LAS CIUDADES SE MUEREN DE SED
El acceso estable a un flujo abundante y limpio ha sido siempre una medida clave de la sostenibilidad de nuestras acciones. La gran paradoja es que, cuanto más nos hemos acercado a conseguirlo, más nos hemos aproximado al precipicio de arruinarlo con los residuos y el agotamiento de los manantiales. Hace más de tres mil años, los minoicos, en Creta, ya recolectaban en sus mansiones el agua de lluvia en patios y tejados, la almacenaban en depósitos subterráneos (cisternas), la distribuían mediante acueductos de corta distancia, fuentes y pozos y la canalizaban a presión mediante sifones y tuberías de piedra, cemento y terracota. Empleaban el carbón vegetal como un filtro que introducían, astutamente, dentro de las tuberías, y hacían que estas atravesasen unos tanques de sedimentación donde las partículas más pesadas se quedaban en el fondo.
Los griegos y los romanos clásicos tampoco se quedaron atrás. Al fin y al cabo, ellos fundaron la ciencia hidráulica recopilando las técnicas del mundo antiguo, estudiándolas y añadiendo otras nuevas. Además, revolucionaron la gestión y la distribución del agua, levantando unos acueductos que a veces superaban los cien kilómetros de longitud, diversificaron los materiales y el diseño de las tuberías, instalaron tanques de sedimentación en las casas (había hogares que contaban con hasta tres cisternas) y mejoraron el bombeo gracias a hallazgos como el tornillo de Arquímedes o
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