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Lectores, espectadores e internautas
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Libro electrónico108 páginas1 hora

Lectores, espectadores e internautas

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Existen libros que averiguan qué significa leer, ser espectador en un museo o de la televisión, y navegar como internauta. García Canclini explora aquí cómo se transforman estas actividades al practicar cada persona las tres. Los museos, las editoriales y los medios de comunicación ya no pueden ser como eran antes desde que interactúan bajo la convergencia digital. El autor considera las fusiones entre empresas dedicadas a producir libros, mensajes audiovisuales y electrónicos e indaga, sobre todo, los nuevos hábitos culturales. Breves artículos cargados de humor, ordenados como en un diccionario, interactúan al modo de un hipertexto para redefinir, además de a los lectores, espectadores e internautas, cómo somos ahora ciudadanos culturales, nos relacionamos con el patrimonio, los museos y las marcas, y hacia dónde van la piratería, el zapeo y los usos del cuerpo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2007
ISBN9788497844468
Lectores, espectadores e internautas

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    Lectores, espectadores e internautas - Néstor García Canclini

    Bibliografía

    APERTURA

    Estás conduciendo el coche mientras escuchas un audiolibro y te interrumpe una llamada del móvil. O estás en tu casa sentado en un sillón con la novela que acabas de comprar, mientras en el televisor encendido a la espera de las noticias pasan publicidad de nuevas funciones del iPod. Te levantas y vas al ordenador para ver si entiendes esas novedades que ya no están en las enciclopedias de papel y de pronto adviertes cuántas veces, aun para buscar datos de otros siglos, recurres a esos nuevos patrimonios de la humanidad que se llaman Google y Yahoo.

    Estás leyendo un libro que arranca evocando a otro, de Italo Calvino, que comenzaba así: «Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Concéntrate. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida».

    En ese libro el protagonista, llamado el Lector, al llegar a la página 32 descubre que el autor se repite, aunque en realidad es el libro el que regresa a la página 17, y eso sucede otra vez, o sea que lo encuadernaron mal. Va a la librería y le dicen que ya recibieron una circular de la editorial advirtiendo que por error una parte del volumen se mezcló con la novela polaca Fuera del poblado de Malburk, de Tazio Bazakbal. El Lector se da cuenta de que esa novela es la que ha estado leyendo, decide dejar el libro de Calvino y llevarse la historia de Malburk, como una joven que está allí porque le ocurrió lo mismo. El Lector y la Lectora intercambian sus teléfonos e inician una complicidad que va mudando mientras descubren que cada capítulo es una novela distinta interrumpida, todas con estilos diferentes, aunque formando parte de una cómica conspiración universal narrada una vez como experiencia corpórea, otra interpretativa, otra político-existencial, otra cínico-brutal, etcétera.

    La discontinuidad del relato de Calvino, como metáfora de que «vivimos en un mundo de historias que empiezan y no acaban», está hecha con la intertextualidad que se produce entre los libros: «Cada libro nace en presencia de otros libros, en relación y cotejo con otros libros», escribió el autor en un comentario posterior. Su novela no es ingenua: los libros también interactúan con el mercado, se eligen no sólo por placer o valor simbólico, sino por la satisfacción social de acceder a novedades. Eso distingue a quienes compran «Libros Hechos Para Otros Usos Que La Lectura» de los que adquieren «Libros Que Todos Han Leído». Pero la interrelación de la lectura solitaria con esas formas industrializadas de la cultura, y con la televisión, está presentada como un enfrentamiento.

    En 1979, cuando apareció Si una noche de invierno un viajero, se habían creado pocos audiolibros (el primero, en 1975, lo hizo el escritor colombiano David Sánchez Juliao), no existían móviles ni ordenadores personales, ni iPods.

    Estás empezando a leer un libro que explora cómo nos mezclamos con otras culturas, y no sólo por las migraciones. En la misma persona se combinan la lectura que se oye en un disco, los libros escaneados, la publicidad televisiva, los iPods, las enciclopedias digitales que cambian todos los días y diversas imágenes, textos y saberes que hormiguean en la palma de tu mano, donde conectas el móvil.

    No estás ante una enciclopedia ni ante un diccionario, pese a que hay algunas definiciones y se cuestionan otras. Aquí se reúnen conocimientos y aproximaciones a palabras que no se hallan en estado de diccionario.

    Tampoco es propiamente un libro, sino un lugar donde se indaga para qué sirven hoy los libros, cuándo es mejor averiguar algo en Internet, si es censurable o deseable conseguir vídeos «piratas» o bajar música gratis, qué sentido tiene hacer arte, exhibirlo, ir a verlo o no.

    Una enciclopedia organiza con erudición el sentido de los saberes. Los diccionarios fijan el significado de cada término, lo diferencian de otros y legislan sobre los usos correctos. En un tiempo de préstamos y negociaciones entre varias lenguas, entre lenguas e imágenes, no captamos los significados si no estudiamos las peripecias de las palabras, cómo se deslizan en los actos de quienes leen, ya sean espectadores o navegantes por el ciberespacio. Una vasta bibliografía discute qué es un lector, otra qué es un espectador... desde ese punto comenzamos a entrever qué puede ser un internauta. Aquí tratamos que las tres preguntas se reconozcan como indecisiones de las mismas personas.

    ASOMBRO

    Condición que desde Platón hasta Karl Jaspers y Bruno Latour ha sido considerada por muchos filósofos como el origen del conocimiento. Durante unas décadas fue el recurso de las artes de vanguardia para distinguir sus efectos estéticos de los producidos por el folclore y la industrialización de la cultura: la sorpresa incesante de las innovaciones frente a la monotonía atribuida a las tradiciones o a la estandarización de los medios y diseños masivos. En el momento en que las artes dejaron de llamarse de vanguardia cedieron al mercado, a las galerías, a los editores y a la publicidad la tarea de suscitar el asombro para atraer públicos.

    Los antropólogos también lo cultivan en tanto especialistas en culturas exóticas, costumbres poco habituales o que ya nadie cree que se practiquen, y por eso uno de ellos propone designarlos «mercaderes de lo insólito» (Geertz, 1996: 122). Varios antropólogos, asombrados con la globalización, temen que el cruce de tantas culturas «aumente el número de personas que han visto demasiadas cosas para ser susceptibles de sorprenderse fácilmente» (Hannerz, 1996: 17). Hace unos años los estudios antropológicos y culturales comenzaron a preguntarse qué sucedía cuando las prohibiciones musulmanas se ejecutaban en Manhattan o París, las artesanías indígenas se vendían en boutiques modernas y las músicas folclóricas se convertían en éxitos mediáticos. Hoy todo eso se ha vuelto tan habitual que es difícil asombrar a alguien escribiendo libros sobre tales mezclas. Las humanidades clásicas tienden a conjurar lo que aún nos puede desconcertar en esas «confusiones», reafirmando el canon de los saberes y las artes occidentales. Un sector de los científicos sociales, sobre todo economistas y politólogos, trató de reordenar ese «caos» reduciendo la complejidad de la globalización a

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