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Relatos de viajes
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Libro electrónico616 páginas9 horas

Relatos de viajes

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«Las personas no hacen viajes, son los viajes los que hacen a las personas.»
John Steinbeck

La protagonista de estos viajes por el mundo nos muestra y describe la realidad de algunos países y continentes en continua transformación. Sin ánimo de ser autobiográfico, el libro combina experiencias realmente vividas con pasajes de ficción. Relatos que nos permiten «viajar» junto con la protagonista y disfrutar casi de primera mano de los países que visita, como si los estuviéramos viendo con el mismo entusiasmo y curiosidad que ella. Y sin prejuicios. Lugares en los que estuvo durante su infancia y a los que luego regresó, países que conoció por primera y única vez, todo ello ilustrado con interesantes vivencias, conversaciones, imágenes y anécdotas con habitantes de algunos de esos países.

Relatos de viajes nos permite apreciar este mundo fascinante en el que vivimos, quererlo con sus virtudes y con sus defectos,conocer parajes distintos. Parajes que nos sorprenden porque no son como los podemos imaginar en ocasiones.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento4 nov 2020
ISBN9788418310744
Relatos de viajes
Autor

Constanza Sagasti

Constanza Sagasti nació en Bilbao. Ha trabajado en sectores como el Turismo, el Arte y la Música. Durante años escribió en prensa especializada, en una revista española de música clásica de la que fue Redactora. Junto con Sébastien L'Hôte, es coautora del libro Diálogos entre un político y una ciudadana, también publicado en francés.

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    Relatos de viajes - Constanza Sagasti

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    Relatos de viajes

    Constanza Sagasti

    Relatos de viajes

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418310256

    ISBN eBook: 9788418310744

    © del texto:

    Constanza Sagasti

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Este libro está dedicado a mis viajes,

    mis queridos viajes, y a las personas que me han acompañado y que he conocido en ellos, o no…

    Introducción

    Viajar. Me gusta mucho viajar. Conocer, visitar, escuchar los sonidos de la naturaleza, dejarme llevar por los sentidos al contemplar un monumento o al asistir a un espectáculo… Viajar y todo lo que conlleva, en definitiva. Degustar la gastronomía local, divertirse en las fiestas tradicionales populares, llevarse algún souvenir del lugar y un largo etcétera de actividades que hacemos cuando viajamos. Alguien me dijo una vez que uno de sus grandes vicios era viajar. Yo no diría que es un vicio, sino casi una necesidad.

    A tantas personas nos gusta ir de viaje, pero algunas dicen que la gente viaja para huir de una realidad que no les interesa, que están perdidos; y que cuando viajan, están aún más perdidos porque llevan una vida desarraigada. Y que esos viajeros perdidos, o supuestamente perdidos diría yo, escapan continuamente sin saber muy bien adónde ni para qué. Curiosa forma de verlo. Yo no sé si será el caso de algunos, pero no es el mío, desde luego. No lo es para nada.

    Viajes de negocios, viajes familiares o para visitar a amigos que viven en otros países, viajes tras un conflicto bélico, viajes de estudios, viajes de ocio y turismo… Todos son igual de estimulantes para mí. Bueno, en realidad, no todos son iguales porque visitar un país que acaba de estar en guerra es duro. Y no solamente por el riesgo de poder encontrar una mina antipersona en algún lugar del territorio dañado, sino porque es triste ver tanta destrucción. Pero al final piensas: «La guerra terminó». Fin de la pesadilla. Más o menos, porque el dolor causado permanece durante un tiempo. En cualquier caso, cambiar de aires no solamente es bueno, sino recomendable; sobre todo, psicológicamente. Viajar con amigos o compañeros, viajar en familia, viajar sola…

    Cualquier opción es buena. Entiendo que haya personas a las que no les guste viajar, ni acompañadas, ni muchísimo menos solas. Al fin y al cabo, a todo el mundo no le gusta lo mismo: a algunos no les gustan los calabacines, a otros no les gustan las ostras, ni ir a la playa… Otros prefieren el rugby antes que el fútbol, o el cine más que el teatro. Sobre gustos no hay nada escrito, como se suele decir. Por eso no comprendo a los que juzgan a quienes viajan. Ni entiendo a quienes juzgan por hacer lo contrario; es decir, por no viajar. En realidad, creo que se debería juzgar menos e intentar comprender más. En todas las facetas de la vida.

    Por cierto, no he dicho mi nombre. Me llaman de varias formas, de modo que no sé muy bien cuál escoger. No voy a elegir ninguna. ¿Quién soy? ¿La autora? ¿Un alter ego? Es menos complicado de lo que pueda parecer. Simplemente, soy una persona que disfruta viajando. E imaginando, porque este libro no es una autobiografía ni son unas memorias. Y en mi caso, viajo para conocer; y cuando me desplazo, me olvido de que hay fronteras. Soy muy consciente de dónde he nacido, pero también soy consciente de que otros países son igualmente interesantes y no me siento para nada en el extranjero cuando estoy en ellos. Supongo que hablar varios idiomas ayuda a no sentirse como una extraña cuando estás fuera de tu casa.

    Pero, identidades y cualidades políglotas aparte, para mí el mundo es un conjunto de territorios y de personas similares a pesar de sus diferencias. Por eso no veo desarraigo alguno en el hecho de viajar, sino más bien lo contrario. Cuando viajo, me gusta todo: mi ciudad y las otras, un entorno u otro. Este planeta es de una belleza indescriptible, la naturaleza no deja de sorprenderte allá por donde vas. Y las personas tampoco, sobre todo, en aquellos países cuya historia es tan distinta a la nuestra. Naturaleza y diversidad cultural son dos buenas razones para viajar, siempre y cuando se haga desde el respeto a todo ello.

    Conozco bastantes lugares. Y utilizo la palabra «lugares» por no emplear un término político como el de «nación». A veces, me fijo más en las diferencias geográficas o culturales que en las políticas, sin más. Cada cual que lo interprete como prefiera. Y, francamente, me gustaría visitar todos o casi todos esos lugares, pero se necesitaría más de una vida para ello. Países, gentes, parajes, vivencias. En este libro he reunido estos elementos, aunque probablemente me falten lugares por describir y experiencias por contar. De lo contrario, el libro sería excesivamente largo.

    Y si algo no es este libro es una guía turística, ni una descripción exhaustiva de todos los lugares en los que he estado. Esas guías me han acompañado en mis viajes y han resultado ser de gran utilidad. He aprendido mucho con ellas y también con los guías que informan a los grupos. Algunos guías son personas muy preparadas que consiguen que un viaje sea inolvidable al transmitirte su entusiasmo por su trabajo y su enorme conocimiento del lugar que visitas.

    Pero lo que contiene este libro, más que datos y nombres, son sensaciones, emociones. E incluso experiencias laborales, porque también viajamos por trabajo. Una parte de mi vida se encuentra en estas páginas. En efecto, viajar no es solamente desplazarse de un sitio a otro, sino más bien un proceso de aprendizaje a través del cual se crece. Al estar en otro lugar, a veces llegas a ver cosas que en tu ciudad jamás verías, como si la realidad tuviera varias caras, lo cual me parece fascinante.

    No se sigue un orden estrictamente cronológico ni geográfico en este libro. Ni hay siempre fechas escritas. En algunos viajes apenas tomé notas justo cuando me encontraba en el lugar preciso al que aludo. Algunos son recuerdos más lejanos en el tiempo que otros, y, por lo tanto, menos detallados que los viajes más recientes, cuyas vivencias se han escrito en el momento, a modo de notas o apuntes.

    Pero me gusta esta sensación de lejanía, fruto del recuerdo de ciertas vivencias que curiosamente parecen cercanas a veces, aunque resulte un poco nostálgico en ocasiones y casi como una ensoñación. De ahí el uso del pretérito en algunos verbos, que transmiten esa sensación de lejanía en la memoria. Porque, en cierto sentido, es como si el tiempo avanzara y retrocediera. Este libro no recoge solamente unos viajes a través del mundo, y de los miles y miles de kilómetros de espacio que contiene, sino también viajes a través del tiempo, en primera y en tercera persona, aunque pueda resultar extraño.

    Sin embargo, algunas «vivencias» de este libro no son del todo reales. Si esto fuese una película, escribiría la conocida frase de «Los hechos de esta película son ficción; cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia». Pero no puedo escribir esto porque los viajes sí son reales, son auténticos, y algunas personas y conversaciones también lo son. Y determinados recuerdos, igualmente reales, se vuelven más intensos cuando los lugares visitados y revisitados se asocian a vivencias románticas. A personas y experiencias que marcan un antes y un después en la vida, en nuestras vidas.

    Coincido con algunas ideas de Goethe. El escritor alemán, gran observador, afirmaba en su largo y detallado Viaje a Italia que tan solo quería plasmar sus impresiones porque ya se había escrito mucho sobre los lugares que visitó. Yo estoy plenamente de acuerdo con él y a mayor razón porque casi doscientos tres o doscientos cinco años después de su difundido periplo italiano, en 2020, puedo constatar que se ha escrito aún más. Si yo escribiera sobre cada país la cantidad de páginas que Goethe escribió sobre su adorada Italia, no acabaría nunca. De modo que procuraré ser algo más breve.

    Breve, concisa, aunque también soñadora. Porque como bien decía otro gran artista, Fernando Pessoa, en un poema, cuya traducción del portugués creo que era más o menos esta:

    Dos vidas tenemos los humanos:

    una, la vivida;

    otra, la soñada.

    Y la verdadera vida se encuentra

    entre esas dos.

    Me voy a tomar la libertad de modificar ligeramente la traducción y añadir una palabra a este precioso y profundo poema. No es la exactitud de la traducción lo que me interesa en este momento, sino la idea de cómo se funden dos vidas en una misma persona y hacen que se sienta plena. Yo no hablo portugués, solamente conozco algunas palabras de ese bello y dulce idioma, pero el sentido del poema es ese. En realidad, he destacado esta parte porque me parece que contiene una gran verdad. Soñamos mientras vivimos, independientemente del éxito que tenga cada cual. Imaginamos porque así es como funciona el ser humano. Y esos sueños no son ni mejores ni peores que lo que vivimos: son distintos. Por este motivo, yo añadiría este adjetivo:

    Y la verdadera vida se encuentra

    entre esas dos:

    anhelada.

    Anhelada porque a veces pensamos que los sueños son un refugio y que la realidad es triste, pero ambos son mucho más que eso, afortunadamente. Sí, es una libertad que me tomo con la traducción, sin más. El poema de Pessoa no se puede mejorar porque es maravilloso. Sencillo, hondo, auténtico. Vivimos e imaginamos, todo a la vez. Así somos. Yo misma he viajado tanto física como mentalmente. Tantas y tantas personas viajan con su imaginación a través de los libros. He aquí este: vivido, pero también soñado. Y el lector podrá deducir qué parte es lo uno y qué parte es lo otro.

    Mis primeros viajes

    La primera vez que viajé era muy pequeña. Mis padres me llevaron al sur, a Andalucía, siendo yo un bebé. Por supuesto, no recuerdo nada de aquello. Conservamos algunas fotografías, eso sí. Y a lo largo de mi vida he visitado varias veces esas y otras preciosas tierras de España. Merecen la pena, como tantos otros lugares del planeta. Pero la belleza de Cádiz, Sevilla, Almería o Granada, sin olvidar Córdoba, Jaén, Málaga y su costa, o la naturaleza de la provincia de Huelva son de visita obligada. Más adelante, otros de mis primeros viajes los hice también de pequeñita con mis padres y mis hermanos, como supongo que hacemos casi todos cuando realizamos nuestros primeros viajes.

    Solíamos recorrer en coche parte de la cornisa del mar Cantábrico, y también algunas tierras interiores y mediterráneas de la preciosa península ibérica. Pero era muy pequeña para poder describir esos lugares con la exactitud con la que procuraré describir otros. Conservo un vago recuerdo del paisaje casi desértico del centro de España. Observaba desde la ventana las tierras cultivadas, la llanura y parte de la sierra. Me encanta el paisaje castellano «liso como el pecho de un varón», como decía un poeta, y recuerdo parcialmente la sensación que me invadió al tener la suerte de observarlo por primera vez hace ya décadas, pero no tantas décadas. Unas pocas. ¡Y qué decir de las costas del Atlántico y del Mediterráneo, tan preciosas ambas y tan distintas!

    Me gustaba ver el campo y recorrer los pueblos, aunque no teníamos tiempo de visitarlos todos. ¡Cuántas maravillas rurales tiene España! Tengan o no tengan ese premio llamado Maravilla Rural, esos pueblos son ya de por sí maravillosos: Bárcena Mayor, en Cantabria; Tazones, en Asturias; Tuy, en Pontevedra; Elorrio, en Bizkaia; Briones, en La Rioja; Estella, en Navarra; Chinchón, en Madrid; Ledesma, en Salamanca; Cantavieja, en Teruel; Consuegra, en Toledo; Zafra, en Badajoz; Casares, en Málaga; los pueblos blancos de Cádiz, y un larguísimo etcétera que he ido visitando a lo largo de mi vida.

    Y si salimos de la península y visitamos las regiones españolas insulares y ultraperiféricas, también hay un sinfín de hermosos pueblecitos: Haría y Teguise, en Lanzarote; Betancuria, en Las Palmas; Alajeró, en La Gomera; Deyá, en Mallorca; Santa Eulalia, en Ibiza. Volveré a algunos de estos lugares más adelante, porque solamente vi algunos cuando era pequeñita.

    Por aquel entonces empecé a ver alguno de los preciosos castillos medievales que hay en España, así como alguna ciudad amurallada, como la espléndida Toledo; y más tarde, Albarracín, Peñíscola. Y aunque también esté en Castellón, no conozco, sin embargo, Morella. Tampoco he visitado Lugo ni Ávila, aunque sí Trujillo, en la hermosa provincia de Cáceres, con un recinto amurallado realmente espectacular.

    Los bosques españoles también merecen la pena. Algunos imponen porque se dice de ellos que están encantados, como en Navarra —famosa por las cuevas de brujas donde celebraban sus aquelarres—; o en Galicia, con las Fragas del Eume (La Coruña). Este bosque es conocido por su mezcla de especies típicas del clima atlántico y mediterráneo: alisos, fresnos, abedules, castaños, robles, avellanos, tejos, alcornoques, madroños, etc. Tan numerosos en algunas zonas que apenas puede pasar la luz natural. Esto sucede con algunos bosques alemanes, tan tupidos en lo que a su vegetación respecta que, al verlos de fuera, presentan un fondo prácticamente negro desde la distancia. Imponen.

    Es ese el misterio de muchos bosques que, más que encantados, tienen encanto porque son preciosos: Pinsapar de Grazalema, en Cádiz; Hayedo de Tejera Negra, en Guadalajara; Sabinar de Calatañazor, en Soria; la laurisilva del Garajonay, en La Gomera; el bosque de Oma y las cuevas de Santimamiñe, en Bizkaia; Tejera de Tosande, en Palencia; el bosque de Muniellos, en Asturias. Varios bosques poseen leyendas de seres mitológicos y de brujas, alimentadas por esas nieblas espectrales que se forman en ocasiones.

    Visité algunos de estos sitios nuevamente cuando era una adolescente. Esos viajes los hice con mis padres y sin mis hermanos, mayores que yo. Recuerdo que, sobre todo, viajábamos en Semana Santa y aprovechábamos aquellos intensos días sagrados para recorrer en coche los innumerables rincones y parajes de España y de Portugal. Los bosques mencionados unas líneas más arriba, como el de la provincia de Cádiz, el de Soria o el del territorio histórico de Bizkaia, son preciosos. Y además de hermosos bosques visitábamos iglesias, como la imponente catedral de Santiago de Compostela en la plaza do Obradoiro, templo de culto católico con planta en cruz latina de tres naves y con deambulatorio.

    ¡Qué bonita es esa plaza y los monumentos que contiene! Uno puede estar paseando mucho tiempo por esa zona de la bonita ciudad gallega. La misa del peregrino es algo único. Me encantaba ver el botafumeiro, ese enorme incensario utilizado desde la Edad Media como instrumento de la purificación de la catedral. Recuerdo que lo movían varias veces de izquierda a derecha; y cuando lo bajaban, un monje se tiraba sobre él para frenarlo. Muy curioso. Especialmente, si se visita la ciudad durante el año jacobeo, como hice yo. Creo que el próximo jacobeo será en 2021, visto que el 25 de julio, festividad de Santiago Apóstol, caerá en domingo.

    Otra iglesia, más pequeña que la anterior y ya fuera de La Coruña, es el templo visigodo de Santa Comba de Bande, en Orense. También tuvimos la suerte, mis padres y yo, de pasar cerca de aquella localidad gallega porque no era un lugar fácil de encontrar, la verdad. Y, de repente, se presentó ante nuestros atónitos ojos esa joyita de la arquitectura religiosa del siglo

    vii

    , si no me equivoco. Era tan pequeña que parecía una iglesia de juguete. Preciosa. Con planta de cruz griega, de su perímetro rectangular sobresale la capilla mayor. También sobresale el pórtico. Me encariñé con ese templito. Es una maravilla poder apreciar aún hoy los monumentos e iglesias que construyeron nuestros antepasados siglos atrás.

    Han sido tantas las iglesias y los castillos que he visto en España que necesitaría bastantes páginas para describirlos. Aquellos años, los primeros años dichosos de mi vida, no paré. En cuanto podía, recorría la geografía peninsular; y al hacerlo, descubría más y más maravillas arquitectónicas y paisajísticas. Una de ellas, el parque nacional de Doñana, es como un mosaico de ecosistemas que albergan una biodiversidad única en Europa. Al pasear por la marisma, desde unos telescopios terrestres se puede observar la fauna de El Puntal y también bandadas de flamencos rosas alzando el vuelo.

    Fechas señaladas son las que coinciden con el Año Jubilar Mariano —que no jacobeo, ojo—. En la tradición de la Iglesia católica, el año santo o jubilar es una llamada que el Espíritu Santo nos hace para que caminemos con mayor fidelidad, respetemos el seguimiento de Cristo y purifiquemos nuestro corazón de todo pecado. Avivamos así la esperanza, y con alegría reforzamos la fraternidad entre nosotros. Las romeras del Rocío celebran este año jubilar con devoción en honor a la Virgen del Rocío. La romería se celebra el fin de semana del Lunes de Pentecostés, como una importante manifestación de religiosidad popular de gran tradición en Huelva.

    Esa zona de España es una maravilla: la naturaleza, las iglesias; y ya puestos, la huella que dejaron los árabes con la bellísima Alhambra, hermoso conjunto monumental granadino, erigido como fortaleza-palacio por los monarcas de la dinastía nazarí del reino de Granada. Cerca se encuentran las Alpujarras, hermosos montes entre las provincias de Granada y Almería. Hace años que no vuelvo por allí, me encantaría visitar de nuevo el parque nacional de Sierra Nevada con sus blancas cumbres y vistas inmejorables sobre el mar.

    ¡Y qué decir de las cascadas! Andaluzas, castellanas, gallegas o valencianas. He visto algunas, al igual que he visto bosques y pueblos por los que pasábamos en coche o en tren cuando yo era muy pequeña y también cuando no era tan pequeña. Otras las había visto en postal, y hasta hoy conservo algunas postales que a veces compro para guardar, más que para escribir, porque sigo sin haber visto algunas cascadas españolas al natural: la cascada del Aljibe, en Guadalajara; el salto del río Borosa, en Jaén; la Seimeira de Vilagocende, en Lugo; la cascada del Brazal, en Castellón, también conocida como el Salto de la Novia, que se llama de esa forma porque se creía que las novias, al saltar, iban a tener un matrimonio muy feliz. Si es que sobrevivían, claro. Es broma. El lugar tiene aguas curativas, según dicen.

    Pero sí he visto el precioso monasterio de Piedra, en Zaragoza, del que conservo una postal, aunque lo haya visto en persona. La cascada del Ézaro, en La Coruña, que es la única de toda Europa que desemboca en el mar, si no me equivoco; la bonita cascada de la Tobalina, en Burgos; y, por supuesto, la cascada del Nervión, entre Álava y Burgos. Se cree que en alguna de ellas se construirá un mirador en breve, pero no estoy segura de en cuál. Y algunos de estos rincones y pueblos los vi ya de niña, antes de empezar a viajar por Europa.

    Yo no tenía ni cinco años cuando viajé con mis padres por Austria, Alemania y Francia. También veíamos desde el coche sus bonitos paisajes. Mis hermanos se habían quedado en un sitio, cuyo nombre no recuerdo, aprendiendo idiomas. Al ser la hermana menor, aquel verano fue distinto para mí, los planes de mis hermanos eran diferentes y yo veraneé «en otro plan», valga la redundancia.

    Ese intenso viaje lo hicimos en julio-agosto y conservo algún vago recuerdo debido a mi temprana edad. Un precioso viaje que realicé en mi más tierna infancia. Tengo todavía alguna imagen en mi memoria, reforzada por lo que más tarde me contaban mis padres, especialmente las anécdotas más divertidas, pero también los sucesos más tristes. Y es que nos robaron algunas películas filmadas en aquel inolvidable viaje, en una época en la que aún no había cámaras digitales ni iPhones. Si hoy en día tuviéramos esas imágenes en movimiento, me resultaría conmovedor verlas.

    Pero no todo son malas experiencias. Recuerdo algunos paisajes que me vienen a la memoria: bosques tupidos, pueblecitos pintorescos y lagos. Lagos enormes, como el lago Constanza, mi tocayo. Me cuentan mis padres que cada vez que pasábamos por ese precioso lago, yo a mis tres años exclamaba con alegría: «¡El lago Constanza! ¡Ese es mi lago!».

    ¡Bonito viaje el que hicimos por esa zona europea! También pasábamos algunos días de verano en España, en Ibiza. El sol de Ibiza y su belleza salvaje. Y en el Mediterráneo peninsular. Precioso todo ello, salvo algunas zonas demasiado explotadas para mi gusto. Creo que muchos sabemos, españoles y extranjeros, a qué zonas me refiero. A esos antiguos puertecitos pesqueros que décadas después conocieron la hipersaturación constructiva, la fiebre del ladrillo. Se construyeron tantos y tantos apartamentos que no se pudieron vender todos.

    Afortunadamente, otros lugares del Mediterráneo conservan su encanto natural aún hoy, ¡y menos mal! Sería terrible si actualmente nada de aquellos pueblos pintorescos del Mediterráneo español quedara. Una verdadera lástima. El Mediterráneo francés, la glamurosa Costa Azul, también se fue masificando a lo largo de la segunda mitad del siglo

    xx

    . Y, además, es más cara que otras partes de Francia y de España, con una mentalidad típica «del sur», algo mafiosa, según afirman varios franceses. Pero tanto el Mediterráneo español como el francés, o el italiano, son poseedores de preciosos pueblos típicos y bonitos acantilados prácticamente intactos, especialmente en la zona de los Alpes Marítimos.

    Francia es para mí como mi segunda casa. Aprendí francés desde pequeñita, y luego practicaba al viajar por el bello país galo. En efecto, más adelante fuimos todos, mis padres y mis hermanos, a Tours. También en verano. Me gusta mucho Francia: sus bosques, sus castillos, sus pueblecitos y sus ciudades.

    Mis padres querían que aprendiéramos francés, de modo que en verano solíamos estar unos días con una familia francesa para practicar ese refinado idioma de difícil pronunciación y gramática para un extranjero.

    Recuerdo que hace un tiempo, hablando con un amigo, él me contaba que había aprendido dos idiomas desde su más tierna infancia, y que eso en su opinión no es garantía de poder aprender nuevos idiomas con facilidad después. «Hay gente que piensa que si aprendes idiomas desde chiquitín, luego puedes aprender otros con más rapidez, y eso es mentira», me decía. Yo sí creo que aprender desde muy pequeño es mejor, ya sea idiomas, ya sea tocar un instrumento musical, ya sean otras disciplinas.

    Pero es cierto que no todos los niños asimilan los conocimientos de la misma manera ni aprenden con la misma facilidad ni idiomas ni música; y con el tiempo, apenas mantienen lo adquirido. Cada cual tiene la capacidad que tiene. Hay niños que aprenden pronto, pero no pronuncian bien los idiomas ni tienen una buena ortografía, por ejemplo. Depende, cada caso es distinto.

    Cierro este breve paréntesis idiomático para continuar con uno de mis primeros viajes. El primer verano de mi vida en Francia fuimos a Tours. Yo tenía seis años y mis padres querían que aprendiéramos francés sin acento, como el que hay en el centro de Francia. Y menos mal, porque hay acentos menos bonitos y más difíciles de entender, como el de Marsella, por ejemplo. A Marsella volví años más tarde, pero de momento seguiré describiendo mi viaje a Tours, antiguo asentamiento galorromano, hoy ciudad universitaria situada entre los ríos Cher y Loira.

    Con el tiempo, Tours se convirtió en una vía tradicional de acceso para explorar los majestuosos châteaux del valle del Loira: Chaumont, Amboise, Chenonceau, Villandry, Azay-le-Rideau, Saumur, Nitray, Villesavin. ¡Y cómo no!, uno de los más impresionantes de todos: el imponente y bellísimo château de Chambord, construido en el siglo

    xvi

    , bajo la orden de Francisco I. El castillo de Chambord es el más grande y majestuoso de los castillos del Loira, testimonio del Renacimiento francés y símbolo en piedra del poder del rey tras su victoria en la batalla de Marignano en el año 1515.

    Muchos invitados ilustres se alojaron en Chambord a lo largo de los siglos para sus memorables fiestas y cacerías. Uno de ellos, Luis XIV, el Rey Sol, completó las obras del hermoso castillo. Apasionado de las artes y las letras, Luis el Grande, rey de Francia y de Navarra, y copríncipe de Andorra durante buena parte del siglo

    xvii

    , nos dejó unos magníficos castillos con elegantes salones y jardines, de los más bonitos de Francia, de Europa y del mundo, como el de Versalles, que el padre de Luis xiv empezó a construir en el año 1624, si no me equivoco. La aristocracia francesa acudía a ese enorme palacio, casi tan grande como el Louvre. O vivía en él. En Versalles los nobles galos tomaban parte en las decisiones intrincadas del Gobierno, todas ellas diseñadas para resaltar el poder absoluto del rey.

    Pero volvamos a mi infancia en Tours. Finales del siglo

    xx

    . Bueno, en realidad, creo que antes de llegar a Tours —¿o fue después?— estuvimos en la costa francesa, muy bonita; sobre todo, la del Atlántico. Yo me divertía jugando en la playa y cogiendo unos riquísimos berberechos mientras disfrutaba de la naturaleza y de los días más o menos soleados. Son recuerdos muy lejanos los que tengo, pero sé que estuvimos en Normandía. Naturalmente, yo era muy pequeña, y desconocía su lejano y menos lejano pasado bélico. Sí recuerdo que en alguna playa había una especie de hierros grandes y pesados, estructuras esqueléticas que, sin duda, habían sido útiles durante el famoso desembarco, el Día D, 6 de junio de 1944. Pero yo no era consciente de aquello. Los miraba extrañada, sin más.

    Años después, volví a Normandía y visité El Havre. Después estuve en algunas de aquellas playas normandas, también en Arromanches, concretamente, tras haber visitado la elegante Deauville con sus mansiones, su puerto y su Festival de Cine Americano; y la pintoresca Honfleur, comuna dentro del departamento normando de Calvados, el famoso Calvados, con su puertecito y sus preciosas maisons à colombages. Curioso nombre el de Arromanches, como el del pueblecito Arcidosso, en Italia. O Mondoñedo, en Galicia. Pero nombres curiosos aparte, cuando regresé a Normandía sí que pensaba en la guerra y la destrucción. No quise visitar los cementerios americanos, que me han dicho que son sobrecogedores con todas sus cruces blancas. Como tampoco he querido visitar ningún campo de concentración en ningún país.

    Centrémonos. Decía yo dos párrafos más arriba que en mi primer viaje a Tours, llegamos a esa zona del Loira por la tarde, en coche. Era un día soleado y bastante caluroso. Buscamos la casa que nos habían indicado, que estaba situada cerca de un pueblecito de la zona, llamado Richelieu. Como el cardenal, sí. Armand Jean du Plessis, noble y estadista francés, cardenal-duque de Richelieu y par de Francia, ordenado obispo a principios del siglo

    xvii

    , y posteriormente nombrado secretario de Estado. Está enterrado en la capilla de la Sorbona de París, importante lugar de sepelio en Francia. Casi tanto como Los Inválidos o el Panteón de París, monumento de estilo neoclásico situado en el famoso barrio Latino, distrito V parisino. Victor Hugo, Jean Moulin, Marie Curie, Voltaire o Simone Veil son algunos de los ciudadanos ilustres allí enterrados.

    Vuelvo a Richelieu, cantón situado en la región de Centro, departamento de Indre y Loira, en el distrito de Chinon. Richelieu se encuentra a unos minutos en coche de Tours, y posee una bonita población y comuna llamada Champigny-sur-Veude, con un bonito castillo y una preciosa santa capilla de espléndidas vidrieras renacentistas. En realidad, dos elegantes castillos se encuentran en esa zona: Rivau y La Pétaudière. Son más pequeños que los castillos que he mencionado anteriormente, pero preciosos.

    Yo iba en coche con mi familia y, al llegar a la calle que buscábamos, vimos alguna vivienda familiar con jardín; y un poco más adelante, un bonito castillo protegido por una muralla, con un elegante camino de acceso a la puerta principal, ajardinado y empedrado. La dirección que nos había apuntado la institución educativa francesa situada en mi ciudad natal parecía indicar que la casa en la que nos íbamos a alojar durante nuestra estancia en ese bucólico lugar del centro, en ese departamento del Loira, era ese castillo. Pero como nadie nos había dicho que íbamos a pasar unos días en una residencia tan lujosa, dimos una vuelta en coche por la zona otra vez para asegurarnos. Volvimos a buscar nuevamente la casa en cuestión, y, en efecto, ya no había duda alguna al respecto: la dirección que teníamos era justo la del castillo.

    Sorprendidos, llamamos a la puerta y nos abrió… ¡Nosferatu! Es broma. Nos abrió un hombre que nos dijo que estaban esperando a una familia de españoles y nos presentó a la dueña de la mansión, una baronesa. Nosotros seguíamos sin creer lo que estaba sucediendo, extrañados porque nadie nos había avisado. Pensábamos que íbamos a estar con una familia normal; y, sin embargo, nos acogió una familia de aristócratas.

    La estancia en ese bonito castillo fue agradable, verdaderamente inolvidable. Recuerdo que las escaleras de la entrada tenían enormes hortensias rosas y violetas a sus laterales, y se accedía al castillo por un elegante caminito de piedrecitas blancas que terminaba en forma de rotonda delante de la puerta principal, supongo que para que los carruajes y coches pudieran dar la vuelta en el pasado. El castillo tiene prácticamente tres siglos de vida hoy en día, todo un monumento lleno de historia.

    Recuerdo que yo jugaba y me paseaba por sus grandes jardines. Y en una ocasión, vi un nido con unos pajaritos recién nacidos que abrían la boca mientras su madre les daba de comer lo que había encontrado por ahí; por lo general, gusanos. Procuré no acercarme demasiadas veces a ese nido porque, si no, la madre dejaba de ir a alimentar a sus frágiles bebés. En otras ocasiones, salíamos al pueblecito más cercano al castillo, y paseábamos por sus pintorescas calles y plazoletas. E íbamos a unas piscinas porque el castillo no tenía y tampoco había playa en el centro de Francia, obviamente. Lástima, porque hacía calor y a mí me encantaba el agua. Pero aún hoy recuerdo aquel pequeño pueblo y el hermoso campo que le rodeaba.

    ¡Y cómo no! Recuerdo el precioso castillo, sus bonitos salones y sus numerosas escaleras; una de ellas de caracol. Tenía varias habitaciones y baños, situados a la izquierda y derecha de largos pasillos. Lo más interesante del castillo no era solamente su arquitectura, ni sus laberínticos rincones ni su espaciosa biblioteca de libros antiguos perfectamente encuadernados en tapa dura y cosidos. Ediciones limitadas. ¡Qué maravilla poder tocar y leer aquellos libros, con refinadas letras impresas en aquel papel de fuerte olor, muy característico según se iban pasando las gruesas páginas!

    Y la cocina, la enorme cocina de numerosos fogones y cacerolas, con una amplia despensa no muy llena, visto que tan solo íbamos a pasar unos días. Aromas culinarios típicamente franceses, apetitosos platos de carnes y verduras servidos en una preciosa vajilla alrededor de la gran mesa del comedor. Por supuesto, no podía faltar el buen vino tinto francés; pero como yo era una niña, no bebía más que agua y zumos.

    Me encantaba el olor a café, y a tostadas con mantequilla y mermelada por las mañanas. Ese pan francés tan delicioso, las famosas baguettes, que nada tenía que ver con el pan español por aquel entonces. Hoy en día, pan bueno hay en muchos sitios, pero no así antes. Por lo que, para mí, los desayunos franceses no tenían nada que ver con otros desayunos ni comidas matutinas.

    Ese agradable efecto proustiano de la conocida madeleine de Proust que tanta importancia ha tenido y tiene actualmente en la literatura francesa y en el imaginario. Cuando en una determinada situación se habla de aromas, gestos o incluso de objetos concretos, los franceses suelen mencionar esa magdalena proustiana, curioso fenómeno humano memorístico en el cual una percepción evoca un recuerdo. Una reminiscencia despertada y producida por un olor o por una imagen que transporta mentalmente a la persona a una parte de su pasado que creía ya olvidada.

    Y es exactamente eso lo que me sucede a mí cuando vuelvo a determinados lugares e incluso cuando visito otros nuevos. Sensaciones, imágenes, emociones y recuerdos que afloran, aunque tal vez ligeramente distorsionados por el tiempo y por toda la información acumulada a lo largo de nuestras vidas.

    Algo que recuerdo también con bastante precisión, aparte de los lugares, son las personas que conocí y su forma de ser. Su comportamiento, su manera de expresarse más o menos velada. Su educación. Y es que los modales que tenían aquellos aristócratas del castillo al moverse y al hablar eran exquisitos. Hablaban sin prisas, utilizando unos términos cultos que aún yo no conocía porque era muy pequeña. Y conjugaban el imperfecto del subjuntivo; en francés es algo así como si cantaras con una voz celestial. Ese tiempo verbal es de un refinamiento indescriptible.

    Y contaban vivencias interesantes de sus intensas vidas. Era una maravilla poder escucharlos y poder vivir con ellos en su entorno áulico, aunque fuese tan solo por unos días. Fue como una especie de breve inmersión total en un mundo hasta entonces desconocido para mí: los castillos franceses y sus refinados propietarios. Más adelante pude disfrutar aún más de esas conversaciones y de esas nuevas experiencias que yo misma iba acumulando junto a ellos los años sucesivos, cuando era una adolescente y estuve conviviendo con otra familia aristocrática en otro castillo al sur de Francia. Hablaban de política, de arte, de tantos temas, y también de viajes. Viajes lejanos que habían realizado en una época en la que casi nadie viajaba: en los años treinta y cuarenta del siglo pasado, el siglo

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    . Y más adelante, por supuesto.

    Pero acostumbraban a veranear en su castillo, al que escapaban del asfalto y del calor estival de París. Preciosa ciudad, sin duda, pero donde estén la belleza y la calma de la naturaleza ni siquiera París puede competir con eso. El anteriormente mencionado castillo cercano al Loira —y también el del sur de Francia al que fui años más tarde— tenía cuatro plantas, buenos materiales constructivos, por supuesto: una piedra bonita y robusta, la mejor de las maderas, y un elegante tejado de pizarra gris azulado, como suelen ser muchas construcciones francesas.

    La estructura interior de ambos castillos —y de otros que visité después— era muy curiosa, casi laberíntica, con un sinfín de puertas que daban a pasillos y a pasadizos inimaginables. Varios siglos contemplaban a ese monumento arquitectónico y a sus residentes, aunque no tantos siglos como las pirámides de Egipto contemplaron a Napoleón en su viaje.

    Y muchas cosas han sucedido a lo largo de estos siglos; pero, aun así, a pesar de las circunstancias políticas y económicas adversas, se ve que la aristocracia ha sabido mantener una parte de su esencia. Y la ha conservado en varios aspectos: en sus buenas maneras, en su cultura y su sabiduría, en sus costumbres, en sus temas de conversación.

    Ver a los nobles en su entorno es algo que no tiene precio. Y me siento privilegiada por haber podido vivir aquello. Porque mi experiencia con aquella familia no se redujo a mejorar mi francés, sino que resultó instructiva a todos los niveles. Más educativa e interesante que para las personas que van de au pair, por lo que pude observar yo con mis propios ojos durante un verano en los años noventa.

    El contacto que tienen las distintas clases sociales, y la manera de conocerse y de relacionarse, resulta curiosa, tanto en Francia como en otros países. Y digo esto porque creo que bastantes personas hemos conocido alguna vez en nuestras vidas a un aristócrata, pero una cosa es tratar con él dentro de un grupo de gente diferente, en unas circunstancias más normales, por así decirlo —un colegio, una universidad, una reunión de trabajo o incluso una fiesta—, y otra bien distinta es relacionarse con ese refinado individuo perteneciente a la nobleza en su castillo, en su lujoso y tranquilo entorno palaciego. Esa burbuja tan aislada del mundo real y tan alejada de la vida corriente que parece que vives en otro planeta. Los que no hemos crecido en un castillo conocemos bien esta sensación, ese fuerte contraste.

    Y en esa burbuja añosa, los aristócratas viven su día a día tan singular. Leen libros de ediciones de lujo en sus preciosas y amplias bibliotecas, con ejemplares casi imposibles de adquirir hoy en día, perfectamente cosidos, encuadernados e ilustrados. Los bibliotecarios se perderían en bibliotecas como esas porque son verdaderamente fascinantes. Y además de leer, también acostumbran a escuchar a pianistas que tocan su piano de cola, por supuesto. Un piano majestuoso que preside el no menos majestuoso salón, magnífico. Otros aristócratas escriben. Y a veces, durante el almuerzo o la cena, reciben a invitados no menos ilustres que ellos.

    Cuando te paseas por el pueblo con los aristócratas del castillo, los lugareños te miran de otra forma; no eres un turista, sin más. No eres alguien que ha llegado del extranjero y que debe integrarse en la vida dura del país. Lo más curioso de todo no es cómo te sientes tú dentro de ese mundo áulico, sino cómo te ven los demás. Y en mi caso, llegaban a respetarme casi tanto como a ellos, y eso que yo era tan solo una niña.

    No soy del todo precisa con los nombres de los castillos, ni doy nombres ni apellidos de aristócratas porque hay unos cuantos en Francia: De Larochefoucauld, D’Orléans, De Maintenon, y otros tanto De…

    Los nobles que yo conocí no tenían ninguno de esos apellidos, pero poco importa: es la clase social en sí lo que me interesa analizar aquí.

    De modo que continúo. Paseábamos y luego regresábamos del pueblo a la burbuja palaciega. De nuevo en ese mundo casi irreal, lleno de lujo elegante y de refinamiento, alejado de las duras condiciones laborales en las que otras personas vivían y aún viven. Supongo que esa es una de las razones por las que cuando a María Antonieta le dijeron que el pueblo francés se moría de hambre porque no tenía pan, ella contestó: «¡Pues que coman una brioche!».

    Terrible pero cierto. Bonita manera de arreglar el problema. No sé yo si reír o llorar. Supongo que fueron muchos los nobles que veían el lujo como algo normal, como si la vida hubiera sido fácil para la mayoría, cuando, en realidad, eran unos pocos los auténticos privilegiados. Y tan cierta es esta afirmación que, a partir de entonces, con María Antonieta —o María Antonia, como corrigen algunos, ya que Antoinette es Antonia más que Antonieta—, la aristocracia francesa empezó a entrar en su larga e ininterrumpida decadencia.

    Una decadencia que recuerda a novelas como El gatopardo, del italiano Lampedusa, o a películas como El crepúsculo de los dioses, del gran cineasta también italiano Luchino Visconti, aunque sin la amenaza del nazismo de fondo. En efecto, eran otros tiempos. Y se utilizaban otras armas. La guillotina fue un utensilio de uso frecuente en Francia y en Europa durante el siglo

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    debido a su rapidez y eficacia. Tal vez rodaron demasiadas cabezas en aquellos lejanos años sangrientos. O tal vez rodaron pocas, según algunos. Es relativo, según parece.

    Por supuesto, no hablábamos sobre la Revolución francesa ni sobre algunos políticos republicanos. Era un tema tabú, por razones obvias. A veces una no puede evitar preguntarse cuántos antepasados de esas familias nobles que yo conocí, cuántos tatarabuelos habrían sufrido los efectos de aquella revolución sin parangón, de aquel terror de Robespierre, quien, irónicamente, también murió guillotinado. No así su inventor, Joseph-Ignace Guillotin, médico y diputado francés que no murió decapitado, contrariamente a lo que afirma una creencia popular, sino a causa de una enfermedad, el ántrax, posiblemente. Y no fue realmente él quien la inventó, sino que propuso su utilización en Francia.

    Pero, como digo, no hablábamos sobre aquello. Eran unas personas que, de una manera u otra, intentaban integrarse en la sociedad de la cual habían vivido aislados durante generaciones y hacia la cual habían cometido abusos sin nombre. Una nobleza que sometió al resto durante siglos y sin ningún tipo de piedad, en ocasiones. Una aristocracia que vivía de las rentas y que pasaba al pueblo los trabajos que ellos, señoritingos, creyéndose superiores sin serlo realmente no querían hacer.

    Y así, durante mucho tiempo. Muchísimo. Demasiado.

    De modo que una nobleza en decadencia, a la que le cuesta cada vez más mantener su nivel de vida, se va viendo obligada a vender algunas propiedades, empezando por las menos rentables y las que menos valor sentimental puedan tener: sus caballos, algunas tierras lejanas…

    Y cuando se les va terminando el dinero de esas ventas, van prescindiendo de parte del servicio o se les va porque intentan ganarse la vida de otra forma, y continúan desprendiéndose de otros bienes e incluso terminan hasta vendiendo lo más preciado, lo que ningún noble querría que su nieto o bisnieto vendiera: el castillo.

    He podido comprobar, al volver unos años después a ese castillo, que una parte de la casa contigua la habían convertido en habitaciones para alquilarlas a turistas. Y algunas personas alquilan el castillo entero a un grupo de gente que quiera celebrar una fiesta durante un fin de semana, o para bodas, o por otros motivos. Y eso que algunos castillos no son especialmente grandes, pero a veces algunos presidentes de la República han alquilado castillos enormes para celebrar su cumpleaños, como el maravilloso castillo de Chambord, por ejemplo.

    Recuerdo una anécdota que me contó la propietaria del castillo aludido anteriormente, más al sur, cerca de Arcachón. Su abuelo le había dicho antes de morir que si alguien pronunciaba la palabra «venta» o la expresión «venta del castillo» su espíritu se manifestaría. Tras su fallecimiento, una vez hablaron la propietaria y su familia sobre la posibilidad de venderlo porque les resultaba muy caro mantenerlo; y al de pocos segundos, oyeron cómo la puerta del salón se movía sola lentamente, emitiendo el característico sonido de las puertas antiguas. Y cuando me contaron aquello, no dormí bien por la noche. Afortunadamente, no pasó nada, fue más bien psicológico, porque, de repente, en mi cabeza oía mucho más el viento de fuera y la madera del suelo crujía más fuerte.

    En cualquier caso, yo me alegro de haber conocido esos castillos con sus propietarios dentro, y saber qué es vivir en ese mundo refinado, aunque solamente sea por unos días. Porque no es lo mismo estar en el castillo, e incluso dormir en él, cuando ya es tan solo un monumento inhabitado. Precioso pero inhabitado. Preciosos son esos castillos. Sí, y muy diferentes entre sí. Uno se encuentra cerca del Loira y otro, como acabo de explicar, en el departamento de Gironda, cerca de Arcachón y la enorme duna de Pilat, en el litoral aquitano del golfo de Bizkaia. Y más adelante he visitado otros castillos repartidos por la geografía francesa, pero durante unas horas, no más. O un fin de semana. Sin sus dueños dentro, extrañamente.

    Ya he estado en castillos de esos. Muy bonitos. Castillos comprados a sus antiguos dueños para darles varios usos. Uno de ellos, el típico fin de semana primaveral que lo alquilas y vas con unos amigos para poder disfrutar mejor de la luz del día. Y disfrutas. Sí. Disfrutas de esa luz, del silencio envolvente, de sus paredes con un largo pasado y del jardín, algo abandonado en ocasiones, pero con encanto, que suele rodear a esos castillos. Y del lago o del río, si es que hay uno cerca. Su agua se mueve ligeramente, acariciada por una suave brisa y las hojas de los árboles suenan de una forma agradable, muy relajante. Castillos laberínticos con enormes salones. Bonito país, Francia. Elegante arquitectura que ha sido un modelo en otros países. Y no me extraña, la verdad.

    Me gusta mucho Francia, y también Europa, por extensión, claro. Pero Francia es el primer país que visité cuando salí del mío. Es el segundo país europeo que mejor conozco. Tal vez por eso me gusta tanto, aunque Italia no se queda atrás. Ni Alemania. Ni Portugal. Ni… El mundo entero es bonito. Pero Francia…

    Supongo que el hecho de haber estudiado en francés ayuda porque comprendo bastante bien la cultura francesa y la forma de ser a pesar de que de vez en cuando se les escape esa arrogancia tan chovinista que aún hoy siguen teniendo en ocasiones. Pero como Francia ya no es blanca y hace décadas que dejó de serlo, al igual que otros países europeos, la diversidad obliga a buscar una armonía entre las diferentes comunidades étnicas y religiosas. Y en efecto, hay entre ellas una convivencia más o menos pacífica. Manifestaciones, huelgas y crisis aparte, como la de los chalecos amarillos, que ha sido la más reciente y aún hoy perdura, podemos afirmar que hay un marco de convivencia en el país galo.

    El pasado revolucionario de este país tiene un peso considerable, y hoy en día se percibe en todos y cada uno de los derechos conquistados y mantenidos en el tiempo. Los franceses han sido personas que, más que quejarse, actúan; y, en opinión de

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