Bajo el fuego del pecado
Cuentan las crónicas que cuando el dominico san Vicente Ferrer (1350-1419) predicaba, acudían a escucharlo miles de personas, que la gente no cabía en los templos y que, por eso, ofrecía sus sermones en campo abierto. Se dice que la voz del orador era sonora, poderosa y con innumerables matices. En sus sermones hablaba de las malas costumbres, culpables –según él– del origen de los males de la época, pero también de la necesidad de recibir los santos sacramentos de la confesión y de la comunión, de la gravedad del pecado, de la proximidad de la muerte y de la obligación de que los judíos se convirtieran. “Bautismo o muerte” era la mentalidad imperante en aquel siglo XV hacia los judíos no conversos en España. Un lema que hicieron propio otros predicadores como el archidiácono de Écija, Ferrant Martínez, azote de esa religión en Sevilla.
¿Huir o someterse?
Por todo esto, no es de extrañar que los judíos españoles le temieran y huyeran despavoridos cuando Ferrer se acercaba a una población. Y tanto fue su poder de convicción que el 2 de enero de 1412 se aprobó el Ordenamiento de Valladolid, por el cual se condenaba a los judíos a vivir en barrios apartados, a portar la señal distintiva sobre sus vestidos, a no utilizar nombres cristianos, a no servir en la Corte, a no vender sus productos a católicos, etc. “Su fin no era eliminar a los judíos del territorio peninsular, sino someterlos de un modo eficaz”, explica la historiadora Marta López-Ibor en su (Anaya, 2010).
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