DOCTOR POR LA UNIVERSIDAD JAUME I, PROFESOR DE GEOGRAFÍA E HISTORIA.
Durante el primer tercio del siglo xix se consolidó como alternativa al Gran Tour el viaje a las tierras de Levante, una experiencia mucho más exclusiva, arriesgada y cargada de todo tipo de expectativas y emociones. A lo largo del siglo anterior la campaña napoleónica de Egipto, la publicación de Las mil y una noches, los viajes de diplomáticos, exploradores y viajeros y la progresiva extensión de la presencia francesa y británica hicieron que Europa comenzara a fijar su atención en un ámbito geográfico alejado, misterioso, desconocido, casi incomprensible y heterogéneo, que comenzó a ser reducido a una ambigua unidad a la que se llamó «Oriente».
Para los europeos los atractivos de Oriente se convirtieron en irresistibles. A su condición de nexo de unión con la cultura clásica griega—en cuyo espacio geográfico histórico se desplegaba en gran parte—, se añadía su capacidad de viajar a civilizaciones ancestrales que se suponía que conservaban sus características originales, incontaminadas del progreso, por lo que la experiencia suponía no solo un emocionante traslado a través del espacio sino también un alucinante viaje en el tiempo.
Viajar a Oriente era, además, un estupendo reto personal en el que el europeo afrontaba un medio excitante, sensual, cargado de sorpresas y promesas, a la vez que poco fiable, hostil, feroz e incluso cruel, un escenario