Filosofía radical y utopía: Inapropiabilidad, an-arquía, a-nomia
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Filosofía radical y utopía - Andityas Soares de Moura Costa Matos
23.
Capítulo 1
LA FILOSOFÍA RADICAL Y SUS ENEMIGOS
La fuerza de la destrucción es una fuerza creadora.
M. Bakunin
1. ¿FUNDAMENTO?
Lo que podría decirse de la filosofía radical es, sobre todo, aquello que no es. No es filosofía descriptiva, y no se identifica con el pensamiento masturbatorio centrado sobre sí mismo y que nada tiene que decir sobre un futuro preocupado en amontonar ordenadamente las ruinas del pasado, cuya permanencia en el horizonte del presente queda así garantizada para siempre. Desde esta perspectiva, la filosofía radical se insiere en la matriz del pensamiento constituyente, siempre crítico respecto a las relaciones de poder continuamente celebradas por el pensamiento constituido.
No hay mejor imagen que ilustre la filosofía no radical que aquella legada por la tradición: el ave de Minerva. En el prefacio de Fundamentos de la filosofía del derecho (Grundlinien der Philosophie des Rechts oder Naturrecht und Staatswissenschaft im Grundrisse), Hegel explica por qué la lechuza es el símbolo de la filosofía: siempre llega al final.¹ Cuando todo el espectáculo del día acabó, cuando algunas guerras fueron ganadas y otras perdidas, bajo el sol de un crepúsculo excesivamente manso, meditativo y burgués, viene a posarse la lechuza; cuando todo ya ha sido visto, cuando todo ya ha sido juzgado, y también le ha sido otorgado su sentido. La lechuza vio al Espíritu, a la Razón, a Dios; posada sobre los hombros de Hegel, esta no exclamará el nevermore del pájaro agorero de Poe, sino el reconfortante forever de una filosofía que solo se compromete a no cambiar nada, capaz únicamente de pensar dentro de los límites de aquello que ya fue dicho y hecho. Una filosofía como esta se preocupa enormemente ante cualquier mancha o suciedad capaz de indicar un mínimo de futuro.
En su decimoprimera tesis contra Feuerbach,² Marx repudia los escenarios en los que el pensar, ya transformado en mera función académica, se torna rigurosamente inútil: los filósofos anteriores se limitaron a interpretar el mundo, ahora es el momento de transformarlo. Si bien no se puede decir que Marx fundara la filosofía radical —hubo otros antes que él—, sin duda será con él que esa posición adquiere madurez y autoconciencia, así como también toma peso y consistencia.
Hegel vio la filosofía como una estructura capaz de aprehender en el pensamiento únicamente el tiempo presente, instaurando de ese modo una vía directa de lo real a lo racional. Todas las visiones de un mundo diverso de lo que es son rechazadas por él como meras opiniones subjetivas, dado que la objetividad racional de lo que es termina imponiéndose a lo que debe-ser.³ Sin embargo, al operar con las viejas díadas kantianas del ser y del deber-ser, Hegel olvida otra posibilidad, radicada en el venir-a-ser.
El venir-a-ser expresa las potencias contenidas en el ser, revelándose en el proceso de la historia de manera imprevisible y plural, haciendo posible que, más allá de la realidad y de la idealidad, exista una categoría irreducible a ambas: la utopía. De ahí que no solo exista un mundo que es y la fútil imaginación que exige que deba ser, sino también las potencialidades reales de su ser. Sin comprender esto es imposible escapar de una caracterización mecánica y progresista de la historia, gracias a la cual el ser generaría continuamente más ser, en una línea que va de lo real a lo ideal. Debord tiene razón cuando dice que Hegel no interpretaba el mundo —como este otro aseguraba—, sino su transformación, la cual se daría por sí misma, automáticamente y obedeciendo a las leyes de la historia y del Espíritu.
A Hegel le queda hacer el trabajo sucio del filósofo: la glorificación de lo que existe bajo la presuposición de un plan previo del Espíritu consistente en hacer lo que quiere y querer lo que hace. Este plan se presenta inicialmente como algo acabado, ya que de otro modo sería imposible pensarlo.⁴ En cambio, la tarea de una filosofía radical solo puede ser la inversión de este camino, transformando el pensamiento en realidad, es decir, transformándose en pensamiento práctico.⁵ Por poner un único ejemplo de tal postura, bastaría citar El 18 brumario de Luis Bonaparte (Der achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte), escrito por Marx en el calor del momento mediante lo que Engels califica, en el Prefacio de 1885, de comprensión eminente de la historia viva en curso
, una especie de clarividencia en relación con los hechos en el momento que ocurren
.⁶
Aunque ambos caminos —el de la historia-plan de Hegel y el de la historia-práctica de Marx— puedan ser objeto de las magias de la dialéctica, que incesantemente convierte al uno en otro, haciendo a lo real y a lo racional transitar entre sí de manera indistinguible, aquí importa destacar el punto de partida que, por ser inicial, expresa un compromiso ético-político: cambiar la realidad al mismo tiempo que esta es comprendida. Por tanto, la filosofía radical no puede contentarse con ser solo una ontología crítica del presente
, para recordar las palabras de Michel Foucault.⁷ Si esta ontología tiene el mérito de contraponerse a lo que Foucault califica como analítica de la verdad
, su mero compromiso con el tiempo presente y los sujetos que lo construyen son insuficientes para dar cuenta de la naturaleza transformadora y utópica de una filosofía de la radicalidad, la cual carece de presente (en sentido cronológico), pero es presente (en el sentido de presencia) de modo intenso.
Aquí es preciso retornar a Marx, que en la introducción a la Contribución a la crítica de la economía política (Grundrisse), dejó claro que la teoría social precisa acompañar a las transformaciones sociales de su tiempo.⁸ No existen teorías generales capaces de prever hoy y siempre lo que está por venir, advertencia que puede ser levantada contra Hegel y su dialéctica, pero también contra aquella parte de la obra del propio Marx que tiende a ser dogmática y legisladora. No existen visiones más allá de la historia, existen simplemente visiones históricas que, por esta misma razón, asumiendo la apertura, son capaces de moldear historias. Solo cuando asumimos el carácter abierto y cambiante del mundo podemos, de hecho, actuando en tales dimensiones, modificarlo.
Del mismo modo, la filosofía radical precisa considerar el cambio estructural de las condiciones de pensabilidad del mundo, pero no como un limitador que impide trazar planes generales, sino como un potenciador de potencialidades
. Porque hacer filosofía radical significa, ahora, participar profundamente en las prácticas sociales siempre cambiantes y carentes de cualquier fundamento ontológico, abriendo la historia a lo inesperado.
Pero, ¿qué significa pensar el fundamento en una época como la nuestra? ¿Será posible, en la actualidad, llegar al corazón de las cosas, oponer el fondo al aspecto, el ser al parecer? ¿No estaría toda búsqueda de una instancia no aspectual condenada al fracaso? Cuestiones como estas son no solo preliminares, sino constitutivas de una filosofía radical. Si el fundamento fuera considerado como un tipo de suelo único del cual brotan las prácticas colectivas, lingüísticas y políticas etc., no tendría ninguna utilidad el intento monstruoso de pensar la raíz.
Las viejas ontologías del orden se hicieron añicos, se multiplicaron en miríadas de narrativas sociales altamente inestables, no sometidas a los patrones que antes dictaban con claridad aquello que era interior y exterior, esencia y apariencia, dado y construido. A diferencia de la modernidad, la posmodernidad —o lo que quiera que se entienda por ese vasto y equívoco nomen— se caracteriza por su carácter antidialéctico, tal como afirman Michael Hardt y Antonio Negri. No hay ahora vector alguno de asimilación que de dos haga uno. Por el contrario, nuestros tiempos continuamente hacen de lo uno, dos;⁹ esto significa que la apertura de sentido es incontrolada y múltiple. De ahí la necesidad del fundamento, entendido ya no como anclaje conceptual de las cosas, sino como eje provisional de producción de verdad.
La filosofía radical se constituye en la dimensión de un discurso autoconsciente, capaz de problematizarse continuamente, negando la dialéctica de la absorción que pretende conjurar y concentrar todo en sí y para sí. Para un discurso radical, no tienen sentido las afirmaciones ontologizadas de los modernos. La filosofía radical es un artefacto capaz de moverse en escenarios caracterizados por la inmanencia, la singularidad y la diferencia. A su vez, la dialéctica se presenta como lógica central y única, dotada de un sentido racional —y ¿por qué no decirlo así?: europeo, blanco y masculino— que se articula mediante las ideas-clave de la dominación, superación y absorción, reduciendo la multiplicidad de las diferencias reales a oposiciones binarias ideales, aglutinables finalmente en un orden pretendidamente unitario y artificial.¹⁰
Buscar el fundamento corresponde, por tanto, a una estrategia productiva radical, basada en la diferencia, en la hibridación y en la movilidad, oponiéndose a los modos tradicionales de la Ilustración reconfigurados por la dialéctica: verdad, pureza y estasis. Sin embargo, tal como advierten Hardt y Negri, la mera asunción de la diferencia y la movilidad no es liberadora por sí misma, pudiendo originar nuevas y más profundas estructuras de dominación. Basta notar que, a semejanza del contraimperio, el imperio también echa mano de estructuras de destemporalización, desterritorialización y mestizaje. La diferencia fundamental se sitúa siempre en el plano de la producción, tanto en lo que se refiere a los factores materiales y estructurales, como respecto a la verdad.¹¹ Desde esta perspectiva, en la Crítica al programa de Gotha (Kritik des Gothaer Programms), Marx destaca el carácter vano de todas las teorías de la justicia, ya que, como es inevitable, se refieren a reglas de distribución de bienes y males sociales, traducibles en la amplísima vacuidad de la fórmula milenaria de dar a cada uno lo que le corresponde
("suum cuique tribuere"). Sin embargo, cualquier distribución depende y se deriva de la forma de producción adoptada por los mecanismos competentes para hacerlo. Discutir la justicia sin discutir la producción es un ejercicio inútil, así como pensar la verdad sin dominar su producción no pasa de mero juego retórico.
¿Y qué es lo que el primado de la producción sobre la distribución de la verdad puede significar para la filosofía oficial, esta estructura tanto desmovilizadora como conservadora, siempre resistente a los cambios y protectora de los santos valores del progreso, de la razón y de la unidad? A estas alturas debería estar claro que una frase como esta solo puede funcionar en la dimensión de la blague, ya que en un contexto antidialéctico la filosofía no es nada; o aún más, es todo aquello que quisiéramos que sea cuando la producimos discursivamente. Eso —y solo eso— significa una expresión como filosofía radical
. Tomar el control de la producción de la verdad filosófica equivale, por tanto, a un continuo acto de fundación, percibiendo el potencial estrictamente antinatural de la experiencia del pensar. Si las cosas fueran como debieran ser, todo el pensamiento naufragaría. Hacer filosofía radical es, como querían los situacionistas, hacer que las ideas se vuelvan peligrosas de nuevo.
La dimensión controvertida, conflictiva y rebelde de la filosofía se fue perdiendo con el paso de los siglos. Para que eso haya sucedido, la filosofía se asoció a instancias trascendentes y se fundamentó en variadas —pero unificables— dialécticas de la razón. Autores como Habermas preferían ligar la filosofía a plexos valorativos ya dados y asumidos, aunque fueran de carácter mínimo, pero aun así incorporadores de una serie de presuposiciones comunicativas
y tolerantes
que siempre se refieren, por ejemplo, a cierta sociedad organizada con base en cierto derecho, es decir, a un derecho que se opone a los no derechos, a esos que no son morales, ni racionales o éticos y, en el extremo, no son cristianos, blancos, heterosexuales, occidentales y capitalistas.
Por tanto, un discurso sobre la radicalidad de la filosofía exige la capacidad de producirla bajo el signo de la diferencia y de la vacuidad originaria de sentido, asumiendo su faceta contrafáctica e incluso lúdica. Para ejemplificar tal proyecto, se puede evocar la idea de profanación del derecho propuesta por Agamben.¹² Profanar significa retirar de la esfera de lo sagrado aquello que había sido abandonado en ella, reintegrarlo al mundo de los gestos humanos para que, en el caso del derecho, la violencia fundadora no se convierta —como sucede actualmente de modo inmediato— en violencia fundamental. Un derecho desactivado de su función violenta, entregado al gesto, superviviente en la dimensión del juego o del estudio —como en El nuevo abogado (Der neue Advokat) de Kafka—,¹³ es un derecho preparado para asumir su tarea revolucionaria, reconvirtiendo —siempre de manera precaria— deber-ser en ser, ideal en real; nunca lo contrario.
A diferencia de lo que ocurre hoy, el derecho profanado no servirá para transformar lo real en ideal. Al hacerlo, el derecho oficial actúa como estructura retórica y disolvente de la experiencia, a la vez que justifica todas las barbaries necesarias para realizar los fines abstractos e inalcanzables del sistema. Por otro lado, un derecho profanado posibilitaría el tránsito de lo ideal a lo real, abriendo y forzando caminos que van del pensar al hacer, como corresponde a una filosofía radical, que a su vez también es una filosofía del fundamento, es decir, una filosofía política al más alto grado, ya que toma posesión de las instancias que la