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Elogio de la abyección: Quince personajes de novela
Elogio de la abyección: Quince personajes de novela
Elogio de la abyección: Quince personajes de novela
Libro electrónico210 páginas7 horas

Elogio de la abyección: Quince personajes de novela

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A la mayor parte de nuestros personajes favoritos de ficción no los hemos elegido por sus virtudes, sino más bien por la fascinación y la inquietud que nos suscita su vileza. Como la manzana prohibida en el Edén, brilla también en el jardín de la literatura la representación de las bajezas y el desorden del espíritu humano, cuya belleza, a veces, ejerce sobre el lector una atracción irrenunciable.
Estas páginas proponen un recorrido a través de quince obras protagonizadas por abyectos de papel, nombres ilustres que conquistaron en su momento a los lectores y ayudaron a dar forma a la novela moderna. Por muchas barrabasadas que hagan o terribles penas que sufran, personajes como los de Austen, Stendhal, Flaubert, Kafka o Berto despiertan en nosotros la más delicada admiración y mantienen viva la llama de la literatura, que arde, con frecuencia, en el mismo corazón del infierno.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2023
ISBN9788418481956
Elogio de la abyección: Quince personajes de novela

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    Elogio de la abyección - Carlos Clavería Laguarda

    PortadaFotoPortadilla

    El resultado es que el novelista expone principalmente los aspectos más siniestros de la naturaleza humana: la envidia, la malignidad, el egoísmo, la mezquindad; en una palabra, su naturaleza más abyecta en vez de la mejor; y eso tiene visos de ser verdad, pues a menos que seamos unos perfectos imbéciles todos sabemos cuánto de odioso hay en nosotros.

    W. SOMERSET MAUGHAM

    Puesto que los contenidos de la ficción eran homólogos a los de la experiencia, no se hacía demasiado cuesta arriba aceptar que también lo era el camino hacia unos y otros. Y los lectores burgueses cayeron fácilmente en la trampa: hubo de halagarles ese designio de enmendar la plana a la tradición literaria sirviéndose de instrumentos a primera vista no literarios.

    FRANCISCO RICO

    Un mundo de abyectos de papel

    El hombre admirable

    Rocco Schiavone es un jefazo de la policía, pero fuma marihuana, sabe forzar puertas, ha ajusticiado al asesino de su mujer y se mueve con soltura en prácticas poco edificantes, como la de repartirse el botín con sus compinches. El «pero» anterior, como conjunción adversativa, quiere acotar el sentido de la frase «cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia». La admiración que provoca la habilidad delictiva de un policía en nada modélico, pero efectivo, acota la otra sentencia famosísima que afirma «la realidad supera la ficción», pues al final parece que nos fascine más la realidad contada con tintes de ficción que la realidad por sí sola: Schiavone es el personaje protagonista de una serie de novelas escritas por Antonio Manzini, no un jefazo de carne y hueso. ¿Por qué nos atrae un personaje de novela cuya forma de actuar y cuyas frases detestaríamos en cualquier vecino o no le toleraríamos a ninguna cuñada? Como personaje de novela, le aceptamos a Schiavone actos y dichos que solo le aplaudiríamos en la vida real si estuviéramos seguros de que no nos oye ningún juez y que ningún juez, a su vez y en puridad, le permitiría al comisario Schiavone. Este tipo de personajes admirablemente inmorales permiten certificar aquella otra expresión, la que afirma: «Cualquier parecido con la realidad es mérito del autor». Un personaje, uno que pertenece a la serie de brillantes derrotados, como es el Virgilio de Hermann Broch [véase más abajo, el capítulo XIII], afirma que «el arte y la vida son realidades especulares, como la vida y la muerte, como la gloria y el olvido», casi como si dijera que el protagonista y el lector son realidades especulares que intentan concebirse y mostrarse de manera diferente a como son en realidad [Girard].

    Autor

    Se podrá objetar que es lo más normal del mundo que el lector prefiera personajes que le den sustancia y entretenimiento a la novela, porque es lo que suele ir a buscar allí. Y es una buena objeción. Por el contrario, no parece normal que gente tan preparada, tan consciente, tan evangélica y tan capaz como los escritores echen mano en masa de personajes abyectos para apoyar las intenciones —ideológicas, artísticas, pictóricas, jocosas, sociales, judiciales u otras cualesquiera— que los empujan a escribir novelas. Sin embargo, se refugian en balleneros desconcertados, en lectores desquiciados, en cándidos de zarzuela, en mademoiselles caprichosas, en donjuanes más caprichosos aún y además fofos, en saltabancos y canónigos magistrales de erección fácil, en forajidos y políticos, en comerciantes engreídos y en otras gentes de evitable compañía. Se dirá también que la presencia del abyecto es una exigencia del género, como en las películas del oeste, donde el petimetre de Chicago no tiene ni la mitad de gancho que el pistolero que mastica tabaco y no conoce barbero. Y aquí es donde quiero llegar: ¿es una exigencia del género dar el papel de protagonista a tipos así? Es sabido que la novela se basa en un personaje conflictivo, pero —en el reino de la paradoja— es necesario preguntarse si se basa solo en eso, si sirve para algo un tipo conflictivo que no tiene una contraparte enfrente, en forma de bueno o en forma de lector cómplice.

    ¿Era Fielding sincero cuando decía que prefería dar el protagonismo de su novela a un personaje bribón y no al buenísimo de Allworthy, un noble de bajo rango con título de squire? No es del todo complicado reconocer que, al crítico literario y al lector, atrae más aquel personaje —por pícaro, seductor y desagradecido— de lo que atrae la figura de su mentor, del rico squire, alguien a quien un crítico del siglo XIX definió como «uno de los personajes más logrados que la imaginación del hombre haya podido crear pero que no era sino un insignificante trozo de estofa, una nadería».

    Género

    Un famoso crítico literario italiano afirma que la novela ha pasado de ser solo un género literario a convertirse —sobre todo— en un género editorial, el género editorial por excelencia [Berardinelli 2011]. Acuciado por una gran demanda de historias noveladas, el juez de la vida real cambia a su vez de estatus y, cuando lee fechorías, pasa a juzgarlas como lector, como hombre, y no como juez. La gran oferta de ficción ha hecho que el género editorial haya creado un nuevo tipo de lector, el que no se indigna ante la abyección sino que, en distintos grados (desde la aceptación pasiva hasta la admiración más efusiva), se complace con las barrabasadas de los personajes e incluso las penas que sufren. ¿Es la fascinación que provoca el malo de la película una consecuencia del triunfo de la novela-género-editorial? ¿Existía esa fascinación cuando la novela era solo un género literario basado fundamentalmente en «la construcción de un personaje literario» en íntima relación con su presente, a decir de Bajtín, y el lector se entregaba al brío y a la calidad del autor y no a las intenciones y normas del género? Umberto Eco [2010] da una respuesta diabólicamente humana a reflexiones semejantes: «Estoy obligado a considerar a Anna Karénina como un objeto que depende de la mente humana, como una creación de la cognición».

    Cuando la novela era solo un devenir de acontecimientos expresados con voluntad de estilo literario, los personajes se debían al —y por tanto dependían del— devenir interno de un género que tenía en la causalidad el motor del párrafo siguiente. Cuando la novela dejó de ser solo un género literario y pasó a ser, según algunos críticos, el altavoz de un tipo de sociedad y de actividad económica, el personaje empezó a moverse y a mutar educado por la vida, por el contexto, por la reacción que se esperaba que provocara en el lector y, en primera instancia, en el editor. Es decir, la novela se convirtió en un drama clásico, en el que el contexto (y también el coro de las bacantes) hacía las funciones de un metrónomo verbal, de un controlador de lo escrito, de la medida del éxito: la segunda parte del Quijote puede servir de ejemplo.

    Giuseppe Berto fue un escritor que nunca encontró acomodo entre la clase literaria italiana que salió de la Segunda Guerra Mundial. Ironizaba siempre que tenía ocasión sobre el ninguneo al que le sometían sus colegas y sobre los gustos literarios y personales de sus enemigos. Hacia 1960, Berto comenzó la redacción de lo que iba a ser tanto un éxito literario como editorial y, a la sazón, su libro más logrado. El mal oscuro apareció en abril de 1964, y en diciembre de ese año se imprimió la decimosexta edición, algo que solo le perdonaron los lectores y tres o cuatro críticos literarios ajenos a lo que Berto llamaba «la mafia de Moravia».

    De este libro se tratará más abajo, pero viene ahora a cuento porque, en El mal oscuro, el personaje habla repetidamente de la obra maestra que acabará apenas salga de la profunda crisis de creatividad, y del caos mental, que sufre. La obra maestra que estaba en trance de escribir el personaje Berto ha quedado interrumpida en el tercer capítulo, pero el narrador Berto no pierde ocasión para recordarnos en qué consiste y en que consistirá: será una novela sin acción, una novela en la que no pasará nada, en la que solo habrá sentimientos, las reflexiones de dos enamorados lo llenarán todo; nada de diálogos, nada de paseos, muertes, venganzas, nada de cópulas a diestro y siniestro, solo reflexiones. La ironía de Berto es descomunal y ataca por varios flancos: primero afirma que algo de acción, claro, tendrá que haber, pues para enamorarse suele ser conveniente mirarse primero, y en el hecho de mirarse va implícito el parpadeo, y esto es ya una acción, que no irá a mayores. Otros dos ataques harán más mella en las defensas enemigas: por un lado, Berto quiere derrumbar la teoría de la novela llamada existencialista (encarnada en Italia por su archienemigo Moravia); por el otro, atacar la base central del género novela, negar el axioma en el que se basaban algunos críticos para definirla como género literario, y que resumo en una frase pedestre: «Para que un libro sea una novela han de pasar cosas». Borges lo expresó de manera no pedestre, y relacionó acción y pensamiento con gran profundidad. Como la acción no es una entelequia, sino que necesita de un actor, los autores inventan personajes que estén a cargo de lo sucedido, por eso la acción suele conllevar un hecho moral. El autor tiene la facultad de modificar el paisaje moral de la novela, de acercarlo y de alejarlo. Esta facultad la desconoce el personaje, pero el lector moderno y entrenado ya tiene capacidad para descubrir la lente de aumento de la que se sirve el escritor. Sin embargo, el hecho de que el protagonista o narrador organice el relato sin conocer la voluntad de su creador es lo que, en palabras de McCarthy [1985:82], «constituye una de las delicias de la novela. Comprendemos que podemos fiarnos de la veracidad de lo que narra, pero no siempre de su juicio». En este momento, autor y lector se alían contra la primera persona del personaje.

    Los personajes pueden ser protagonistas, secundarios o simples comparsas, pero todos ellos tienen estrecha relación con el mecanismo fundamental que mueve la novela, y que para Borges era la «causalidad», o desarrollo de la acción a partir de una peripecia. Bajtín dijo lo mismo de manera más complicada: «La novela es una forma puramente compositiva de organización de las masas verbales» [1989:25]. Este crítico basó el hecho literario en la masa verbal, y llegó a arrinconar en el cajón de lo irrelevante todo lo que no fuera la voluntad del autor, bien se tratara del personaje, bien se tratara de la acción; y lo hizo porque del autor depende —y solo de él— el hecho literario. Del autor depende que la narración pase a ser arte literario, porque el autor decide quién merece ser recordado, y de su selección depende lo que debe ser recordado por los lectores; algo así hace Dickens con Copperfield, que es el rasero con el que se afina la sociedad victoriana antes de dejarla maquillada para la posteridad. En definitiva, la voluntad de ser recordado conecta la novela con el porvenir, y la hace dialéctica, transformable, gracias a muchos componentes: la causalidad interna y la causalidad externa, que se condensan en las actividades de los personajes y en lo que el autor quiera representar de la realidad gracias a ellos.

    A decir de muchos, un libro sin acción no es una novela, porque la novela —desde la que dicen que es la primera entre las modernas, el Quijote— cuenta cosas que pasan, aunque sean difíciles de creer. Así lo afirman los críticos literarios y los autores de ellas, desde el primero que aquí se tratará, Henry Fielding, hasta el último, Miguel Espinosa. Pondré un ejemplo a partir de un crítico de ultramar [Scholes], para quien narrativa es una obra literaria que cuenta con dos características fundamentales: una historia y un narrador —nótese que el protagonista no parece esencial—. No estaba muy lejos de lo prescrito por Lukács cuando sostenía que el problema central de la novela es la creación de una acción épica y que Forster, con su habitual sencillez, resumió: «Estamos de acuerdo en que el aspecto fundamental de una novela es que cuenta una historia». Las obras de Jenofonte o de Tucídides (incluso un capítulo de El príncipe de Maquiavelo) cuentan historias que pueden llegar a ser entretenidas, pero es sabido que la crítica moderna no las incluye entre las novelas. Quizá porque el grado de curiosidad que despiertan es bajo, porque la causalidad de los hechos no depende del autor y porque —Berardinelli contra Forster— para hacer novelas modernas es preferible no quedarse «en meras encarnaciones de fábulas y mitos primordiales» reflejados en personajes arquetípicos que nada tienen que ver con los personajes angustiados y conflictivos enfrentados a todo el mundo y a ellos mismos. En la prosa menos novelesca, en los relatos que parten de las novellae antiguas (las del boceto, el carácter, el suceso curioso, la pulla) está más presente el héroe anecdótico que el héroe problemático, que el gran personaje moderno. Dos ejemplos de aquellos actores anecdóticos acercan la novela octava de la cuarta jornada del Decamerón («Girolamo ama a Salvestra; empujado por los ruegos de su madre va a París, vuelve y la encuentra casada; entra a escondidas en su casa y se queda muerto a su lado, y llevado a una iglesia, Salvestra muere junto a él») a «La noche de mantequilla», el cuento de Cortázar [1985:104] en el que el final abrupto es solo el inicio de un mar de suposiciones:

    —Está bien, me iré lo antes que pueda —dijo Estévez.

    —Ahora mismo —dijo Peralta sacando la pistola.

    Identificación

    Madame Bovary es lánguida, tontuela, aburrida, aburguesada, pusilánime y abriga apasionadamente necesidades adúlteras; sin embargo, enamoró a Mario Vargas Llosa. El Tom Jones de Henry Fielding, un pícaro insertado en la upper class que puebla la campiña inglesa, recibe cincuenta esterlinas de una dama en pago por servicios nocturnos, lo que lo hace el ser más abyecto de la hipócrita y puritana sociedad masculina de su tierra. Por el contrario, en otro párrafo (o escena), el dicho Jones prefiere ser de los que mantienen la palabra dada antes que delatar a un amigo, y eso lo convierte en un ser despreciable a ojos de un íntegro pedagogo que opina estar la verdad por encima de la palabra dada y del honor. El Rocco Schiavone que mantiene la palabra dada, que no soporta la mentira que practican sus jefes políticos para encubrir la verdad y a los «facinerosos» de cuello blanco, que frecuenta con desenvoltura las prostitutas de Aosta, ¿es símbolo de nuestros tiempos? ¿Es la señora Bovary ejemplo de los suyos? ¿Sobrepasan ambos personajes la frontera que encierran sus mundos, literarios o no que sean?

    La identificación entre lector y personaje es tan antigua como la crítica literaria. Se llamara simpatía emocional (Platón), filantropía (Aristóteles), arrebato ante ideales compartidos, ha llegado a nuestros días y ha atraído la atención de estudiosos insuperables. Jauss [1986: 241-283] le dedicó un capítulo memorable que pone en guardia desde el principio, pues «la seducción para comunicar al lector modelos de conducta» se suele producir «a través de lo ejemplar de la acción o del sufrimiento humanos». Pero esta premisa no aclara mis dudas: cuando uno se identifica con un adúltero o una ladrona ¿es porque aprecia en ellos acciones ejemplares? En el caso de Emma Bovary uno puede entender el sufrimiento humano que transpira, pero ¿puede entender en la liberación de los galeotes una acción ejemplar por parte de don Quijote, o debe entender un rasero particular a la hora de medir el

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