; todo estaba incluido en la fe. Aunque el modo de vivir y de pensar de cada persona en particular no siempre coincidía con la fe de la Iglesia, ninguno podía imaginar morirse sin el consuelo de esta, o vivir otros grandes acontecimientos al margen de ella. [...]

    No se iba tan frecuentemente como hoy a comulgar, pero había días fijos para recibir el sacramento; si alguien no podía mostrar la hojita que atestiguaba la confesión pascual, era considerado un asocial. [...] No carecía de significado el hecho de que, en Pascua, los grandes terratenientes se arrodillaran humildemente en el confesionario para decir sus pecados, al igual que lo hacían sus criadas y criados, entonces muy numerosos⁶.

    Su padre, Joseph como él, era un Gendarme-Kommissar, un oficial de la policía rural «cerebral y voluntarioso», con todas las consecuencias que esta personalidad suele traer consigo⁷. Tuvo una vida dura: sufrió catorce cambios de destino en treinta y cinco años de servicio, tal como era frecuente para evitar que se instalaran demasiado en alguno de los destinos, con los problemas que esto comporta. Se ponía su uniforme verde y, las vísperas de los días de fiesta, limpiaba la hebilla del cinturón con un limpiametales, según recordaban. «Solo había hecho la escuela primaria –recuerda su propio hijo–, pero era un hombre inteligente, capaz de pensar por sí mismo». Prosaico y constante, causaba la impresión de ser una persona desgarbada y resistente –así lo describe Seewald–, y llevaba un bigote que encaneció enseguida. Era una vida no exenta de preocupaciones, aunque su apostura era sobria y solemne; una persona robusta y trabajadora, discreta y parca en palabras⁸. «Conocía a todo el mundo; si se cometía un delito, siempre sabía quién era el culpable», recordaba uno de sus convecinos⁹, por lo que podemos deducir que era casi un Sherlock Holmes bávaro... «Un hombre racional, recto y fuerte, tal vez demasiado riguroso», añade Seewald, a la vez que sostiene que era «sorprendentemente certero en sus juicios»¹⁰. En su juventud había tenido que trabajar en el campo, y le gustaba cantar en la parroquia del pueblo.

    En aquellos años –recordaba Georg, su hijo mayor– creció en nuestro padre su amor por la música. Un día se compró una cítara y recibió algunas horas de clase. Todo lo demás lo aprendió de forma autodidacta. No obstante, tenía una caja llena de partituras. La caja estaba siempre en el mueble de la cocina, al lado de la cítara. Por las tardes solía bajarla de allí y tocaba y cantaba para nosotros. Se creaba siempre una atmósfera especial cuando nos reuníamos a su alrededor y tocaba primero una marcha y después alguna canción de la época¹¹.

    Joseph padre era originario de la Baja Baviera y, más que del Imperio alemán, era partidario de la corriente política bávaro-austriaca de orientación católica, es decir, del extinguido Imperio austrohúngaro¹². Su carácter era más bien serio y austero, como veíamos, y tal vez por eso –y porque ambos trabajaron duro– no se casó hasta los cuarenta y tres años¹³. Saber ahorrar, llevar una vida digna con lo poco que se tiene y aspirar sobre todo a los bienes culturales e intelectuales, serán pues parte de los tesoros de familia: «La modestia y el honor son, en cierto modo, los únicos lujos que pueden permitirse»¹⁴, glosa un biógrafo de aquellos años. Entre los vecinos era sin embargo considerado poco sociable, porque no le gustaba jugar a las cartas o ir a la cantina¹⁵. Georg, el segundo hermano de los Ratzinger, lo recordará después como «un hombre riguroso, pero también justo». No les reñía sin motivo. «Era ciertamente una persona respetable, pero se mostraba modesto y amable con todo el mundo»¹⁶.

    Sí –añadía–, la de policía era una profesión bastante peligrosa, y muchas veces teníamos miedo por papá. Sobre todo cuando le tocaba turno de noche y debía salir a patrullar. Si en ese tiempo se cometía algún delito o infracción, tenía que aclararlo. Papá solía tener con frecuencia el turno de noche, y en esas ocasiones era posible que se entretuviera por alguna razón y llegara más tarde a casa. Cuando esto pasaba, como es lógico, mamá y nosotros teníamos miedo y rezábamos para que no ocurriera nada¹⁷.

    Esta vida dura explica su carácter riguroso, aunque tal vez no fuera para tanto. Su propio hijo Joseph le recuerda como un buen trabajador y un padre cercano con quien hablaba con frecuencia; le contaba historias ambientadas en el bosque bávaro¹⁸. Con el tiempo, quiso dedicar más tiempo a su familia y se jubiló pronto, también por la llegada del nazismo al poder. No quería servir a un amo injusto. «En aquella época –recordaba Joseph–, a causa de las exigentes prestaciones físicas a las que les obligaba su trabajo, los policías se retiraban a la edad de sesenta años. Mi padre esperaba con impaciencia aquel día. Las numerosas guardias nocturnas que traía consigo su cargo le sometían a una dura prueba; pero más aún le pesaba la situación política en la que tenía que llevar a cabo su misión. Durante un largo periodo de vacaciones, a causa de una convalecencia por enfermedad, daba frecuentes caminatas conmigo y me contaba cosas de su vida»¹⁹. Su hijo le recuerda como «un hombre extraordinariamente piadoso, rezaba mucho, con una fe enraizada en la Iglesia, pero al mismo tiempo una persona concreta, muy crítica, incluso con el papa y los obispos». «Probablemente pensaba en hacerse capuchino», espeta su hijo a bocajarro. En cualquier caso, fue el primer y mejor maestro: «Padre e hijo –comenta un historiador francés– reforzaron aún más su buena relación: la enseñanza del padre, firme pero transmitida con la sinceridad de convicción de un alma recta, ayudó a Joseph a formarse una opinión sobre el mundo y la vida»²⁰.

    Joseph padre era asimismo un hombre profundamente religioso: en casa se bendecía la mesa, se rezaba antes de irse a dormir y se iba a la iglesia; les explicaba el evangelio y les daba algunos libros para leer²¹. De igual manera, le gustaba meterse en política y bufar contra el nacionalsocialismo: «Funcionario por obligación, opositor de corazón», sentencia Chélini²². Leía Der gerade Weg, en el que todavía hoy se pueden ver las caricaturas de Hitler; el director de la publicación recibió amenazas de que los nazis iban a hacer «una hoguera con todas las cruces cristianas», para librar a Alemania de la «peste judeo-cristiana-marxista». Sus continuos cambios de destino tenían también que ver con sus ideas políticas: nunca se afilió en el partido nacionalsocialista, y avisaba a los sacerdotes cuando se avecinaban problemas. Recuerda Joseph los comentarios que oía en casa en 1940, cuando Alemania había conseguido abundantes conquistas en la primera parte de la II Guerra mundial: «Mi padre veía con gran clarividencia que la victoria de Hitler no sería una victoria de Alemania, sino del Anticristo, y que era el comienzo de tiempos apocalípticos para todos los creyentes. Y no solo para ellos»²³.

    Un «hombre discreto» y un «acérrimo antinazi», resume Derwahl: ironizaba respecto al Ruhe und Ordnung –tranquilidad y orden– propuesto por el partido nacionalsocialista, y –añade– se jubiló antes de tiempo entre otras razones para no tener que colaborar con los «camisas pardas»²⁴. De hecho, la actitud públicamente cristiana de los Ratzinger y la precoz vocación sacerdotal de los hijos suponía para ellos un tipo de protesta contra el neopaganismo nazi, «aunque no fuera provocadora ni ostentosa»²⁵. Sus decididas ideas políticas llegaron incluso a comportar serios peligros para la familia Ratzinger, tal como relata el mismo cardenal en un peligroso recuerdo:

    En los días siguientes –era ya al final de la guerra, en 1945–, vino a alojarse con nosotros un sargento de la Luftwaffe, un simpático católico berlinés que, sorprendentemente, con una lógica inexplicable para nosotros, continuaba creyendo en la victoria final del Reich alemán. Mi padre –quien discutió ampliamente al respecto– logró convencerle de lo contrario.

    Más adelante se alojaron en nuestra casa dos miembros de las SS [...]. Mi padre no pudo evitar verter sobre ellos toda su ira contra Hitler, lo cual habría equivalido normalmente una condena a muerte. Pero parecía que un ángel de la guarda velaba por nosotros, pues ambos desaparecieron al día siguiente, sin causarnos desgracia alguna²⁶.

    La madre

    La condición de gendarme de policía rural –unida a su decidido antinazismo– explica en parte los continuos cambios de pueblo y domicilio de toda la familia²⁷. La familia de la señora Ratzinger, Maria Rieger-Peintner, procedía del sur del Tirol, en la actualidad norte de Italia²⁸. Habían tenido un molino en Brixen, pero una crecida del río se lo llevó por delante, así que decidieron emigrar, naciendo Maria a la orilla del lago Chiem, «el mar de Baviera»²⁹. Maria había cuidado de sus ocho hermanos, era una buena cocinera, e incluso había trabajado como criada en el servicio de pequeños hoteles y en la pastelería de su padre, por lo que tenía una buena formación gastronómica. Constituía pues un buen partido en aquella época. De modo diferente a su marido, por su procedencia tirolesa –su hijo Joseph heredará su musical acento–, tenía el carácter alegre y cantarín propio de esas tierras: a pesar de la abierta oposición del veterano comisario, solía cantar mientras fregaba los platos³⁰. Gracias a un anuncio en un periódico católico, Maria había conocido a Joseph y se había casado en 1920 con el cada vez menos joven gendarme, con quien había tenido ya dos hijos: Maria en 1921 y Georg en 1924. Los gendarmes solían ser pagados cada día y, con ese sueldo un tanto miserable, ella debía arreglárselas para dar de comer a toda la familia. También le gustaba hacer labor y tricotar, con lo que podía abrigar a la familia en los inviernos bávaros³¹:

    Se celebró la boda –recordaba Georg–. Creo que tuvo lugar ya en Pleiskirchen, donde más tarde nacimos mi hermana y yo. Vivía en un barrio llamado Klebing, junto a una pequeña charca donde siempre croaban las ranas. [...] Es un lugar bonito, con una iglesia muy hermosa y un castillo cuyos orígenes se remontan al siglo XI. No obstante, nuestra madre se sintió muy a disgusto y con miedo en esa casa, situada junto a la charca. Por eso papá le compró un perro. Pero este demostró ser más miedoso que mamá, aunque –por lo demás– fuera un buen perro³².

    Él mismo evocaba el día de su propio nacimiento con las siguientes palabras: «Cuando vine al mundo en 1924 –así me contó después mi padre–, mi madre estaba muy enferma. Sobrevivió por poco. Él estaba entonces de servicio y, al llegar a casa, se encontró que yo ya estaba allí, en la cuna»³³. Como para tanta gente en aquella época, el presupuesto familiar era justo; rara vez se comía carne en esa casa, aunque a veces mamá Ratzinger hacía un Kaiserschmarrn, un típico y delicioso dulce austriaco que hacía olvidar todas las posibles penas. Por ello, los niños solían llevar puesta en casa una bata, para evitar que la ropa se gastara³⁴. Era además una mujer de fe, que enseñaba el catecismo no solo a sus hijos sino a otros niños del pueblo. «Cuando iba a jugar con Maria –recuerda una amiga de su hermana–, veía a la madre sentada aparte, desgranando su rosario»³⁵. A lo que podemos añadir otro recuerdo: «Mi madre había sido cocinera de profesión y era una auténtica sabelotodo –evocaba el mismo Joseph–. Tenía recetas de todo tipo que se sabía de memoria y, gracias a su imaginación y a su buena mano para la cocina, con los escasos medios de aquellos tiempos de guerra, preparaba unos platos deliciosos»³⁶. Incluso en momentos de escasez fabricaba jabón y confeccionaba prendas de vestir³⁷.

    Era por tanto una mujer hacendosa, que incluso hacía algún que otro trabajo temporal para poder pagar la educación de sus hijos. En Aschau averiguaron –sin entenderlo muy bien– que su madre era hija ilegítima (tan solo nacida antes de la boda) cuando tuvieron que probar los orígenes arios de esta, cuyos papeles tardaron en llegar desde el Südtirol. Pero aquello no significó gran cosa, pues «mamá era tan convincente que no tenía necesidad de demostrar la moralidad de su familia». Sabía dar también un toque especial a la casa de los Ratzinger: «Con el paso del tiempo, nuestra madre acabó por transformar aquella casa [de Traunstein] –inicialmente un poco en ruinas y que mi padre había hecho restaurar– en un espléndido hogar. Delante de las ventanas, colocó macetas con flores; en nuestro terreno, plantó dos huertos, donde crecía todo tipo de hortalizas para nuestro sustento y que estaban totalmente rodeados de flores»³⁸. Era el alma del hogar. Del mismo modo, cuando Joseph y sus padres se trasladaron a vivir a Frisinga en 1955, aquella mujer no se entretuvo en excesivos recuerdos nostálgicos de su anterior hogar: «Nada más llegar los transportistas, mi madre se colocó el delantal y se puso a trabajar; por la noche estaba ya en la cocina preparando la cena»³⁹. Kirche und Küche: la iglesia y la cocina eran sus principales centros de operaciones, como resultaba normal en las mujeres alemanas de aquella época. En 1963 –recordaba Ratzinger–, con la muerte ya cercana, su anciana madre dio todavía verdaderas muestras de fortaleza interior:

    Ya desde enero, mi hermano había notado que nuestra madre asimilaba cada vez peor la comida. A mediados de agosto, el médico nos confirmó la triste noticia de que se trataba de un cáncer de estómago, que crecía veloz e inexorablemente. Hasta finales de octubre, aunque consumida en la piel y los huesos, continuó haciendo las labores de la casa para mi hermano, hasta que se desmayó en una tienda y, desde entonces, no pudo abandonar el hospital. Habíamos vivido con ella la misma experiencia que con mi padre. Su bondad era cada día más pura y transparente, y continuó creciendo en las semanas en que aumentaba el dolor⁴⁰.

    El modo en que llevó la enfermedad era tan solo una consecuencia de cómo había sobrellevado toda su vida. «Mi madre era muy buena, pero con mucha fortaleza interior»⁴¹, concluía el conocido teólogo. Sin embargo, no hay que idealizar la situación. En palabras de su hermano Georg, sus padres, «al ser muy diferentes, se complementaban perfectamente»⁴². Joseph y Maria formaban –a pesar de sus evidentes diferencias– lo que alguien llamaría «una pareja encantadora». En el fondo, era un matrimonio normal, como tantos otros en la Baviera rural de aquellos tiempos, o como los que existen hoy en cualquier parte del mundo. Los padres de Joseph marcaron profundamente su vida y su personalidad, a juzgar por las frecuentes referencias a ellos, siempre con respeto y cariño: «Nunca era triste visitar a los Ratzinger –recuerda Franz Niegel–. Sus padres eran muy acogedores, como solían serlo entonces. Eran modestos y sencillos»⁴³. Una familia normal, también en lo económico: «Fue un matrimonio feliz; su lema era vivir y ahorrar». Con respecto a su vocación, recuerda Ratzinger, «su alegría era algo contenida pues sabía que la cosa podía ir mal»⁴⁴.

    El futuro cardenal se atribuye de este modo unos orígenes sencillos y modestos. La huella que han dejado sus padres en su vida se hace sentir incluso en su propio itinerario. «Siempre recuerdo con mucho afecto –declaró a Radio Vaticana, ya siendo papa– la profunda bondad de mi padre y de mi madre, y bondad para mí significa naturalmente saber decir que no, porque una bondad que lo permite todo no hace bien a la otra persona»⁴⁵. Preguntado Georg sobre problemas y disputas familiares, respondió de modo lacónico:

    No hemos tenido esa experiencia; cada uno se las arreglaba en la reflexión consigo mismo y con Dios en la oración personal. No se hablaba de ello. Problemas como los hay en todas las familias, los había con toda seguridad en la nuestra, pero pasaban a formar parte de la oración. Las preocupaciones de cada uno de nosotros concluían en la oración y en ella encontrábamos también la solución⁴⁶.

    El tercero

    Marktl am Inn («mercado junto al río Eno») es un pequeño pueblo no demasiado cerca de los Alpes con unos pocos cientos de habitantes –unas cien casas–, dedicados en su mayoría a las labores del campo. El Eno –en alemán Inn– es un afluente del Danubio que lleva sus aguas por Suiza, Austria y Alemania: nace en los Alpes suizos y atraviesa la región austriaca del Tirol y su capital, Innsbruck, cuyo nombre significa precisamente «puente sobre el río Eno», para internarse después en Alemania, donde recibe al Salzach, su principal afluente, y desembocar juntos en el Danubio a la altura de Passau⁴⁷. Ante la afirmación de que cuando desemboca en el gran río europeo el Eno es mayor, pregunta con ironía Magris: «¿De modo que el Danubio es afluente del Eno, de modo que Johann Strauss compuso el vals del Eno azul que, además, podría reivindicar con más derecho ese color?»⁴⁸.

    El 22 de abril de 1925, la Dirección de Gendarmería del Estado federal de Baviera disponía el traslado del comisario Joseph Ratzinger a Marktl junto al Eno. Allí permaneció la joven familia cuatro años. «¿Qué es lo que dio brillo a mi año [de 1927]? –se preguntaba el novelista Günter Grass, contemporáneo de nuestro personaje–. ¿Quizá la moneda, aquel marco del Reich que se estabilizó? ¿O Ser y tiempo, un libro que salió al mercado con un aparato verbal sublime, con lo que todo joven escritor de suplemento literario comenzó a heideggear suplementariamente? Es verdad: después de la guerra, el hambre y la inflación, que recordaban los inválidos de todas las esquinas y, en general, la empobrecida clase media, se podía celebrar la vida como algo arrojado o hablar de ella durante horas como ser para la muerte, con champán o con un vasito de Martini tras otro»⁴⁹. Como recordó, sin embargo, de un modo un tanto inquietante el Süddeutsche Zeitung tras la elección de Joseph Aloisius Ratzinger como papa, Marktl se encontraba «entre el cielo y el infierno»: a medio camino entre el santuario mariano de Altötting y Braunau del Eno, donde había nacido en 1889 nada menos que Adolf Hitler (pero donde no obtuvo ningún voto en las elecciones regionales de 1931...)⁵⁰. No obstante, Joseph era todavía demasiado pequeño para eso. Los lugareños le recuerdan como un niño débil y enfermizo, aunque por lo demás parecía uno más⁵¹. Los Ratzinger iban a misa todos los días a primerísima hora:

    Afuera era todavía totalmente de noche –recordaba Georg–. Todo estaba oscuro y a menudo la gente temblaba de frío. Pero el brillo cálido de la casa de Dios les compensaba por haberse levantado tan temprano y el camino recorrido por la nieve y el hielo. La oscura iglesia estaba iluminada con velas y torzales de cera que, traídos con frecuencia por los fieles, no solo les ofrecían luz sino también un poco de calor. Después íbamos a casa, desayunábamos y nos poníamos entonces en camino hacia la escuela⁵².

    Había además otra práctica de piedad vivida en familia: «El rezo del rosario era habitual en nuestra familia: muchas veces lo rezábamos a diario, pero por lo menos lo hacíamos cada sábado. Al rezarlo nos poníamos en el suelo de la cocina; cada uno tenía ante sí una silla: los brazos apoyados en ella y uno de nosotros, casi siempre papá, dirigía la oración»⁵³. «Esta piedad vivida y practicada –concluye más adelante– marcó toda nuestra vida»⁵⁴. Además, en Marktl había entonces –según recordaba el mismo Georg– un párroco bondadoso y un vicario bastante más severo. La casa que correspondía al comisario, llamada Mauthaus, había sido erigida en 1701 y estaba situada entonces en la plaza del mercado; vivía también en ella una de las primeras dentistas que había entonces en Baviera. Se llamaba Amelie Karl, era soltera y tenía un consultorio odontológico. Freulein, «la señorita», como se la solía llamar, era la única del pueblo que tenía una motocicleta de última serie: «Hacía un ruido infernal cuando salía por la mañana, por lo que causaba una enorme sensación en el pueblo». Fue en Marktl donde Maria, la hermana mayor, acudió por primera vez a la escuela, que estaba al lado de casa. «Cuando Maria volvía, a veces reñíamos, como suelen hacer los niños, pero enseguida hacíamos las paces. Era muy ordenada y tenía todo exactamente en su sitio, mientras que yo era más bien un pequeño genio del desorden», recordaba el hermano músico⁵⁵. Pero por fin llegó el gran día:

    Nací el 16 de abril de 1927 –escribió Ratzinger en su autobiografía–, Sábado Santo, en Marktl, junto al Eno [el río de aguas azules que viene de Innsbruck y fluye en el Danubio, decíamos]. En mi familia se recordaba con frecuencia el hecho de que el día de mi nacimiento había sido el último de la Semana Santa y víspera de la noche de Pascua de Resurrección, y más aún el que fuese bautizado al día siguiente de mi nacimiento, con el agua apenas bendecida en la noche pascual [...]. Ser el primer bautizado con el agua nueva se consideraba un importante signo premonitorio. [...] Me hablaron de la nieve alta y del punzante frío en el día de mi nacimiento⁵⁶.

    El ser bautizado al comienzo de la Pascua era considerado por sus padres «como un signo premonitorio, y así me lo han dicho desde un principio», conciencia que «me ha acompañado tanto como teólogo como en los sucesos que han tenido trazas de Sábado Santo». En el libro de bautismos de su parroquia de Sankt Oswald, figura que nació a las cuatro y cuarto de la madrugada, y que fue bautizado ese mismo día cuatro horas después: a las ocho y media. Allí aparecen sendas anotaciones de las fechas de ordenación episcopal y elección papal, de puño y letra del allí bautizado. En aquella época, las aguas del bautismo eran bendecidas el Sábado Santo por la mañana (no por la noche, como ahora), por lo que fue el primer bautizado con las aguas recién bendecidas⁵⁷. Por la nieve, sus hermanos no pudieron ir al bautizo, que fue administrado en una sencilla pila bautismal de estilo decimonónico. Ratzinger, por el contrario, interpreta esa circunstancia temporal –haber nacido el día anterior al Domingo de Resurrección– del siguiente modo: «Me da una gran alegría el haber nacido ese mismo día, la víspera del Domingo de Gloria, justo al empezar la Pascua aunque sin haber empezado todavía del todo. Además, me parece algo que tiene un significado muy profundo, pues simboliza lo que en realidad es mi propia historia, mi situación actual: estar a las puertas de la gloria, sin haber entrado todavía en ella»⁵⁸. A lo que se añade el recuerdo de Georg: «Unos días más tarde se me permitió ver a mi hermano Joseph. Era muy suave y delicado. Papá había contratado a una religiosa para que ayudara a mamá en esos días, pues su salud estaba todavía bastante débil después del parto. Esta hermana atendía pues a mi hermano, lo bañaba y lo vestía. Lo que más nos preocupaba era que, cuando le daba de comer, no retenía la comida en el estómago. La religiosa probó de todo, pero nada le gustaba, hasta que se le ocurrió darle copos de avena. Y he aquí que no devolvió los copos de avena, y los comía con gusto. Prácticamente los copos le salvaron la vida»⁵⁹. No era un niño del todo sano:

    Mi hermano solía enfermar a menudo. Una vez llegó a contraer una grave difteria. Papá lo llevó al médico de inmediato. Era un tratamiento bastante doloroso y lloraba mucho. El día que contrajo la enfermedad estábamos en un huerto en el que crecían hermosas fresas. El dueño de la casa [...], cuando vio lo que nos fascinaban las fresas, nos permitió coger algunas. Mi hermano buscó una especialmente hermosa, pero no pudo tragarla, porque tenía ya toda la cavidad nasal y faríngea hinchada⁶⁰.

    La profesora Gerl-Falkovitz, quien conoció al futuro profesor, afirmaba que «la primera impresión que uno siempre tiene es que es un poco tímido y eso es cierto, pues viene de una parte de Baviera –la antigua Baviera– donde las personas son tímidas. Está el tipo de bávaro que es fuerte y le gusta beber, etc., que es la imagen oficial de la región. Pero en la antigua Baviera son tímidos, callados: no hablan mucho, pero tienen un fuerte arraigo, son muy profundos y piadosos»⁶¹. Georg nos cuenta además otro recuerdo de la infancia, este con final feliz:

    En Marktl estaba también la tienda Lechner, una tienda tradicional que quedaba prácticamente enfrente de nuestra casa. [...] Hacia allí cruzábamos siempre durante el Adviento (mi hermana a la derecha; yo, a la izquierda; y el pequeño Joseph, que todavía no caminaba solo, en medio) para contemplar el escaparate decorado de Navidad. Rodeados de ramas de abeto, papel dorado y tiras de color plata se encontraban los juguetes que los niños podían pedir en Navidad. Lo que más fascinaba a Joseph era un oso de peluche de aspecto bonachón. Cada día, aunque hiciese viento o mal tiempo, cruzábamos para ver al osito, pues nos gustaba a todos, aunque mi hermano era el que más cariño le había cogido. ¡Cuánto le habría gustado tomarlo en brazos!

    Una vez la dueña de la tienda, una señora muy agradable, nos invitó a pasar y nos reveló el nombre del osito: ¡Teddy! Pero un día poco antes de Navidad, cuando quisimos ver de nuevo a Teddy, ya no estaba. Mi hermano lloró amargamente: «¡El osito de peluche ya no está!». Intentamos consolarlo, pero estaba muy triste [...]. Y llegó la Navidad, con el reparto de regalos. Cuando Joseph entró en el salón decorado de modo navideño, en el que estaba el árbol de Navidad, se echó a reír de felicidad: en medio de los regalos para los niños estaba el osito de peluche, ocupando el lugar que le correspondía a mi hermano. El Niño Jesús se lo había traído⁶².

    Pero no todo era vida idílica y despreocupada, como cuenta el mismo Ratzinger: «No fue ni mucho menos una época fácil: dominaba el paro, las indemnizaciones de guerra gravaban sobre la economía alemana, la lucha entre partidos enfrentaba a unos con otros, las enfermedades causaban estragos en nuestra familia». En agosto de ese año de 1927 Hitler organizó en Núremberg una de sus famosas paradas, donde los tambores y las antorchas ofrecían una atmósfera cargada. El ambiente estaba electrizado. «Pero quedan también bonitos recuerdos de amistad y ayuda mutua, de pequeñas fiestas familiares y religiosas», como las peregrinaciones en familia al santuario mariano de Altötting, donde después –con el tiempo, según un periodista bávaro– Joseph se decidirá a ser sacerdote, aunque veremos que se tomará su tiempo⁶³: «He tenido la suerte de haber nacido justo al lado de Altötting. Forman parte de mis primeros recuerdos de infancia las peregrinaciones con mis padres y hermanos a este lugar de gracia»⁶⁴, escribió en 2005 justo antes de ser elegido papa. Altötting se encuentra a diez kilómetros de Marktl y constituye el corazón materno de Baviera. Cuenta con una larga historia y cada año miles de peregrinos de todo el Land llegan hasta allí a pie para celebrar la fiesta de la Muttergottes, de la madre de Dios. La pequeña y barroca Santa Capilla, donde se encuentra la imagen del siglo XIII, se encuentra rodeada de imágenes votivas y exvotos. Siendo ya papa, recordaba un episodio de su juventud, cuando él y su hermano regresaron «sanos y salvos» de la II Guerra mundial; su padre «recorrió a pie el largo trayecto que separa Traunstein de Altötting para dar gracias a la madre de Dios», porque sus dos hijos habían vuelto a casa con vida⁶⁵.

    Difíciles momentos

    Aunque el Führer había preferido comprar cañones a la imprescindible mantequilla alemana, en el campo bávaro no faltaban de momento ni la ternera ni el cerdo, ni los ricos pasteles típicos o las Würste, las salchichas de todas las formas y colores⁶⁶. Cuando Hitler fue a Roma, el papa Pío XI se ausentó de la Ciudad Eterna, y cuando el dictador la abandonó, volvió a su santa sede y afirmó: «Nosotros [los cristianos] somos espiritualmente semitas». La

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1