La revolución científica del siglo XVII, que nos rescató de un «mundo cerrado» y jerárquico —el geocentrismo aristotélico-ptolemaico— para introducirnos, como nos dice Alexandre Koyré, en un «universo infinito» y democrático —el heliocentrismo copernicano-galileano— que, después, con la denominada «revolución copernicana» de la filosofía crítica de Kant en el siglo XVIII, dio paso a «la racionalización del mundo»: el origen oficial de la concepción moderna del hombre como poder constituyente, legislador autónomo y soberano de la naturaleza. Este antropocentrismo o humanismo moderno comenzó en realidad con el mito prometeico —aquel por el que el hombre emerge de su desamparo animal originario para convertirse en conquistador del mundo gracias a la técnica— y termina en nuestros días afirmando una «humanidad sin mundo», aquella por la que el hombre se define, en términos de Foucault, como un «doble empírico-trascendental»: un ser más «constituyente» del mundo que «constituido» por él. Sin embargo, este «excepcionalismo» ontológico de la humanidad occidental respecto al mundo, que se produce en la Modernidad, se vuelve profundamente ambivalente en el momento en el que su apropiación racional y su economización instrumental dan lugar a un profundo sentimiento de pérdida de dicho mundo.
Quizás por ello la posmodernidad denunció el poder constituyente de la humanidad como una inagotable matriz de ilusiones. Para esta última corriente filosófica del siglo XX, la modernidad representa la época en la que una verdad absoluta —el sentido de la historia del progreso del