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Llamado Nerval
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Libro electrónico120 páginas1 hora

Llamado Nerval

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Gérard de Nerval recurrió a los sueños y fantasías para mostrar los nexos entre la realidad y lo sobrenatural, que de alguna manera reflejaban el estado mental que lo condujo al suicidio. Florence Delay nos cuenta esta vida mediante un texto que entrevera el ensayo y la novela, basado en manuscritos, cartas, discursos psiquiátricos, literarios y biográficos dedicados al autor de Las quimeras.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2014
ISBN9786071624697
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    Llamado Nerval - Florence Delay

    doctor.

    I. CON JEAN DELAY

    CARTAS AL PADRE

    Mi padre se sentía estrechamente unido a Nerval, al Nerval de Las quimeras y de Las hijas del fuego, incluso se sabía de memoria ciertos pasajes. Nos los recitaba. Estrechamente unido también al hombre, al destino del hijo que ha perdido a su madre y durante toda su vida ha temido al padre. Afortunadamente él no había perdido a la suya, pero tuvo esa sensación cuando su padre volvió de la guerra, en 1918, poniendo fin a una maravillosa intimidad. Durante cuatro años, el doctor Delay, mi abuelo cirujano, había ejercido su carrera operando sin tregua las heridas más horribles, amputando brazos y piernas, como recogen sus cuadernos de cirugía del frente. Mientras, el doctor Labrunie, el padre de Nerval, también cirujano, gozaba de la siguiente mención en el Bottin: Autor de un ensayo sobre los peligros de la privación y el abuso de los placeres venéreos en las mujeres. El año que nació su hijo, fue nombrado médico de la Grande Armée y, a continuación, jefe del servicio médico de los hospitales militares, ligado al ejército del Rhin. Llevó consigo a su joven esposa. El niño fue confiado primero a una nodriza y después a un tío abuelo en Mortefontaine. Su madre murió en Silesia.

    Murió a los veinticinco años, agotada por la guerra, de una fiebre que le vino al atravesar un puente repleto de cadáveres, donde su coche estuvo a punto de volcar. Tiempo después, obligado a reincorporarse al ejército en Moscú, mi padre perdió sus cartas y joyas en las aguas del Beresina.

    Cuando Gérard tenía siete años, tres oficiales aparecieron frente a la casa donde estaba jugando.

    El primero me abrazó con tal efusión que grité: ¡Padre!, ¡me haces daño! Desde ese día mi destino cambió.

    Estos pasajes de Paseos y recuerdos están subrayados en la vieja Pléiade de mi padre. Pero nada lo está tanto como Aurelia y las cartas al doctor Étienne Labrunie, calle Saint-Martin, número 72.

    La carta al padre no es un género literario. En plural como en singular, es una cuestión dramática que no espera respuesta. Desde París —donde se instaló a los quince años y medio, ya bachiller, acompañado por su institutriz, para iniciar una larga carrera de medicina que debería haberlo llevado directamente a la cirugía y a la clínica Delay de Bayona— mi padre le escribió muchas cartas y envió pocas. Gérard, muchas, en cuanto pudo abandonar París. Hizo bien en quedarse flojeando por el colegio Charlemagne, junto a su inseparable amigo Gautier, con la sola preocupación de escribir. Se sentía más urgido a publicar poesías y a traducir Fausto (versión famosa, muy apreciada por Goethe, Berlioz y todos los eruditos de América del Sur, donde, como diría Larbaud, el francés propalaba la civilización), que a aprobar el bachillerato, a los veintiún años, e inscribirse en medicina. Y aunque contase que realizó un centenar de visitas, solo o con su padre, durante la epidemia de cólera, en realidad sólo estudió dos años de medicina. La herencia de su abuelo lo salvó. Apenas hereda, a los veintiséis años, se larga de casa y desde entonces empieza a escribir cartas a mi querido papá. Cada vez que sale de París, y lo hace en cuanto puede, sigue escribiéndole, a veces equivocando la dirección. Camino a Italia, la primera se la envía desde Aix. Luego desde Viena, Amberes, Bruselas, El Cairo, Constantinopla, Baden Baden y Donauwörth, y desde aún más lejos, cuando más cerca está: en Montmartre o Passy, en la clínica del doctor Blanche. Para dar explicaciones, tranquilizar, decir que va a pagar sus deudas, que trabaja, que el trabajo de los libros, el teatro, el estudio de la poética, son cosas lentas, difíciles, que empieza a ganarse la vida, que sus amigos son gente bastante conocida, gente bien, que Théo Gautier le ha hecho ganar doscientos cincuenta francos y Alexandre Dumas seis mil. Después, con el paso del tiempo, para tranquilizarlo sobre su salud mental, que ya está convaleciente, que se trataba de un accidente aislado, que está curado, que sólo ha estado enfermo tres días, y, tras una terrible recaída, que no ha sufrido, que posee una salud ridícula, tanto que me veo obligado a saltar todo el día y a hacer ejercicios... para calmarme un poco, precisión, esta última, que poco debió de tranquilizar al viejo doctor Labrunie. En resumen, para hacerse perdonar lo imperdonable, que él no es quien su padre hubiera querido que fuese. Ignoro hasta qué punto mi falta de afición por la profesión médica ha podido contrariarte, pero creo que el daño (si lo hay) es ya irreparable, y que sobre ello nos hemos dicho muchas veces lo que parecía ser la última palabra. ¿Acaso fueron éstas las últimas?

    Mi querido papá, se dirigía mi madre a su suegro en sus cartas, una o dos veces por semana, durante más de veinte años. Encantadora y vivaz corresponsal, le explicaba el hijo al padre, quien leía y releía esas cartas feliz y perplejo.

    Equiparo, y que me perdonen, a esos hijos únicos de padres que involuntariamente les provocaron miedo, o dolor, y ante cuyos ojos siempre sintieron necesidad de justificarse por ser quienes eran, es decir, diferentes. Tenían un porvenir médico ya trazado, y se escaparon por los caminos más alejados de la ginecología y la cirugía: uno se volvió loco, y el otro, psiquiatra. Los equiparo como hijos; podría hacerlo también por su gran lucidez, y su indómito destino.

    Entonces, ¿por qué mantuve alejado de mi vida, durante tantos años, al padre de Angélica, Octavia, Adriana, Aurelia, Corilla y Silvia? ¿Qué se interponía entre nosotros? ¿Evitaba al Nerval de mi padre o al del profesor Delay? Quizá deba separarlos, igual que Nerval y Gérard, como lo llamaban sus amigos, que eran —según Gautier— todos aquellos que lo habían visto una vez. Esos dos nombres no encubren la misma realidad. En esta historia, no somos dos sino tres, e incluso muchos más.

    NOMBRES

    Busco Nerval en el Nouveau Larousse illustré, en siete volúmenes, que heredé de mi abuelo —y, carajo, ya está aquí de nuevo el viejo doctor Delay, el del bigote rudo y las manos suaves, las manos tan pecosas como las páginas que hojeo—; busco Nerval en esta vieja edición, y me mandan a la letra G, Gérard. De modo que no eran sólo sus amigos los que lo llamaban Gérard. Siguiendo su práctica para alargar el folletín, voy a alargar el mío copiando el artículo. Porque su redacción de finales del siglo XIX, cuando Verlaine creaba el mito de los poetas malditos sin incluir a Nerval, ofrece una imagen diferente de la que tenemos hoy, más rica y variada. Esta nota, sin omitir alguna que otra tontería, tiene el mérito de no contemplar su vida a la luz blanca y negra de la última noche. Más larga que las que el mismo diccionario dedica a Rimbaud o Mallarmé, incluye además un retrato, muy malo, entre el del mariscal Gérard, que contribuyó a salvar la retaguardia de la Grande Armée durante la retirada de Rusia, y el de Jules Gérard, llamado el Matador de Leones.

    Gérard de Nerval (Gérard Labrunie, llamado), literato francés, nacido y muerto en París (1808-1855). Antes de abandonar el pupitre escolar, ya había obtenido cierta celebridad gracias a sus Elegías nacionales (1826), al estilo de las de Casimir Delavigne. Al año siguiente, aparecieron las Nuevas elegías y, más adelante, Poesías diversas y Sátiras políticas. Ferviente seguidor de la escuela romántica, tradujo Fausto a la entera satisfacción de Goethe. Durante veinticinco años, Gérard de Nerval ocupó un lugar destacado en la literatura francesa. Compuso obras dramáticas en colaboración con A. Dumas (Piquillo, El alquimista), o Méry (El carrito de niño, El imaginero de Harlem), así como una comedia representada en el Odeón (Tartufo en casa de Molière). Tradujo Misantropía y arrepentimiento de Kotzebue, que la Comédie-Française estrenó en 1855. Ha dejado interesantes recuerdos de viajes, Escenas de la vida oriental (1850), y un gran número de novelas, cuentos y relatos: La mano de gloria, Las hijas del fuego, Aurelia, o el sueño y la vida, etc. Esta última obra,

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