El murmullo del silencio y la soledad
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En esta antología se reúnen 10 relatos difíciles de englobar, que por momentos cruzan el ámbito del terror, por momentos recorren los más profundos recovecos de la mente humana, por momentos se vencen al destino y al entorno.
El autor recurre a su inagotable y siempre fresco manejo de la metáfora al inducir al lector en mundos poco explorados. Sus personajes, a veces confundidos y a veces lúcidos, viven intensamente realidades fabricadas por sus anhelos y sus temores, realidades que comparten irremediablemente con nosotros para entretenernos, estremecernos y sorprendernos.
Es ésta una antología de relatos que no pasarán al olvido. Quien se atreva a recorrer sus páginas se descubrirá en el futuro acompañado por más de uno de tantos personajes que surgen de ellas y se adhieren al imaginario personal para enriquecer la percepción individual de la vida.
Gustavo Enrique Méndez Rubio
Gustavo Enrique Méndez Rubio es orgullosamente oriundo de la Comarca Lagunera, región situada al norte de México. Gustavo, un hombre como tantos, común y corriente, que escribe desde hace varios años, encuentra en la ardua tarea de escribir el placer de vivir la vida. Dejándose atrapar por un mundo imaginariamente diferente y por la Gracia de Dios o rarezas del destino ha conseguido escribir algunos libros, logrando así, aplacar el gusanito impulsor que tienen aquellos que gustan del oficio. Actualmente vive en la zona metropolitana de Guadalajara, jalisco, en el occidente de México.
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El murmullo del silencio y la soledad - Gustavo Enrique Méndez Rubio
El murmullo del silencio
y la soledad
Gustavo Enrique
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Copyright 2010 Gustavo Enrique
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A mi gran amigo:
Don Pilo, que Dios tenga en Gloria,
y a mis hijos:
Gabriel,
Sara,
Gustavo y
Daniel
CONTENIDO
PRESENTACIÓN
Cuentos, o tal vez relatos —eso no importa—, que hieden a ruindad, a misterio, a ironía; salidos como un murmullo entre la oscuridad, la soledad y el silencio; salidos muy del interior como queriendo provocar un ambiente de desosiego y confusión.
Cuentos concebidos en el pesimismo con tintes ficticios, y otro tanto con tintes realistas; donde muchas veces se ignora si la ficción en realidad es la verdad y la realidad en verdad es la ficción.
En estos escritos me doy a la tarea de manifestar la derrota inevitable, nacida en un mundo de adversidades por medio de un destino que algunas veces parece jugar sucio. Cuentos en la consabida y acostumbrada impotencia de querer acomodar, embonar y hasta inventar un mundo distinto del propio.
Sus personajes vacilan en la preponderancia del soliloquio, hablándonos de un mundo perdido y derrotado. Su lucha insostenible —también por desgracia inevitable—, fracturada entre las vicisitudes del ser humano; quizá instigada por la figura femenina o por las circunstancias o por la carretera; o tal vez por esos incansables fantasmas que revolotean en el pensamiento del hombre.
¿Quién impera? ¿Quién se impone o quién se adueña del pensamiento del hombre? Y, ¿quién se atreve a desafiar ese mundo hostil e invisible que acecha a cada instante?
Gustavo Enrique
Agosto del 2010
UN LUGAR QUE NADIE CONOCE
A
El administrativo, con la mirada perdida en el vacío, arroja una nube de humo por la boca.
—¿Dónde vive?
—Lejos de aquí.
La jefa lo mira serena. El empleado mueve su cuerpo hacia la ventana para mirar una ciudad tapizada de luces amarillas y azulosas. La noche quiebra la sociedad por un momento. Desde el quinto piso el hombre alcanza a divisar a un anciano mal vestido y sucio, pidiendo limosna en la esquina de la cuadra de enfrente. Se alegra.
—¿Qué le parece el panorama de noche?
La mujer se acerca a él invitándose a ser parte de la sensación. Le rodea la cintura. Se asoma también a la calle. Es una larga fila de vidrios luminosos.
—No me gusta que fume en la oficina.
—¿Por qué?
—Me da miedo. Puede venir el vigilante y ya sabrá las consecuencias. Usted es muy indisciplinado. Lo disculpo por ser nuevo.
La mujer mira coqueteando a su subordinado.
—Vámonos de aquí.
El hombre voltea a verla. Después de un momento responde:
—No… tengo que terminar el balance. Usted me dio de plazo hasta hoy. ¿Ya no lo recuerda?
La coge suave de los hombros.
—Entonces me quedaré a ayudarle.
—¿Para qué? Mejor váyase. Está cansada.
—Estoy cansada, pero me agrada su compañía.
Afuera se escucha el zumbido del aire y él alza el rostro para mirar el cielo dibujado de estrellas. La suelta. Se coloca en la ventana y sus ojos se iluminan por la inmensa ciudad. Entra una oleada de viento que levanta la blusa de la mujer.
—Vamos a otro lado. Ya mañana terminará el informe. Yo le doy permiso.
—Váyase, licenciada. Así, deje la ventana abierta. Necesito que entre aire para que se lleve el humo, no vaya a ser que venga el cuico.
—Estamos en el quinto piso. El viento es fuerte… Si no le gustan las empresas, ¿por qué vino aquí?
—No tengo muchas opciones. A mis cuarenta años ya no es fácil acomodarse en otro trabajo.
—Pero tiene estudios y experiencia. Puede trabajar por su cuenta. Hay muchas pequeñas empresas que solicitan el trabajo de contabilidad.
—Es muy arriesgado.
Le acaricia la cara y desliza las manos sobre su pecho. Esto le provoca el deseo de hallarse sumergida en sus brazos. No le desagradaría entregarse otra vez.
—Creí que era de esta ciudad. Por cierto, en el currículum no especifica de dónde es usted.
—Soy de un lugar muy lejano.
—¿De dónde?
—Aunque le describiera el lugar, no entendería.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué no lo entendería?
—Olvídelo.
La mujer da vuelta y se sienta en el filo del escritorio del administrativo. Queda pensativa.
—La ciudad es vida apresurada. Es soledad en un morir deprisa. La ciudad está compuesta de muertos. Muertos que hieden a humo. Es un cielo quemado, un hoyo con inmundicia. Donde vivo yo es algo parecido: no hay flores ni ríos ni bosques; sólo lumbre que quema las pocas ilusiones.
Se quita de la ventana. Mira a su jefa y súbitamente se encima en su cuerpo.
—¡Espere, no sea brusco!
La mano del hombre se mueve como un animal saqueador en rincones ricos en comida. Amaciza con sus brazos el cuerpo al grado de casi sofocarlo. En un impulso desesperado ella lo avienta al otro lado del archivero. El hombre, cabizbajo, se levanta; acercándose a la ventana para mirar una vez más la inmensa ciudad... Respira satisfecho el aire delgado de la noche y se da vuelta parsimoniosamente. Mira a la mujer y se dirige hacia ella con paso pausado. La jefa siente un escalofrío en la piel al ver que él se aproxima. Antes de que él llegue a ella, ella se apresura para colgarse de su cuello.
B
Al escuchar el taconeo de la recepcionista el hombre la mira a la cara. Sus ojos se van bajando, subiendo y bajando poco a poco para pasar por las curvas de su cuerpo. Regresan sus ojos para ver las flores artificiales de un florero mugriento que está en la recepción. El mundo que vive en su cabeza empieza a moverse aprisa para impresionar a la mujer. Ella, entretenida con unos clientes, hace la cuenta y sonríe amable. Después de cobrarles les agradece la visita.
—¿Le puedo servir en algo, señor?
—Sí. Por favor comuníqueme a la habitación 803.
—Cómo no, señor. ¿De parte de quién?
—Sólo dígale que ya llegó la persona que tiene cita con ella a las diez de la mañana.
—Enseguida lo comunico. Si gusta tomar asiento.
La mujer atiende a otros huéspedes mientras hace la marcación en el teléfono.
Un hombre con harapos y malos olores entra al hotel buscando con la mirada otra mirada complaciente para pedirle una ayuda; pero encuentra sólo ojos desaprobadores y fastidiados, como augurando la molestia de soltarle una moneda al limosnero. Se dirige a un hombre. Éste sonríe y le da unas monedas. Es el mismo anciano que vio desde el quinto piso pidiendo limosna.
Por la puerta ancha de cristal el hombre observa un cielo lejano, gris y poco perceptible por el humo de los coches. Hace una mueca de hastío.
—Señorita, ¿localizó a la persona de la habitación 803?
—¡Perdón! No contestan. Parece que la mujer ya dejó la habitación. En la bitácora se registra como cuarto desocupado. Pero déjeme confirmarlo, pues ha habido errores en otras ocasiones. ¿Si gusta esperar?
El hombre la mira sonriendo y ella sin desviar sus ojos hace lo mismo. De pronto la recepcionista siente un escalofrío que le estremece las entrañas. Sus ojos se hacen como dos aves que vuelan ebrias bajo un cielo arrebolado.
—Vuelvo más tarde. Gracias.
—¿Quiere que le dé algún recado, en caso de que aún esté aquí?
Aguarda un momento. Él sonríe.
—No.