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Mañana es Halloween: La noche de Halloween, #1
Mañana es Halloween: La noche de Halloween, #1
Mañana es Halloween: La noche de Halloween, #1
Libro electrónico266 páginas3 horas

Mañana es Halloween: La noche de Halloween, #1

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TOP TERROR AMAZON. MÁS DE 100.000 LIBROS VENDIDOS

Sipnosis: La historia nos traslada al poblado de Naime, un escenario montañoso popular entre turistas amantes de esos paisajes y, a la vez, aficionados a lugares ricos en mitos y leyendas. Nos encontramos en la víspera de la noche de Halloween y, partir de un lugar y fecha en común, se nos presentan varios personajes de forma independiente. Una pareja que viaja a conocer a unas amistades cibernéticas. Un agente de policía obligado a trabajar esa noche en un lúgubre ayuntamiento en obras. Y una pandilla de adolescentes que busca emociones fuertes en una gran mansión supuestamente encantada. Dichas historias contadas de forma paralela conformarán un entramado de situaciones entrelazadas que nos someterán a cuestionarnos qué es real, las intenciones de los personajes y de cómo han llegado a ésa situación.

"Israel Moreno es uno de los autores más talentosos de la llamada generación Kindle" JORGE MAGANO

OPINIONES DE LA CRÍTICA:

"Mañana es Halloween nos recordará a la famosa saga de libros 'Pesadillas' pero con un estilo más adulto, crudo, descarnado y frío impregnadas de un halo de tensión arrollador con la capacidad de producirnos un nudo en el estómago" QUELEERQUEQUIEROLEER

"Cada capítulo termina en un auténtico Cliffhanger que nos deja con la boca abierta" ALRICOLIBRO

"A través de una contundente trama con un lenguaje directo nos permite devorar la novela sin sentir el más mínimo agotamiento sin parar hasta el inesperado desenlace" REVISTA VALINOR

"Una novela espeluznante que no puede faltar en tu biblioteca" LABIBLIOTECADECRISTAL

"Un terror muy clásico y recomendable donde te metes de lleno en la historia como si tú fueras uno de los personajes" ALMALECTORA

"Si te gustan las historias de terror de los años 80 esta es tu novela que cuenta con una narración magistral" LEYENDOENTRESUEÑOS

"Una buena novela para los amantes del terror que sabe captar nuestra atención y nos va a regalar más de un buen susto" MISLECTURASYMASCOSITAS

"Cuenta con unas ilustraciones terroríficas que contribuyen a incrementar la sensación de desasosiego." UNLIBROYUNAVIDA

"Una novela bien escrita con estilo ágil y de fácil lectura con escenas que llegan a producir auténtico miedo" LIBROSQUEVOYLEYENDO

"Una novela perfecta para los amantes del género de terror y bien estructurada para llevarnos sin respiración a un macabro final donde algunos personajes conseguirán ponerte los vellos de punta" NOSOLOLEO

Biografía: Israel Moreno (Utrera, Sevilla) es licenciado en Filosofía y actualmente reside en Ceuta, trabajando como profesor. Detrás de mi música (2015) es su segundo trabajo, tras el éxito obtenido en Amazon con su debut literario, Mañana es Halloween (2014), cuya secuela (Hoy es Halloween) publicó en 2016. La pandilla UFO es su último trabajo (2018).

Mika Villalba (Ilustrador) nace en Bruselas y colabora en libros de terror y cuentos infantiles. Está muy influenciado por figuras de Alan Moore, Frank Miller o Mike Magnolia. 

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Twitter: pndillamonstruo

Fan page de Facebook: Israel Moreno Escritor

IdiomaEspañol
EditorialIsrael Moreno
Fecha de lanzamiento30 ene 2019
ISBN9781386534884
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    Mañana es Halloween - Israel Moreno

    Ilustraciones: Mika Villalba.

    Diseño portada: Alexia Jorques.

    Editing: Adolfo Fernández

    Correcciones: Paloma Benavente Martín, Ángeles Jiménez Font y Teloseditamos.

    Dedicatoria:

    Para todos los que habéis colaborado en la obra y a mis lectores, por hacer realidad mi sueño.

    ÍNDICE

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    9

    10

    11

    12

    13

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    22

    «¿Qué es la fiesta de las brujas? ¿Cómo empezó? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Para qué? Brujas, gatos, polvo de momias, fantasmas. Todo está ahí, en esa comarca de la que nadie regresa. ¿Os hundiréis en ese oscuro océano, muchachos? ¿Volaréis en ese cielo tenebroso?».

    El árbol de las brujas, Ray Bradbury

    LA CASITA DE CHOCOLATE

    1

    Miriam

    Jueves 30 de octubre de 2014 (víspera de Halloween)

    La noche comenzaba a caer y se despedía de una tarde desapacible. Ante mis ojos tenía una estampa tétrica, aderezada por unos árboles otoñales que se cernían sobre la carretera de forma amenazante. Jorge, mi marido, conducía nuestro BMW del 92 bajo la lluvia torrencial casi en un estado de hipnosis, y llevaba más de media hora sin abrir la boca. El viejo coche se balanceaba a merced de las ráfagas de viento. Jorge sentía predilección por los coches clásicos, a pesar de mis reticencias. Según él, los modernos, con sus complicadas soluciones electrónicas, estaban hechos para durar poco y complicar la vida al usuario. No quería nada en su vida que no pudiera arreglar con sus propias manos, y a mí, a pesar de que odiaba conducir y los automóviles en general, había llegado a darme igual su fingido discurso provintage.

    Incluso a plena potencia, el limpiaparabrisas apenas nos cedía unos milisegundos de visibilidad, así que avanzábamos con cierto temor y respeto.

    Comencé a sentirme tranquila cuando vi el cartel. Nos anunciaba que estábamos entrando en Naime, un pueblo costero de renombre que descansaba en las faldas de una gran montaña boscosa. No se trataba de un lugar muy poblado, aunque en época veraniega era destino vacacional recurrente para la gente de las provincias del interior y, por tanto, conseguía con facilidad duplicar e incluso triplicar sus habitantes.

    El relieve montañoso que rodeaba al pueblo actuaba como pantalla ante los vientos cargados de humedad del océano, y la influencia marítima hacía que las temperaturas fueran suaves en todas las estaciones del año. En ese aspecto, era un lugar absolutamente privilegiado.

    Pero el verano ya era cosa del pasado, y el otoño había entrado con fuerza, haciéndose notar en una auténtica tarde de perros. A final de octubre, Naime era el puro retrato de un paraíso lúgubre que, a pesar de todo, no dejaba de tener cierto encanto.

    Tal y como marcaba la tradición en aquella época, había multitud de motivos que adornaban cada ventana o jardín con siluetas de fantasmas, brujas, vampiros y otros mitos terroríficos que, solemnemente, anunciaban la venidera noche de Halloween. Se palpaba por todos los rincones aquella mágica cita, dejando claro que era una de las festividades más celebradas y esperadas por sus habitantes. Los supermercados y las jugueterías engalanaban sus vitrinas con calabazas, murciélagos y avisos de color negro, naranja y rojo. Las historias de fantasmas, monstruos de ultratumba, seres espectrales y muchas otras leyendas urbanas barnizaban las fachadas de aquel pueblo encantador, que ofrecía una cantidad ingente de relatos para contar en cualquier velada al calor de una chimenea. El manto de hojas que enfundaba las calles, así como las ráfagas de viento que nos acompañaron hasta la travesía por la que circulábamos, hacían de Naime el decorado ideal para una de esas películas de asesinos en serie que tanto gustaban a Jorge en su juventud.

    Cuando habíamos atravesado el pueblo casi por completo, cruzando una interminable avenida principal, Jorge estacionó el coche justo enfrente de una cafetería que parecía el único lugar abierto a esas horas. En ese momento parecía un pueblo fantasma. No se percibía más que el sonido del viento, que mecía insinuante las ramas de los árboles y que comenzaba a empujar desde el océano una intensa neblina que quedaría estancada entre el propio pueblo y las montañas que se alzaban tras él.

    Entramos en aquel café para estirar las piernas y asegurarnos de que íbamos en la dirección correcta, ya que sabíamos que nuestro destino estaba situado en algún rincón perdido en las afueras del pueblo. Jorge se acomodó en una de las sillas, estirándose hacia atrás, con síntomas de un agotamiento palpable. Un aparatoso bostezo erizó levemente su espesa melena, que cada día se tornaba más gris, aunque ninguno de los dos pasábamos de la treintena. Las casi cinco horas ininterrumpidas al volante de aquel viejo coche le habían pasado factura.

    Aquel bar tenía su encanto. Contemplaba atónita la decoración y mucha memorabilia que apenas dejaba ver los muros de ladrillo rojo. Se trataba de una mezcla extrañamente encantadora, pues las paredes estaban llenas de cuadros de arte pop, tipo Warhol, sobre artistas como Elvis Presley, Madonna, Los Beatles o Audrey Hepburn. Había una gran pantalla sobre la que se proyectaban videos musicales de los años ochenta y, justo en aquel momento, el protagonista era Thriller de Michael Jackson, con aquella mítica coreografía formada por un ejército de muertos vivientes.

    Pude observar que, en la víspera de la gran fiesta de los muertos, aquel canal musical de televisión estaba dedicado a un festival de videoclips de tintes terroríficos a modo de apasionado homenaje. Lástima que aquel entorno tuviera un aspecto tan interesante como decadente. Estaba claro que había vivido días mejores y se percibía claramente cierto grado de abandono, que lo hacía parecer incluso cutre y desangelado tras una observación más pausada. Mientras caminaba en dirección a Jorge no puede evitar pensar que el local atesoraba un enorme potencial sin aprovechar.

    Una camarera se acercó a atendernos, y Jorge, cómo no, se quedó mirándola descarado. La chica tendría nuestra edad y era muy guapa, de ojos verdes, con una larga melena cobriza y la cara salpicada de pecas. Tomó nota de las bebidas pero, antes de irse, le pregunté por nuestro destino, con intención de orientarnos cuanto antes.

    —Sí, debéis subir por la carretera de la montaña, entre el bosque de Nim. Hay unos carteles grandes que indican rutas de senderismo, justo antes del desvío, pero no sabría decirte a qué altura está la casa que buscáis. Por allí no vive mucha gente del pueblo. Hay apenas un par de urbanizaciones para jubilados con dinero y muchas casas abandonadas del siglo pasado, de estas de madera. Aquello está muy desangelando en general debido al auge del turismo de sol y playa. Si os parece, le pregunto a la encargada, por si puede facilitaros más información —contestó con amabilidad.

    Se marchó a preparar nuestros cafés. Permanecimos en silencio hasta que Jorge rompió el hielo.

    —Miriam, no sé para qué preguntas. Ponemos el GPS del móvil y nos lleva a la misma puerta...

    —Dile al GPS que deje de indicarte el culo de la camarera...

    No pude continuar la frase ni acabar de reprenderlo. Ni siquiera dio tiempo a que él me replicara como era habitual, pues me interrumpió una voz desde la mesa de atrás. Su tono era apesadumbrado y a la vez altanero.

    —Eso no os va a servir en el bosque de Nim —proclamó segura, con profundidad.

    Jorge se giró para averiguar quién se había dirigido a nosotros con aquel matiz amenazante. La visión de aquella mujer trastornó sus expectativas, pues se trataba una pobre gitana tremendamente anciana, de aspecto vencido. En la cabeza llevaba un enorme pañuelo descolorido, enrollado como un turbante. Aquello dotaba de más protagonismo si cabe a sus enormes y arrugadas orejas, caídas por la edad y el peso de unos grandes pendientes que colgaban de sus lóbulos con excesiva holgura. Parecía carne muerta a punto de quebrarse. Su camisa de cachemir, ajada por el tiempo, caía sobre una larga falda roja que le llegaba hasta los tobillos.

    —¿Por qué no me va a funcionar el navegador, señora? —preguntó curioso Jorge, sin tomar muy en serio a la anciana.

    —Pero, ¿saben adónde van? Allí no hay señales de nada, ni siquiera de vida. Aquel lugar está maldito y encantando. Debéis estar locos para introduciros en ese bosque justo antes de la Noche de las Brujas, cuando la puerta entre el mundo de los muertos y los vivos se entreabre. Y sobre todo después de lo que pasó allí hace cuarenta años, cuando...

    Sin dejar terminar a la señora, apareció bruscamente la encargada del bar, que interrumpió la conversación con un tono bastante tosco.

    —¡Fuera de aquí, abuela! ¡No molestes con tus cuentos de terror! ¡Estoy cansada de decirte que no vengas a mi local a espantar a los clientes! —gritó enfurecida—. ¡Espero que sea la última vez que te vea por aquí!

    La anciana, malhumorada, se levantó obediente y se santiguó, al tiempo que emprendía la marcha hacia la salida. Mientras empujaba la puerta, antes de desaparecer, se giró y, dedicándonos una última mirada, negó con la cabeza, como si sintiera que habíamos subestimado funestamente sus palabras.

    —Quien ama el peligro en él perece. La noche del caos, donde solo sufren los inocentes y las personas decentes, la maldad se desatará sobre nosotros mañana cuando los espíritus visiten a los vivos para aterrorizarlos... —presagió la gitana mientras se alejaba.

    —Gracias, aunque no hacía falta. No nos estaba molestando —protesté tímidamente a aquella estricta encargada.

    —Madre mía. Está como una puñetera cabra. Parece que estuviéramos buscando el mismísimo castillo del conde Drácula en Transilvania —añadió Jorge bromeando—. La verdad, a mí me estaba resultando divertida. Me hubiera gustado conocer el final de esa rocambolesca historia.

    —Créame, señor, que no. Esta señora no está bien de la cabeza... ¿No lo ven? No tiene nada de divertido escuchar a una pobre vieja enloquecida contando cuentos y monsergas... ¿Les puedo ayudar en algo? Me ha dicho mi empleada que están buscando una ubicación en el monte —sentenció cortante.

    —Sí, queríamos saber cómo llegar a una casa de campo que está a la altura del kilómetro 16, en la carretera de la montaña —dijo él.

    —En realidad no tiene pérdida. Salgan por la salida norte del pueblo, justo tras el cementerio. Luego verán unas indicaciones y tendrán que girar a la derecha por una carretera muy estrecha que discurre literalmente por medio del bosque. La señalización es antigua y los árboles no dejan pasar mucho la luz. Creo que la casa debe de estar al llegar a la parte más alta, antes de la bajada, más o menos —contestó la mujer, ahora un poco más relajada.

    —¿Tendremos problemas con el GPS? —quise averiguar, preocupada, sin olvidar las palabras de la anciana.

    —Sí, eso es cierto, pero no porque interfieran los fantasmas, vaya. Por aquella zona hay tendidos de alta tensión que dificultan el funcionamiento de algunos GPS, aunque depende del sitio. De todas formas, no creo que tengan muchos problemas. Solo ocurre en zonas muy concretas. También hay poca cobertura para los teléfonos, se lo advierto, pero eso es normal, como ya saben, en estos ambientes rurales. Tengan cuidado, que de noche puede resultar un poco más complicado orientarse por allí, ya que no hay iluminación artificial. Las autoridades tienen muy abandonada la carretera. Por cierto, no deberían tardar mucho en irse. Oscurece y apenas hay luz solar ya —nos aclaró mientras se miraba el reloj.

    Despedimos a la encargada agradeciendo la información mientras apurábamos nuestras bebidas.

    —¿Qué habrá ocurrido aquí hace cuarenta años? ¿Tú sabes algo del tema? —me preguntó Jorge más desinteresado de lo que intentaba aparentar.

    —Ni idea. No conozco nada de la historia de este sitio —contesté.

    —Supongo que serán supersticiones y mitos populares. Es algo típico de todos los pequeños pueblos con cierta tradición como este —replicó él.

    —Cuarenta años tampoco es tanto tiempo. No creo que sea una leyenda del pueblo. Le preguntaremos a mi amiga cuando lleguemos. Seguro que sabe algo. Tuvo que ser sonado, por mucho que la encargada haya querido restarle importancia.

    Antes de abandonar el local y seguir nuestro camino decidí ir al aseo un momento. Me molestaba mucho estar en el coche con ganas de orinar. Ya llevaba varias horas aguantando y, como auguraba que todavía podía faltarnos un rato, quise quitarme aquel peso de encima. El cuarto de baño se encontraba al final de un angosto pasillo, junto a la cocina. Rezumaba un fuerte olor a humedad.

    El incidente de la anciana me había causado cierta sensación de intranquilidad. Primero, porque sentía una especie de proteccionismo maternal por las personas mayores y no me habían gustado un pelo los modos empleados con ella. Y también, por qué no reconocerlo, porque nos había prevenido. No sé si exageraba o no, pero a lo mejor había algo de verdad en aquellas inquietantes palabras que empezaban a resonar de nuevo en mi interior. Mi madre solía decir que los gitanos tenían un don para anunciar el futuro, una sensibilidad especial. Me contaba siempre que no los tomara a broma, porque solían acertar en casi todas sus profecías. Quizá la culpa era mía, y me preocupaba demasiado por nimiedades.

    Sea lo que fuere, me encontraba ante un pasillo que no tenía apenas luz. Eso tampoco me resultaba muy agradable, sobre todo si se posee, como es mi caso, una fobia diagnosticada a la oscuridad, junto con un pánico atroz a quedarme sola. Esto último estaba provocado por algo realmente desagradable: veía visiones y escuchaba voces que a veces me desconcertaban, por lo que las situaciones en soledad me superaban.

    Cuando ingresé en la universidad me puse en manos de un psiquiatra que me atiborró de antidepresivos. Estos fármacos no solo no arreglaron el problema, sino que lo agudizaron. Comencé a empeorar, así que dejé de creer en la psiquiatría y me enfrenté a los problemas con otro tipo de terapias alternativas. Gracias a mi fuerza de voluntad, conforme fue pasando el tiempo, estos episodios dejaron de producirse con tanta frecuencia, aunque nunca me abandonaron del todo.

    Realmente tengo la duda vital de si se trata de alucinaciones paranoides o... de otra cosa. Siempre me habían tratado como a una simple loca, pero la viveza de mis percepciones y la intensidad con la que vivía aquellos episodios me hacían creer, en el fondo de mi corazón, que todo lo que me ocurría era absolutamente real.

    Estas crisis iban y venían como un viejo columpio a merced de la tormenta. Aunque hay ciertos aspectos de mi vida que no contribuían a mi estabilidad. Perturbaciones emocionales que me condenaban, como el recuerdo de un maldito día que nunca en mi vida podría olvidar. Habían pasado cinco años, pero para mí era como si no hubiera pasado ninguno, como si estuviera atrapada en aquel momento para siempre.

    Me era imposible pasar página por culpa de un suceso traumático, y tampoco podía repudiar a mi marido por lo que me hizo. Prefería no pensar en ello, pues sabía que era la razón de todos mis traumas actuales, porque sesgó mi existencia precisamente en el momento en el que empezaba a tener una vida más o menos normal. Siempre que lo revivía trataba a su vez de alejarlo, evitando visualizar la escena que me había dejado marcada.

    Pero constantemente estaba ahí, como una presencia fantasmagórica que me perseguía. Empezaba a tener claro que aquella herida no se cerraría nunca, y no podía evitar culparle a él. Ahí seguíamos. Luchando por nosotros y por mí misma.

    Por otro lado, la nictofobia, un pánico incomprensible a la noche y a la oscuridad. Al principio me había costado horrores afrontar este problema. De hecho, mi infancia fue un infierno para mis padres, que tuvieron que lidiar con este molestoso inconveniente. Apenas les dejaba descansar por culpa de mi neurosis nocturna. Y, aunque pensaba que lo había superado, algo se removía ineludiblemente en mi interior cuando me encontraba en entre sombras. En resumen: yo era una caja de sorpresas. Vivir conmigo no es fácil y era consciente de ello.

    Por esta razón transitar un pasillo medio oscuro no era lo que más deseaba en aquel momento. Lo crucé con cierta intranquilidad mientras escuchaba los ruidos de la cocina. Al alcanzar el final observé que no existía un cuarto de baño específico para mujeres, pero sí uno unisex. Entré de mala gana. Lo último que me apetecía era tener que sentarme en una taza sucia. La puerta hizo un ruido molesto, chirriante, al cerrarse tras mis pasos.

    Dentro la oscuridad perdía fuerza, gracias a la luz de una farola de la calle que se colaba por una pequeña ventana. Localicé el interruptor de la luz a tientas, mientras buscaba los pañuelos de papel en el bolso, pero no funcionaba. Mis nervios me estaban jugando una mala pasada. Cuando tras unos segundos mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, pude ver que había tres aseos con las puertas recortadas. El primero estaba cerrado, probablemente ocupado, aunque no perdí tiempo en comprobarlo. Entré en el segundo y cerré el pestillo tras comprobar que había papel higiénico, ese tesoro tan difícil de localizar en los aseos públicos.

    Tras acuclillarme sobre el inodoro noté cómo alguien salía del primer aseo mientras la cisterna perdía fuerza. Oí pasos que sonaban contundentes y firmes. Me tranquilicé al creer que aquel desconocido se marchaba, pero observé la silueta por debajo de la puerta y noté claramente cómo dos grandes zapatones se colocaban frente a mí. Amplificados por las sombras parecían tan enormes que me preguntaba si podía existir una talla de pie tan gigantesca y, si la hubiese, qué altura descomunal podría tener esa persona. Irremediablemente comencé a sudar. Me apresó un cierto desasosiego porque, aunque no hacía nada, seguía allí sin moverse esperando paciente, expectante, a que yo saliera. Aquella persona jadeaba costosamente, lo que solo contribuía a ponerme cada vez más histérica. Me puse de pie y me subí las braguitas con nerviosismo, mientras intuía cómo aquella figura seguía firme tras la puerta. Tenía la respiración cortada y, más que gritar o preguntar, lo que me salió del cuerpo fue permanecer totalmente en silencio sin hacer el más mínimo ruido.

    No habían pasado más que unos segundos, pero a mí se me antojaron horas. ¿Qué clase de broma macabra era esa? Decidida a reaccionar, busqué dentro del bolso hasta dar con mi teléfono móvil. Justo al localizarlo noté cómo aquel individuo rascaba lentamente la puerta, presumiblemente con algún objeto punzante. El chirrido me empujó a una situación de estrés incontrolable. Estaba aterrada, paralizada.

    Cerré los ojos pensando que en otras circunstancias ya hubiera echado a correr despavorida, gritando como una posesa. Por otra parte, la única salida estaba frente a mí, bloqueada por aquel maníaco. Las gotas de sudor comenzaron a caer abundantemente y formaron una pequeña catarata que terminaba en mi barbilla. Decidí salir de aquella irreal evasión en la que me había encapsulado abriendo nuevamente los ojos

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