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¿Ha fracasado la Nueva Evangelización?: El desafío misionero de la acogida a cercanos, alejados y lejanos de la fe cristiana
¿Ha fracasado la Nueva Evangelización?: El desafío misionero de la acogida a cercanos, alejados y lejanos de la fe cristiana
¿Ha fracasado la Nueva Evangelización?: El desafío misionero de la acogida a cercanos, alejados y lejanos de la fe cristiana
Libro electrónico854 páginas13 horas

¿Ha fracasado la Nueva Evangelización?: El desafío misionero de la acogida a cercanos, alejados y lejanos de la fe cristiana

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Manuel Mª Bru ofrece en este libro un análisis detallado y ameno sobre la situación de la Iglesia en el contexto actual, profundamente secularizado, en relación con la siempre acuciante llamada a proclamar el Evangelio. Para ello, repasa el concepto de Nueva Evangelización, acuñado por Juan Pablo II, y lo pone en relación con las propuestas evangelizadoras de Benedicto XVI y del Papa Francisco. Con todo ello, Bru no solo ofrece un claro diagnóstico de la situación evangelizadora de la Iglesia, sino también una propuesta de soluciones y, sobre todo, una invitación a iniciar una «nueva etapa», marcada por la siempre alegría del Evangelio, en el deber de todo cristiano de evangelizar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 feb 2024
ISBN9788428570640
¿Ha fracasado la Nueva Evangelización?: El desafío misionero de la acogida a cercanos, alejados y lejanos de la fe cristiana
Autor

Manuel María Bru Alonso

Manuel María Bru Alonso (Madrid, 1963) es sacerdote diocesano de Madrid, delegado episcopal de catequesis de la Archidiócesis de Madrid y presidente de la Fundación Crónica Blanca (comunidad, escuela y taller de comunicadores sociales). Es licenciado en Ciencias Eclesiásticas por la Universidad Pontificia de Comillas, licenciado y doctor en Periodismo por la Universidad CEU-San Pablo (en la que fue docente desde 2007 a 2023), y actualmente profesor en las universidades Eclesiástica San Dámaso y en los institutos San Pío X, y de Pastoral de la Pontificia de Salamanca en Madrid. Colaborador del semanario Alfa y Omega y de RNE, es autor de más de veinte libros sobre comunicación social, actualidad eclesial y catequesis, entre ellos «San Juan Pablo II. Incansable defensor de la dignidad humana» (San Pablo, 2021). Es patrono de la Fundación San Agustín y miembro de la Comisión Diocesana de Comunión Eclesial y del Consejo Pastoral de la Archidiócesis de Madrid, así como de los consejos nacionales del Movimiento de los Focolares, la Fundación Pontificia Ayuda a la Iglesia Necesitada (ACN España), la Congregación de San Pedro Apóstol de Sacerdotes Naturales de Madrid, la Asociación de Catequetas Españoles (AECA) y el Equipo Europeo de Catequesis.

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    ¿Ha fracasado la Nueva Evangelización? - Manuel María Bru Alonso

    Siglas

    AA: Apostolicam actuositatem.

    AG: Ad gentes.

    AL: Amoris laetitia.

    CA: Centesimus annus.

    CE Catecismo de la Iglesia católica.

    CIC Código de Derecho Canónico.

    CT: Catechesi tradendae.

    ChL:Christifideles laici.

    CV:Caritas in veritate.

    DC: Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, Directorio para la catequesis, Edice, Madrid 2020; 2022.

    DCE: Deus caritas est.

    DGC: Congregación para el Clero, Directorio general para la catequesis, Edice, Madrid 1997.

    DH: Dignitatis humanae.

    EG: Evangelii gaudium.

    EN: Evangelii nuntiandi.

    ES: Ecclesiam suam.

    FC: Familiaris consortio.

    FT: Fratelli tutti.

    FR: Fides et ratio.

    GS: Gaudium et spes.

    LD: Laudate Deum.

    LG: Lumen gentium.

    LS: Laudato si’.

    NMI: Novo millennio ineunte.

    RMi: Redemptoris missio.

    SS: Spe salvi.

    SC: Sacrosanctum concilium.

    VD: Verbum Domini.

    Prólogo

    Manuel María Bru, sacerdote de nuestra archidiócesis de Madrid, nos brinda un nuevo trabajo: el libro que tienes entre tus manos.

    Es un trabajo realmente necesario, interpelador y hondo. Dicen que una pregunta interpela y ahonda más que muchas razones. Este libro ciertamente nos coloca ante el atrevimiento de ponernos ante muchas preguntas que aparecen cuando nos tomamos en serio el reto de anunciar el Evangelio, tarea vertebradora de nuestra Iglesia. Ser intrépidos y valientes nos aboca a afrontar a la cara cuestiones que, la verdad, no tienen fácil respuesta o, más bien, se trata de cuestiones que tienen múltiples posibles respuestas, pues todo depende de quién las formule y desde dónde se hagan sonar. En este caso, diríamos que ciertamente la perspectiva es fundamental, y el acercarse a ellas un apasionado ejercicio discipular de Evangelio. Manuel, con valentía, nos ofrece la suya y nos da la oportunidad de seguir ahondando. De hecho, lo que se pone de manifiesto en este libro es que su autor ha dedicado mucho tiempo y trabajo para ofrecernos las pistas fundamentales desde su experiencia como catequista. Y lo más hondo de su esfuerzo, a mi modo de entender, es que sus respuestas no pretenden cerrar cada una de las cuestiones; más bien pretenden abrir un diálogo franco y sincero, de manera que, entre todos, sigamos pensando y buscando la Verdad, que siempre es mayor que lo que uno es capaz de decir y expresar.

    Manuel ha tenido el ánimo de plantearnos las preguntas y de ofrecernos, valientemente, caminos de respuesta. Se trata de lanzarnos a la evangelización con convicciones nuevas para tiempos nuevos desde la arquitectura de una seria reflexión y un contrastado estudio. Basta con mirar el abundante aparato crítico y las muchas obras que son citadas, de tantos autores y de tan diferente pelaje y procedencia.

    Pero, leyendo el libro, también es fácil comprobar que se afronta la evangelización desde la centralidad de la Palabra. Las claves que nos ofrece Manuel nacen de su lectura y meditación de la Palabra. En estas páginas vemos emerger la espiritualidad de quien escribe, el corazón que late y que muestra las preocupaciones que le inquietan. De ahí la necesidad de buscar nuevos caminos y de compartirlos para tratar de hacer luz allí donde se descubren tinieblas; de sembrar reconciliación y paz donde otros buscan alimentar el enfrentamiento y la división; de ofrecer criterio donde otros tan solo pretenden crear confusión.

    Entre estas líneas me encuentro con Manuel, con sus búsquedas y la de tantos otros que con él se atreven a dejarse interrogar. Pues las cuestiones que plantea no son problemas teóricos ni meramente especulativos. Sino que nacen de los problemas que afectan a quienes están a pie de evangelización, día a día, en los diferentes campos de la acción pastoral que tanto conoce. Son los problemas que tienen sus alumnos periodistas, o los futuros teólogos que se quieren especializar en la teología de la evangelización, de la misión y de la pastoral. Son los sacerdotes de Madrid, y de tantos lugares con los que comparte su ministerio, y con los que dialoga continuamente. Son los catequistas de la archidiócesis, a quienes trata de acompañar, de animar, de fortalecer y ayudar, pero también a los que escucha con corazón de padre y de hermano. En definitiva, es tanta gente con la que sabe compartir vida, muchos diálogos y conversaciones que le permiten macerar sus ideas, formular y reformular sus inquietudes.

    Por último, te diría, querido lector, que lo que vas a encontrar en estas páginas son respuestas nacidas del corazón de un creyente. Alguien que vive la realidad como el lugar donde Dios continuamente habla a su pueblo y donde realiza elocuentes signos de su presencia. Es decir, vas a encontrarte con las respuestas de alguien que está convencido de que nuestro Dios, como dijo Jesús, «es un Dios de vivos, no de muertos». Por lo tanto, no es un Dios que esté anclado en el pasado, por muy glorioso que haya sido, sino que es un Dios del presente, aunque no acabemos de entenderlo del todo y a veces sea hasta piedra de escándalo cuando tratamos de ver cómo habita nuestro tiempo. Un Dios que invita a mirar el futuro con confianza, sin hacer mucho caso a los profetas de calamidades que nos quieren robar la Esperanza.

    Por eso, en este libro te vas a encontrar con Manuel, el hombre de Iglesia que sabe leer el magisterio de los diferentes papas con la inteligencia que da el Espíritu «a los pobres y a los sencillos». Y, guiado por esa luz del Espíritu, sabe descubrir en las enseñanzas pontificias, por un lado, la singularidad que el mismo Espíritu ha suscitado en cada uno de los sucesores de Pedro que, ciertamente, son únicos e irrepetibles; y, por otro, sabe descubrir la continuidad y la comunión que el mismo Espíritu crea y garantiza.

    Es todo un camino de propuestas y de sugerencias. Leer las páginas de este libro ayudará a reconocer esa obra maestra que Dios, por medio de su Espíritu, realiza en lo secreto de la historia, y que se revela, «no a los sabios y entendidos de este mundo, sino a los más pequeños y a los últimos». Esa interrogación es la que provoca nuestras respuestas.

    Que esta lectura nos ayude a reflexionar sobre las respuestas que cada uno y juntos tenemos el reto de dar y de transitar con urgencia. Con la convicción de que la actividad que engloba a toda nuestra Iglesia es la evangelización, que mana de su mandato misionero. El concilio Vaticano II, en el número 17 de la constitución dogmática Lumen gentium, nos dejaba el subrayado de la naturaleza misionera de la Iglesia. Todo en su ser y en su actuar se orienta a la evangelización. Este pilar sostiene también el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, Ad gentes divinitus, del mismo Concilio. Siguiendo esta fuente, san Pablo VI insistía en la evangelización como la actividad englobante de la Iglesia. En la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi muestra cómo la finalidad de la Iglesia es llevar a cabo la tarea de la evangelización; es decir, el anuncio de la buena noticia de la resurrección de Cristo a todo el mundo, proclamando «el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el Reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios» (n. 22). Es por eso que, en este trabajo, se presenta la nervatura de la evangelización, las consecuencias del alcance de sus concreciones y los interrogantes del futuro que ya comienza de forma novedosa.

    Agradezco que para ello podamos contar con estos argumentos y reflexiones que seguro nos ayudan a tomar postura ante el reto que este tiempo nos plantea, a madurar el propio pensamiento, de modo que quien se acerque a estas páginas pueda ser un interviniente activo en este diálogo que es el camino de la fe. Un camino que, por la voluntad amorosa de Dios, hemos de recorrer juntos aun siendo muy diferentes. Espero que lo disfrutes y te unas a este camino que retoma el entusiasmo evangelizador y nos hace discípulos misioneros.

    + Cardenal José Cobo Cano,

    arzobispo de Madrid

    Introducción

    La vida de uno de los muchos y casi desconocidos misioneros del siglo XVI, el jesuita Pedro Páez (1564-1622), nacido en Olmeda de las Fuentes, un pequeño pueblo madrileño, en la vecindad de la Alcarria, fue no hace muchos años difundida por Javier Reverte (1944-2020), escritor y periodista de curiosidad innata y noble pluma. En la novela que narra el testimonio de Páez, y que uno de sus biógrafos describe con «figura atlética, sonriente, vivos ojos azules y el rostro tostado por el sol», se cuenta el inicio de uno de sus viajes (datado el 2 de febrero de 1589 en los muelles de Goa, en el mar Arábigo), que podríamos nosotros tomar como paradigma para adentrarnos en el espíritu de las aventuradas hazañas de aquellos intrépidos misioneros, y que ha dibujado, sobre todo en el imaginario colectivo de los europeos, más allá de la poca o mucha fe profesada personalmente, la imagen más pura y atrayente de la misión evangelizadora de la Iglesia. Y se describe así:

    «Bajo las ropas, sobre la piel del pecho, esconde un crucifijo, y en el fondo de su morral de viajero, el libro de rezos. Está inquieto, ansioso por subir a bordo. Y cuando al fin obtiene permiso del capitán para hacerlo, se adelanta a todos los otros pasajeros, salta al puente de la nave y corre hacia la borda que mira al océano, de espaldas al muelle. La línea del ecuador no queda muy lejos, hacia el sur, y hacia occidente el Índico se tiende luminoso y turquesa bajo las hogueras del sol. La aventura está allí, adelante, en los territorios infieles, los territorios del diablo. La suya es una expedición misionera y su única arma es la palabra de Dios. Puede que recuerde la voz de san Ignacio y se sienta un soldado de Cristo»[1].

    Y el mismo autor, tras esta descripción, en un maravilloso intento de adentrarse en la conciencia del jesuita, advierte cómo este ímpetu misionero nunca consistió solo en «dar» o «enseñar», sino, al mismo tiempo, y de modo intrínsecamente inseparable, en «encontrar» y «aprender» –aun cuando, en la mentalidad social y eclesial del tiempo que está describiendo, no se usasen palabras como el diálogo cultural, o la inculturación de la fe–. Y lo hace con estas palabras: «La emoción de la aventura le llena de energía. La aventura es la de siempre y, sobre todo, sed de saber, un ansia de conocimiento que se sobrepone al miedo y al peligro. ¡Y hay tanto allí delante que ver y, sobre todo, tanto que aprender!: nuevas lenguas, costumbres de gentes desconocidas, religiones distintas a la suya... Y va a llenarse los ojos con paisajes desconocidos y los oídos con voces nuevas».

    Dado que, como explica el papa Francisco, «la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia»[2], se nos podría antojar hacernos algunas arriesgadas preguntas: ¿qué relación hay entre este ímpetu misionero de hace siglos (y que hasta nuestros días ha marcado la imagen de la misión ad gentes, es decir, a los pueblos que no conocen a Cristo), y la urgencia y el espíritu misionero de hoy, no ya solo de la actual misión ad gentes, sino de la Nueva Evangelización a la que nos han convocado los últimos papas? ¿Perduraría aún hoy algo de esa «inquietud por subir a bordo» del barco de la Iglesia misionera, aunque hoy ese barco sea figurativo y tuviera como misión otros modos de «remar mar adentro» que la orientasen en el tercer milenio[3]? ¿Corremos también hoy apresurados a vislumbrar el horizonte inmenso de un mundo que se nos escapa en otros océanos no ya solo geográficos, sino existenciales, sociales y culturales que para la misión son también desconocidos y lejanos? ¿Reconocemos en nosotros esa mirada que sobrepasa el temor de la aventura de la misión, aunque nos lleve a otros «territorios del diablo», que como entonces no describían tanto el mal como el vacío de sentido que puede ser saciado con el don de la fe?

    Y aún nos quedarían unas cuantas preguntas más: ¿sigue requiriendo la misión de expediciones que afronten los desafíos del «viaje» con astucia y parresía, aunque sean expediciones completamente nuevas y distintas, y viajes completamente nuevos y distintos? ¿Estamos tan seguros como ellos de que nuestra única arma es la palabra de Dios, y no ningún poder ni de persuasión ni de imposición? ¿Cómo traducir hoy la llamada a ser «soldado de Cristo» no solo ante los nuevos desafíos de la misión, sino también ante las nuevas sensibilidades, los nuevos lenguajes, los nuevos nombres de la vocación y de la acción misioneras? Y, sobre todo, ¿tenemos hoy también «sed de saber» y «ansia de conocer» la cultura predominante que nos rodea, de un modo global, así como tantas nuevas formas de culturas autóctonas, con verdadero deseo por descubrir «tanto por delante que ver y, sobre todo, tanto que aprender», como son los nuevos lenguajes, las nuevas costumbres o estilos de vida, las diversas religiones, y también los nuevos movimientos religiosos y las nuevas experiencias espirituales? ¿Estamos dispuestos también nosotros a llenarnos los ojos con paisajes existenciales, no sé si desconocidos, pero desde luego no siempre reconocidos, y los oídos con voces nuevas, sin miedos ni prejuicios?

    Y las preguntas se multiplican desde otras perspectivas: ¿somos capaces, desde la realidad (y no desde nuestros prejuicios), y desde la complejidad (y no desde el ansia «apologética» de encontrar respuestas fáciles), de hacernos la pregunta que da título a este libro? ¿Ha fracasado la Nueva Evangelización? Porque este título no solo pretende ser sugerente. Pretende también tomarse en serio esta pregunta y, a tientas, y solo a tientas, darle respuesta. Nos proponemos reflexionar, y no arriesgarnos a servir una respuesta apresurada. Servidas en frío, como las comidas en invierno, las respuestas a este tipo de preguntas, de por sí siempre efímeras y limitadas, no serían fáciles de digerir.

    Por otro lado, no nos interesan las respuestas meramente académicas, que pueden caer en vacuas «discusiones bizantinas», sino en cómo afrontar con parresía, como dice el papa Francisco, los desafíos de la evangelización, siempre nueva, y siempre novedosa, y hacerlo en el mundo que hoy nos ha tocado vivir. No necesitamos «hacer bizantinismos filosóficos, teológicos, espirituales», sino «salir para anunciar la palabra de amor a todos», porque «Dios nos espera en las pruebas y en los gemidos de nuestros hermanos, en las llagas de la sociedad, y en las interrogaciones de la cultura de nuestra época»[4].

    Y para poder adentrarnos en este tipo de respuesta es muy importante que seamos francos y humildes a la hora de hacer las preguntas, sin dar nada por consabido, ni nada por supuesto, sino deduciendo unas preguntas de otras, y de estas otras nuevas, hasta agotar nuestra capacidad de apertura, que ha de ser al mismo tiempo a la realidad en la que vivimos, y a la misión a la que estamos llamados. Y que se traduce en la capacidad no solo intelectual, sino sobre todo espiritual, del inconformismo, de la libertad de discernimiento, de una mirada positiva y esperanzadora nacida de la sorpresa y del asombro, y del estar dispuestos a un nuevo inicio, a una «nueva etapa evangelizadora»[5], como la quiere el papa Francisco, marcada por la siempre nueva alegría del Evangelio.

    El gran desafío, ante el que nos queremos abrir a través de esta reflexión, y sobre el que nos hacemos infinidad de preguntas y tratamos de al menos responder parcialmente a algunas de ellas, lo expresa con toda claridad monseñor Fernando Prado, obispo de San Sebastián: «En el contexto en que vivimos es importante y necesario saberse situar de cara a la misión. No se trata de realizar un diagnóstico más, sino de detectar, discernir..., con audacia y creatividad; en definitiva, echar una mirada al mundo, como dice el papa Francisco, con los ojos de discípulo misionero e intentar responder desde el discernimiento evangélico. Se trata de una mirada más creyente que científica. Indudablemente, siempre, al centro, la palabra de Dios como elemento esencial para poder realizar un discernimiento seguro. También la escucha a los demás y, en especial, a nuestros pastores. Es importante saber detectar cuáles son esos areópagos de ayer y de hoy en los que el hombre (la humanidad) se la juega: esos lugares –geográficos, culturales y existenciales– especialmente importantes en los que la misión tiene una influencia profunda y amplia, lugares en que el hombre se encuentra y en los que hay que anunciar el Evangelio con obras y palabras. Son las periferias y las fronteras a las que nos vemos siempre llamados y que hoy como ayer quieren ser habitadas y visitadas por el Evangelio»[6].

    Es cierto que no partimos de cero, gracias a Dios. Como explica monseñor Raúl Berzosa, «la llamada de los últimos papas es nítida: necesitamos evangelizar. También desde nuestras iglesias locales. ¿Por qué? Estamos en un momento de gracia (de kairos). Hemos tenido que hacernos las mismas preguntas que un día se hizo el Vaticano II: Iglesia, ¿qué dices de ti misma y qué rostro quieres ofrecer a los hombres y las mujeres de hoy?. No es un reinventar la Iglesia (partiendo de cero). Sí es un redescubrir y consolidar la Iglesia del Vaticano II: misterio de comunión para la misión. Y un hacer realidad la Iglesia de la Trinidad: que somos pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo. El reto: traducir la comunión en responsabilidad y la misión en evangelización»[7].

    No partimos de cero, y ya con estos presupuestos, el camino está trazado, pero aún persiste la niebla que nos aflige, no la de ayer, cuando vivíamos bajo el espejismo de la cristiandad, ni la de mañana, que no sabemos qué nos deparará, sino la de hoy, la del tiempo que nos ha tocado vivir. Y en el camino, en medio de la niebla, se nos amontonan las preguntas, sin que, como decimos, tengamos que apresurarnos a encontrar respuestas, pero sí queremos descubrir señales, esas que nos dicen si estamos o no en el buen camino.

    No partimos de cero, pero algunos se empeñan en ver en el transcurso del discernimiento sobre estas grandes preguntas, y en la búsqueda de respuestas bajo el denominador común de la urgencia de una Nueva Evangelización, en lugar de una novedad en la continuidad visible en el desarrollo del magisterio pontificio de los últimos papas, una ruptura. No pocos creen, y en este libro me propongo personalmente con todo mi ser y mi entender desmontarlo, que la gran idea de la Nueva Evangelización de san Juan Pablo II y después secundada por Benedicto XVI, además de romper por su parte con el camino de discernimiento recorrido por san Juan XXIII, el concilio Vaticano II y san Pablo VI, habría sido posteriormente truncada por el papa Francisco y su propuesta de las periferias geográficas y existenciales de la misión, que para los mismos maledicentes no serían más que reediciones de esas teologías progresistas y peligrosas suscitadas en el posconcilio, al abrigo de la opción preferencial por los pobres de algunas iglesias jóvenes. Y con estos mimbres, huelgan las preguntas serias, porque en todo caso las respuestas ya estarían servidas en bandejas envenenadas de desinformación, ideologización y polarización.

    No puedo olvidar personalmente aquel 19 de marzo de 2013. Transmitíamos en directo por radio la misa de inauguración del pontificado del papa Francisco. En la homilía, tras presentarse sencillamente como «obispo de Roma», habló del ejemplo del Buen Pastor en el que mirarse. Expliqué en antena la imagen del triple lugar, del pastor que va delante del rebaño para guiarlo, pero también detrás para acompañar a los más rezagados, y al costado, para protegerlo en los terraplenes del camino. Imagen que Jorge Mario Bergoglio había expuesto en una entrevista radiofónica pocos meses antes, cuya grabación desde Argentina me habían enviado el día anterior. También expliqué que al presentarse a sí mismo como obispo de Roma, está diciendo todo, porque si el papa es pastor de la Iglesia universal es por ser sucesor de Pedro, y es sucesor de Pedro quien lo sucede en la sede de Roma, como obispo de la Ciudad Eterna.

    Entonces, mis compañeros de antena me dijeron en abierto que, por un lado, no se podía interpretar el magisterio de un papa acudiendo a textos dichos antes de ser elegido, en referencia a la triple posición del «Buen Pastor» (triple imagen, por cierto, que el Papa nombraría de nuevo en innumerables ocasiones, ya consideradas como magisterio pontificio[8]) y, por otro lado, que presentarse solo como obispo de Roma es insuficiente, afirmación contrariada por el Código de Derecho Canónico[9]. Yo me callé para no confundir a la audiencia. Al término de la transmisión pregunté el porqué de esas correcciones, y me contestaron que la situación era muy delicada porque estaba en peligro la continuidad con Benedicto XVI. Fue mi primera percepción, a los pocos días de su elección, pero desde luego no la última, de un temor absurdo que traería luego una cadena de amenazas a la comunión eclesial, cuando la novedad nunca pone en peligro la continuidad, aunque sí ponga en peligro nuestras falsas seguridades.

    No podemos por tanto afrontar estas preguntas sobre los desafíos de la misión de la Iglesia en nuestro tiempo y sobre la andadura de la propuesta de la Nueva Evangelización al margen de todos los contextos eclesiales y sociales que los acompañan, incluido este desafortunado contexto de la polarización eclesial y la tendencia cismática de un neoconservadurismo que pone en peligro no ya solo la interpretación y el discernimiento de estas preguntas y de sus posibles respuestas, sino el sano desarrollo de la búsqueda incesante de nuevas preguntas y respuestas, así como el sano desarrollo de esa gran apuesta, providencial e inspirada, de la Nueva Evangelización, en la que como veremos en esta reflexión, hay clarísimamente novedad en la continuidad, y de modo ininterrumpido, por parte del magisterio de los papas contemporáneos, y por parte de la Iglesia en su conjunto, que en los continuos desafíos de su misión en la comunión secunda el magisterio pontificio.

    Conviene ahora, a su vez, hacer algunas aclaraciones sobre el alcance y la metodología de esta reflexión, para con su ayuda llegar al buen puerto de una humilde aportación, como gota de agua en el océano de la inquietud misionera de la Iglesia de hoy. Porque hay muchas perspectivas distintas a la hora de hacernos preguntas. Y también hay expectativas distintas al hacérnoslas, que dependen de la hondura, por un lado, y del horizonte, por otro, con que nos las hagamos. Con poca hondura y corto horizonte, cortas y pobres serán también las respuestas.

    Si, como veremos, una clave de respuesta a la pregunta sobre la «buena» Nueva Evangelización tiene que ver con su lenguaje, y con que este haya de ser performativo y no solo informativo, también esta clave resulta desde el principio fundamental para saber hacernos las preguntas adecuadas, unas preguntas que no busquen solo información –que orientadas a la praxis pastoral suponen instrucción–, sino que busquen sobre todo «performación», «teniendo en cuenta para ello la nueva filosofía del lenguaje que diferencia entre informar y performar, entre aserción y asentimiento»[10]. No es lo mismo quedarse en la epidermis de las cosas que tratar de atravesarlas con la profundidad de la mirada. Es decir, no necesitamos solo preguntas que busquen información sobre la realidad (del hombre, la sociedad y la cultura de hoy, así como de la Iglesia y de su misión), sino que «performen», es decir, revivan, renueven y transformen ambas realidades.

    ¿Pero cómo hacer todo esto? Esto tiene mucho que ver –perdón por el cambio de tercio argumental– con un principio del periodismo que, en el fondo, es un principio aplicable a cualquier análisis de la realidad. En mis clases de periodismo suelo recordar a mis alumnos una de las más viejas fórmulas para escribir un buen artículo informativo, proveniente del «nuevo periodismo» nacido en Estados Unidos hace ya un siglo, y que rompió con el periodismo panfletario (reducido no ya a la opinión periodística, sino a la interpretación ideologizada de la noticia). Y esto porque también las preguntas sobre la realidad social y sobre la misión pastoral de la Iglesia pueden hacerse con prejuicios ideológicos, incluso, y sobre todo, cuando engañosamente parecen naturales e inocuas.

    La fórmula consiste en responder a cinco preguntas expresadas en inglés con cinco «W»: what, who, when, where y how, es decir: qué, quién, cuándo, dónde y cómo. Y yo les propongo a mis alumnos ampliar a siete las «W», incorporando dos nuevas preguntas: why y for what, es decir, por qué y para qué. Al hacerlo, los alumnos más avispados (cada vez son menos) me preguntan: ¿pero estas dos últimas preguntas no corresponden más al género de la opinión que al género de la información? Y en parte no les falta razón. No les falta razón porque les han enseñado que el buen periodismo, ese que se inspira en el nuevo periodismo antes mencionado, pretende distinguir netamente entre información y opinión, y no solo netamente, sino con una clara, y teóricamente justificada, supervaloración de la información, e infravaloración de la opinión.

    Hoy en día los buenos maestros del periodismo, a los que se une el magisterio de la Iglesia en esta materia, defienden la «objetividad posible», no la absoluta, que es imposible. Y rechazan a su vez esas viejas consignas como la de Joseph Pulitzer, cuyo nombre asigna los premios más prestigiosos del periodismo, que reza como un mantra: «Que tus lágrimas no empañen el objetivo de tu cámara», con lo que se arruina de un plumazo el proceso comunicativo, cargándose el valor de la sensibilidad humana y social del emisor, necesaria para conectar con la sensibilidad humana y social del receptor. O esa otra sentencia que merecería un libro entero para desmontarla: «Las informaciones son sagradas, y las opiniones son libres», cuando ni una ni otra son sagradas, y las dos están, ética y profesionalmente, igualmente condicionadas, ya sea por la verdad de la noticia, o por el rigor racional y ponderado de su interpretación.

    Por eso les pido a mis alumnos de periodismo que se atrevan a responder también al porqué y el para qué de cada noticia, y les explico que, sin estas respuestas, correspondiendo al ámbito del análisis y la hermenéutica, y rozando la frontera entre la información y la opinión, sus artículos carecerán de interés, porque los seres humanos tenemos la bendita manía no solo de querer saber lo que pasa, sino de saber por qué pasa lo que pasa, y a qué nos enfrentamos con lo que pasa. Para lo que es imprescindible preguntarse cómo la realidad nos interpela, nos implica y nos complica. Es decir, qué es lo que «me pasa» y «nos pasa» ante lo que pasa[11].

    ¿Pero qué tiene que ver esto con el tema que nos ocupa? El traspaso del ámbito del periodismo al de la evangelización (ambos bajo el prisma común de la comunicación humana) consiste en que la misma invitación que hago a mis alumnos de periodismo se la hago también a mis alumnos de teología pastoral, con quienes trato de indagar cómo afrontar la misión con los cercanos, los alejados y los lejanos de la fe y de la Iglesia, y que hago extensible a todos los lectores de esta reflexión. A saber, a no errar el camino de la reflexión teológica ni la decisión pastoral en ninguno de estos dos reduccionismos a los que estamos tentados.

    Primero, a no caer en el reduccionismo ideológico consistente en aplicar, de primeras, preconcepciones y prejuicios ideológicos a la interpretación de la realidad social y eclesial, que nos importan para afrontar estas preguntas. Muy al contrario, para responder a los nuevos desafíos de la misión evangelizadora me vale la indicación, continuando la analogía entre la noticia de la actualidad y la «Buena Noticia» del Evangelio, que daba para la primera de ellas el gran referente del periodismo contemporáneo Ryszard Kapuscinski, para quien «se necesitan nuevas fuerzas, nuevos puntos de vista, nuevas imaginaciones»[12], y para esto «no sirven los cínicos», sobre todo los del servilismo ideológico.

    Segundo, a no caer tampoco en el simplismo de conformarse con respuestas fáciles (demasiado claras y concisas), por ser respuestas a las preguntas también más fáciles (qué nos pasa, a quiénes, desde cuándo, dónde, etc.), sino afrontar sin miedo las preguntas más difíciles: por qué nos pasa esto y, sobre todo, para qué, con qué propósito. Una indagación al mismo tiempo desde la fe y desde la razón, desde la búsqueda intelectual y desde la búsqueda espiritual, desde una suficientemente honda perspectiva teológica y teologal, y desde una competente indagación antropológica y sociológica. Y, sobre todo, desde un suficientemente agudo y alumbrado discernimiento, compartido sinodalmente.

    El «para qué», el «qué propósito» lo dejaré para el final. No solo por la lógica racional del discurso (la capacidad de respuesta a esta pregunta depende en gran medida de la capacidad de respuesta a las preguntas anteriores), ni siquiera porque corresponde a la tercera etapa de todo discernimiento cristiano según la ya clásica praxis de la Acción Católica (ver, juzgar y actuar), sino, sobre todo, porque requiere la introducción de un parámetro distinto, muy especial, y que ya no depende tanto de las facultades humanas (estudio, inteligencia y voluntad), sino de la gracia, ya que con esta última pregunta nos adentramos en el discernimiento espiritual, siempre inacabado, siempre limitado, pero también siempre sorprendente.

    Para las preguntas anteriores podemos agruparlas en dos: las descriptivas, en torno al qué nos pasa, y las interpretativas, en torno al por qué nos pasa. Por lo que conviene proponer primero un estudio de la realidad del proceso que inicialmente llamamos de secularización, y una aproximación a la tipología más abierta y dinámica posible con la que distinguir (nunca clasificar) a las personas en torno a este proceso. Todo ello nos ocupará los dos primeros capítulos. Después trataremos de afrontar las preguntas interpretativas, tanto con respecto a lo que significa la orientación del magisterio de la Iglesia (sin comunión no hay misión) con respecto a ese proceso, que nos ocuparán los capítulos tercero (sobre la inculturación) y cuarto (sobre la Nueva Evangelización y las periferias), para terminar con el quinto y último capítulo sobre aventuradas, pero posibles, descripciones de una docena de desafíos actuales de la Nueva Evangelización, arriesgando respuestas y propuestas. Solo en la conclusión trataremos de vislumbrar respuestas a la pregunta que da título a toda la reflexión.

    Me tomo la libertad de mezclar estilos y lenguajes muy diferentes en esta reflexión. No renuncio al discurso académico, ni en la metodología deductiva y la aportación del aparato crítico, ni en la exposición en cada cuestión de los referentes objetivos de la reflexión eclesial, es decir, del magisterio de la Iglesia, sobre todo, lógicamente, el Magisterio contemporáneo, y especialmente el de los sucesores de Pedro, garantes de la fe y promotores principales de la misión evangelizadora. Con ello, además, pretendo hacer un servicio a mis alumnos de teología, a los que imparto la apasionante asignatura de «Misión con los alejados y lejanos. Los nuevos areópagos». No me duelen prendas, sin embargo, usar también un lenguaje más divulgativo y parenético, a la hora de ofrecer interpretaciones y propuestas tan discutidas como discutibles. Y si una de estas propuestas es la de priorizar en la evangelización el lenguaje del testimonio, tampoco me duelen prendas acompañar la reflexión con algunos testimonios ilustrativos. Con ello creo facilitar la comprensión de los alumnos, pero también llegar a todos aquellos que, sin estudiar teología, estén interesados en esta reflexión, sobre todo tantos evangelizadores, sacerdotes, religiosos y sobre todo laicos que entregan su tiempo, su ingenio, su corazón y su vida al servicio de misión desde la Nueva Evangelización. Y, en todo caso, esta reflexión tratará de ser lo más comprensible posible, con expresiones, como nos pedía el maestro Azorín, claras y concisas, aunque sin pretender que expresen siempre ideas claras y concisas, indudables e indiscutibles, como las de los viejos catecismos, a base de preguntas y respuestas precisas y memorizables. Las que aquí nos haremos, aviso a navegantes, serán muy imprecisas y menos memorizables.

    Y, tal vez, una de las claves para responder a la pregunta que da título a este libro está en algo tan viejo como sabio, y tan repetido como consabido. A saber, que son mucho más importantes las preguntas que las respuestas. Por eso el mismo recorrido por esta reflexión está plagado de nuevas preguntas a las arriba mencionadas que repite cada epígrafe del índice, para las que no me he empeñado en encontrar, Dios me ampare, una única respuesta satisfactoria.

    3 de diciembre de 2023.

    Fiesta de San Francisco Javier,

    patrono de las misiones

    [1] J. Reverte, Dios, el diablo, y la aventura, Debolsillo, Barcelona 2001, 65-66.

    [2] EG, 15.

    [3] «Al comienzo del nuevo milenio, mientras se cierra el Gran Jubileo en el que hemos celebrado los dos mil años del nacimiento de Jesús y se abre para la Iglesia una nueva etapa de su camino, resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús, después de haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al apóstol a remar mar adentro para pescar: Duc in altum (Lc 5,4). Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra de Cristo y echaron las redes. Y habiéndolo hecho, recogieron una cantidad enorme de peces (Lc 5,6)»: NMI, 1.

    [4] Francisco, Audiencia a un grupo de miembros del Movimiento de los Focolares (26 de septiembre de 2014).

    [5] EG, 1.

    [6] F. Prado Ayuso, Testigos del Evangelio. Vida consagrada y misión, Publicaciones Claretianas, Madrid 2015, 122.

    [7] R. Berzosa-G. Galetto, Hablemos de Nueva Evangelización. Para que sea nueva y evangelizadora, Desclée de Brouwer, Bilbao 2012, 143.

    [8] La primera vez el 23 de mayo de 2013, apenas dos meses después, dirigiéndose a los obispos italianos. Después, en innumerables ocasiones. Sin duda la más importante en la hoja de ruta de su pontificado: el Buen Pastor «a veces estará delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo, otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y, sobre todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos caminos»: EG, 31.

    [9] «El obispo de la Iglesia romana, en quien permanece la función que el Señor encomendó singularmente a Pedro, primero entre los apóstoles, y que había de transmitirse a sus sucesores, es cabeza del Colegio de los Obispos, Vicario de Cristo y pastor de la Iglesia universal en la tierra; el cual, por tanto, tiene, en virtud de su función, potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente»: CIC, n. 331 (libro II, parte II, sec. l, c. l, art. 1).

    [10] M. M. Bru Alonso, Comunicar la fe en la ciudad secular, Vida Nueva 2888 (2013) 44. Recensión del libro de V. Vide, Comunicar la fe en la ciudad secular. Teología de la Comunicación, Sal Terrae, Santander 2013, 160 pp.

    [11] Cf M. M. Bru Alonso, Una comunicación al servicio del hombre. Itinerarios para una ética en las comunicaciones sociales, Ciudad Nueva, Madrid 2013, 153.

    [12] R. Kapuscinski, Los cínicos no sirven para este oficio: sobre el buen periodismo, Anagrama, Barcelona 2009, 31-32.

    Capítulo 1

    ¿Cerramos los ojos o nos damos un baño de realidad?

    ¿Qué tienen que ver el dios Thor de los cómics y las fotografías borrosas?

    ¿Cerramos los ojos? Si lo hacemos, no hay respuesta que valga, ni pregunta que valga. Fútiles son las intrigantes preguntas y sus aventuradas respuestas si no nos damos un baño en la realidad, la del mundo en el que vivimos en este lugar y en este tiempo, y la de la Iglesia a la que pertenecemos en este lugar y en este tiempo. Ahora, eso sí, si en este baño de realidad nos mantenemos agarrados a los flotadores de nuestros prejuicios y seguridades, y no sentimos el vértigo de poder hundirnos, o al menos de necesitar salir a flote para respirar, y no sentimos que apenas podemos balbucear cuando queremos entender y decir algo, de nada sirve emprender una reflexión como la que tenemos entre manos.

    Un verano en Medina del Campo, rodeado de dos magníficas iglesias y dos impresionantes monasterios. Provincia de Valladolid, uno de los lugares con más iglesias románicas del mundo. Si hay un punto en el mapa en el que es predecible encontrar claramente la huella cristiana de la cultura europea es este, como cualquier otro enclave castellano. Me presentan a un niño de doce años y sus padres le dicen que soy sacerdote. El niño pregunta qué es eso. Le contestan que me dedico a ser puente entre Dios y los hombres. Me sorprende la respuesta. Pero me sorprendió aún más la pregunta del niño: «¿De qué dios, del dios Thor?». Los padres, para salir del paso, me dicen: «Sí, lee muchos cómics».

    Según Javier Elzo, uno de los sociólogos que más ha estudiado el fenómeno religioso en España, entre la juventud española «hay muchos para quienes no hay un humus religioso en su entorno, no perciben rumores de Dios, de modo que la fe, para ellos, no forma parte de lo plausible. Incluso puede suceder que el rumor que les llegue los aleje del relato de Dios»[13]. De tal suerte que, como se pregunta un reconocido teólogo pastoralista alemán, Hubertus Brantzen: «¿Cómo podemos asegurar un buen futuro en los países que alguna vez tuvieron una fuerte impronta cristiana, pero que cada vez se ven más arrastrados a una espiral de secularización, de modo que en un futuro próximo es probable que tengan cada vez menos creyentes?»[14].

    Las encuestas sobre la fe o sobre la práctica religiosa son, como todas las encuestas, una fotografía, en un lugar determinado y un momento determinado y, por tanto, aun pareciendo que ofrecen los datos más concretos y exactos posibles para conocer la realidad, y no meras especulaciones, en rigor no es así. Son fotografías de una realidad en movimiento, que nos ofrecen una imagen muy borrosa, como esas fotografías que se hacen de un corredor de fondo cuando no se emplean velocidades de obturación rápidas.

    Por otro lado, las situaciones y las opciones religiosas son demasiado complejas como para poder reducirlas a un «soy creyente», o «soy ateo», «soy católico» o «desapruebo a la Iglesia». Tanto es así, que es muy plausible encontrar en este tipo de encuestas que un importante porcentaje de encuestados dicen que son fervientes católicos pero que no tienen fe, incluso más de los que dicen lo contrario. Con todo, si nos fijamos en España, la última fotografía que nos ofrece el CIS (julio de 2023), aunque borrosa, nos muestra una clara tendencia, con el menor tanto porcentual histórico hasta ahora de católicos, un 52,9 % (ante el 68,7 % de 2017), divididos entre practicantes (19,2 %) y no practicantes (33,7 %), junto a los agnósticos, el 15,2 %, indiferentes, el 12,1 %, ateos, el 16,2 % y los que no contestan, el 1,1 %. Apunta tendencia, pero adolece de datos muy importantes, como son las nuevas identidades y/o aproximaciones tanto religiosas como espirituales. Los cambios vertiginosos de la realidad «fotografiada» exigen nuevas preguntas. Las viejas resultan forzadas, cuando no inadecuadas.

    Hay una segunda razón, de mayor calado, e irresoluble por mucho que perfeccionemos los sondeos sobre cuestiones que tienen que ver con la identidad religiosa, que no podemos pasar por alto y que, en cambio, solemos normalmente pasar por alto. Me refiero a un factor que tiene que ver con lo relativo y efímero de las respuestas a las preguntas religiosas, que sería extensible a lo relativo y efímero de las respuestas a las preguntas existenciales y morales. Estamos hablando de la influencia directa que en ellas tiene el contexto cultural débil de una sociedad líquida que abordaremos más adelante, que sitúan «lo efímero», como se dice ahora, «en otra liga», en otro nivel mucho más complejo. La realidad en movimiento no hace ya borrosa su fotografía por los más o menos rápidos o lentos cambios sociales, sino por los cambios, a veces instantáneos, de las mismas personas en momentos y situaciones diferentes y en periodos muy cortos de tiempo.

    Muchos nos dirían en las encuestas sobre religión –solo si hacemos preguntas abiertas y si se atreven a decirlo– que «depende del día». No es en absoluto para ellos una opción frívola, sino de lo más normal. En la mentalidad del hombre de hoy, sobre todo del joven de hoy, es difícil que tenga cabida una «pretensión de verdad». Solo existe claramente una «pretensión de libertad». Y esta pretensión los sitúa ante el reto de tener continuamente que elegir algo o retratarse en algo. Una elección a la postre fatigosa, porque no cuenta con la certidumbre y la serenidad que dan las elecciones más o menos racionales, meditadas y maduradas. Se trata, en cambio, de elecciones que la cultura dominante lleva al terreno de la opinión efímera, o al terreno del mero sentimiento. Si no queremos caer en un lenguaje que en este contexto cultural sería considerado impositivo y beligerante, amén de políticamente incorrecto, ya no expresamos nuestras opciones con sentencias conjugando el verbo ser (esto «es», esto «no es»), sino que decimos «yo pienso que», o «yo opino que». Es más, incluso en algunos ambientes el «yo pienso» y «yo opino» resultan, si no impositivos, sí un tanto ególatras.

    Lo políticamente correcto es decir «yo siento». El sentimiento manda. El criterio moral más reconocido en nuestra cultura actual es el criterio «del corazón». El único axioma moral culturalmente admitido es el de «lo que te pida el corazón», llegando a ser como un mantra, como el único consejo admisible que se le puede dar a alguien, unido al tabú del arrepentimiento: «No te arrepientas. Hiciste lo que te decía el corazón». Este «criterio del corazón» no tiene nada que ver con el criterio para verificar si nuestras decisiones son armónicas porque recogen las diversas dimensiones de nuestro yo (entendimiento, sentimiento y voluntad), ni porque estén arraigadas en el fondo de nuestra personalidad (que en el lenguaje bíblico llamamos «corazón»), sino porque en este contexto, sin duda fuertemente condicionado por el relativismo, distinguir entre lo verdadero y lo falso a la hora de escudriñar la realidad, o distinguir entre lo bueno y lo malo a la hora de discernir un comportamiento, resulta demasiado radical, cuando no fanático o fundamentalista, sobre todo en un discurso en el que entra en juego el factor religioso.

    Resulta llamativo que, en los barómetros del CIS, en una horquilla tan importante del cambio de siglo, entre 1989 y 2010, los jóvenes españoles que se declaraban ateos pasaran del 6 % en 1989 al 21,5 % en 2005, con una ligera bajada al 17,1 % en 2010[15]. Si tenemos en cuenta que el mismo concepto de ateísmo es viejo para los millennials y para los post-millennials, y que se dan oscilaciones de ida y vuelta que hacen menos claras las tendencias, es evidente que la fotografía de las estadísticas es más que borrosa.

    Con todo, ¿qué supone este «cambio generacional» deducible de estos datos? Lo podemos llamar «alejamiento generacional» con respecto a la fe, aunque estemos, como veremos más adelante, no tanto ante un proceso de «alejamiento» de la fe, en su sentido real (personal y social, no cultural), sino ante un proceso de lejanía de la fe, porque las nuevas generaciones de europeos no han podido alejarse de una fe que nunca han tenido, ni han heredado de sus padres, sino que nacieron ya en un contexto de increencia. Desde la lejanía absoluta de la fe, la posición del ateísmo resulta más apropiada que la de creyente, pero aun así resulta un tanto extraña y radical. De hecho, muchos de los jóvenes encuestados que eligen esta opción expresan en sus gestos y a veces verbalmente una forzosidad inadecuada para sus posiciones al respecto.

    Por eso, siendo verdad que no podemos pretender acercarnos a conocer la realidad de la religiosidad en Europa y en España sin tener en cuenta los estudios demoscópicos, estos tienen que ir renovando sus cuestionarios. Por eso resulta especialmente interesante una indagación de hace algunos años de la Universidad de Deusto[16], que tuvo la triple virtud de comparar diversos países europeos occidentales, de abordar directamente la aceptación o el rechazo de las creencias religiosas, y de una más que suficiente matización de las preguntas. Estas ya no repiten la clasificación religiosa clásica de creyentes, practicantes, agnósticos, ateos, indiferentes, etc., sino que abordan consideraciones concretas más objetivas, como son estas:

    • Solo hay una religión verdadera.

    • Hay solamente una religión verdadera, pero otras religiones contienen también algunas verdades básicas.

    • No hay ninguna religión verdadera, pero todas las grandes religiones del mundo contienen algunas verdades básicas.

    • Ninguna de las grandes religiones tiene ninguna verdad que ofrecer.

    En la encuesta, en la que no se contabiliza a los que no han contestado, se les pedía a los encuestados: «Por favor, elija la afirmación que describa mejor su punto de vista». En este tipo de sondeos, por un lado, se tiene en cuenta a priori, y por otro, se comprueba a posteriori, que la radiografía sociorreligiosa no apunta tanto a un futuro sin creencias, sino a una visión entre pluralista y relativista de la creencia, que acusan especialmente las nuevas generaciones.

    Resulta también muy interesante el cambio producido con respecto a la pérdida de la transmisión de la fe entre padres e hijos, sobre todo en España, solo tras Francia y Bélgica entre los países europeos. Javier Elzo recoge dos datos significativos: por un lado, que ya desde finales del siglo XX el 35 % de los hijos de padres creyentes no transmitieron (no lo intentaron o no lo consiguieron) la fe a sus hijos. Y, por otro lado, que, según el informe del Observatorio del Pluralismo Religioso en España de 2013, el 61 % de los menores de 35 años no han educado, o no pretenden educar a sus hijos en ninguna religión.

    Es lo que Rafael Ruiz llama «exculturación», a saber, el progresivo proceso de difuminado del catolicismo hasta alcanzar la disolución más clara de sus contenidos. Un proceso por el que si los conceptos religioso-católicos a finales del siglo XX eran ya insignificantes pero conocidos, en gran medida las nuevas generaciones del siglo XXI los desconocen completamente. Se trata de una «pérdida del trasfondo cultural y del bagaje conceptual»[17] que, entre otras consecuencias, hace que el despertar de lo espiritual encuentre serias dificultades de encaje en el «humus cristiano». Como veremos a lo largo de esta reflexión, esta exculturación tiene mucho que ver a su vez con el fenómeno de los cambios en la transmisión cultural intergeneracional en la sociedad de la información.

    Pongamos un ejemplo real entre tantos: siendo joven, y decepcionado tras una militancia política un tanto extrema, José Juan fue al Tíbet en busca de la espiritualidad budista, allá por los años 70, y quedó desconcertado ante la primera indicación de su maestro, que le dio las obras completas de san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús. Ante su sorpresa, el monje budista le dijo: «Si no eres capaz de conectar con la mística de tu cultura de nacimiento, pierdes el tiempo viniendo de tan lejos a encontrar esta mística porque se haya puesto de moda». No nos adentramos, por avanzar en las cuestiones principales de esta reflexión, en la influencia que tuvo desde la revolución cultural de «Mayo del 68» esa «moda budista» en Europa (también en España, aunque en menor grado que en Centroeuropa), y que, en opinión de los tibetólogos, tenía mucho de movimiento hippy y poco de auténtico budismo, pero que sin duda fue clave en la reubicación espiritualista de la pluralidad religiosa de la post-secularización.

    Lo cierto es que entre el fenómeno de la secularización en el ámbito cultural occidental que tiene sus raíces en la Ilustración del siglo XVIII, que empieza a barruntarse como realidad que permea todos los estratos sociales con la Revolución industrial en el siglo XIX, y que va normalizándose a comienzos del siglo XX, hasta la realidad actual en ese mismo ámbito tan compleja y cambiante en la primera mitad del siglo XXI, ha habido muchos cambios sociales y muchos enfoques diferentes a la hora de analizarlos e interpretarlos. En toda Europa y América (y de algún modo en los demás continentes, pero con procesos muy diferentes), y en España, con perspectivas y procesos especialmente distintos y particulares, como también podremos ver más adelante.

    ¿Secularización, apostasía, indiferencia, eclipse o prescindencia religiosa?

    Ante estas nuevas generaciones, independientemente del devenir de sus vidas personales, de sus experiencias y elecciones vitales, ¿qué encontramos? ¿Los efectos de la secularización? ¿La apostasía o la indiferencia religiosa? ¿El eclipse de Dios? ¿La prescindencia religiosa? Conviene recordar que una primera aproximación a este cambiante proceso la podemos encontrar ya en la misma terminología que han utilizado los papas contemporáneos[18].

    Los santos papas conciliares, san Juan XXIII y san Pablo VI, se percataron del fenómeno de la secularización, tanto interna como externa, con respecto a la Iglesia, con más preocupación por la primera que por la segunda. ¿Por qué? Tanto para estos santos papas, como para la percepción generalizada de la Iglesia en las décadas de los años 50, 60 y 70, la secularización aparecía como una gran ola, que a la vez arrastra y sumerge. Antes de poder analizar sus orígenes y sus características, lo que más les preocupó en una primera instancia fue el fenómeno por el cual esa ola arrastraba hacia sí y hacía sumergirse en sus agitadas aguas a no pocos sacerdotes, religiosos y religiosas, militantes de Acción Católica, etc., que fueron los que más sorpresivamente dieron la señal de alarma, al no tener aún la perspectiva suficiente como para detectar que ese oleaje estaba alcanzando a incontables familias y jóvenes católicos. Por eso la primera reacción fue ante la llamada «secularización interna».

    En este contexto, la primera cara de la secularización externa, en prolongación con la interna, era la de un fenómeno que pretendía una especie de síntesis con el cristianismo, en clave revisionista. San Pablo VI se preocupó de desmontar esta posibilidad, explicando que «junto a la legítima y necesaria distinción entre las realidades terrenas y el reino de Dios», las tesis secularistas son deudoras «del inmanentismo y del antropocentrismo, al que no puede reducirse la fe cristiana». Y así, advertía de su cara más amarga: «Prácticamente una secularización radical, evacuando de la ciudad humana la referencia a Dios y los signos de su presencia, vaciar los proyectos humanos de cualquier búsqueda de Dios, suprimir las instituciones estrictamente religiosas, crea un clima de ausencia de Dios»[19].

    San Juan Pablo II acuñó el término de «apostasía silenciosa», término que en España nos recuerda a la «apostasía de las masas» de tiempos más remotos, referida especialmente al mundo obrero, de la que hablaba Julián Marías[20]. Para el Papa Magno, tanto el nihilismo en la filosofía, como el relativismo en la gnoseología y en la axiología, como el pragmatismo y hasta el hedonismo cínico en la configuración de la existencia diaria, nos llevan a pensar que «la cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera»[21].

    Con este término el papa polaco pretendía señalar la pérdida paulatina y sigilosa, sin conciencia, o sin conciencia suficiente, de la fe. Esa que queda reflejada en no pocos barómetros, cuando los encuestados explican su alejamiento de la fe con expresiones como «fui abandonando la fe poco a poco, sin darme cuenta». Explica Rafael Ruiz Andrés, recogiendo esta frase, que «la mayoría de los procesos de secularización individual no han sido, por lo general, cortes drásticos con la identidad religiosa. Más bien la evolución ha respondido a un lo he ido dejando, resultado de pequeñas decisiones cotidianas en las que el día a día se secularizaba progresivamente»[22].

    A pesar de la dureza con la que Juan Pablo II describía el «intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios», lo que señalaba no era tanto una prolongación del viejo ateísmo militante (el que él mismo sufrió en su Polonia natal, más o menos impuesto dictatorialmente), sino un creciente y aparentemente imperceptible «ateísmo práctico». El de esa apostasía silenciosa de cuyo peligro tantas veces advirtió, incluso al mismo pueblo polaco cuando se liberó del adoctrinamiento soviético, y se rindió ingenuamente a la mentalidad capitalista[23]. Se trata de una apostasía aún más dañina para él que la pretendida por la represión comunista, porque actúa sin dar la cara, imponiendo en este caso no una cultura que reniega de Dios, sino que prescinde de Dios, promoviendo un modo de ser feliz «como si Dios no existiera». Y es que Juan Pablo II tenía claro que esta apostasía silenciosa era fruto del individualismo capitalista, que ya había pronosticado a principios del siglo XX el escritor inglés Hilaire Belloc[24].

    A su vez, Benedicto XVI acuñó el concepto de «indiferencia religiosa», vinculada a la deriva del relativismo, en la que juega un papel importante la libre dejación de respuesta a las preguntas existenciales más profundas, una suerte de pecado laico de omisión para con la razón. Dirigiéndose a los jóvenes universitarios de Roma, en una ocasión, les decía que «vivimos en un contexto en el que a menudo encontramos la indiferencia hacia Dios. Pero pienso que en lo profundo de cuantos viven la lejanía de Dios –también entre vuestros coetáneos– hay una nostalgia interior de infinito, de trascendencia»[25]. Para él, la indiferencia religiosa estaba directamente relacionada con la inconsciente falta o consciente dejación de reconocimiento de esta nostalgia interior, la llamada «nostalgia de absoluto» o «nostalgia de Dios» (de las que nos hablan tanto increyentes como George Steiner o conversos como Hannah Arendt y Pieter van der Meer de Walcheren), inherente a todo ser humano en el fondo, muy en el fondo, de su conciencia.

    Se trata de la «nostalgia de Dios» que anida en el corazón del hombre secularizado de hoy, que demanda espiritualidad, porque anhela amar y ser amado de modo infinito, porque anhela la experiencia de Dios, en su sentido más amplio y natural, en su necesidad de sentido y de destino para su vida. Como decía el maestro en fenomenología de la religión Juan de Sahagún Lucas (1930-2001), «los mismos síntomas que acompañan al hombre actual demuestran la persistencia en él, cada vez más afianzada, de una tendencia hacia algo o alguien que lo proyecta más allá de su duración histórica personal y lo instala en un género de vida donde se cumplen todos sus deseos fundamentales (...). A falta de una religión auténtica, como revelación de un orden nuevo, el hombre actual se sirve de ciertos procedimientos que le permiten orientar su existencia hacia valores imperecederos y le posibilitan el acceso al mundo del espíritu asegurándose su realización integral»[26]. Con todo, no siempre la indiferencia consiste en un rechazo explícito a esta llamada del interior, precisamente porque en muchos queda enormemente desfigurada.

    Para entender mejor el diagnóstico de Benedicto XVI sobre la indiferencia religiosa, hay que ahondar en otro concepto al que él también recurrió, y que de algún modo describe el trasfondo de esta indiferencia. Se trata del «eclipse de Dios». En la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid en 2011, dirigiéndose a un buen grupo de religiosas jóvenes en El Escorial, les explicaba que «en la sociedad actual se constata una especie de eclipse de Dios, una cierta amnesia, más aún, un verdadero rechazo del cristianismo y una negación del tesoro de la fe recibida, con el riesgo de perder aquello que más profundamente nos caracteriza»[27]. Unos meses antes ya había utilizado esta expresión relacionándola con el «eclipse del sentido de pecado»: «La misma palabra pecado no es aceptada por muchos, pues presupone una visión religiosa del mundo y del hombre. De hecho, es verdad: si se elimina a Dios del horizonte del mundo, no se puede hablar de pecado. Al igual que cuando se esconde el sol desaparecen las sombras –la sombra solo aparece cuando hay sol–, del mismo modo el eclipse de Dios comporta necesariamente el eclipse del pecado»[28].

    Ya el teólogo Joseph Ratzinger, como sus contemporáneos Karl Rahner, Edward Schillebeeckx, Jean Daniélou, Wolfhart Pannenberg, Henri de Lubac, Romano Guardini, Yves Congar, es consciente del eclipse de Dios en la cultura del siglo XX. De Lubac escribiría, casi atormentado: «He aquí que este mismo Dios, en el que el hombre había aprendido a ver el sello de su propia grandeza, comienza a aparecérsele como un antagonista, como el adversario de su dignidad. Sería demasiado largo considerar a causa de qué equívoco, de qué deformación, de qué mutilación, incluso de qué infidelidades; a causa de qué impaciencia cegadora y de qué especie de hybrys (arrogancia) se llega a esta conclusión»[29]. Todos ellos se hacían eco del salmo 41 como si fuera un gran clamor del mundo moderno que desafiaba a la Iglesia, preguntándole «¿dónde está tu Dios?»; y algunos se hacían esta pregunta: «¿Acaso la misma existencia de Dios ha dejado ya de ser una buena noticia?».

    Para Benedicto XVI el eclipse de Dios supone, en definitiva, el eclipse del hombre. Al comienzo de su encíclica Spe salvi explicaba que «el presente, aunque sea fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esa meta, y si esa meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino»[30]. ¿Cuáles serán esas metas, capaces de dotar de sentido, dignas de afrontar la vida? Desde luego no lo son las utopías sociales y políticas basadas en meros mecanismos estructurales, porque, dice también Benedicto XVI, «el tesoro moral de la humanidad no está disponible como lo están en cambio los instrumentos que se usan; existe como invitación a la libertad y como posibilidad para ella». Y «esto significa que (...) las mejores estructuras funcionan únicamente cuando en una comunidad existen unas convicciones vivas capaces de motivar a los hombres para una adhesión libre al ordenamiento comunitario (...). Si hubiera estructuras que establecieran de manera definitiva una determinada –buena– condición del mundo, se negaría la libertad del hombre, y por eso, a fin de cuentas, en modo alguno serían estructuras buenas»[31].

    Tampoco «es la ciencia la que redime al hombre», por mucho que se esperase desde el siglo XIX que «gracias a la sinergia entre ciencia y praxis se seguirán descubrimientos totalmente nuevos, surgirá un mundo totalmente nuevo, el reino del hombre»[32]. En cambio, «el hombre es redimido por el amor... El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados (...). Y quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (...). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones solo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo, hasta el total cumplimiento (...). Cuando estas esperanzas (terrenas) se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá»[33].

    Por último, el papa Francisco señala, como una de las periferias existenciales, la de la «prescindencia religiosa». Los primeros en notar la singularidad de la expresión «prescindencia» lo hicieron para criticar al sucesor de Pedro, que parecía tener la manía de inventar palabras españolas. Sus detractores, que abiertamente o sotto voce reconocen no aceptar al papa argentino, ni siquiera acudieron al diccionario de la Real Academia, en el que se dice que se trata de la «acción o efecto de prescindir» y, por tanto, de «hacer abstracción de alguien o de algo, pasarlo en silencio» (primera acepción), o de «abstenerse, privarse de algo, evitarlo» (segunda acepción). Poco viajados, no les parece interesar la riqueza lingüística de los pueblos hispanoamericanos, que utilizan expresiones castellanas que nosotros hemos perdido en la práctica.

    En su

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