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Dos hombres que caminan
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Libro electrónico108 páginas1 hora

Dos hombres que caminan

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Dos hombres que caminan es un artefacto literario escrito a cuatro manos por Marc Caellas y Esteban Feune de Colombi que recoge veinte singulares rutas a pie. Juntos caminan trenes, rechazos, amaneceres, palacios abandonados, olores, silencios… No es un libro de autoayuda; tampoco una reflexión sobre el caminar. Pero sí un salvavidas para transitar abismos o una lente para observar, walserianamente, el mundo y sus detalles a través de algo tan sencillo como caminar. Literatura, amistad y sentido del humor a cuatro kilómetros por hora.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2022
ISBN9788412716054
Dos hombres que caminan
Autor

Marc Caellas

Marc Caellas, natural de Barcelona, es un artista multidisciplinar cuyos proyectos se concretan en forma de libros, performances, obras de teatro o proyectos culturales que hibridan literatura, música, teatro y arte contemporáneo. Sus últimas obras estrenadas son Sin timón & en el delirio (Ciudad de México, 2021) y Bolaño, vuelve a casa (Barcelona, 2020), ambas creadas e interpretadas con Esteban Feune de Colombi, con quien fundó la Compañía La Soledad, centrada en propuestas teatrales potenciales, posibles y portátiles (TATEPO). Ha publicado Carcelona, Caracaos, Drogotá, Neuros Aires, Teatro del bueno y Notas de suicidio. https://linktr.ee/mcaellas

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    Dos hombres que caminan - Marc Caellas

    Prólogo

    Lo que no es este libro: una reflexión teórica sobre el caminar.

    Lo que sí es: textos surgidos de una escritura automática, sensorial, espontánea, site & time specific; textos que narran el instante decisivo que capturaba el fotógrafo Cartier-Bresson.

    Es caminar para que las propias caminatas generen narraciones en movimiento; es una concatenación de palabras que solo surgen a cuatro kilómetros por hora. Es caminar y escribir de pie en el móvil o en una libreta; acodados en un banco, un árbol o un buzón; ante un paso de cebra con el semáforo en rojo. Es andar los lugares donde vivimos —Barcelona, El Bruc—, pero también a los que llegamos por proyectos, por amores, por olores, por amaneceres, por silencios.

    Hace diez años estrenamos la obra de teatro a pie El paseo de Robert Walser en el barrio porteño de Boedo, dentro del Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires. Diez años, treinta ciudades y ciento cincuenta funciones después, esta obra trascendió el teatro, la literatura o el performance: nos cambió la vida. Aprendimos a observar el mundo walserianamente.

    Comenzamos a mirar las cosas de otra manera, a percibir detalles que habíamos ignorado, a deshacernos de la indiferencia; nos dimos cuenta de que aquello que miramos cambia y, por lo tanto, nos cambia (al punto que olvidamos cómo mirábamos antes). Entregarse a ese cambio termina resultando vital.

    La soledad nos ha acompañado en estas caminatas. Paul Theroux, el gran viajero solitario, escribió en El viejo expreso de la Patagonia: «Es complicado ver con claridad o pensar atinadamente en compañía de otras personas», y defiende que en las páginas más estimulantes de una buena crónica de un viaje la palabra «solo» está implícita.

    Honrando el nombre de nuestro colectivo teatral —Compañía La Soledad—, estas dos soledades que nos constituyen se hicieron compañía durante innumerables caminatas mudas o dialogadas que dieron lugar a este libro escrito a cuatro manos, andado a cuatro pies, pensado a dos cerebros, peinado a dos cabelleras.

    Caminar un parque

    Caminar un parque es una forma de constatar evidencias: existen dos tipos de personas, las que se sientan de cara al sol, y las que se sientan de espaldas al sol.

    Caminar un parque es sortear a deportistas que fuman cuando dejan el pedaleo.

    Caminar un parque es rodear estatuas, fuentes y castillos de tres dragones que no son ni castillos ni albergan dragones.

    Caminar un parque es escuchar gritos que llegan desde la esquina de los africanos, danja danja, siempre tan elegantes los africanos, en chándal, sudadera o camiseta, como salidos de un hotel boutique danja danja. Quizás para ellos el mundo es su hotel boutique y la música, su alimento gourmet.

    Caminar un parque es cruzarse con músicos que cantan a los árboles o a ese yo interior que quiere devenir planta, fundirse con el paisaje para desaparecer y olvidar la burocracia de la vida cotidiana.

    Caminar un parque es esquivar a más africanos que llegan en bicicleta, tocando el timbre ding dong, ataviados con ropa deportiva amarilla, reluciente y planchada, ding dong. Como si la piel negra suavizara los dobleces del poliéster.

    Caminar es escuchar a mujeres que susurran a sus perros… ¿qué les cuentan?

    Caminar un parque es también hacerse preguntas: ¿de dónde salen tantos entrenadores personales?, ¿cómo consiguen a sus clientes, casi siempre mujeres muy altas, muy delgadas, muy flexibles?, ¿suple el ejercicio intenso otras carencias?

    Caminar un parque es enfadarse con uno mismo a cuenta de los propios prejuicios. Bajo la glorieta de la transexual Sonia, homenaje a la ciudadana Sonia Rescalvo Zafra, asesinada de manera cobarde por un grupo de muy machos skinheads en 1991 por su condición transexual, constato que el entrenador es aquí una instructora y los aprendices, hombre y mujer fornidos —barriga él, sonrisa ella—. Si parece una clase de tango, es posible que lo sea. «Vamos a intentar caer al suelo con la energía de la instrumentación», dice la instructora, señalando su teléfono móvil.

    Caminar un parque es pescar frases al vuelo: «Vamos a aquel de allá, parece más mullidito», sugiere una voz refiriéndose a este suelo híbrido de tierra, hierbajos y hojas caídas.

    Caminar un parque es comprobar cómo los niños no respetan clases de tango ni apropiaciones del espacio público. Los niños se meten, se inmiscuyen, se mezclan hasta que llega el monitor o profesor-carcelero que grita «¡No molestéis!».

    Caminar un parque es detenerse a observar cómo se boxea contra robustos ladrillos y bajo los gritos del profesor: «¡No veo intensidad! ¡Fuego, fuego, fuego! ¡No veo intensidad, Sandra!». Tres mujeres, dos hombres. «¡Vamos, vamos! ¿Qué pasa? ¿Esto qué es? ¡A tope! ¡Sandra, he dicho a tope!». Auditivamente parece un entrenamiento militar; visualmente, un slapstick universitario, una comedia de patosos. Al rato se desmonta la tensión, el cubano o colombiano —¡qué importa de dónde sea!— se sale del papel

    y sonríe.

    Caminar un parque es encontrarse a un trompetista debajo de un monumento, un trompetista receloso de los improbables espectadores que aparecen y desaparecen atraídos por el sonido de su trompeta, un trompetista que se coloca frente a una reja que sujeta la partitura que le permite practicar sin mesura, un trompetista que suelta miradas desaprobatorias anticipando una negativa a salir en una story instagramera de esas que nos marean el alma con situaciones, lugares o espacios donde no estamos ni se nos espera. Lo importante, lo difícil, es estar presente, vivir, respirar.

    Caminar un parque es sentarse a descansar delante de señores mayores que llegan en bicicleta, se bajan, la apoyan en un banco y se sientan a beber agua, fumar un cigarro o consultar las últimas noticias del teléfono, indispensables para saber qué pensar.

    Caminar un parque es volver a escuchar el tururururu de la trompeta: el himno de la alegría pocas veces fue interpretado con tan poca alegría, pienso, y al rato maldigo mi ironía. La alegría va por barrios, dicen, y a mí me encontró en el parque.

    En el parque de la Ciutadella hablan un jardinero y una mujer. Ella le dice que con la mascarilla puesta no se nos oxigena bien el cerebro. Que esto no tiene escapatoria. Que habíamos dejado las pastillas por el aceite de marihuana y ahora no quieren que soltemos toda la información valiosa que tenemos. Conversan en el camino asfaltado que hay entre las cinco mesas de ping-pong y la escultura de una figura femenina semidesnuda, de pie, que camina, aunque sus pasos son de piedra, y lleva las palmas de las manos bonitamente abiertas en un mudra. «Si nos vamos a morir, que sea de felicidad», dice la mujer. El jardinero le explica que está removiendo la tierra que rodea la obra para evitar que los aficionados al ping-pong la pisoteen. Y sí, es cierto que la pisotean, porque las pelotas largas rebotan en el camino y van a parar al césped, rodeando la escultura. El jardinero y la mujer clasifican a la gente: los acojonados, los que han dado positivo, los que se han muerto, los

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