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La última palabra: La salida milagrosa de un pandillero latino de una vida de violencia a una nueva vida en Cristo
La última palabra: La salida milagrosa de un pandillero latino de una vida de violencia a una nueva vida en Cristo
La última palabra: La salida milagrosa de un pandillero latino de una vida de violencia a una nueva vida en Cristo
Libro electrónico252 páginas4 horas

La última palabra: La salida milagrosa de un pandillero latino de una vida de violencia a una nueva vida en Cristo

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Este libro es un crudo relato autobiográfico que se asemeja al bestseller internacional La cruz y el puñal.

Casey Díaz llegó a este país cuando tenía dos años, siendo el hijo mayor de inmigrantes salvadoreños que se establecieron en los suburbios del centro de Los Ángeles en la década de 1970. Un padre abusivo que golpeaba constantemente a su madre arrastró a Casey a las pandillas callejeras a la edad de once años. Escaló rápidamente dentro de los Rockwood Street Locos y participó en invasiones a hogares, robo de automóviles y en el apuñalamiento de sus rivales, muchas veces con tan solo un destornillador o un cuchillo.

A los dieciséis fue arrestado y sentenciado a casi trece años en una prisión estatal por asesinato en segundo grado, y recibió cincuenta y dos cargos por robo. Al cabo de dos años fue enviado a la Prisión Estatal de New Folsom y puesto en confinamiento solitario durante veintitrés horas al día.

Cuando una mujer mayor de color, que servía en el ministerio carcelario, se acerca a su celda y le dice que Jesús lo ama y que Dios lo va a usar algún día, Casey se burla de ella. Entonces, un día ocurre un hecho milagroso en su celda. Al igual que una película, ve su vida “proyectada” en la pared de la celda. Se ve a sí mismo como un pequeño niño en su antiguo barrio, y luego observa sus primeros días en las escenas de las bandas, hechos que solo él podía recordar. Luego ve a un hombre de pelo largo que carga una cruz, y una multitud que le grita. Él es clavado en la cruz y colocado entre otros dos condenados a muerte. El hombre de la cruz lo mira y le dice: “Estoy haciendo esto por ti”.

IdiomaEspañol
EditorialZondervan
Fecha de lanzamiento2 abr 2019
ISBN9780829769647

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    La última palabra - Casey Diaz

    capítulo uno

    EL PATIO

    La puerta de mi celda se abrió de par en par.

    Un oficial correccional barrigón de California estaba allí, haciendo tintinear un juego de llaves.

    —Una hora, Diaz —anunció.

    Tiempo de ejercicio. Durante los siguientes sesenta minutos me permitirían abandonar mi celda en la Prisión Estatal de Nueva Folsom (donde dos mil de los peores criminales de California estaban encerrados), para tomar un poco de aire fresco en el patio de la prisión. Podría levantar pesas, hacer dominadas o lanzar una pelota desgastada de baloncesto al aro más suelto al oeste del Misisipí. O podía salir y charlar con prisioneros que estaban en mi grupo de celdas que daban a una zona comunitaria interior dentro de la prisión.

    Me paré junto a mi «portón» (así es como llamamos a las puertas de las celdas en prisión), congelado como una estatua.

    —¿Vas, o vienes? —preguntó el guardia de la prisión.

    En este, mi primer día con la población penitenciaria general, yo sabía que debía reunir a los líderes de las pandillas en el patio de ejercicios y compartir un mensaje específico con ellos.

    —Voy —le dije al guardia.

    Habían sucedido tantas cosas en las últimas veinticuatro horas, comenzando con la transferencia desde la Unidad de Alojamiento de Seguridad (SHU, por sus siglas en inglés) a la población carcelaria general de Nueva Folsom. Después de tres años de confinamiento solitario, donde el contacto con otros seres humanos estaba severamente restringido y por lo general limitado a un guardia mudo que me escoltaba a las duchas o a la zona de ejercicios, ahora me permitían interactuar con otros presos en mi nuevo entorno.

    Esto era maravilloso, ya que el sistema penitenciario de California sabía que yo era un líder pandillero de los barrios del centro de Los Ángeles. El alcaide era plenamente consciente de que era mejor no meterse conmigo, adentro o afuera de las paredes de la prisión. Yo había apuñalado personas. Había robado propiedades, desde automóviles hasta dinero en efectivo y drogas. Había ordenado a otros que eliminaran a miembros de pandillas rivales o a los rufianes que nos traicionaban. Tenía una credibilidad enorme en las calles.

    Ahora temía que la suerte hubiera cambiado después de dejar el confinamiento solitario, las unidades de alojamiento de seguridad, o SHU. Ahora que yo era parte de la población carcelaria general, miraba por encima del hombro, receloso de quién se acercaba a mi espacio.

    Vestido con jeans azules y una camiseta blanca que colgaba de mi cuerpo, con 1.75 metros de estatura y casi 80 kilogramos de peso, hice fila con prisioneros de nuestra unidad de celdas mientras caminábamos hacia la salida que conducía a un patio exterior de ejercicios tan grande como un campo de fútbol. El sol de finales de la mañana era confortable en un día primaveral en Folsom, aproximadamente treinta y dos kilómetros al noreste de Sacramento, la capital del estado.

    No estaba interesado en hacer ejercicio porque tenía el estómago lleno de nudos. Tenía un mal presentimiento sobre lo que podría pasarme. Sin embargo, a pesar de mi precario equilibrio, sentí una certeza en mi corazón de que estaba haciendo lo correcto.

    Mientras yo salía, media docena de tipos aparecieron de la nada y se acercaron a mí. Eran latinos, como yo, y estaban definitivamente en mi espacio. Los reconocí como líderes de pandillas rivales, en su mayoría de barrios hispanos cerca del centro de Los Ángeles: Pico-Union, Rampart District, MacArthur Park y South-Central. Hubo un tiempo en que habíamos peleado a muerte por el mismo territorio; pero una vez que estuvimos en prisión, las distinciones entre las diversas pandillas latinas desaparecieron. Según la forma en que las cosas funcionaban en la cárcel, eran los latinos contra los blancos y contra los negros. Te quedabas con los de tu especie. Por protección. Para permanecer vivo. Y para saldar cuentas.

    Me preguntaron cómo estaba mientras iba al patio. Por la expresión de sus caras, pude ver que estaban sorprendidos de que me hubieran liberado del confinamiento solitario. Los prisioneros rara vez eran transferidos desde la SHU a la población penitenciaria general, especialmente para alguien con mi estatus en el mundo de las pandillas.

    Un tipo alto y flaco se acercó. Lo reconocí de anteriores estancias en la cárcel en el área de Los Ángeles. Le decían Bala y era claramente el macho alfa del grupo.

    —¿Qué está pasando? —preguntó.

    —No mucho —respondí—. Pero tengo algo que decirte a ti y a los muchachos.

    Los llevé a una mesa de picnic de concreto, y me senté en ella mientras los líderes de la pandilla se reunían a mi alrededor. Eran tipos de aspecto duro. Muchos lucían una gran variedad de tatuajes que declaraban su lealtad a la MS-13, a la Calle 18 y a Florencia 13.

    Bala miró por encima del hombro. Satisfecho de que ningún guardia nos oyera, enderezó los hombros y me miró.

    —¿Qué es lo que querías decirnos? —preguntó.

    Bala esperaba tal vez que yo le dijera que quería saldar una cuenta con otro pandillero en Nueva Folsom, adquirir drogas o contactar a alguien de afuera. Sin embargo, recobré la compostura, sabiendo que lo que diría a continuación significaba que estos líderes de pandillas me darían «luz verde», es decir, que yo sería asesinado por otro pandillero en un futuro muy cercano.

    Un asesinato dentro de las paredes de la prisión o en el patio de ejercicios era a menudo rápido y siempre brutal. La manera más popular de matar a alguien era clavarle una lezna en el cuello y cortarle la vena yugular.

    Las leznas eran cuchillos toscos elaborados con trozos de metal, plástico derretido o una pieza de madera afilada como un cuchillo. También podías hacer una lezna con un cepillo de dientes, frotando el mango contra un fragmento de metal o una pared de concreto hasta convertirlo en un arma mortal, con la punta afilada. La parte inferior de la lezna era envuelta con tela a manera de cabo, y los prisioneros las utilizaban para apuñalar a otros. Eran sorprendentemente letales.

    La otra forma preferida de matar era por estrangulamiento. Los prisioneros tomaban pedazos de tela de pantaloncillos, sábanas o medias, y los entrelazaban hasta tener la fortaleza de una cuerda delgada. Mientras un par de tipos musculosos te retenían, un tercer asesino pasaba la cuerda hecha a mano alrededor de tu cuello y tiraba de ella hasta que tu suministro de oxígeno se veía completamente interrumpido. Yo había visto aplicar una fuerza tan brutal que los prisioneros eran estrangulados o incluso decapitados.

    No obstante, establecí contacto visual con Bala y con varios de los otros líderes de pandillas, consciente de que lo que estaba a punto de decirles equivalía a firmar mi propia sentencia de muerte.

    Pero también sabía lo que Dios quería que yo dijera.

    capítulo dos

    UN HIJO INMIGRANTE

    No recuerdo cuándo vine a los Estados Unidos de América.

    Eso es porque tenía alrededor de dos años cuando mi madre me llevó a través del cruce fronterizo en Calexico, una ciudad fronteriza y desolada en medio del desierto de Sonora en California.

    Era el año de 1974. Mis padres, Rommel Diaz y Rosa Rivas, no estaban casados, pero sí unidos en un propósito común: huir de El Salvador, su país natal, para tener una vida mejor en Estados Unidos, donde las calles estaban pavimentadas con oro.

    Al menos, esa es la historia que escuché mientras crecía. La guerra civil se estaba gestando en El Salvador a principios de la década de 1970, un país compacto de América Central de 225 kilómetros de largo y de noventa y seis de ancho. Desde principios de la década de 1930, El Salvador había sido gobernado por militares con el apoyo de la élite de los propietarios de tierras del país. Conocida como una república cafetera, el 2 por ciento de la población poseía el 60 por ciento de la tierra. Se decía que catorce familias gobernaban el país.

    Cuando los disturbios políticos se dispararon a principios de los años setenta, escuadrones secretos de la muerte conformados por soldados paramilitares armados (conocidos en español como «Escuadrones de la Muerte») cometieron asesinatos o desapariciones forzadas de opositores políticos, a menudo en la oscuridad de la noche, y que quedaron impunes.

    Mi padre tenía experiencia personal con los escuadrones de la muerte salvadoreños. Cuando tenía ocho años, a fines de la década de 1950, una banda de soldados enmascarados irrumpió gritando una noche en la casa de mis abuelos, derribando muebles y armando un escándalo. Luego ejecutaron a sangre fría, y delante de mi padre, a mi abuelo y a mi abuela, quienes suplicaban por sus vidas.

    Ese recuerdo aterrador siempre permaneció con él. Cuando la disidencia generalizada aumentó entre los sectores populares a principios de la década de 1970, mis padres hablaron de buscar asilo político en Estados Unidos. La hermana de mi madre, Isabelle, quiso acompañarlos.

    Pero mi madre quedó embarazada de mí. Sentía que un viaje prolongado en trenes y autobuses sería demasiado difícil. Sin embargo, Isabelle aún estaba deseosa de viajar. Después de recibir los documentos necesarios para ingresar a Estados Unidos, hizo un largo viaje de 3,695 kilómetros a Los Ángeles.

    Mis padres se quedaron en San Salvador, la capital del país, hasta el 13 de noviembre de 1972, fecha en que nací. Yo tenía poco menos de dos años cuando finalmente llegaron sus documentos para emigrar a Estados Unidos. Tomaron un tren a Ciudad de México, e hicieron una serie de viajes en autobús hacia el norte hasta llegar a Mexicali. Sus papeles estaban en orden cuando cruzaron la frontera y entraron a la hermana ciudad de Calexico. Pagaron cinco dólares por sus tarjetas de Seguridad Social y les dijeron que eventualmente recibirían sus green cards (Tarjeta de residencia permanente).

    Mis padres se dirigieron a Los Ángeles y se mudaron a un barrio de inmigrantes cerca del centro de la ciudad, un puñado de calles conocidas como Koreatown, a pesar de que más del 50 por ciento de los residentes eran latinos. Nuestro apartamento destartalado estaba ubicado en la calle 9 y Kenmore.

    Mis padres nunca se casaron, aun después de llegar a Los Ángeles. No sé cuál era su meta en términos de tener una familia o labrarse un futuro. Vivían el día a día, parte de la filosofía del mañana que se filtraba en la mentalidad latina: si no se hace algo hoy, siempre habrá un mañana.

    Mi madre me insistió en que aprendiera inglés, pues creía que tendría muchas más oportunidades si podía hablar el idioma con fluidez. Los niños aprenden rápidamente en la calle, así que no pasó mucho tiempo antes de que hablara inglés mejor que mi madre y mi padre. Hasta hoy, sigo hablando inglés mucho mejor que español.

    Mi padre, endurecido por perder a sus padres de una manera tan brutal, era un hombre recio. A medida que fui creciendo y comencé a ir a la escuela, me di cuenta de que él albergaba un odio completo hacia mí. Yo no sabía qué le había hecho, pero recuerdo estar sentado en la mesa de la cocina cuando tenía seis años o algo así. Me agarró con fuerza de los hombros y me sacudió, y dijo:

    —¡Nunca me digas papá! ¡Te odio!

    No solamente puedo recordar con claridad este incidente, sino que todavía puedo oler el aroma a levadura del alcohol rancio en su aliento. Estremecido hasta lo más profundo de mí, honré sus deseos: nunca le dije papá en toda mi vida.

    Cuando mi padre no me decía lo mucho que me odiaba y lo @ # $% inútil que era yo, atacaba físicamente a mi madre, a veces después de una de sus discusiones frecuentes, o sin ningún motivo en otras ocasiones. La agarraba del pelo y le pegaba brutalmente. Golpeaba su cara contra muebles o mesas, y en los hombros y la espalda. Mamá siempre tenía muchos moretones y sufría mucho por las palizas que le daba mi padre.

    No podía defenderse. Era apenas una mujercita muy menuda: medía un metro y cincuenta y cuatro centímetros y pesaba menos de cuarenta y cinco kilogramos. Mi padre era más grande, con un metro y sesenta y nueve centímetros de estatura, así que, aunque no era físicamente imponente, tenía, sin embargo, una ventaja significativa en altura y peso que usaba cruelmente contra mi madre.

    Cuando no estaba golpeando a mi madre, discutían por asuntos de dinero. Mi padre era albañil, pero solo trabajaba cuando quería. Vendía marihuana y otras drogas para ganar unos pocos dólares, pero mamá era la principal fuente de ingresos, o al menos con quien se podía contar para que pusiera la comida en la mesa. Era costurera en una de las famosas fábricas de explotación del centro de Los Ángeles, y a veces trabajaba en dos fábricas de ropa durante doce o catorce horas al día cuando el dinero escaseaba.

    Aun cuando mi madre trabajaba uno o dos turnos, yo permanecía solo en casa. Cuando mi padre no estaba trabajando, algo que sucedía con frecuencia, se instalaba en un bar cercano, donde tomaba cerveza como si fuera agua de manantial. Después de emborracharse con marcas como Coors y Budweiser (le gustaba la cerveza estadounidense) venía a casa, me veía en la sala jugando con mis juguetes, y luego me daba una buena paliza sin una razón aparente.

    Traté de vengarme cuando tenía ocho años. Estábamos en nuestro pequeño apartamento, cuando una noche lo encontré inconsciente en el piso de la sala, acostado junto a uno de esos calentadores metálicos y semejantes a acordeones, conectado a una línea de gas. Era obvio que había bebido demasiado.

    Esa era mi oportunidad de hacerle algo. Su cabeza estaba muy cerca del calentador de pared. Pensé que si yo abría la válvula de gas y dejaba que él respirara los vapores nocivos, se enfermaría muchísimo, o no se despertaría nunca. Y entonces no me golpearía cuando quisiera.

    En primer lugar, yo tenía que acercar su cabeza al calentador. Él estaba a unos pocos centímetros de distancia; pero si yo empujaba o arrastraba su cuerpo más cerca, él podría despertarse de su estupor y darme una paliza que yo no olvidaría nunca.

    Decidí aprovechar esa oportunidad. Logré mover a mi padre, que estaba totalmente inconsciente, debajo de la tubería de gas. Abrí la válvula y dejé que respirara el gas mientras yo daba un paso atrás y observaba lo que esperaba que fuera su último aliento. Pasaron unos minutos, pero su pecho seguía subiendo y bajando.

    De repente, mi madre llegó a casa del trabajo. El olor a gas llenó la sala, por lo que le llevó apenas dos segundos descubrir qué estaba pasando.

    —¿Qué estás haciendo? —preguntó ella. Tenía los ojos tan grandes como platillos.

    —No quiero que te lastime más. Asumiré la culpa.

    Mi madre no dijo nada. Inmediatamente corrió al lado de mi padre y cerró la válvula de gas.

    Mi padre nunca supo lo cerca que había estado de morir.

    No sé cómo explicar esto realmente, pero en ese momento supe que era capaz de quitarle la vida a alguien, ¡a los ocho años de edad! No solo era capaz, sino que hubiera podido hacerlo con facilidad. Mi padre me había golpeado de manera frecuente y despiadada durante años, así que no tuve problemas para justificar por qué debería morirse. Tal como racionalicé la situación, la vida sería mejor con él por fuera del panorama. El hecho de que el hombre que yacía en el suelo fuera mi padre no entraba en mis cálculos en absoluto.

    Yo no podía entender por qué mi madre no aprovechó la oportunidad de matar a mi padre. Era él quien hacía su vida tan miserable. ¿Cuántas veces iba a permitir que la golpeara? Debido al temperamento tan volátil de mi padre, me aseguré de pasar el mayor tiempo posible fuera de nuestro lúgubre apartamento.

    Poco después del incidente con el gas, recuerdo haber llegado a casa justo antes del anochecer. Vivíamos en un tercer piso, lo que significaba que había un ascensor, pero preferí subir las escaleras, pues me sentía lleno de energía. Vivíamos en el apartamento del rincón, en la parte superior del rellano.

    Esa noche en particular, y mientras oscurecía, llegué al rellano de las escaleras y me quedé atónito al ver gotas de sangre que llegaban a la puerta de nuestro apartamento. Luego vi una huella de mano ensangrentada en la puerta. Sabía que era la sangre de mamá. Mi padre la había apaleado y golpeado de nuevo, y tal vez le había faltado poco para quitarle la vida.

    ¿Por qué nadie llamó a la policía? Mamá tuvo que haber gritado. Ella tuvo que haberle rogado a mi padre que dejara de golpearla. ¿A nadie le importó?

    Abrí la puerta de nuestro apartamento con mucho cuidado, sin saber qué encontraría. Mi corazón latía frenéticamente dentro de mi pecho.

    Vi a mi padre primero. Estaba tendido en la alfombra sucia, profundamente dormido. Pasé por su lado y miré el interior de la única habitación del apartamento.

    —Mamá, ¿estás ahí?

    No escuché nada. Luego miré y vi un pequeño armario a un lado. Las piernas de mamá sobresalían. Di algunos pasos para mirar más de cerca. Estaba hecha un ovillo, en posición fetal. Tenía los brazos negros y azules, y las manos ensangrentadas. Había manchas de sangre carmesí en las paredes blancas en el interior del armario.

    —Mamá, ¿estás bien?

    No recibí respuesta.

    No supe qué hacer, pues era muy pequeño. Me agaché junto a mi madre. Quería estar cerca de ella. Quería protegerla, mantenerla a salvo en caso de que mi padre regresara para darle más puñetazos de furia. Nunca regresó. No pude mantener los ojos abiertos por más tiempo y me quedé dormido.

    No recuerdo qué sucedió a la mañana siguiente. Ese recuerdo está bloqueado en mi conciencia. Pero recuerdo haber pensado: Man, esto no es normal. No hay forma de que esto sea normal.

    Yo tenía amigos que se reían y divertían en el patio de la escuela durante el recreo. No sabía a qué se debía su alegría. Mi mundo infantil estaba atenazado por el miedo, medido con preocupación y rodeado de ansiedad. Adonde quiera que miraba, los adultos en mi vida parecían odiarme. Recuerdo a una maestra que llevó a la clase tres docenas de paquetes de muffins de la marca Thomas English un viernes por la mañana y procedió a entregárselos a cada estudiante. Cuando se acercó a mi pupitre, me miró y siguió caminando.

    Levanté la mano.

    —Maestra, no me diste ningún muffin —le dije. Era indudable que ella me había pasado por alto.

    La maestra, que cargaba un montón de paquetes, se detuvo y me

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