La prisa del placer
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Gustavo Enrique Méndez Rubio (1958), autor lagunero, se mueve en su propio espacio, sólo fiel a su estilo personal de narrar y su percepción peculiar del entorno.
En La prisa del placer engloba una selección de relatos que desnudan las profundidades psicológicas de protagonistas únicos, seres que ejercitan sus pasiones, sus temores, sus deseos incumplidos y el alivio mismo como cualquiera de nosotros, sus lectores, forzándonos a veces a la empatía, a veces al rechazo; a la compasión o a la condena; pero invariablemente acusando recibo de su paso al añadirse sin reparos a nuestro imaginario personal.
La relación hombre-mujer obra como el rasero de esta compilación de 14 narraciones, escritas entre 1988 y 1992 para encontrarse por sorpresa y descubrir que, quizá, cada una obedeció en su momento a la oculta intención de suceder para agregarse finalmente en este todo.
El título bajo el que se aglutinan estos textos no obedece a la casualidad, pues es sin duda la paráfrasis de los sentimientos motores de los personajes que les dan vida. La aparente concepción individual de cada relato resulta un espejismo al revelarse la línea subyacente que los empata; el conflicto entre la esencia y el deber ser, el temor a la soledad, la desesperante ausencia de explicaciones y la necesidad urgente de refugiarse en la satisfacción pasajera para olvidar por un momento la incertidumbre existencial.
La prisa del placer nos sorprende, aun si deberíamos haberla esperado como consecuencia lógica de las entregas anteriores de Gustavo Enrique, que iniciaron con la novela Inmersos en el vacío (2010), la antología de relatos El murmullo del silencio y la soledad (2010) y la novela El desvarío de Bernabé (2011).
Gustavo Enrique Méndez Rubio
Gustavo Enrique Méndez Rubio es orgullosamente oriundo de la Comarca Lagunera, región situada al norte de México. Gustavo, un hombre como tantos, común y corriente, que escribe desde hace varios años, encuentra en la ardua tarea de escribir el placer de vivir la vida. Dejándose atrapar por un mundo imaginariamente diferente y por la Gracia de Dios o rarezas del destino ha conseguido escribir algunos libros, logrando así, aplacar el gusanito impulsor que tienen aquellos que gustan del oficio. Actualmente vive en la zona metropolitana de Guadalajara, jalisco, en el occidente de México.
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La prisa del placer - Gustavo Enrique Méndez Rubio
La prisa del placer
Inconexiones, rupturas y malquerencias
Gustavo Enrique
Smashwords Edition
Copyright 2012 Gustavo Enrique
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Dedicado a las mujeres intelectuales
y a los hombres sensibles.
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CONTENIDO
Sorber tus labios
Mujer queso
Cambio de sentimientos
Amor a plazos
Otra pérdida
Dormir el sueño
Un suspiro y adiós
Sobar la vida
Soledad amiga
Hombre fatuo
Crítica de alto calibre
La magia del cine
Cabeza hueca
El bigote y la corbata
Sorber tus labios
No me gusta que te quedes callada. No me gusta que cabalguen tus silencios en mi cabeza; prefiero que me cuentes tus días, tus momentos de hoy; que te acerques y me platiques lo que no platicas a nadie. Que cojas el asiento y lo ocupes y me veas y me mastiques y me sonrías. Que tus palabras fluyan libremente desde tus neuronas hasta mi cabeza. Que peines con tus labios los secretos que tienes escondidos. ¡Qué hables, Ana Bertha!; sí, que hables, tan siquiera con la mirada. ¡Que atropelles con tus pupilas mis sentidos e insubordines tus prejuicios mezquinos!
No enmarques esta escena en la nostalgia de mi derrota. Si no te gustan mis súplicas, entonces mi presencia se diluirá en la nada, seré un objeto sin sombra frente a la luz de tus ojos. No quiero ni puedo callar lo que aún no te he dicho. Necesito decirte que lo hermoso de tu indiferencia vence la poca voluntad que tengo para retirarme de tu vida, que tu belleza de pronto se ha colado por las rendijas de mi cuerpo, que tú eres quien yo necesito para morirme en un segundo, o para vivir mil años tan sólo en un suspiro tuyo. ¿Cómo llegar a tu sonrisa? ¿Qué hacer para posarme en tu mirada? ¿Cómo hacerte hablar y soñar en tus palabras?
Me gusta que rías, pero sólo percibiéndome como el causante de tu risa; que sea por mí y no por los comentarios de otros; con eso salpicas mi esperanza de paladear tu boca. También me enloquece que hagas pucheros y que me consuelen tus gestos de niña azorada cuando escuchas las historias que vomitan impudor. No me gustan las personas parlanchinas; son mejores las silenciosas, aquellas que hablan poco, las que respetan el sonido del viento; pero no tú callada ni absorta ni ajena.
Así, aunque quiera, no me vislumbro contigo, sino que estorbas el poco entusiasmo que me queda. Me aprecio más solo que nunca cuando tus palabras se ahogan en tu orgullo y tu mirada se pierde en una sábana de humo al nacer de tu infinita soberbia. Me gusta que hables lo necesario, lo que hay que hablar, que digas lo que yo no digo, que rompas con tus susurros la inseguridad que me tiene paralizado, que no dejes de complementarme, que pongas la parte que me falta: si yo soy embustero, que tú seas vociferante; si tú eres remilgosa, que yo no lo sea; si yo soy romántico tú también, sin caer en cursilerías; si tú eres melosa, que yo sea más que eso.
¡Siéntate conmigo y a lo menos sollózame la ilusión! Resbala tu lengua sobre mi tristeza. Lame mi desolación. Si no quieres hablar o mirarme, no lo hagas; pero tampoco te vuelvas escurridiza; no me dejes solo, atragantándome en el humo del cigarro. Cuando menos déjame mirarte sorbo a sorbo, quieto y distante, sin perturbaciones; lejos, pero siempre cercano, silbando una melodía llena de melancolía. Hazme sentir un poco importante. Déjame ser parte de tu vida. Tan ausente como callada.
No soporto cuando balbuceas en tus silencios de trastocada porque te pareces a mí, y entonces somos dos átomos de valencia negativa, ávidos de otro átomo. Cuando bostezas tus palabras con voz de ave enamorada, no puedo evitar que el timbre de tu garganta sensibilice mis órganos; así, cuando ríes a un tercio de tus labios y alocas mis sentidos, provocas que te lleve lejos, donde no hay entidades. ¿Sabes que tus palabras tienen energía?, eructan pasión y estornudan placer; ellas remplazan mi pobreza. Ellas dicen que ojalá fusionáramos nuestros cuerpos en uno solo. Que tu cuerpo fuera oxígeno y el mío nitrógeno.
Te recuerdo en la noche de ayer, aquí mismo, en el Café D’Val; y conforme te imagino, pisoteando con pies asesinos mis expectativas, más te deseo. Busco tu imagen donde apareces tosiendo suspensos y chupando toronjas con miel; después descubro que tienes el matiz de la mujer intelectual. Varias veces te he visto y tres veces te he despertado en mi sueño. Espero asistir otra vez a la cita con una nueva esperanza, aunque la seriedad de tu belleza, que me come la cordura, no me dé alicientes para llegar en mis cabales a tu vida.
Tan majestuosa seriedad te acompaña de la barra al comedor y del comedor a la cocina, como paseando la nobleza de tus movimientos en el vaivén de tu delicada arrogancia, y me miras de reojo sin reparar en mi angustia al saberte una mujer inalcanzable, que me haces escupir pedazos de zozobra cuando te burlas de mis insistencias.
En este mismo lugar te conocí, Ana Bertha. Servías las mesas. Te limitabas a servir más café. Primero te vi sin verte, sin sorprenderme, después me gustaste, y luego ya no salía de aquí; te hiciste imprescindible como el café al cafeinómano. Me obsesioné con la idea de sorber tus labios. Nunca he podido aclarar esta debilidad. Me gustaría abstraerme en otros asuntos de la vida: embeberme en la política, inquietarme por la historia y las costumbres sociales; deglutir pláticas de deporte, apasionarme en la ciencia y la tecnología. Pero no es así, Ana Bertha. ¡No es así! De pronto succionas mi atención y me siento atrapado; resultas ser la representante de las mujeres bellas de la tierra que circulan danzantes en mi mente. Cuando llegaban tus amigos te cambiaban los ánimos; si no había clientes, excepto yo y algún otro, tú te sentabas con ellos a beber algo. Ellos te alegraban el momento y tú me lo ilusionabas, con o sin ellos.
Una noche me hallaba tristeando. ¡Noche fría, noche aburrida! De esas noches que provocan vaho en las nostalgias; de ésas que te maquillan la frustración en el rostro y que, en un agregado, te llega el chiflido de la brisa de la congoja, que difícilmente se separará de ti pese a tu resistencia. Era una mesa, una taza rebosante de café espeso y un amor inallegado palpitando en mi azotea. Dos asientos: en uno estaba yo y en el otro sólo la imaginación. Te veía en la otra silla con un cuerpo de vestidura entumecida, tan real como en un sueño; tenías labios de súplica, ojos de inquietud y mirada de reloj; el murmullo de la ansiedad te delataba. La abundancia de tu cabellera pesaba sobre mi espalda al pensar que en un momento más serías mía; tu estatura de 1.70 se acomodaba a mis pretensiones egoístas, y eso me