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No te creas los nuevos MITOS SEXUALES

El conocimiento del mundo y de nosotros mismos es un camino plagado de estupideces. Si contáramos el número de bobadas que hay que formular –y que oír–antes de llegar a arrimarnos siquiera a eso que podríamos llamar la verdad, nos quedaríamos, sin duda, sorprendidos.

Pasa en todos los terrenos del conocimiento humano; desde la geodesia hasta la paleontología, desde la astronomía hasta la medicina, desde la antropología hasta la psicología. En ocasiones, la causa de la estupidez puede ser simple y llanamente el error; uno se levantaba por la mañana, veía que allá a lo lejos había un horizonte y decía: “¡Tate!, la Tierra es plana”. Y si alguien le hubiera hablado de curvatura y de formas esféricas, hubiera replicado sorprendido: “¡¿Pero no lo estás viendo?!”. Otras veces, el error es inducido por las ideologías y las creencias; por ejemplo, la imposibilidad de concebir que nosotros no seamos el centro del universo que da lugar al modelo geocéntrico en astronomía o la negación de la teoría darwiniana de la evolución porque no casaba muy bien con eso que estaba narrado en las Escrituras.

Y es que el camino del conocimiento se sube peldaño a peldaño, desarrollando ideas que otros plasmaron antes, pero también apartando los pedruscos que dejaron por medio. Si existe un terreno de los saberes humanos que se haya visto y se vea influido por la ideología, en el que los tópicos y las bobadas hayan conformado una auténtica doctrina asumida como verdad, ese es el conocimiento y la comprensión del hecho sexual humano. Nada hay tan cercano a cualquiera de nosotros y tan mal comprendido como él.

Nos reímos mucho ahora, cuando alguien nos relata que el útero –la en griego– fue considerado durante siglos, incluso una vez descubierta su misma anatomía –es decir, teniendo uno entre las manos–, un animal errante dentro del cuerpo, un bicho con dos bocas que se movía por el cuerpo de la mujer y que, si no era alimentado en su boca inferior –la que daba a la vagina– para procurar su gestación, su otra boca, la superior, y todas sus secuelas–. “¡Pero qué ignorantes eran estos tipos (de Hipócrates a Platón, pasando por Areteo de Capadocia y llegando a la clínica victoriana, nada menos)!”, exclamamos. Y nos reímos mucho porque creemos que ahora lo sabemos todo, que ya no hay más sandeces en el discurso, que los bobos quedaron atrás, en el tiempo de los cavernícolas. Y que ahora todos, hombres y mujeres, tenemos una liberalización y un conocimiento absolutos que nos permiten detectar sin margen de error cuándo un avispado vendedor de lo que no sabe nos la quiere meter torcida. Nos reímos porque creemos que tenemos el sentido crítico más afilado que nunca, de forma que cuando alguien suelta una del quince sencillamente lo vamos a ignorar o, en cualquier caso, no le vamos a dar cancha alguna.

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