Historia de mi vida
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Anécdotas de su juventud, del inicio del papado y profundas reflexiones personales sobre temas como la oración, el sufrimiento o la muerte, que traslucen, como dice el cardenal Bergoglio en el prólogo, "la constancia, el equilibrio y la serenidad que permearon toda su existencia, que se hace evidente a los ojos de todos".
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Historia de mi vida - Juan Pablo II
Ensayos
552
JUAN PABLO II
Historia de mi vida
Edición de Saverio Gaeta
Prólogo del cardenal Jorge Mario Bergoglio
Introducción del cardenal Angelo Comastri
Título original
Vi racconto la mia vita
© 2008
Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano
© 2015
Ediciones Encuentro, S.A., Madrid
Traducción
Alonso Muñoz Pérez
Revisión
Irene Peláez y Carlos Perlado
Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9055-304-6
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ÍNDICE
PRÓLOGO
Testimonio del cardenal Bergoglio en el proceso de beatificación de Juan Pablo II
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE
LAS RAÍCES POLACAS DE KAROL WOJTYLA
La infancia en Wadowice
Universitario y trabajador
El seminario clandestino
En Roma para convertirse en profesor
Obispo de Cracovia y cardenal
SEGUNDA PARTE
SUCESOR DE PEDRO, PERO TAMBIÉN HEREDERO DE PABLO
Los días de la elección
La misión del pontífice
Hasta los confines del mundo
Una sonrisa con los jóvenes
Las oraciones y sufrimientos
2005. Por siempre «Totus tuus»
APÉNDICE BIOGRÁFICO
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Prólogo
TESTIMONIO DEL CARDENAL BERGOGLIO
EN EL PROCESO DE BEATIFICACIÓN
DE JUAN PABLO II
Conocí personalmente a Juan Pablo II en diciembre del mismo año en que el cardenal Martini fue designado arzobispo de Milán¹. Me refiero a este hecho porque no recuerdo exactamente qué año era. En esa ocasión recé un rosario que dirigía el Siervo de Dios y tuve la clara impresión de que él «rezaba en serio». Tuve un segundo encuentro personal con el Papa en 1986-87, con motivo del segundo viaje que hizo a Argentina. El nuncio quiso que se reuniera en la Nunciatura con un grupo de cristianos de distintas confesiones. Tuve un breve coloquio con el Santo Padre y me llamó especialmente la atención su mirada, que era la de un hombre bueno.
Mi tercer encuentro con Juan Pablo II tuvo lugar en 1994, cuando yo ya era obispo auxiliar de Buenos Aires y la Conferencia Episcopal Argentina me eligió para participar en el sínodo sobre la vida consagrada, en Roma. Tuve la alegría de poder comer con él junto a otros obispos. Me gustó mucho su afabilidad, cordialidad y capacidad de escuchar a cada comensal. También en los otros dos sínodos siguientes, en los cuales participé, tuve ocasión de apreciar una vez más su gran capacidad de escucha para con todos. En los diálogos personales que he tenido a lo largo del tiempo con el Siervo de Dios se me confirmó ese deseo que él tenía de escuchar al interlocutor sin hacerle preguntas salvo, alguna vez que otra, al final del todo, y sobre todo demostraba claramente no tener prejuicio alguno. Era capaz de que quien tenía enfrente se sintiera a gusto, dándole una plena confianza; eso era al menos lo que percibía su interlocutor. Refiero mi experiencia personal, pero confirmada por el testimonio de tantos de mis hermanos. Se tenía la impresión de que, aun cuando no estuviera muy de acuerdo con lo que se le decía, el Siervo de Dios no lo daba a entender en absoluto precisamente para permitir que su interlocutor se sintiera a gusto. Por tanto, si tenía que hacer alguna observación o algunas preguntas para esclarecer algo, lo hacía al final.
Otro aspecto que me ha llamado siempre la atención del Santo Padre era su memoria casi ilimitada, ya que recordaba lugares, personas, situaciones que había conocido también en sus viajes, señal de que ponía la máxima atención en cada circunstancia y, particularmente, a cada persona con las que se encontraba. Para mí esto es un indicio de su grande y verdadera caridad. Además, habitualmente no perdía el tiempo, pero era capaz de darlo en abundancia cuando, por ejemplo, recibía a obispos. Puedo decir esto porque, cuando yo era arzobispo de Buenos Aires, tuve encuentros privados con el Siervo de Dios y, siendo yo un poco tímido y reservado, al menos en una ocasión, tras haberle hablado de los temas que eran objeto de la audiencia, hice el ademán de levantarme para, según yo creía, no hacerle perder el tiempo, pero él me agarró por el brazo, me invitó a sentarme de nuevo y me dijo: «¡No, no, no! Quédese», para seguir hablando.
Tengo un recuerdo especial del Siervo de Dios que conservo desde la visita ad limina que hicimos los obispos argentinos en 2002. Un día concelebrábamos con el Santo Padre y me llamó poderosamente la atención su preparación para la celebración. Estaba arrodillado en su capilla personal, en actitud de oración, y observé que, de cuando en cuando, leía algo de un folio que tenía delante y apoyaba las manos en la frente. Se me hizo muy evidente que rezaba con mucha intensidad por la intención que creo que debía de tener en dicho folio. Luego releía alguna otra cosa del mismo papel y retomaba su actitud de oración. Y así hasta que terminaba y entonces se levantaba para revestirse con los ornamentos litúrgicos. Puedo referir también, en confirmación de cuanto acabo de decir, lo que ha dicho el cardenal Giovanni Battista Re, prefecto de la congregación para los obispos, que, cuando se le presentaba un listado de propuestas de nombramiento de obispos para diócesis difíciles o especialmente exigentes, el Siervo de Dios, antes de firmar los nombramientos, hacía que se le dejara la lista para reflexionar y rezar y luego ya daba las respuestas oportunas. Me permito sugerir al Tribunal que sea preguntado el cardenal Gantin, exprefecto de la congregación para los obispos, del que me consta que tenía una excelente relación con el Siervo de Dios, también como decano del Sacro Colegio.
Por lo que se refiere la vida del Siervo de Dios, no tengo nada que añadir a cuanto se ha publicado en los periódicos o en las biografías. En lo que respecta al último periodo de su vida, es de todos conocido, pues no se pusieron límites a los medios de comunicación social, el modo en el que supo aceptar sus enfermedades y sublimarlas, injertándolas en su plan de realizar la voluntad de Dios. Quisiera subrayar que Juan Pablo II nos enseñó, sin esconder nada a nadie, a sufrir y a morir, y esto, según mi parecer, es heroico.
En los breves recuerdos que he relatado antes sobre mi conocimiento del Siervo de Dios, he contado mis impresiones personales sobre diferentes situaciones, subrayando sustancialmente su ejercicio de las virtudes humanas y cristianas. No hay que olvidar su particular devoción a la Virgen, que tengo que confesar que influyó en la mía propia. En fin, no dudo en afirmar que Juan Pablo II, en mi opinión, ejercitó todas las virtudes en su conjunto en modo heroico, vista la constancia, el equilibrio y la serenidad que permearon toda su existencia. Y esto es evidente a los ojos de todos, también de los no católicos y de los que profesan otras religiones, incluso de los agnósticos.
No tengo constancia de particulares dones carismáticos, de hechos sobrenaturales o de fenómenos extraordinarios en el Siervo de Dios mientras estaba en vida. Siempre lo consideré un hombre de Dios y así también lo veía la mayoría de las personas que entraban en contacto con él. Su muerte, como ya he dicho, fue heroica y esta percepción creo que es universal. Basta pensar en las manifestaciones de afecto y veneración por parte de creyentes y no creyentes durante los nueve días de luto y en su funeral. Tras su muerte, su fama de santidad ha sido confirmada por la decisión del Santo Padre, Benedicto XVI, de eliminar la espera de cinco años prescrita por las normas canónicas, permitiendo así el inicio inmediato de su causa de canonización. Otro signo es el continuo peregrinar a su tumba de personas de toda condición y de todas las religiones.
NOTAS
1 NdT: 1979.
Introducción
DEL CARDENAL ANGELO COMASTRI
Juan Pablo según... él mismo. Con esta especie de broma se podrían resumir las páginas que siguen, una verdadera «autobiografía» del papa Wojtyla escrita realmente por él día a día. En sus casi 27 años de pontificado, fueron alrededor de 15.000 los discursos y los documentos pronunciados o escritos en las más diversas circunstancias. En toda esta mole de textos, además de la amplitud y la profundidad de su magisterio, destaca el hecho de que el pontífice —en cuanto tenía oportunidad— se desviaba un momento del tema principal para referirse a episodios de su propia vida o para expresar sus sentimientos o pensamientos íntimos.
De ahí que se pueda afirmar sin mentir que en este libro, editado por Saverio Gaeta, Karol Wojtyla nos cuenta toda su vida: desde su juventud, pasando por el episcopado y el grito del comienzo de su pontificado: «¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo», hasta los últimos momentos extraordinarios de su agonía. Al mismo tiempo, aparecen ante nosotros todos los fotogramas de una existencia que marcó de una manera especial la historia del siglo pasado, desde sus propuestas en Polonia durante el régimen comunista y las múltiples peticiones lanzadas en los cientos de visitas pastorales en todas las partes del mundo, hasta sus últimos llamamientos a la paz entre los pueblos y al respeto de los derechos de cada persona.
Supimos de dónde brotaban estas «confidencias» apasionadas cuando el Santo Padre en persona, el 3 de noviembre de 1981, se dirigió a los médicos del hospital Gemelli que le habían tratado después del intento de magnicidio diciendo: «Estoy ante ustedes sin un papel escrito. Tengo que encontrar ese papel dentro de mí, porque todo lo que quiero y tengo que decir está escrito en mi corazón». Era la afirmación de una forma de ser y de entenderse a sí mismo que todos hemos podido conocer y apreciar. Una forma de ser que estaba cotidianamente permeada por la oración, que pautaba sus días con el mismo ritmo de la respiración.
El papa Wojtyla se revela así como un hombre y un sacerdote que, tras convertirse en pontífice, no hizo más que encarnar su vocación humana y sacerdotal en el mismo horizonte previo de fe y testimonio, en una total unidad de vida, acción y enseñanza. Y en estas páginas emerge cada uno de esos aspectos: la profundidad del alma y la amplitud de su pensamiento, las numerosas iniciativas pastorales y las obras sociales promovidas para dar respuesta a las necesidades más acuciantes de nuestro tiempo.
Al leer el texto —que en muchos pasajes se presenta como una verdadera novela— han vuelto a mi mente muchos episodios de mi relación con Juan Pablo II y, en particular, aquel increíble 5 de septiembre de 2004 en Loreto, el último viaje que el pontífice hizo fuera de Roma. Había muchísima gente, especialmente jóvenes de Acción Católica, para la ceremonia de beatificación del sacerdote español Pedro Tarrés i Claret y de los laicos italianos Alberto Marvelli y Pina Suriano. Teníamos un poco de miedo, porque la salud del Santo Padre no estaba en su mejor momento. Cuando el papa Wojtyla llegó al altar, fui a su encuentro y quise animarle con estas palabras: «¡Ánimo, Santo Padre!». Pero él me vio tan preocupado que, cogiéndome desprevenido, me espetó: «¡Adelante, hijo mío!».
Esta lucidez suya se mantuvo intacta hasta el final. Cuando fui a vivir definitivamente al Vaticano y llevaba allí sólo un par de días, el 1 de abril de 2005, me llamó por teléfono monseñor Estanislao y me invitó a ir al apartamento del papa para el último adiós. Cuando llegué a su lado, el secretario tocó el brazo del papa y le dijo: «Santo Padre, aquí está el de Loreto». Él me miró y corrigió: «No, de San Pedro». Así pues, demostró tener presente el cambio de sede que se había producido y luego intentó también bendecirme para darme ánimos en mi nueva tarea en el Vaticano.
Como actual arcipreste de la basílica de San Pedro, siento una gran responsabilidad respecto a los peregrinos que vienen a rendir homenaje a su tumba en las grutas vaticanas, que se han terminado convirtiendo en un pequeño santuario. Todos los días la visitan un promedio de diez a doce mil personas que dejan una gran cantidad de notas. Muchas de ellas están escritas en forma de diálogo, como hijos que hablaran con su padre. Por ejemplo: «Querido papa Juan Pablo: tú que has amado tanto a la familia, protege también a la mía»; «Juan Pablo, te encomiendo a mi hijo que está alejado de la fe, llévalo a Dios»; «Estoy esperando a una criatura, haz que todo vaya bien. Te la confío desde este momento». Recuerdo especialmente la conmovedora carta de una niña que