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Tulipas radiantes: Una introducción a la escatología
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Tulipas radiantes: Una introducción a la escatología
Libro electrónico164 páginas2 horas

Tulipas radiantes: Una introducción a la escatología

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Tenemos en castellano a misma palabra para designar dos conceptos tan distintos. Escatología nombra, por una parte, la doctrina de las últimas cosas, es decir, las que conciernen a la destinación eterna de la persona humana (cielo, purgatorio e infierno), y también, universalmente, las que atañen al fin del mundo, la resurrección y la consumación de todas las cosas. Pero, por otra parte, escatología nombra el estudio de los excrementos, es decir de los desechos o excedentes corpóreos, fecas, orina, sangre menstrual, sudor, humores varios. Esta es una selección de cinco poemas que llamaré, por comodidad, escatológicos, una muestra de atributos de la escritura de Jonathan Swift.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento11 nov 2016
ISBN9789560007902
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    Tulipas radiantes - Jonathan Swift

    Jonathan Swift

    Tulipas radiantes

    Una introducción a la escatología

    Ensayo de presentación, traducción

    y notas de Pablo Oyarzún R.

    (Swift’s Nasty Poems)

    Sucios Poemas de Swift

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2016

    ISBN Impreso: 978-956-00-0790-2

    ISBN Digital: 978-956-00-0839-8

    Motivo de portada: William Hogarth, A Harlot’s Progress (1732)

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Una introducción a la escatología

    Pablo Oyarzún R.

    Tenemos en castellano la misma palabra para designar dos conceptos tan distintos. Escatología nombra, por una parte, a la doctrina de las últimas cosas (tà éskhata), es decir –al menos en culturas de predominio cristiano–, las que conciernen a la destinación eterna de la persona individual (con las diversas suertes de cielo, purgatorio e infierno), y también, universalmente, las que atañen al fin del mundo, la resurrección y la consumación de todas las cosas. Pero, por otra parte, «escatología» nombra el estudio de los excrementos (skór, genitivo skatós), es decir –donde quiera que sea– de los desechos y excedentes corpóreos, fecas, orina, sangre menstrual, sudor, humores varios. Nada tienen que ver una y otra acepción: la momentánea confusión que pueden inducir se debe a la supresión de la «h» (en la primera), letra muda por vocación, pero que siguiendo a la «c» se pone dicharachera. Nada tienen que ver, en principio; al final, ya algo. En ambas ronda la muerte.

    Exorcismos

    Promediando su ensayo sobre Jonathan Swift, y ocupado en comentar los Viajes de Gulliver, William Makepiece Thackeray tiene un pasaje que concluye con una frase memorable, de esas que logran medirse con el magno objeto del que tratan:

    En cuanto al humor y manejo de esta fábula famosa, supongo que no hay persona que no la lea sin admiración; en cuanto a la moral, la considero horrible, vergonzosa, poco viril, blasfema; y por gigantesco y grandioso que sea este deán, digo que deberíamos abuchearlo. Algunos en esta audiencia puede que no hayan leído la última parte de Gulliver, y a ellos les recordaría el consejo del venerable Sr. Punch a las personas que están por casarse, diciéndoles «No lo hagan». Apenas llegado Gulliver entre los Yahoos, las viles criaturas, desnudas y aulladoras, se trepan a los árboles y lo asaltan, y él se describe a sí mismo «casi asfixiado con la porquería que caía a su alrededor». El lector de la cuarta parte de los ‘Viajes de Gulliver’ se parece al mismo héroe en este caso. Es lenguaje Yahoo: un monstruo rajando alaridos y rechinando imprecaciones en contra de la humanidad –haciendo jirones de toda modestia, más allá de todo sentido de hombría y de vergüenza; sucio en palabras, sucio en pensamientos, airado, furibundo, obsceno¹.

    Creo que nadie puede resistirse a la fuerza retórica de esta enumeración concluyente, de este dictamen, de esta condenación. Está calculada con toda puntualidad; la soltura con que se siguen los epítetos unos a otros obedece a un patrón exacto, no a una efusión espontánea, pero este patrón busca anticiparse a toda encuesta, de manera que la mencionada fuerza quede inmediatamente igualada a la verdad rotunda de la sentencia². Y algo más: decía que la famosa frase se mide con la magnitud de su objeto. Esta es, diría, una característica peculiar de Swift: parece despertar en sus lectores pasiones encendidas y algo así como anhelos de emulación de la vehemencia y concisión de su palabra. El mismo Thackeray culmina su ensayo con otro pasaje memorable:

    Un genio inmenso: una caída y ruina espantosas. Hombre tan grande me parece, que pensar en él es como pensar en un imperio, cayendo. Tenemos otros nombres para mencionar –pero ninguno, creo yo, tan grande o tan sombrío³.

    Se trata, como sugiero, de una suerte de certamen retórico con un campeón y muchos pretendientes. Lo que resulta curioso en este certamen es el rasgo de la enumeración, que contagia a otros críticos. Middleton Murry, autor de una de las biografías más prestigiadas de Swift, al tratar de la inclinación de este a hacer tema de las funciones de excreción, no puede contener la retahíla:

    […] tan perverso, tan innatural, tan enfermo de mente, tan humanamente errado⁴.

    Esta, que el mismo Middleton Murry llamó «la visión excremental» (the excremental vision) de Swift, está en el eje de estas fulminaciones. Juzgan estas una peculiar, acaso pueril, pero también exacerbada manía por los efluvios y desechos corpóreos, convertida en motivo literario obsesivo, que sería evidencia inequívoca de las aberraciones morales, las infracciones estéticas o los trastornos patológicos que habrían aquejado al deán⁵.

    Pero hay un problema aquí. No se trata solamente de que la contaminación de la crítica literaria por la clínica, la moral o la teología tienda a rematar en dictámenes muy poco fiables⁶. Es que tampoco se toma en cuenta hasta qué punto, al hablar de todo esto, lo que llamamos «Swift», «Jonathan Swift», es un producto de su propia escritura y no una criatura cotidiana que exhibe más o menos espontáneamente sus rasgos, características y peculiaridades. Anne Cline Kelly tiene un bello libro⁷ que detalla las muchas maniobras mediante las cuales la criatura Swift fue construyendo y administrando su propia figura, su persona, dicho en clave etimológica, o sea, su máscara. Y como no hay modo de llevar a la criatura al diván o someterla a una batería de tests o lo que se quiera, hay que hacerse a la idea de que al hablar de «Swift» o del «Deán» (lo que ya suena a haberse rendido a las maniobras) hablamos de algo que es fabricación y que, acaso, responde a un programa. Y eso incluye el rasgo anómalo de la obsesión excrementicia, en lo particular, y, tomado en términos más generales, todo lo que pueda sumarse a la cuenta de la nastiness, la suciedad swiftiana. Entonces, la pregunta es: ¿qué significa esta «obsesión» en ese programa? ¿Qué significan las insistencias escatológicas de «Swift» como programa –o como gesto– de escritura?

    En lo que sigue intentaré responder, aunque solo sea parcialmente, a esta pregunta.

    Retorno a las hipérboles de los comentaristas. La verdad, dudo que sean ejercicios de emulación o expansiones retóricas bien calculadas. Tiendo más a creer que se trata de exorcismos. Son como conjuros, no diré para expulsión de los malos espíritus, sino entonados más bien como recursos apotropaicos para no ser invadidos por ellos, que parecen estar allí, prestos al asalto. Hay algo amenazante en esa escritura.

    Sin duda, la evaluación de Swift ha modificado sensiblemente su tenor desde los tiempos de Orrery, de Johnson, de Macaulay, Scott y Thackeray, y también, más recientes, de Aldous Huxley y Middleton Murry. Pero la mesura, la erudición y los resguardos de la scholarship (descontadas las excepciones, que son relevantes y no tan pocas) también dan la impresión de apotropé, partiendo por la premisa de leer a Swift como un autor egregio de la tradición literaria en lengua inglesa. Esta inscripción en la institución literaria, cuya naturalidad es tanta que oponérsele puede parecer rebuscado, es, sin embargo, una tentativa de domesticación del «tigre de la literatura inglesa», como lo llamó afortunadamente un apologista de la poesía escatológica del deán. En todo caso, ya debiera advertir de lo problemático de esa inscripción el hecho de que Swift construyó su obra en tenso intercambio con los comienzos de aquella misma institución⁸.

    La cuestión, en definitiva, es la resistencia que la obra de Swift opone a su subordinación categorial. Y no la opone por mero salvajismo o incivilidad, como podría sugerir la inteligencia más inmediata del apelativo de «tigre», sino por su complejidad y –sí, valga aquí lo de «tigre»– por el fondo de fiereza que late en ella y que en todo momento y para todo lector se hace sentir: un quantum de energía que, precisamente debido a que se libera de manera intermitente a partir de una reserva no determinada, resulta incalculable. Denis Donoghue es uno de los que han tenido clara percepción de esto.

    Uno puede decir que esas descargas de energía son o suelen ser otras tantas maniobras distractoras y defensivas, un poco según la vieja máxima de que la mejor defensa es el ataque. Es como si el carácter general de la escritura de Swift consistiese en asegurar que el lugar del autor permanezca en todo momento indeterminable, por mucho que uno crea reconocer momentos en que lo que se dice es el manifiesto de las convicciones y creencias del señor Swift, porque esos mismos momentos, que a veces parecen diáfanos e inequívocos, no tardan en ser, si no desmentidos (porque no lo son), en todo caso desdibujados por otras expresiones o por el contexto. Tan raro no sería esto si Swift fuese derechamente un escritor satírico y no también un dignatario eclesiástico. Como la sátira tiende a jugar con fuego –aunque sus blancos tengan envergadura universal, a menudo no es difícil advertir bajo la máscara colectiva los rasgos muy definidos de un individuo, que además suele no carecer de poder– no debe extrañar que el escritor satírico tome sus resguardos. En consecuencia, el amago, el despiste y la protección están a la orden del día. Y de esto, sin duda, hay harto en el caso de Swift.

    Pero claro, se dirá que todo eso no obsta para que el hombre sea un hijo de su época, precisamente de esa época tildada de «augusta» (Augustan), por comparación con los años de florecimiento literario e intelectual en la Roma gobernada por Augusto, época aquella en la que descollaron, además de Swift y de Alexander Pope, John Gay (el de la Ópera de los mendigos), Joseph Addison, Samuel Richardson, Henry Fielding, por nombrar a algunos, y el puritano y marginal Daniel Defoe. El juego de los esquives y los equívocos era, hasta cierto punto, una regla dictada por un sentido de estilo, en política, ideología y moral:

    Mucho de la literatura augusta es una serie de retiradas estratégicas, retiradas en buen orden desde posiciones que se estima demasiado metafísicas o fáusticas para mantenerlas⁹.

    Así juzga el recién aludido Donoghue. (El punto es importante, porque da a entender que los enmascaramientos, las ironías, las pistas falsas no se deben meramente al hecho de operar en un medio política e ideológicamente álgido, donde un paso mal dado puede traer incómodas consecuencias, sino que son un programa estilístico, y ciertamente, sin algo como esto, no se podría estar hablando, en sentido propio, de literatura.)

    Sin embargo, hay algo muy peculiar en el modo como Swift juega ese juego. Es la cuestión de la energía. Es cierto que hablar de energía en literatura puede resultar vago y nebuloso, puesto que se carece de métrica al respecto y los aparatos de medición son nuestros receptores afectivos e intelectuales, es decir, complejos subjetivos cuyas modalidades de respuesta pueden ser variadísimas. Por eso, una forma de lidiar con la cuestión es intentar las comparaciones, y precisamente en los contextos de origen o de inscripción de

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