Leer el mundo: Visión de Umberto Eco
Por Justo Serna
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Leer el mundo - Justo Serna
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MOBILIS IN MOBILI
Cuando nombramos esa palabra, cuando decimos biblioteca, pensamos en un inmueble, en un espacio físico con techumbre y tabiques en donde se albergan volúmenes editados. Algo fijo, pues. Pensamos también en obras encuadernadas en papel, obras que descansan en anaqueles, en armarios o en vitrinas.
¿En papel, he dicho? Desde la antigüedad vemos multiplicarse el número de los soportes: papiro, pergamino… Materiales inertes. Manuscritos o impresos, esos textos no palpitan, no crecen ni propiamente mueren. Sin embargo, su soporte envejece. Si de papel hablamos, las páginas se cuartean y amarillean, sus bordes se mellan, en su superficie anidan humedades, insectos u hongos que invaden lo escrito: las tintas pueden desleírse. Si eso ocurre, se perderán las frases, los versos, las fórmulas, las ilustraciones, las miniaturas, las viñetas.
Pero los libros no son seres vivos, sino objetos fina o burdamente cosidos o pegados. Podrían permanecer ajenos u olvidados en ese inmueble durante siglos sin que cobraran vida: una vida metafórica, se entiende. Para que se reanimen necesitamos a alguien que tome un ejemplar en sus manos, que examine sus cubiertas y su lomo, que lo abra y que empiece a leer, que empiece a leerlo desde el principio. O que lo destripe saltando entre sus apartados, interpretándolo recta o figuradamente. Necesitamos a alguien que active lo que permanecía muerto. Necesitamos, en fin, a un individuo que sepa descifrar lo que hay en esas páginas, su orden alfabético, la lengua en que están escritas.
Pero necesitamos también otra clase de código: la combinación que las obras tienen entre sí, el vínculo que ata un volumen a otro. Un libro no está solo, está en vecindad azarosa o lógica: con otras obras tiene relación y con otras se pone en sucesión, en movimiento. Eso es también una biblioteca: volúmenes alojados que tienen entre sí algún parentesco. Un estante los dispone verticalmente y de ellos distinguimos el lomo, que suele tener los datos precisos para individualizar la obra. O no: quizá de ese lomo o de la cubierta han desaparecido los títulos y los epígrafes, cosa que dificulta su rápida identificación. Aun así, dichos libros estarán colocados a partir de algún criterio. ¿Para qué? Para que el custodio o el beneficiario de la biblioteca puedan encontrarlos en el sitio previsto. Unos catálogos o inventarios, incluso, precisarán y detallarán enumerándolos los fondos que allí se reúnen, su emplazamiento e incluso las razones de su cohabitación.
Una biblioteca necesita a alguien que ordene y vigile: un custodio, un celoso guardián que salvaguarde los tesoros, alguien que asegure las existencias y las nuevas incorporaciones, que impida los latrocinios, los hurtos. Pero dicho recinto necesita también a un lector, a alguien que acuda con el fin de apropiarse del conocimiento, con la meta de servirse de los saberes allí reunidos. O, más simplemente, alguien que frecuenta sus salas para consultar unas páginas o para tomar en préstamo una obra, para completar de principio a fin un volumen o para echar una ojeada, a la caza del dato concreto que busca.
Quien acude allí, propietario o usuario, sabe. Pero no siempre sabe o recuerda lo que sabía; no siempre dispone de un conocimiento concreto. Quizá ha perdido lo que en tiempos retuvo. Las obras impresas o manuscritas de que disponemos en una biblioteca nos salvan, pues, de nuestras ignorancias o de nuestros olvidos. En el Fedro de Platón se oponían serios reparos a la escritura: fiándolo todo a la palabra escrita, no ejercitaremos el recuerdo. Paradojas.
Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque, cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida.
METÁFORAS DE LA LECTURA
Son numerosas las metáforas de la lectura. Una, por ejemplo, la de la docencia sin preceptor. Otra, la del viaje sin desplazamiento físico. Si aprender muchas cosas sin maestros es efecto de la lectura, entonces la biblioteca sería una escuela sin docentes, un espacio en el que silenciosamente nos instruimos. ¿Silenciosamente? No siempre fue así. La aparición de la imprenta permitió la lectura individual: al multiplicarse el número de los libros, se facilitó el aislamiento del usuario. La lectura silenciosa y retirada en bibliotecas o gabinetes particulares sería, así, como un viaje en el que cada uno podría dar salida a sus fantasías. Al leer una obra ya no sería preciso moverse: ya no deberíamos partir. Alguien ha anotado en el libro la experiencia individual de un tránsito que hizo y de la que nosotros nos apropiamos, sin necesidad de desplazarnos físicamente. Es más: los libros pueden incluso relatar viajes que nadie ha hecho o consumado, traslados que ningún individuo ha emprendido. Eso son las obras de ficción.
Con la biblioteca peligra la memoria, leíamos en Platón, como peligra también la experimentación directa. La lectura daña la aventura humana: nos hace sedentarios y fantasiosos, víctimas de experiencias vicarias y falsas, eso decía Voltaire. En una de sus Cartas filosóficas (1734) el pensador deploraba la afición novelesca que el público tenía. Para uno que lee filosofía, decía, hay veinte que leen ficciones. A su juicio, esa inclinación por las novelas mostraría un ensanchamiento erróneo de la experiencia: nada habría que pudiera garantizar la validez de lo aprendido o sabido. Si la imaginación no se corresponde con el mundo externo, ¿no estaríamos entonces sustituyendo lo real por su fantasmagoría? ¿Llamaríamos a eso el saber? La contestación en el Fedro está clara. ¿Pero cuál es nuestra respuesta? La biblioteca no es eso: es un dispositivo que nos hace más autónomos, menos dependientes de lo real. Digo lo anterior y voy a parar al ejemplo más extraño que pueda recordar. Es fruto de la ficción, sí, pero merecería ser el epítome de todas las bibliotecas.
Acompañemos al capitán Nemo a bordo del Nautilus. Estamos en el siglo xix, siempre después de 1865. El buque submarino es un ingenio mecánico dotado de todos los avances técnicos. Y lo es para un individuo que ha dado la espalda al mundo. ¿Ha dado la espalda al mundo? El Nautilus es su guarida, el cobijo desde el que mira las profundidades abisales y las superficies marinas. El navío dispone de adelantos, pero sobre todo tiene una biblioteca de amplios anaqueles sobre los que reposan gran número de libros.
Nemo ha conseguido reunir doce mil volúmenes, un gran repertorio que allí está desde que el submarino se sumergiera por primera vez. «Desde entonces —precisa el capitán— quiero creer que la humanidad ya no ha pensado ni escrito más». Las obras están dispuestas, además, según «una clasificación aleatoria […], y esa mezcolanza probaba que el capitán del Nautilus habitualmente debía leer los que su mano tomaba al azar».
Curiosa circunstancia. Por un lado, el saber de la humanidad, el recuerdo escrito de sus avances cabe en la sala habilitada de un submarino, dispuesta con todas las comodidades para hacer de la lectura una dicha sustitutoria y un conocimiento completo. Por otro, la sucesión de los libros depende directamente del usuario, de sus necesidades mudables e inconstantes, las de quien busca y finalmente halla. No hay sedentarismo en Nemo, cuya divisa, mobilis in mobili, distingue al lector que avanza y descubre. Hay voluntad de saber, instalado en su puesto de mando, en su observatorio, en esa biblioteca móvil que se desplaza hacia destinos propiamente literarios. Pero abandonemos el Nautilus y salgamos al exterior…
WALK AND THINK
En El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006), Aaron Sorkin empleó con frecuencia una forma de realización televisiva, de narración fílmica, que se denomina walk and talk. Largos corredores, tránsitos interminables, agitación, multitud de personajes que se cruzan, que se saludan, que se gruñen, individuos que han de proponer algo en ese breve instante que supone recorrer un pasillo recto, quebrado o retorcido de la sede presidencial.
He visto con placer, con dicha, con envidia y con miedo los corredores de Umberto Eco (1932-2016). Ha sido un cortometraje que dura efectivamente poco, aunque resulta revelador. No es un film que nos haga grandes descubrimientos, que nos detalle secretas intimidades. Se rodó poco tiempo antes de la muerte de Eco.
En su casa de Milán, una cámara sigue al