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Disenso: Ensayos sobre estética y política
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Libro electrónico377 páginas6 horas

Disenso: Ensayos sobre estética y política

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Disenso. Ensayos sobre estética y política ofrece un conjunto de ensayos que brindan un valioso punto de partida para entender las implicaciones políticas y estéticas del pensamiento de Rancière. Se trata de textos recientes, escritos entre 1996 y 2004, compilados por Steven Corcoran. Comienza con "Diez tesis sobre política", un resumen de la perspectiva política que Rancière desarrolla en Desacuerdo, posteriormente discute qué es la democracia y qué es el consenso. Este último es concepto clave dentro de su pensamiento ya que además de brindarle soporte para desarrollar su idea de disenso, le sirve de puente entre sus más grandes preocupaciones teóricas, así como en sus intervenciones en la política y estética actual.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 oct 2019
ISBN9786071663061
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    Disenso - Jacques Rancière

    Jacques Rancière

    es uno de los principales referentes de la filosofía francesa contemporánea. Marcado en una primera etapa de su pensamiento por las enseñanzas de su profesor Louis Althusser, colaboró en la redacción de Para leer El capital, texto decisivo para la interpretación marxista de la época. Gran parte de su obra está enfocada en la comprensión de los fundamentos del movimiento de mayo del 68 francés; además, es conocida por las críticas radicales a sus contemporáneos, como Gilles Deleuze, Antonio Negri, Giorgio Agamben, Alain Badiou y Jacques Derrida. Es profesor emérito de la Universidad de París 8 y de la European Graduate School.

    Disenso

    Traducción

    Miguel Ángel Palma Benítez

    Revisión técnica

    Leticia Flores Farfán

    Carlos Francisco López Ocampo

    Jacques Rancière

    Disenso

    Ensayos sobre estética
    y política

    Edición e introducción

    Steven Corcoran

    Sección de Obras de Filosofía

    Primera edición en inglés, 2015

    Primera edición en español, 2019

    Primera edición electrónica, 2019

    Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

    © 2010, 2015, Jacques Rancière and Steven Corcoran

    Esta traducción se publica por acuerdo con Bloomsbury Publishing Plc.

    Título original: Dissensus: On Politics and Aesthetics

    D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-6306-1 (ePub)

    ISBN 978-607-16-6197-5 (impreso)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Índice

    Nota a la edición en inglés

    Introducción

    PRIMERA PARTE

    La estética de la política

    I. Diez tesis sobre la política

    II. ¿Significa algo la democracia?

    III. ¿Quién es el sujeto de los derechos del hombre?

    IV. Comunismo. De la realidad a la irrealidad

    V. ¿Pueblo o multitudes?

    VI. ¿Biopolítica o política?

    VII. El 11 de septiembre y después: ¿una ruptura del orden simbólico?

    VIII. De la guerra como forma suprema del consenso plutocrático

    SEGUNDA PARTE

    La política de la estética

    IX. La revolución estética y sus resultados

    X. Las paradojas del arte político

    XI. La política de la literatura

    XII. El monumento y sus secretos, o Deleuze y la capacidad de «resistencia» del arte

    XIII. El giro ético de la estética y de la política

    TERCERA PARTE

    Respuesta a los críticos

    XIV. El uso de las distinciones

    Índice analítico

    Nota a la edición en inglés

    Varios artículos incluidos en esta compilación ya han aparecido en inglés. He consultado la traducción que Davide Panagia y Rachel Bowlby realizaron de las «Diez tesis sobre la política», que se publicó primero en el periódico en línea Theory and Event, vol. 5, núm. 3 (2001), y quedo en deuda con su trabajo; «¿Significa algo la democracia?» apareció por primera vez en Adieu Derrida, recopilación editada por Costas Douzinas, Palgrave Macmillan, Londres, 2007, y ha sido ampliamente revisada aquí, al igual que el ensayo «¿Quién es el sujeto de los derechos del hombre?», publicado por primera vez en el South Atlantic Quarterly, vol. 103, núm. 2-3 (primavera-verano de 2004), pp. 297-310. Debo agradecer también a Khenya Bag por la autorización para reimprimir una versión un poco modificada de «La revolución estética y sus resultados», previamente publicada en la New Left Review, vol. 14 (marzo-abril de 2002), pp. 133-151. «La política de la literatura» apareció por primera vez en SubStance, vol. 33, núm. 1 (2004), pp. 10-24. Finalmente, he consultado la traducción de «El giro ético de la estética y de la política» que realizó Jean-Philippe Deranty, publicada en Critical Horizons, núm. 7 (2006), pp. 1-20; no obstante, la versión que se incluye aquí está tomada de mi traducción del libro de Rancière, Aesthetics and Its Discontents, Polity, Londres, 2009, pp. 109-132, y aparece gracias a la amable autorización de Sarah Dogson de Polity Press y Joanna Delorme de Galilée.

    Me gustaría agradecer a todos los que contribuyeron con este proyecto: a Aurélie Maurin por sus vívidas discusiones sobre las sutilezas lingüísticas del francés, a Gene Ray y Elad Lapidot por sus valiosos comentarios sobre la traducción al inglés y sus agudas observaciones teóricas, y a Sarah Campbell y Tom Crick, antes en Continuum, que mostraron una inmensa paciencia, así como a Frankie Mace y Liza Thompson, en Bloomsbury, por su dedicación para llevar a cabo esta edición.

    Introducción

    ¹

    STEVEN CORCORAN

    Los ensayos de esta compilación, escritos entre 1996 y 2004, son algunos de los más estimulantes y provocadores de Jacques Rancière, dado que tocan diversas cuestiones políticas, estéticas y filosóficas de nuestra época; cuestiones de subjetividad política, otredad y emancipación: la desaparición de la política igualitaria y la reducción del espacio político; la especificidad del arte y sus diversas transformaciones desde el arribo de la llamada modernidad, y el estado de la universalidad concreta y del discurso filosófico. Así, los ensayos están divididos en tres secciones que más o menos corresponden a esos tres grupos de cuestiones: la estética de la política (política), la política de la estética (arte) y respuesta a los críticos (filosofía). La idea detrás de esta compilación es mostrar cómo las contribuciones de Rancière al pensamiento de la heterogeneidad radical, que se sintetizan en el concepto de disenso, arrojan nueva luz sobre esas cuestiones y lo separan de una amplia variedad de pensadores, desde Hannah Arendt hasta Giorgio Agamben, incluyendo a Jacques Derrida, Antonio Negri, Jean-François Lyotard y Alain Badiou.

    Estos ensayos contienen ideas y conceptos que a menudo ya han sido tratados a detalle en obras que ocupan libros completos.² Al mismo tiempo, revelan nuevos aspectos de esos conceptos e ideas, a medida que Rancière lleva su lucha a distintos frentes o se desplaza hacia nuevos panoramas que construyen nuevos caminos u obstáculos y obligan a replantear los argumentos que propone para levantar el mapa de nuestro presente político y artístico.

    En las siguientes líneas daré un poco de contexto a la obra de Rancière, al tiempo que desarrollaré algunos elementos clave de su noción de disenso. De este modo, también señalaré cómo esto lleva a Rancière a reconfigurar la manera en que entendemos el arte, la política, la filosofía y sus interrelaciones.

    Arte y política

    ¿Qué es la política? ¿Qué es el arte? ¿Cómo debemos concebir su íntima y evidente interrelación? En un primer acercamiento, arte y política, en cuanto dominios singulares del pensamiento y la actividad humanos, pueden tomarse como dos realidades separadas, cada una con su propio principio de posibilidad. La política se entiende así, por ejemplo, siempre que se le define como una forma específica de la lucha por el poder, como el ejercicio del poder y su modo de legitimación; lo mismo sucede con el arte, cuando, en términos modernos, se le define de acuerdo con el proceso por el cual se ha separado poco a poco de los imperativos de la lógica mimética y, por ejemplo, se vuelve autónomo al forjarse dentro de la especificidad de su medio.³ Desde esta perspectiva, surge entonces la pregunta de si estas dos realidades separadas, poder político y autonomía estética, deben ponerse en relación una con otra y, de ser así, cómo y bajo qué condiciones. La noción según la cual Platón trató de excluir la perversa influencia del arte de su forma de gobierno en la República es parte de esta visión de las cosas, como lo son todos los debates que oponen el «arte político» al «arte por el arte».

    Sin embargo, por razones que se aclararán más adelante, Rancière, como muchos de su generación, replanteó las cuestiones del arte y la política no tanto como si cada uno tuviera su propio principio de realización, sino, más bien, como formas de pensamiento y práctica que son heterogéneas a tales principios, que adquieren su efectividad específica a través de operaciones que rompen con toda interpretación del arte y la política como el dominio de aquellos que, por ser artistas, políticos o intelectuales, tienen las capacidades necesarias para efectuar esa realización y llevar a otros a tomar conciencia y, después, a la acción.

    Para Rancière, y para muchos otros, lo que mostró mayo de 1968 fue que hay una conexión específica entre tales formas de conocimiento y el orden del poder desigual; ambos implican una división de la humanidad en dos: entre aquellos con las capacidades necesarias o los títulos para dominar sobre algún territorio, entre aquellos que son capaces y aquellos que no lo son. No se puede hacer suficiente hincapié en cómo durante los eventos de mayo surgieron formas de experiencia y conocimiento que fracturaron este orden de poder /conocimiento, que dieron testimonio de la existencia de innumerables capacidades que permanecieron necesariamente excluidas del orden del poder y mostraron que las divisiones del conocimiento eran terrenos construidos de manera contingente, los cuales limitaban arbitrariamente las relaciones entre formas de actividad, esferas de vida y modos de discurso. La reformulación de esas relaciones durante mayo de 1968, inseparable de su miseria igualitaria de formas de autoridad, mostró a Rancière y a muchos otros que no hay «dos tipos distintos de inteligencia», es decir, «aquellos que son objetos de conocimiento y aquellos que son sujetos de conocimiento» con acceso a la totalidad de la que está excluida la gente ordinaria, sino que todos forman parte de la misma inteligencia. Desde entonces, Rancière ha tratado de analizar detalladamente las condiciones de posibilidad de esos efectos igualitarios que resultan de romper con el orden jerárquico, obteniendo de ellos un «método de igualdad» que se opone a la lógica de las capacidades y los territorios.

    De esa forma, Rancière llegó a entender el arte y la política como prácticas singulares y totalmente contingentes que rompen las reglas que controlan la experiencia «normal». La política —o la democracia, que para Rancière es lo mismo—, entendida como aquello que es irreductible a cualquier forma estatal o sociedad, rompe con la distribución de terrenos y capacidades, con las interpretaciones consensuadas de los hechos, con la anticipación de las formas del poder político desde la «evidencia» de las formas sociales. Pone «en juego, al mismo tiempo, la evidencia de lo que es percibido, pensable y factible, y la división de quienes son capaces de percibir, pensar y modificar las coordenadas del mundo común».⁴ La singularidad de su siempre localizada aparición testifica nada menos que una universalidad: que, en esencia, el discurso político tiene que ver con la discusión sobre la igualdad de todos y cada uno. Del mismo modo, el arte surgió primero como una suspensión igualitaria de los modos jerárquicos de representación que prevalecieron en las formas artísticas de creación hasta finales del siglo XVIII (esto lo analizo con más detalle en la segunda parte).

    Por lo tanto, arte y política no deben entenderse como procesos distintos, cada uno con un cierto lugar y principio de realización dentro del campo social y que, bajo ciertas condiciones, pueden entonces estar relacionados. Éstos más bien difieren y se buscan entre sí en sus dos formas existentes de disenso; es decir, los procesos que llevan a cabo una suspensión de la lógica que instaura a la política como el dominio de aquellos que nacieron para gobernar, y al arte como lo que está destinado a mantener la función social, etc. Como ya he mencionado, muchos otros pensadores también han querido pensar la universalidad del arte y la política como procesos heterogéneos, como excepciones contingentes a la lógica que rige los tipos de jerarquía social. Lo que distingue al esfuerzo de Rancière del de otros, como el «acontecimiento verdadero» de Badiou o la «afirmación de la libertad abisal» de Žižek, es que él ve esa emergencia no como la expresión de algún poder ontológico (o no ontológico) de la diferencia real, sólo accesible para la especulación filosófica; más bien, Rancière entiende esta ruptura de la jerarquía social precisamente como un proceso de reordenamiento de los sentidos, un di-sentir o una revuelta lógica en el sentido de Rimbaud. Su tesis más general es que lo que esas prácticas hacen, cada una a su manera, es llevar a cabo una redistribución de lo sensible. Hasta ahora, para que se contaran las capacidades desconocidas de los obreros, primero tuvieron que separarse de las formas de espacio, tiempo y competencias que los identificaban como obreros y los relegaban a la simple reproducción del orden. Tuvieron que dejar de identificarse con esas formas y crear una nueva parte, irreductible a la «policía» o a la distribución jerárquica de la comunidad en distintas partes, cada una con sus funciones; una parte singular de aquellos sin parte, una parte que evade la cuenta y manifiesta su igualdad esencial.

    Para que el arte y la política moderna surgieran fue crucial lo que Rancière no duda en llamar una «revolución estética», que para él significa la creación de un sensorium específico en el que las reglas que subordinan las prácticas humanas a una función social, y los cuerpos a lugares y horizontes correspondientes de afecto, se reestructuran y se suspenden. Esta revolución es una reestructuración gradual del campo de lo sensible antes que una ruptura abrupta inducida por algún cambio repentino en las formas de creación. Si «el pueblo» fue capaz de subir al escenario de la historia, como Rancière parece sugerir, es porque la dimensión estética surgió como «una división autónoma de lo perceptible o sensible, que es distinta de todo juicio sobre su uso y define así un mundo de comunidad virtual —de comunidad exigida— sobreimpreso al mundo de los órdenes y de las partes que da un uso a todas las cosas», porque la «política moderna», continúa Rancière, «se libra en primer lugar en esta distinción de una comunidad sensible virtual o exigible por encima de la distribución de los órdenes y las funciones».⁵ Los obreros y las mujeres, verdaderos nombres de sujetos democráticos, surgieron sólo en la medida en que los obreros y las mujeres, como individuos, dejaron primero de identificarse con su posición social o su carencia de ella y reformularon poéticamente su propia autopercepción y la de su mundo. La estética no es lo que confunde el funcionamiento de las verdaderas relaciones de poder. La relación entre estética y política es más dialéctica: la politización sólo puede ocurrir con el «sentido de una posesión común tanto de los poderes del lenguaje como de los espectáculos de la naturaleza o el decoro de la ciudad»; va de la mano «con la capacidad de apropiarse de la práctica del lenguaje poético y la mirada desinteresada sobre lo visible».⁶

    Así, para Rancière, la genuina práctica política y artística (y filosófica, como se verá) lleva consigo una forma de emancipación; es inseparable de la construcción de estructuras sensibles en las que los cuerpos son arrancados de sus lugares asignados y muestran competencias verbales y capacidades emocionales que supuestamente no deberían tener, en virtud del tiempo y el espacio que ocupan. Por lo tanto, en el núcleo del disenso hay procesos de desidentificación o procesos que desatan los lazos que amarran a los cuerpos a lugares específicos, a las diversas formas de la privatización del habla o la emoción. Así, el disenso no puede equipararse con alguna diferencia de opinión, como una disputa sobre qué «medidas políticas» adoptar, por quién votar y otras parecidas; tampoco se trata de remplazar a un grupo de gobernantes por otro. Consiste en desafiar la lógica misma del conteo que distingue a algunos cuerpos como seres políticos en posesión del lenguaje y consigna a otros a la simple emisión de ruido; que señala a unos como seres de decisión y acción y relega a los otros a la esfera pasiva de la reproducción, que considera capaces de sentimientos y pensamientos refinados a unos, y a otros como salvajes atrapados en la mera supervivencia, a algunos capaces de pensar y seguir el ritmo de la época y a otros sólo capaces de reaccionar al cambio. No podemos suponer que la política es una dimensión universal de la experiencia que la filosofía se encarga de pensar cuidadosamente: un sujeto político sólo puede localizarse en sus formas de argumentar propias de la situación, en los objetos de lo común que fabrica y en su verificación de una igualdad que es irreductible al conteo policial. Esto significa que sólo surge mediante un proceso que trasciende formas de pertenencia cultural e identitaria y jerarquías entre discursos y géneros, entre esferas de lo que se considera político y artístico y lo que no.

    Evidentemente, Rancière no es el primero en sostener que la singularidad de esas actividades radica en su desafío radical al terreno jerárquico de las relaciones entre poder y conocimiento. Su excepcional contribución radica en la manera en que vuelve a introducir, en el debate sobre la política y el arte, una visión genuinamente nueva sobre su posibilidad que no abandona una perspectiva de emancipación. El arte y la política están implicados entre sí en la medida en que producen efectos de igualdad. Sin embargo, no se refuerzan simplemente entre sí en la feliz producción de tales efectos. En realidad, si el arte y la política van a engendrar los efectos en los que insisten, deben conservar el carácter distintivo de sus respectivos procesos. Mantener ese carácter se complica por el hecho de que, como Rancière muestra magistralmente, la política tiene su estética, su manera específica de volver a distribuir lo sensible, mientras que el arte estetizado tiene sus propias formas de política, las cuales difieren y, bajo ciertas condiciones, pueden ir en contra de las manifestaciones de la igualdad política.

    La estética de la política

    Litigio político

    Así, en primer lugar, ¿qué significa la igualdad? No equivale a la simple visión humanista de que tanto el arte como la política contribuyen a la comprensión de que todos somos fundamentalmente iguales fuera del orden jerárquico que lo niega y nos aliena. La igualdad que apoya el discurso político no es una esencia; no es un valor ni una meta. Es una «simple» presuposición de teoría y práctica, un principio vacío sin contenido inherente o una gramática específica propia, debido a que la igualdad ni siquiera es exclusiva de la política o del arte. La misma condición de posibilidad de una política igualitaria debe situarse en algo particularmente paradójico: el funcionamiento del orden desigual también presupone la igualdad de los individuos como seres hablantes al mismo tiempo que la rechaza.⁷ Rancière sostiene que la política puede aparecer debido a las inevitables contradicciones que surgen en las relaciones desiguales, las cuales presuponen igualdad pero al mismo tiempo tratan de borrar sus marcas. La igualdad es así una presuposición vacía que puede funcionar en ambos sentidos. Tal vacío es esencial: los mismos seres sociales que se cuentan como iguales entre iguales, con exclusión de la vasta mayoría, no pueden vincularlo a ningún rasgo biológico o antropológico, y por esta razón, de ponerlo en práctica, no pueden excluir a nadie.

    Dada esta condición paradójica, Rancière argumenta que la igualdad política tiene una estructura retroactiva: al estar vacía, la igualdad sólo puede postularse y demostrarse de forma retroactiva a través de su verificación. Primero se presupone la igualdad, luego sobre la base de ésta se verifican los efectos de la presuposición, contra todos los intentos de rechazarla. Lo que surge de inmediato es el doble efecto de un mundo de igualdad que aparece dentro de un mundo de desigualdad, ambos basados en el vacío. El resultado contiene aquí una desventaja para el orden jerárquico: al estar basadas en el vacío de una presuposición vacía, las manifestaciones de igualdad pueden localizarse en cualquier lugar sin exclusión. Sin embargo, convertir la igualdad en el principio de una nueva comunidad no puede realizarse sin suprimir completamente la política.

    Por otra parte, si Rancière enfatiza a menudo la naturaleza azarosa de la política contra todos los intentos de explicar los acontecimientos políticos a partir de las causas subyacentes es precisamente porque nada explica por qué la gente decide levantarse y demostrar su igualdad con los que gobiernan. La emancipación siempre es el terreno de quienes deciden, por así decirlo, excluirse a sí mismos. Esto quiere decir que cada momento político lleva consigo el incremento incalculable de quienes deciden demostrar su igualdad y organizan su rechazo contra las injusticias que promueve el statu quo. Todo disenso es entonces una anulación de la propiedad de la identidad y de la identidad de la propiedad, que funciona mediante la configuración de diferentes formas de relaciones entre lo sensible y lo inteligible.

    Así, esta visión de la igualdad significa que mientras la política y el arte apuntan a una dimensión que es irreductible a cualquier horizonte sociopolítico dado, ambos sólo llegan después, y sólo existen a través de los efectos disruptivos que producen. En su más alto nivel de abstracción, esta disrupción apunta a lo siguiente: el disenso involucra «una organización de lo sensible en la que no hay ni realidad oculta bajo las apariencias, ni régimen único de presentación y de interpretación de lo dado que imponga a todos su evidencia».⁸ El disenso es precisamente la organización de esa presentación sensible que se sustrae de la distinción entre apariencia y realidad, como de cualquier idea de un régimen único de presentación. Y la subjetividad o el operador que lleva a cabo esta organización no tiene base en la situación, a excepción de los materiales con los que reestructura una división consensuada de lo sensible.

    El énfasis del concepto de reparto de lo sensible de Rancière es, así, inequívocamente materialista en la medida en que no se asume que la subjetividad política igualitaria exista antes de la postulación de la igualdad y de su verificación. La estructura retroactiva de subjetivación política significa que no hay sujeto que exista antes de los efectos de igualdad que le dan coherencia. Los ejemplos de la política se extienden desde el dē̃mos de la antigua Grecia, hasta las multitudes de Alemania del Este gritando «somos el pueblo» contra su incorporación estatalista. La diversidad de ejemplos históricos no constituye una historia global, pero todos ellos comparten una cosa: definen la puesta en práctica del principio igualitario como una situación discursiva de un tipo particular. La igualdad sólo puede ponerse en práctica como un litigio sobre la injusta exclusión del orden del discurso político. ¿Por qué? Cuando los obreros del siglo XIX volvieron a inscribir el trabajo «poéticamente» como un objeto común con ramificaciones políticas, después de ser un objeto que designaba una relación esencialmente privada entre empleado y empleador, lo que estaba en juego era el reconocimiento de la propia capacidad de este sujeto para designar tal objeto y discutir sobre él. Si el discurso político es litigioso, lo es en la medida en que discute como infundada la extensión de predicados que distribuyen competencias, según las cuales el discurso de algunos es designado como político y el de otros como ruido, relegándolos de esa forma a la oscuridad de lo simplemente dado. Es litigioso porque pone de manifiesto, a través de sus manifestaciones, que las continuas justificaciones para mantener el orden de las capacidades trabajan arbitrariamente para excluir a estos sujetos y objetos del campo de visibilidad. Así, el suplemento político del orden social rompe la objetividad de la situación de su cuenta y obliga a replegar toda idea de que hay valores o intereses comunes que unifican a una sociedad, y que los que la gobiernan tienen (deben tener) la disposición o el título para hacerlo. Las justificaciones de ese orden toman así el aspecto de una defensa del privilegio arraigado, aunque enteramente contingente, mientras que el disenso político muestra, por el contrario, que no existen razones que puedan justificar la exclusión de nadie del orden del discurso.

    Frentes teóricos

    Por lo que respecta a la política, el proyecto teórico de Rancière se ha situado claramente en dos frentes principales. El primero, cuyo mejor ejemplo es el célebre teórico marxista Louis Althusser, lo coloca en contra de todos los intentos científicos por conocer la verdad de las masas.¹⁰ En términos de Althusser, ese intento se articuló mediante la famosa distinción entre esfuerzo científico y confusión ideológica. En contraste con el lenguaje de las masas, ideológicamente confundido debido a su lugar (inferior) en el orden social, la ciencia del o de la intelectual es lo que le permite discernir la verdadera condición de aquellas masas. Este marco de análisis, forjado por uno de los teóricos más radicales del marxismo, se derrumbaría en la unión sin precedentes del debate intelectual y las luchas obreras que se constituyó en mayo de 1968. Las exigencias de los talleres para que, por ejemplo, los obreros tomaran el control escapaban a las formas existentes de representación, orientadas hacia las negociaciones en la cúpula, entre las estructuras del partido y del sindicato. Esas demandas, que llevaban consigo la construcción del objeto «trabajo» como un objeto común, no sólo estaban estructuralmente excluidas de los esquemas de «comunicación» existentes, sino que además mostraron que, al contrario del marxismo científico de Althusser, las masas no necesitaban ser informadas de las razones de su dominación. La emancipación no comienza ahí: mayo de 1968 demostró muy bien que las masas son perfectamente capaces de desarrollar su propio conocimiento, un tipo de conocimiento que fractura las categorías existentes que dan forma a nuestra sensibilidad.

    Para muchos de los queestuvieron activos en mayo de 1968, como Rancière, lo que resultó sorprendentemente claro es que la razón política no es algo que ocurra a espaldas de las masas; al contrario, sin que los filósofos políticos lo sepan, no hay otro lugar de razón política, no hay otra posición desde la cual entender el avance político más que las escenificaciones igualitarias que llevan a cabo las mismas masas. El escenario del filósofo político siempre es una construcción producida de manera retroactiva y diseñada para oscurecer, de una u otra manera, tal avance, dando la solidez de un fundamento a lo que sólo tiene justificación en sus efectos. De esta forma, el pensamiento político no es lo que realiza de manera trascendente el intelectual que lee la «cultura política» a través de sus signos de verdad, sino lo que de forma inmanente produce el colectivo de los que, por raro que sea, están involucrados en la acción política.

    Así, al igual que mayo de 1968 mostró que no hay necesidad de explicar a los obreros las razones de su dominación, también reveló que la construcción de esta tarea teórica, y la clase obrera ficticia que se apropia, tiene que ver sobre todo con los esfuerzos de la teoría por apuntalar un lugar para sí misma por razones de jerarquía. Esos obreros y estudiantes mostraron que el acceso a la política es inmediato, que no tiene que pasar por ningún discurso especializado o metodología y que, en última instancia, la división entre quienes hablan y quienes sólo hacen ruido se sostiene únicamente por los efectos de la misma división. Esto es lo que todos los acontecimientos genuinamente políticos demuestran: la brecha entre un mundo, cuyos efectos de división están sostenidos por el conteo policial, y otro en el que esta lógica se suspende mediante la introducción de nuevos objetos y sujetos de más en la cuenta.

    El segundo gran frente del proyecto de Rancière se relaciona con los intentos, más pragmáticos y liberales, de delinear las condiciones del habla performativa para la política. El esquema habermasiano, por ejemplo, supone la existencia de restricciones pragmáticas a priori que determinan la propia lógica del intercambio argumentativo. Supone que los interlocutores están obligados a entablar una relación de comprensión mutua; al fallar ésta, entran en una contradicción performativa y pierden su coherencia. Sus identidades e intereses se distinguen debido a que esta lógica presupone justamente que la existencia de los interlocutores está preestablecida. En contraste con Habermas, Rancière enfatiza el hecho de que el discurso político genuino lleva consigo, ante todo, una disputa sobre la calidad misma de quienes hablan. En realidad, el argumento de Rancière socava todos los intentos de deducir una forma de racionalidad política de una supuesta esencia del lenguaje o actividad de comunicación entre compañeros preestablecidos en un debate. El debate político, como hemos visto, lleva consigo cierto tipo de manifestación que demanda una desidentificación: los obreros no discuten como colectivo según su competencia como trabajadores, sino, por el contrario, a partir de su desidentificación con su ser que se define por su subordinación a un tiempo de trabajo y de descanso en el que no hay tiempo para involucrarse en asuntos políticos. Por tanto, la lucha política propiamente dicha no es un asunto de debate racional entre múltiples intereses, un debate cuyas normas tienden a un resultado justo. Es una primera lucha en la que el discurso político surge a través de una ruptura entre el discurso y la posición social —o la falta de ella—, entre lo que se dice y quién lo dice. Sólo sobre esta base puede surgir el conflicto adecuado para crear una comunidad política, pues la ruptura del discurso permite la articulación de un «nosotros» que es irreductible a un interés situado en el campo social, incluso a uno no reconocido. El «nosotros» en cuestión no tiene ninguna existencia antes de su articulación y de su manifestación, la cual reside en mostrar que el discurso político no presupone contar con las competencias o cualidades supuestamente necesarias, sino que el control de quienes gobiernan se mantiene simplemente por el hecho de que gobiernan y por la exclusión ilegítima de las masas anónimas del orden del discurso y de la visibilidad de los asuntos públicos.

    Cabe destacar aquí que, sobre esta base, Rancière puede argumentar que el tipo específico de conflicto que trae consigo el disenso político no tiene nada que ver con las formas de lucha asociadas a la supuesta separación entre amigo y enemigo. El disenso político de Rancière no es un regreso de la problemática noción schmittiana, según la cual la política tiene que ver con decidir quién es el enemigo. Para Rancière, la

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